En la noche, desde mi ventana III

El fantasma, que parece haberse puesto a mi servicio, no parecía estar dispuesto a mostrarme su habilidad para escribir delante de mí, mientras observaba la página de Word. Había abierto otra nueva por si tenía que ser yo el que, finalmente, terminara la historia de aquella vendedora de la supuesta máquina maravillosa. Si fuese yo, ya no escribiría en cursiva, era necesario distinguir entre lo suyo y lo mío; cuestión de amor propio.

Pero por más que lo intentaba, no sabía cómo seguir aquella historia. Lucidez me volvería a decir que lo que yo estaba haciendo era inventarme una historia, algo que ya me había reiterado como inútil.

Esta última consideración era inapelable y decidí dejar que mi fantasma la continuara, si quería. Me había salido un sosias inesperado, si su voluntad era sustituir mi tedio, nadie entre mis lectores lo notaría; el sosias es alguien –bueno, tratándose de un fantasma, es un decir–, que se identifica con su mentor, el mentor con más experiencia, se supone. De momento, Lucidez parecía estar conforme con la historia, pues permaneció callada mientras yo divagaba sobre el extraño fenómeno.

Así pues, sin nada nuevo que aportar, decidí acostarme dejando el ordenador encendido,  la pantalla apagada; el estudio es contiguo a mi dormitorio y desde la cama podría ver si había actividad en él. Esa posibilidad haría que me levantara, más inquieto si cabe por ver qué se estaba escribiendo, y mi fantasma dejaría de escribir. «Pórtate bien, escribe una obra maestra para mí», dije susurrando mientras me retiraba.

Recuerdo que, hasta que me dormí, estuve barajando varias hipótesis de continuidad para la historia que mi fantasma había planteado dejando su escrito en suspenso. Cualquiera podía ser buena si parecía una historia real, pues no quería conflictos con Lucidez. Sólo una fue descartada de plano por mí: el protagonista no debería dejarse seducir por la vendedora de la máquina maravillosa; admitiría que había sido engañado por una puta. Además, el tema sería de corto recorrido, más o menos del sofá del salón a la cama.

No tuve una sola idea que me pareciera original, tratándose de una puta, porque lo era, estaba convencido, ni siquiera un drama personal como fondo podría ser argumento que se saliera de los tópicos, ya bastante trillados en torno a las putas. Confiaba en mi fantasma, él pertenecía a otra dimensión diferente a la de los seres de carne y hueso. Si no volvía, daría por cerrado el tema, borraría lo que había escrito y me dedicaría de nuevo a contemplar las luces de la ciudad, por si querían decirme algo nuevo.

Mis sueños nunca tuvieron que ver con mi actividad literaria; apenas tienen sentido,  ni Freud podría  analizarlos y sacar conclusiones. Pero, ¡oh, dioses! que me dais siempre una última oportunidad. Esa noche fue diferente. Sueño plácido, sin que mi cuerpo padeciera de convulsiones que me hacían sentir roto cada mañana, solo algo confuso. Dicen que un sueño inquieto es consecuencia de una vida inquieta, y será verdad, mi vida no era, precisamente, un remanso.

Y soñé que era yo el otro protagonista de la historia, el que había abierto la puerta a la joven de la máquina maravillosa, el que le había ofrecido la cerveza, el que encontró una insinuación en clave de puta lo del cuello de la botella. Y en mi sueño seguí viviendo aquella realidad que me exigía Lucidez.

