En la noche, desde mi ventana VIII

La historia no va mal, la he releído y corregido de algunos errores, no puedo evitarlo, mis dedos corren más que mi pensamiento, en ocasiones vuelvo atrás y me pregunto: ¿he dicho yo esto? Otras, simplemente, borro párrafos enteros con un ¡a la mierda! , y vuelta a empezar. Creo que los personajes de esta historia que traigo entre manos responden a una realidad virtual. Yo he vivido en pueblos así, aunque fue en otros tiempos en los que se pasaba de la escuela a cuidar ovejas, arar el campo y regar las lechugas. Quizá me estoy pasando un poco con el personaje Genaro, pero es que recuerdo de mi niñez,  y en un pueblo similar al Tres Reyes, a uno que llamaban Evaristo, que era calcado. Como sería de desgraciado, que sólo se alimentaba de los mendrugos de pan que le daba el molinero y de la fruta podrida que sus padre echaban a los cerdos. Por la noche sus padres lo encerraban en el pajar si era verano o con los cerdos si hacía el frío del crudo invierno , y allí yacía envuelto en paja y excrementos, y si soñaba, no puedo decír qué soñaba porque me desviaría del propósito de este relato que pretendo sea fiel a los hechos .

Cuando amanecía, Evaristo se lavaba  las legañas en la pila y se vestía con un sayo que le llegaba por debajo de las rodillas, nada debajo, así  las evacuaciones diurnas, que las hacía imitando a los animales, de pie y las piernas abiertas, preservaban el sayo razonablemente limpio. No hablaba, entendía, emitía gruñidos parecidos a los de los cerdos con los que dormía, y cuando alguien se dirigía a él para gastarle un broma cruel (todas lo eran) Evaristo se retorcía como para alcanzar sus testículos, era su forma de decirles «no me toquéis los huevos». El burlón de turno, que sabía interpretar aquel lenguaje simbólico, le contestaba: «Evaristo, tú no tienes donde agarrarte», de esa forma conseguía que Evaristo se levantara el sayón y le mostraba sus partes, y he de decir que  en eso no era comparable a Genaro, más bien todo lo contrario. Era un divertimento, que se repetía  tanto en solitario como en público, y las risas, consecuentemente, eras solitarias o públicas, sin que nadie les pusiera coto. Si aquellas gentes no sabían de dignidad humana, se las podía disculpar: eran animales y se portaban como tales. Y yo me dasarrollé entre ellos, menos mal que por corto tiempo y no me causó comportamientos irreversibles.

Pero ahora percibo que lo cuento en tercer persona, cuando debo confesar que también yo participé en alguna ocasión del tiro al mono con Evaristo, lanzándole una pedrada con un tirachinas. ¡Vaya juerga que nos pasábamos aquellos hijos de una virgen y un macho cabrio! Eramos una pandilla de descerebrados, especialmente en verano que no teníamos que ir a la escuela. Nos pasábamos el día haciendo travesuras propias de los monos de Gibraltar. No robábamos cámaras ni bolsos a los turistas porque esas cosas y esos turistas por allí eran sólo cosas del cine que un empresa itinerante proyectaba en un corral, y a cuyas sesiones acudía todo el pueblo llevando cada uno su silla y garbanzos torrados en lugar de palomitas. Los mayores, con la bota de vino que era el preludio de la coca-cola que habría de venir.  Lo nuestro, mayormente, consistía en robar uvas, fruta en general y matar pájaros con los tirachinas. Calábamos sandías hasta encontrar una madura o hasta que el dueño nos corría garrote en mano. También, cómo no, las prácticas de onanismo en grupo como válvula de escape a una pubertad incipiente. En una ocasión un vecino descubrió a Evaristo con una guarra (cerda) que él debió encontrarla cariñosa y la quería corresponder. El vecino lo contó en el bar, las vecinas en los corrillos después de misa, los jóvenes, entre risotadas, en la plaza al atardecer. Pronto todo el pueblo hablaba del suceso: habían encontrado a Evaristo intentando follarse a la cerda. Se puede ver el paralelismo con la historia imaginada que he dejado inconclusa en el anterior capítulo, quizá el veterinario vivió alguna experiencia parecida, y es que el subconsciente emerge en el escritor que ha vivido lo que cuenta sin darse por aludido. No es un invento, la zoofilia formaba parte del comportamiento frecuente,  nada raro entre aquellas gentes, con perdón en el uso del genérico y por si alguien  se siente señalado.

Pero con todo, un suceso, con Evaristo como protagonista, superó el ámbito del pueblo, de la comarca, nacional y hasta internacional. Evaristo, atado a un árbol en una alameda cercana, había sido quemado, y a decir de la guardia civil, rociado con petróleo como activador del fuego. Los autores, no satisfechos con  quemarlo, le rebanaron el pene y testículos y se los introdujeron en la boca junto con una flor silvestre. En el pueblo no se habló mucho del suceso, y no atendieron a la prensa que allí se destacó para recabar información y antecedentes, y yo no puedo extraer conclusiones porque era muy pequeño y no sería fiel al relato si aventurara explicaciones que no me corresponden. Lo que sí puedo añadir es que aquel suceso cambió menos mi vida que el traslado de mi padre, guardia civil, a la capital. Gracias a aquel cambio de ambiente, hoy puedo presumir de ser un ser humano, con reservas .

Releo esta historia verídica y estoy seguro que habrá de satisfacer a Lucidez, pues se ajusta fielmente a sus recomendaciones. Si una historia así la hubiese inventado, con razón sería tachado, por el lector que la hubiese leído de principio a fin, de tremendista y sádico. Pero como juro que es real, si son justos deberían avergonzarse de pertenecer a la misma especie, y censurarme sólo por habérselo recordado.

Y habiendo, así, cumplido con todos los requisitos que me justifican como escritor, no teniendo objeciones serias a la bondad de la historia como texto literario, cierro la ventana que inspiró esta serie y retiro la promesa de dejar de escribir.

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