El aniversario

Cada mañana sonaba el despertador para él, siempre a las 7 AM, excepto los fines de semana. Mi sueño se interrumpía bruscamente con el timbrazo, que yo aceptaba como inevitable. Luego retomaba el sueño. Mi hora de levantarme era alrededor de la 9 AM. No es que yo fuese más perezosa que él. Yo me acostaba más tarde. Él cenaba, veía el último informativo de la tele y se acostaba. Yo me quedaba recogiendo la mesa, luego planchando la camisa que se pondría a la mañana siguiente para ir al trabajo. Sólo la noche del sábado al domingo coincidíamos alterando la rutina diaria. Después de unos forzados tocamientos, me penetraba, hacía su trabajo y me volvía la espalda, ya dormido. Después de 5 años de casados, esa era toda nuestra relación íntima en los últimos tres, quizá cuatro, no lo recuerdo bien. Cumplíamos, pues, un lustro de casados, o unidos por convenciones sociales. 

Me sorprendió esa mañana,  era nuestro aniversario.

–Querida, es nuestro aniversario de boda, ¿qué te gustaría que te regalara?

Aquella pregunta me dolió tanto o más que si se hubiese olvidado. Lo que yo hubiese querido como regalo él no estaba dispuesto a dármelo; se veía en la prisa que se daba para vestirse y salir de casa camino de su oficina. Le miré con expresión de abatimiento.

–Nada, querido, no hay nada que debamos celebrar.

No pareció darse por aludido. 

–Quizá sea mejor que te sorprenda.

–Sí, seguro que me sorprenderás. Date prisa, sales tarde.

Y se fue, con el último bocado de la tostada y el penúltimo sorbo de café.

Eran las 7PM y sonó el timbre del portero automático. Pregunté por el interfono quién era. La voz de una mujer me respondió:

–¿Isabel?

–¿Sí, quién eres? –pregunté.

–Te traigo un regalo de tu marido. ¿Puedes abrir?

Pulsé el botón que abría la puerta principal del inmueble. Mi primer pensamiento fue: “Algún mensajero femenino”. Pero enseguida caí en un detalle: “¿Por qué me tutea?”. Algo sorprendida con este último pensamiento, esperé en el salón, tratando de adivinar. Nada, por más que barajé posibilidades, aquella extraña forma de regalarme algo bloqueaba mi imaginación. Quien fuese la que venía con el regalo debía ser alguien conocida por mí, pero ¿quién? El tiempo de espera se me hizo eterno. Al fin sonó el timbre de la puerta. Yo me había arreglado especialmente esa tarde para recibir a mi marido. Había colocado dos velas en la mesa del salón, también dos copas, y tenía una botella de champagne en el frigorífico. Si llegaba el caso, que no fuera por mí que se arruinara una bonita velada. Abrí indecisa. Delante de mí estaba “ella”. Era una joven hermosa que yo había visto antes. Trabajaba de camarera en un restaurante en el que mi marido y yo habíamos cenado en varias ocasiones. Por alguna razón, no muy clara para mí, aquel rostro había impregnado con fuerza mi retina, y ahora, inesperadamente, estaba allí. La invité a pasar sintiendo algo de rubor. 

Fue ella la primera en romper el silencio.

– ¿Estás sorprendida?

Azorada, balbuceante puede decir:

–La verdad, sí. Tengo una memoria fatal, ¿Hemos sido presentados antes?

–Comprendo. Te extraña que te tutee. Sí, ya nos conocemos.

–Ahora caigo. Tú trabajas en el restaurante Adelfa, ¿no?

–En efecto. De allí nos conocemos.

–Perdona, no quiero ser brusca, pero me extraña que de ese conocimiento tú me tutees. No parece normal.

–Mira, querida. Puede que no hayamos sido presentadas de acuerdo con los convencionalismos sociales, pero hay una cosa entre tú y yo que está por encima de esas formalidades.

–¿Ah, sí, y qué es? –pregunté como si no lo supiera, aunque lo presintiera.

–¿Me dejas que te bese? –preguntó con una sonrisa luminosa, una de esas sonrisas que, sin emitir sonido alguno, te envuelven.

Me quedé paralizada. Mi pensamiento se enturbió hasta el punto de convertirme en algo así como una estatua de piedra. Ella aprovechó mi inerme actitud para acercarse. Me besó en la… boca. Un beso largo y húmedo, y mi boca se abrió para saborear aquella golosina que me ofrecía.

Me condujo por el pasillo en dirección a los dormitorios. Yo parecía una autómata imperfecta, pero entre mis capacidades cibernéticas, pude usar una: abrí la precisa puerta del dormitorio conyugal. Entramos, y como si hubiésemos llegado a la meta, nos fundimos en otro beso, aún más profundo. 

Por la mañana sonó el despertador programado. Me desperté con la misma primera sensación de siempre, la de alteración de mi sueño de forma brusca. Luego fue la de sentir cierto dolor en mi pelvis, luego que mis labios estaban tumefactos, luego que estaba inusualmente desnuda, luego que alguien extraño estaba a mi lado en la cama, luego… mi mente se despejó por completo. Ella ni se había enterado del ruido del despertador y parecía dormir profundamente. Advertí un folio de papel doblado encima de la mesilla, por el lado que yo me acostaba. Mecánicamente lo tomé en mis manos a la vez que encendía la lámpara. Lo desplegué. Enseguida reconocí la letra de mi marido. Sorprendida, curiosa, alarmada, leí:

Querida, espero te haya gustado mi regalo de aniversario. Sí, si lees esto es que te ha gustado, de lo contrario no habrías tenido ocasión de leerlo. No voy a explicarme ni a decirte que lamento lo ocurrido por lo que pueda suponer para mí. Hace tiempo que sé que soñabas con este regalo, y sólo he querido que, finalmente, lo tengas. Durante el día mandaré a recoger mis cosas y pronto mi abogado entrará en contacto contigo para iniciar el divorcio. No te preocupes, por un tiempo y hasta que puedas valerte por ti misma, te pasaré una dotación en pago a tus cinco años de sacrificio a mi lado. Las cosas son así, y tú sabes que soy una persona pragmática. Que seas feliz. Dan.”

Doblé lentamente la hoja de papel, la metí debajo de la almohada y me dispuse a dormir de nuevo, lo más cerca posible de mi regalo de aniversario, casi con temor a que me lo robaran.

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