¿Amor puro o puro amor?

Se lo dedico a Carmen, para la que amor se escribe sin hache.

Continuaba siendo hermosa . El accidente había respetado la estructura de su cuerpo y no había desfigurado sus bellas facciones. Sus veinte años seguían siendo espléndidos. Pero su cuerpo, antes grácil como el de una gacela, ahora era una sinfonía en un pentagrama. El coma era profundo.

Cada día, cada hora, cada minuto, aquel hombre le dedicaba todo su amor. No podía hacerlo de otra forma. Cuidaba de ella, quizá pensando que volvería a la vida plena y en sus manos estaba que ese regreso fuera el de una ausencia que sólo había tenido lugar en sus sueños.

Y hasta había puesto fecha a ese regreso. Para cuidarla había pedido una excedencia en el trabajo. No quiso que nadie la tocara y menos que la manipularan sin la delicadeza que él estaba dispuesto a prestarle.

Había instalado una cama contigua, por si algún signo de vida aparecía de repente y precisaba de su atención o emoción. Al despertar el día, Miguel se levantaba, iba al cuarto de baño y volvía con una palangana humeante con varias toallas sumergidas en agua caliente y escurridas. Con sumo cuidado le quitaba el amplio camisón, le retiraba el paño para la incontinencia y, por un momento, permanecía mirándola hasta que de sus ojos brotaba una lágrima. No tenía tiempo para más emociones, eran muchas cosas las que tenía que hacer y le pedía al corazón fortaleza para llevarlas a cabo sin desfallecimiento. Con las toallas húmedas repasaba su cuerpo, todo su cuerpo, limpiándolo de impurezas orgánicas. En la mesilla varios frascos que contenían aceites esenciales. Con ellos la bañaba sin dejar resquicio al que dudara en llegar; se sentía como un orfebre puliendo a su joya. Un camisón limpio, y la dejaba apoyada sobre uno de sus costados. Así una hora. Luego del otro costado igual tiempo, operación para impedir las temibles escaras de decúbito. A veces, en cada movimiento, creía percibir un intento de ayudar a lograr facilitar algo el trabajo; no era así, pero a él le motivaba creer que estaba manejando algo vivo.

La primera jornada terminaba incorporándola en la cama articulada, iba a la cocina y preparaba aquel compuesto que le habían recomendado los médicos. Por una sonda gástrica se lo introducía en el estómago; era su primera comida, que debería repetir cuatro veces en el día. De vez en cuando, un poco de agua. Comprobaba si el pañal de incontinencia estaba seco y limpio de excremento, por si tenía que cambiarlo, y permanecía la mayor parte del tiempo sentado a su lado, con la muñeca entre sus dedos, percibiendo los latidos de su corazón, los únicos movimientos que le daban esperanza.

No tenía la certeza de que su cerebro, aunque no lo manifestara, tuviese o no percepciones del exterior, pero por si acaso fuese que sí, siempre sentado a su lado, cogía un libro, lo abría por la última página registrada, y leía en voz queda, como susurrando, aquella historia que ella estaba leyendo antes del accidente. Hasta le parecía que su rostro se relajaba escuchando.

Habían pasado tres meses, y aquel cuerpo inerme parecía dar señales de que algo nuevo se podía esperar de él. Era la primera hora de la mañana y la rutina diaria iba a comenzar. Estaba despojándola del camisón, cuando sintió que una mano cogía la suya. El contacto era suave pero contacto al fin. Paró y guardó aquella mano con el hueco de su otra mano para que no se le escapara, y la miró a la cara. Sus labios comenzaron a moverse en un temblor continuado. Él le apretaba más y más la mano para que lo sintiera a su lado. Fija la mirada en sus labios, creyó escuchar una palabra: padre.

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