Epílogo

EPÍLOGO

Tragicomedia en tres actos

 

© José D. Díez . Julio 2001

Dedicatoria

Con este trabajo deseo rendirte homenaje a ti, sufrido y voluntarioso lector de teatro; a ti que nunca verás una obra representada y así gozar de la imagen en la que la palabra tiene origen y sentido. Y para que no te abrumes, ¡Dios!, con tanta palabrería descarnada, me  he permitido introducir algunos elementos nada ortodoxos que, por pudor, no llamaría de humor pero sí frívolos. Mi pretensión ha sido hacerte sonreír y, si es posible, ayudarte a imaginar; feliz y pagado me sentiré si lo he conseguido. Va por ti.


Pequeño prefacio para no perderse

La obra está estructurada en tres actos. En el primero se pretende crear los antecedentes de un autor preocupado con su incontingencia: lo que hizo, hizo, y no pudo ser de otra forma. Sus personajes no están conformes y piden una oportunidad. El autor, contando con el tiempo que le queda, les da esa  oportunidad a través de su sueño.

En el segundo acto, la realidad de esos personajes no puede ser «real», sino producto de un sueño. El autor dormita mientras sueña con ellos. El resultado es que se comportan «irrealmente», reminiscencias en el autor y su subconsciente del aprendizaje o influencia que obtuvo leyendo a los clásicos; y así, versean, son cursis hasta el empalago y el entorno es fantástico como corresponde a un sueño. Cuando despierta, rememora el sueño, y en lugar de tomar por bueno lo que bien pudiera ser todo un hallazgo, (imitación de los clásicos) lo rechaza no despreciando a sus maestros, que no se atrevería, sino buscando otro tipo de excusa. Se pone frenéticamente a escribir, en esta ocasión despierto y perfectamente consciente.

 En el tercer acto ya no hay excusa ni pretexto para forzar ningún destino amable para sus personajes; cuenta sus realidades respectivas condensadas en una nueva escena de teatro: la vida misma. Los personajes habían estado fingiendo o reprimiendo pasiones que ahora se precipitan en sentimientos reales, explícitos, que les llevan al abismo. La tragedia se consuma.  El autor tampoco esta vez se da por satisfecho; contar la verdad al público es como desenmascarar los propios fingimientos de aquél. No le van a aceptar. Se refugia en sus sentimientos como única salida a sus frustraciones y decide morir desde un postrer lamento.

¡Ah! Se me pasaba decir que la Raquel que se nombra y nunca aparece, representa ese personaje maldito que nunca el autor hubiese querido crear; un doler la cabeza, un escalofrío que recorre el cuerpo, volverla a ver ya sería el espanto.

¿Y el autor de esta tragicomedia? ¿Tiene algo que decir, antes de que se le olvide y, luego, sólo le quede el salir gritando a las plazas públicas a reivindicar su no sé qué? Pues… el autor anda por ahí, oculto, sin atreverse a dar la cara del todo; esto sí lo tiene bien aprendido de sus maestros.

Aunque es posible que, en su soledad, también sufra y no lo quiera confesar. O lo disimule con un gesto distante. Es la displicencia de quien se sabe autor de las emociones que, a través de sus personajes, llegan al público y que no siempre éste recoge como provenientes de él, que fue a la postre quien  los creo. Probablemente tiene celos de los actores que los encarnan. Quizá hubiese querido aparecer en escena como un personaje más, aunque sólo fuese moviendo los hilos, o representándose a sí mismo. El gran Pirandello, en su “Seis personajes en busca de autor”, lo ignora. Sólo le menciona como un referente necesario para que los personajes puedan existir. Sin embargo, habréis observado, los que hayáis leído su obra, que no dejó de aprovechar la ocasión de hacerse presente; ya que no podía aparecer en la obra representada y su drama personal sería ignorado, introdujo un largo panegírico de sí mismo en ese prefacio, por lo demás pedante, egotista, rayando en la descortesía al poner en tela de juicio la inteligencia del público. Todo se lo perdonamos, porque quizá tenía razón, o porque fue un genio. ¿Consiguió lo que se proponía? No lo puedo saber; él nunca, que yo sepa, dejó testimonio de que estuviera  o no satisfecho de su papel de simple autor, uno más entre sus personajes en busca de un destino, pero que, al contrario que estos, no se le permite salir a escena, salvo a saludar si llega el caso. Ahora, lo que pensemos el público, ya no importa; él está muerto. Pero si podemos pensar que lo intentó y deducir que le preocupaba.