Estaba seguro que mi fantasma no había escrito nada mientras dormía; ya había dictado en mi subconsciente lo que tenía que escribir. Y así fue que me levanté, más ágil que de costumbre, y fui directo al ordenador, no tenía problema de incontinencia, y orinar podía esperar, me estaba jugando el ser o no ser como escritor dubitativo que nunca supo por qué escribía de forma compulsiva a cualquier hora, de cualquier tema, sin ningún criterio de permanencia. Y como había supuesto, nada nuevo se había escrito. Allí estaban los tres puntitos con los que había sido suspendida la continuidad del relato. Quite los puntos y comencé a teclear palabras, todas parecían tener el sentido de un relato verídico, tal y como Lucidez esperaba de mí. Dejé, no obstante, lo escrito por mi fantasma en letra cursiva, si alguien me tachaba de plagio, ese texto yo podía justificarlo como algo prestado, como una entradilla que me sacaría del atasco mental que estaba padeciendo. Y esto fue lo que soñé:

Regresé con los dos botellines de cerveza dispuesto a que aquella joven no me engañara más, llevándome por donde ella quisiera. Debería ser yo el que marcara el devenir de los acontecimientos y no porque ella fuese una puta, sin más, con un objetivo claro: cobrar por su servicio.

–Aqui tienes tu cerveza, Lola. ¿Algo para picar? – le pregunté todo lo serio que fui capaz.

–Hombre, ya que lo preguntas, me vendría bien un bocata de jamón; no he desayunado ni comido todavía.

Entrar tan pronto en el drama personal de aquella joven inhibía mi iniciativa. Ella seguía diseñando el camino por el que yo debía transitar.

–Está bien, veo que llevas una jodida vida, valga el eufemismo. Te daré ese bocadillo, pero antes quiero que me cuentes unas cosas para poder entrar en materia. Vamos a ver, Lola, tu no haces demostraciones de una máquina maravillosa, tú, y perdona que no ande con rodeos, eres una puta sin local comercial donde vender tu mercancía, ¿es así?

Temí haberme equivocado, hasta las putas tienen dignidad, pero me daba igual, fuese el juego que ella pretendiera, no me interesaba en tanto que juego, porque ella estaría dispuesta a emplear todas las trampas para ganarlo. Me alivió su sonrisa.

–No exactamente, Pepe, no soy una puta, al menos no una puta profesional. ¿A ti qué más te da un mujer que ligas y llevas a la cama o una mujer que te liga a ti? Esa situación no se da con las putas, ellas venden y tu compras. Voy a ser sincera contigo, algo que nunca quise en otras ocasiones. En mi caso, repito, no soy una puta profesional, y si lo parezco es porque tengo una buena amiga, ésta sí profesional, mira si será profesional que es la presidenta del colectivo de putas, ese que sale a la calle en manifestación por sus derechos. Ella me enseñó la cuatro reglas para tener éxito en esto, en mi caso sólo mientras alcanzo el objetivo que me he impuesto.

–Pero, –la interrumpí –Lola, no veo la diferencia, tu vendes tu cuerpo al igual que las putas. O explícame dónde está la diferencia.

–Si me dejas… Soy estudiante, en cuarto de cinco cursos para ser licenciada en matemáticas. Luego seré profesora de algún instituto o, quien sabe, quizá llegue a ser profesora de universidad. Mis compañeros y compañeras tienen a papa y mamá para pagar los gastos que esto supone, yo no, mis padres fallecieron en un accidente de tráfico y me quedé que o dejaba los estudios y me ponía a trabajar en lo que fuese y en jornada completa para vivir, o me buscaba la vida para terminar mi carrera. Un día me fui a un lugar donde las putas suelen captar a los clientes y allí conocí a esta amiga de la que te hablaba.

Volví a interrumpirla.

–A qué cuatro reglas te referías?

—La primera no ser una guarra. La seguna  ser como una señorita para un soltero y como la mejor esposa para un casado. La tercera no hacer todo lo que pidan los hombres la primera vez; deja algo para la próxima. Y la cuarta, nunca en pago de tus servcios, decirle al cliente ”la voluntad”, cuestion de no tirar la mercancía.

—No está mal el consejo de tu presidenta.

— No es mi presidenta, es mi amiga.

