Confesión de una joven virgen

La joven siente la necesidad de decírselo a su madre, la tiene por su mejor amiga, es una madre moderna, abierta a las tendencias del momento, sin reparo a todas aquellas que rompen esquemas en las que ella fue educada y observó a la edad de su hija, anterior y posterior hasta que se fue agiornando a los nuevos tiempos.

La joven se dirige a su madre con la misma seguridad que para darle los buenos días.

–Mamá, quiero decirte algo.

Es la primera vez que su hija emplea ese críptico comienzo para hablar con ella. Debe ser algo importante, con cierta e implícita vacilación previa de su hija. Siempre fue directa, al grano, sin esperar la disposición de su madre a escucharla. La madre está de espalda a su hija, sentada ésta a la mesa de la cocina, preparando unas tostadas, unos huevos revueltos y bacon, amen de un batido de chocolate para su hija y un café con leche para ella. El padre y esposo se ha ido una hora antes al banco donde trabaja, con el tiempo medido para superar el tapón de tráfico que va a encontrarse. La joven va en el metro hasta una cierta parada y allí coge el autobús que la deja a las puertas de la universidad, donde acaba de comenzar el primer curso de psicología. La madre, sin volverse, algo inquieta por lo que pueda decirle su hija, le dice:

–Debe ser importante, querida, sabes que no necesitas ni permiso ni atraer mi atención, ¿qué quieres decirme?

No por la expectación lógica que ha despertado en su madre, ésta interrumpe el mismo ritmo preparando el desayuno. La joven guarda un silencio que parece una eternidad, el ambiente parece recargarse de presagios, la madre no se atreve a volverse para no tener que adivinar la tragedia en los ojos de su hija, si tiene que manifestar una emoción primera al escuchar a su hija, prefiere ocultársela, le dará tiempo a preparar la respuesta oportuna a la confesión que le haga. Al fin el silencio se rompe, la hija ya no tiene intención de andar con rodeos, y dice:

–Creo que Dios quiere que eche mi primer polvo.

Continuará, si Dios quiere.

Y Dios no quiso.

Este ensayo de atosigante naturalismo tiene una explicación. Los escritores que abusan de los textos naturalistas parecen creer que los lectores necesitan se les dé pelos y señales de las circunstancias que rodean a sus personajes. A veces he pensado que son algo idiotas al desestimar la capacidad del lector para imaginar lo sustancial que, para nada, modifica la trama principal. Es en un cínico ejercicio en el que he querido, de forma exagerada, poner ante el lector ante tamaño despropósito. Alguien me ha criticado, me parece bien, pero me hubiese gustado que el texto le pareciera lo que es.

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