Bien, yo ya dije lo mío. Al final lo remataré con algo que se me ocurra. Os tengo por amigos, y sería mezquino contaros mis penas.

 Personajes  por orden de aparición:

La voz: un espíritu errante.

El Hombre: alguien que anda en eso de escribir.

Pilar: una periodista joven.

Miguel: un periodista joven.

Ana: una joven estudiante de letras.

Jorge: un joven estudiante de medicina.

Jaime: un  hombre de unos 40 años; cura, por más señas.

Isabel: una mujer de unos 35 años; profesora de escuela.

Alejandro: un hombre maduro; rico y solo en la vida.

Alguien que se cuela al final —suprimible sin que se altere el producto—: el autor.

Primer acto

Se levanta el telón. La escena permanece a oscuras. Mientras el público rezagado termina por tomar asiento, una voz surge de algún lugar. Alguien entona una canción entre patética y cínica. Le sigue un largo soliloquio, también un poco cínico,  con pausas frecuentes para coger aliento; el que habla padece de asma, entre otros males que no se aprecian ni hay motivo para explicitar.

 

LA VOZ:             (Entonando normal. Canturrea una cancioncilla  que evoca la de un  viejo marino saliendo de una taberna de puerto.)

Un hombre quiso  seer,

un hombre quiso seer… (Pausa.)

El tiiempo se pasóo,

el tiiempo se pasóo… (Pausa.)

Y yaa no pudo seer,

y yaa no pudo seer… (Pausa.)

El poobre se murióo,

el poobre se murióoo… (Pausa.)

Un hombre quiso… (se repite hasta que el público está sentado y en silencio. Con el trajín, casi no se enteran.)

Cuando la canción se interrumpe, y tras una pausa, va apareciendo en escena, entrando por una puerta lateral, una silueta borrosa. El escenario se ilumina progresivamente, pero permaneciendo en semipenumbra. Ahora ya se distingue un hombre, aunque no del todo perceptibles sus facciones. Parece buscar algo a ciegas. Casi tropieza con otro bulto con la apariencia de ser una mesa. No está borracho, como en un principio se puede suponer; es un hombre mayor, solitario, siempre quiso escribir y, por unas u otras razones, nunca antes lo intentó. Ya en su ocaso, ha escrito unas dos o tres obras que aún no han sido reconocidas por el gran público y, quizá, por ese motivo todo lo que sigue. El hombre se encuentra desazonado porque sus personajes, los personajes que él creó, siente que no terminan por despegarse de él, que le persiguen pidiéndole ser oídos; son como pequeños monstruos (por lo que se verá) que ya tienen vida propia; pero esa vida, dicen, no les complace porque no creen haber alcanzado el destino que ellos hubiesen querido, y, en los sueños o en la vigilia del creador, se le aparecen ora reivindicativos,  ora arrepentidos, ora forzando sus propias imaginaciones independientes o, simplemente, rebeldes al control que el escritor suponía debería tener sobre ellos. El escritor vive esas solitarias tribulaciones de diversas formas, siempre sufriendo de la angustia de no saber qué hacer por ellos, porque, en definitiva, ellos se escapan siempre después de reclamar una nueva oportunidad. Igual debe suceder a los padres con sus hijos, igual que ese padre debe sentir ante los miedos que le infunde la paternidad responsable. Y, más allá de la misma vida, el Sumo Creador, probablemente sienta las mismas tribulaciones cuando sus personajes traspasen ese umbral que les llevarán a rendirle cuentas, o quizá a pedirle cuentas. Pero el escritor sueña y en sus sueños todo se hace posible para ellos, sus personajes; no tanto para él, que, inevitablemente, despierta y vuelve a sufrir de una realidad llena de incertidumbre que le seguirá mortificando hasta que muera.  Y así es que, cuando después de haberlo intentado todo, se rinde ante lo que él llama la contingencia imposible y se vuelve mínimamente trascendente, aferrándose a que, quizá, en el mundo del sueño eterno encuentre, finalmente, la redención para sus criaturas y su propia redención. Esto  supone anticipar el final, pero sigan leyendo, por favor.