—Está bien, no te enfades. Tu amiga es sabia, quizá más que puta. Tus motivos, sin embargo, me parece haberlos oido antes: estudiantes, ellas y ellos, que se prostituyen para pagar sus estudios o sus vicios, es algo sabido, no me sorprendes, Lola.

Con ese alegato pense  que la joven se sentiría menospreciada por su altruista actividad. Lola debía tener ya una mente matematica poseedora del enunciado y la solución. Me respondió muy seria:

—No seas capullo, la vida está hecha de sucesos repetitivos, nada es original y no siempre dos y dos son cuatro, ¿o quieres que te lo demuestre? Es verdad lo que dices, pero yo no estoy en ese hitparade. Yo no te he propuesto nada, aún , y quizá ni te lo proponga, por gilipollas. Ademas de cumplir con las cuatro reglas de mi amiga, tengo una más que es propia: como dicen las feministas, mi coño es mío. No sé si me he explicado.

Me quedé un poco en blanco. Los hombres creemos poder dominar cualquier situación que nos plantee una mujer, y más si es una puta, pero estaba ante una mujer, o si se quiere una puta, que rompía esos  moldes que los hombres utilizamos para crear nuestras figuras complacientes.

—Está bien, Lola, voy a aceptar que es como dices, ahora tendrás que demostrarlo. Si te digo que no me interesa follar contigo, ¿cómo lo ves con tu mente matemática?

No lo pensó. Antes de yo terminar la última palabra, Lola me respondió:

—Pues que eso me facilita el planteamiento que quiero hacerte.  No siempre el objeto y el objetivo tienen que coincidir.

Ni idea remota por dónde Lola iba a salir. Todo  aquello estaba situado en el despropósito más absoluto: ella que no era ella y yo que no era yo. No era un juego, era un sueño más, dislocado de la realidad, y Lucidez sin decir nada. Lo más que pude decir fue:

–Te escucho, Lola.

–Prométeme no interrumpirme, soy mala cogiendo de nuevo el hilo, ten en cuenta de que soy de ciencias, no de letras –yo asentí con la cabeza –No vine aquí por casualidad, como esos que venden biblias –lo de vender biblias me sonó familiar –antes me informé de ti, –¡joder, ¿no serás un inspector  de tributos? sólo lo pensé, había prometido no interrumpir –Sé que estas jubilado, que vives solo, que tienes muchos años, pero aún de buen ver, que escribes lo que te sale de la… –enarqué las cejas, ya era el colmo si la dejaba pronunciar aquella palabra malsonante. Puse la mano en la actitud de parar el tráfico –Vale, te acepto la corrección, si esto que está sucediendo entre nosotros, al final va a ser publicado, más vale que me comporte como una señorita –asentí con la cabeza –Como te decía, lo sé casi todo de ti, menos el tamaño de tu… –volví a pararla y no pronunció la palabra maldita para los hombres en boca de una mujer, y no hago un juego de palabras –Mi propósito no es el que te has imaginado, aunque no podemos decir de este agua no beberé –ahí estaba de acuerdo, el aquí te pillo, aquí te mato no iba conmigo –Lo que vengo a proponerte es que me dejes que te dé unas clases de matemáticas –por dios, ¿qué sueño era ese? A mis años aprender matemáticas… la dejé seguir con la actitud resignada del penitente  –Te cobraré razonable.Tengo comprobado que llevas escribiendo cerca de cincuenta años, cincuenta mil folios, cincuenta mil estupideces y no te conoce ni el gato, y,por supuesto, que de todo este inmenso esfuerzo no has sacado ni para pagarme un polvo.

Estaba tan sumido en mi propia miseria, que ni fuerza tenía para imponerme y parar aquella catarata de conciencia, porque no era Lola la que hablaba, era yo el que escribía lo que había soñado, era yo el que se confesaba. Dejé de teclear. Lástima que Lola no estuviese allí para enseñarme matemáticas y probar mejor suerte.

Continuará…

 

 

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