 

 

Ya se ha hecho el silencio en la sala. La Voz ha dejado de canturrear e inicia  su monólogo, paseando por el escenario, siempre en la semipenumbra, deteniéndose, mirando a todas partes. Los gestos y los movimientos de su cuerpo son los habituales en cualquier caso semejante de alguien que hablara solo o con alguien imaginario. Parece buscar a alguien que le escuche, que le quiera escuchar.

    (Pausa. Elevando la voz.) ¿Hay alguien ahí? (Pausa.) ¿Alguien me escucha?  (Pausa. Bajando la voz.) Nadie me escucha. (Elevando la voz.) ¡Por todos los diablos, escuchadme! Soy  yo, yo, un humano paradójico que se debate entre el  ser y el no ser, (Pausa) como vosotros, (En voz baja) como alguno de vosotros.  (Pausa. Tono normal de voz.) Nadie, no debe haber nadie; (Bajando la voz) protestarían o gritarían, “¡cállate, majadero!”. Es que a los hombres les molestan las generalizaciones. (Pausa. Voz normal.) Bueno, por si me escucháis, estoy aquí en un momento con ya poco futuro; (pausa.)  eso debe explicar mis confusas tribulaciones de última hora. (Pausa. Elevando la voz.) ¿Estoy hablando solo (Pausa) o alguien me escucha? (Pausa. Voz normal.) Por una vez quisiera que alguien me escuchara. (Pausa.) ¡Maldita sea!, me bastaría con sentir el eco de mis palabras. (Pausa. Bajando la voz) El eco… ¿Es tanto pedir? (Pausa. Voz cansina.)  No hay ni eco. (Pausa. Voz normal.) Por si alguien me escucha, ¡eh!, ¡eh!, quiero imaginarme que alguien me escucha, es que voy a confesaros algo que necesito compartir: (Pausa) Que me siento como esos padres que conciben alegremente un hijo y luego se arrepienten, miran el entorno, sopesan las dificultades de la vida y se preguntan: “¿qué clase de vida espera a mi hijo?” (Pausa.) Eso es. Así me pasa ahora a mí con esas criaturas que engendramos con nuestra imaginación y preñan de emociones íntimas nuestros sentimientos. (Bajando la voz, como si pretendiera que no le oigan.) Sublime, sublime… una frase digna del mejor. (Volviendo al tono normal.)   ¿Qué vida les espera? ¿No nacerán ya muertos? (Pausa.) Y si de alguna vida disfrutan, ¿serán comprendidos?, ¿serán aceptados? (Pausa.) Pero también me pregunto: ¿quién o quiénes los tienen que comprender?, ¿quién o quiénes los tienen que aceptar (Pausa breve, luego la voz continua.)

Y ahora, otro dolor que acompaña a toda paternidad. (Pausa.) Temo que en un instante mis personajes vengan a mí. (Pausa.) Siempre vuelven, al refugio paterno, volverán para pedirme algo más, arrastrándose si es preciso, hasta que muera, (pausa, bajando la voz.) y quizá también después. (Pausa.) No espero de ellos buenas nuevas, pues que no entenderán la gratitud que me deben… por el solo hecho de haberles parido… y haber vertido con dolor mi sangre negra…  sobre un blanco lecho de papel. (Bajando la voz.)  Bello, bella… metáfora. (Tono normal.) Vendrán a mí y me harán reproches por lo que fueron… o por lo que no fueron. (Pausa). ¡Cuánta paradoja, Dios! (Pausa. En voz baja..) Las paradojas son contradicciones de lo más intelectual. (Pausa. Voz normal.) El caso es que, a mi parecer, han hecho lo que han querido, han dicho lo que han pensado y han sentido lo que les fue propio sentir. (Pausa.)  ¿Dirán que fui yo el que les asigné el papel que les tocó representar en  la vida? ¡Pero, por todos los diablos, si yo sólo les di vida! (Pausa.)  El papel que cada uno desempeñó no me debe ser imputado, no… Yo les puse andar y les dije: “ahí estáis, criaturas, disponéis del libre albedrío, usad de él como  gustéis, y allá vosotros.” (En voz baja.) Cierto, cierto, así fue. (Pausa. Voz normal.) Entonces, ¿qué, qué culpa tengo yo de que las cuentas que me queréis rendir no os cuadren…? Pero, (Pausa) ¿a quién o a quiénes no cuadran? (Pausa.) Decidme, ¿os preocupáis por el juicio que de vosotros hagan los hombres? (Pausa.) ¿Y quién os ha dicho a vosotros que existen los hombres? (Bajando la voz.) Buena pregunta, llena de doble sentido, para despistar. (Pausa.) ¿Es, es acaso, el reproche de vuestras conciencias…? Pero… ¿qué entendéis por conciencia, desgraciados? (Pausa.)  ¿Es posible que vosotros, seres de ficción,    podáis sufrir de la conciencia… como si de una humana y vulgar debilidad se tratase? (Pausa.) ¡Qué terrible incertidumbre! Algo no encaja en mi propia comprensión. (Pausa.) Quizá todo lo que sucede en este desgraciado mundo es predestinado… predestinado por el mismo mundo que nos cobija. (Pausa.) Sí, así debe ser.(Pausa)  Después de crearos en el útero her… mafrodita de mi mente, (pausa) yo fui el que debí equivocarme. Otra bonita metáfora, aunque lo de hermafrodita… Os puse a andar y os dije, usad de vuestro libre albedrío… y esa fue, quizá, mi equivocación; (Pausa.) no disponíais de esa facultad…  y lo que hicisteis fue lo que únicamente podíais hacer: (Pausa) sucesos espontáneos, encadenados, como cualquier fenómeno de la vida, que siempre discurre entre el pasado inevitable y el futuro incierto. (Pausa. Bajando la voz.) ¡Redondo!. Y que nadie me escuche…  Lo debería escribir para mejor ocasión. (Pausa breve, luego continua con voz normal.) Pero es igual, el caso es que siempre vendréis a mí a quejaros, lo presiento. (Pausa.) Y yo os diré que si os preocupa el juicio que de vosotros se haga, pensad que los hombres, esos otros personajes  de un autor anónimo, (Bajando la voz) mejor desconocido, (voz normal) se debatirán entre alabaros, ensalzando vuestros méritos en llenarles los bolsillos, removerles sus estreñidos espíritus, (Pausa.) o dejaros yacer en el lecho incestuoso de su indiferencia. (Bajando la voz.) ¿Incestuoso? Lo dejo tal cual. Una pizca insolente siempre es mejor que humilde. (Pausa. Voz normal.) Y así a todos, más tarde o más temprano. (Pausa.) Tampoco, mis criaturas, deberíais preocuparos  en establecer odiosas comparaciones. Porque esos otros personajes… que da la ficción de la vida, los modelos con los que os comparáis y a los que os hubiese gustado pareceros… resuelven sus conflictos íntimos y personales, cuando no gremiales, con altas dosis de cínica apariencia. (Pausa.) En el fondo, habréis visto,  son lo que son, por más que sus máscaras engañen a los cretinos. (Bajando la voz.) Inevitable, inevitable, aunque les joda; ganas tenía de soltarlo. (Voz normal.) Y ya veremos a estos, chulos de mierda, de qué se vanaglorian o quejan ante su creador y lo que su creador les dirá. (Pausa) Tengo por muy  probable que no les dirá nada y tampoco se atreva a juzgarles. (Pausa. Bajando la voz.) Por la eximente completa de ser… de ser… (Voz normal.)  Bueno, porque nadie se juzga a sí mismo. (Pausa larga.) Venid a mí, si  habéis de venir. Quizá juntos  podamos consolarnos. (Pausa.) No os importe que nadie os escuche, (Pausa.) yo soy ese nadie. (Bajando la voz.) Modesto, para equilibrar, aunque es la puta verdad. (Pausa larga. Voz normal.) ¿Nadie me va a aplaudir? ¿Nadie va a decir nada? ¿No es fantástico lo que acabo de decir? (Pausa larga. Voz normal) Nada, no hay nadie… (Bajando la voz. Bostezando de sueño) ¡Uaag!… Nadie. Lo que se pierden. (Pausa algo más larga.) ¡Seré estúpido! Para qué habré dicho yo todo esto… (Vuelve a canturrear cansino.) Un hombre pudo ser, el pobre se murió…El tiem…po se…pa… (Se dirige a la mesa. Se sienta y al poco cae dormido sobre la misma.)

    Se hace el silencio, largo  y espeso silencio. El público que asiste a la función se revuelve inquieto en sus asientos; se temen lo peor, pero consideran de mal gusto marcharse tan pronto.

El escenario se va lentamente iluminando hasta poderse apreciar todos los detalles. Es una estancia irreal. De techo tan alto como permite el mismo escenario. Unas cortinas con grandes pliegues, grises, cercano al negro, forman las paredes carentes de toda ornamentación. Como mobiliario, sólo una mesa y una silla. En una esquina, cerca del proscenio, un hombre, de mediana edad—mejor dos tercios—, está sentado frente a la mesa, su cabeza apoyada sobre sus brazos, dormita. Se oyen ruidos de gente oculta que discute. Se incorpora y mira somnoliento. Tiene en su mano una pluma  de escribir —de ave— y sobre la mesa unos folios y un tintero. El Hombre deja la pluma sobre la mesa y mira hacia un punto del escenario por donde espera ver aparecer  a alguien. Todos los personajes que irán apareciendo en este acto se mueven  con movimientos lentos, como ralentizados; parecen no tener prisa. El Hombre  habla.

 

EL HOMBRE:   (Con la vista baja. Nervioso.) Creo que ya llegan y no puedo evitar la emoción del reencuentro. ¿Quién será el primero? (Mirando a un punto del infinito.) Quizá sea  Pilar. (Bajando la vista  sobre la mesa, en actitud reflexiva.) Pilar fue una mujer muy especial. Su papel era de lo más difícil. Ahí es nada, querer  parecer  mordaz a los demás con un alma tan sensible como la suya. (Pausa, mientras intenta apilar los folios.) A Pilar se le atribuía todo un carácter.  Parecía que le salía del alma, pero es que, a la pobre, el alma frecuentemente le traicionaba. (Mira al frente, ensimismado.) Siempre se debatía sumida en paradójicas situaciones: era capaz de amar sin parecer enamorada; era creyente desde una imaginación en la que no creía como algo superior al pensamiento; era dura en sus propósitos de apariencia, y luego lloraba desconsolada por su actuación. (Pausa. Hace un gesto de negación.) Pretendía un comportamiento ético en su trabajo, desde que  descubrió la ética en unos libros de texto. Estos hablaban de la necesidad de esa condición en un buen periodista, (Pausa.) como si ser periodista, o cualquier otra cosa, fuese una condición especial de la persona y la ética una túnica hecha uniforme estético para estar  presentables en sociedad. (Pausa. Mirando de nuevo a los folios.) Pero no se la veía contenta, por sus propias contradicciones, supongo. El caso es que debería estar conforme y sin reservas con el papel que, repito, no le quedó más remedio que desempeñar. (Levantando la vista ante unos sonidos que vienen del fondo del escenario.) Pero… parece que alguien llama… (Con tono fatalista.) Quizá sólo sean mis temores… (Alzando la voz.) ¿Quién es?

El público no logra acomodar su mente a lo que está viendo y oyendo, en su lugar busca en los asientos mejor acomodo para el culo. Entra en escena una mujer joven, de unos veinticinco años, guapa, vestida muy informalmente, con vaqueros y suéter ajustado; el público masculino complacido. Se dirige lentamente, con aspecto serio, hacia donde está El Hombre. Se para frente a él, al otro lado de la mesa, y se presenta con voz entrecortada, no muy segura de que aquel individuo es el que ella viene buscando. Éste la mira de soslayo.

 

PILAR: (Mientras se acerca.) Soy Pilar, Señor, ¿me recuerdas?

EL HOMBRE: (Mirándola de frente. Con leve sonrisa.) ¡Cómo no! Hola, Pilar. Claro que te recuerdo. Anda, pasa. Te estaba esperando. Bueno, quiero decir que estaba deseando verte. ¿Qué te trae por aquí?

PILAR: (Con cara de no estar contenta. Se aproxima hasta pararse al otro lado de la mesa.) Buenos días, Señor, o no tan buenos, según se mire…

EL HOMBRE: (Mirándola por encima de la montura de sus gafas. Voz ahuecada.) Ya no hay días buenos ni malos, ni días siquiera, ni tardes, ni  noches, Pilar. Vives el tiempo eterno, indivisible e innombrable. Estás a las puertas de la eternidad, ese agujero negro que  fagocita el tiempo que te tocó vivir.

PILAR: (Con expresión de admiración incontenida, pero sin comprender nada.) ¿Cómo? ¡Aah! (Parece que lo lleva aprendido.) Bueno, ya; una eternidad de la que no soy consciente, Señor. Sólo vos eres mi referencia inmediata, y te agradezco que por algún tiempo me permitas disponer de mi recuerdo. Vengo a ti con el ferviente deseo,  y antes de que me extinga, a que me expliques las razones de mi comportamiento, del que, en algunas cosas, lo encuentro completamente incoherente.

EL HOMBRE: (Quitándose las gafas y depositándolas sobre la mesa. Su cuerpo visiblemente en escorzo. Pedante.) Tu primera incoherencia, Pilar, nace de hacer tus comportamientos comparables. Sólo es comparable aquello que es contingente, Pilar. Tú eras así, y no habría sido posible para ti elegir, querida mía. ¿Sabes? El clavel no puede ser rosa, el ratón no puede ser águila, la serpiente no puede ser pájaro… Cada cual es lo que es…

PILAR: (Con algo de cabreo, sin llegar a ponerse en jarras. Le interrumpe.) Tú me hiciste mujer y pude  ser diferente, ¿qué comparaciones son esas? ¿Me tomas el pelo?

EL HOMBRE: (Sentándose normal frente a la mesa, ligeramente echado hacia atrás, mordisquea la cola de la pluma.) Ya. Y lo has sido, Pilar. Hablo en serio. Nada era contingente para ti. Fuiste lo que tenías que ser. Has pasado por la vida, y cada segundo te arrastraba al siguiente sin que te fuera dado evitarlo. Triste, pero cierto. Grandeza y miseria de no ser mejor ni peor, porque todos somos únicos, y también irrepetibles. (Cambia de tema antes de que le pregunte qué quiere decir.)  Pero dime, ¿qué quejas tienes que exponerme?

PILAR: (Muy segura de sí misma al principio; una pausa y después parece que vacila.) Una sobre todas: llevada de mi orgullo feminista destruí muchas veces mi natural feminidad. Debí llevar mi feminidad hasta las más altas cotas de lo sublime… Puede que de esta forma hubiese derrotado más fácilmente la soberbia de los hombres, esos seres prepotentes que nos humillan con sus alardes de vanidad.

EL HOMBRE: (Inquieto. Intenta dar una de cal y otra de arena. Que no parezca que es juez y parte) Ahora, Pilar, te estarías quejando de haber utilizado tu feminidad para una causa espuria. Los hombres, Pilar, no son soberbios con las mujeres. Ellos creen que su soberbia se llama masculinidad y también creen que esa manifestación es la que más os place. Y en cuanto a la vanidad, querida mía, me temo que hombres y mujeres se reparten esta fatuidad por igual. Los hombres, (bajando la voz) algunos hombres, (voz normal) son injustos con las mujeres, pero estos terminan causando vuestra indiferencia, aunque, eso sí, después de dejar vuestro alma dolorida. Pero he de añadir, querida Pilar,  que  vuestra indiferencia es su mayor castigo; la indiferencia es lo que más les duele. Y también ahora he de repetir que a ellos no les es dado ser de otra forma, ya que no creo en su libre albedrío, (Bajando la voz y mirando a los papeles.) según, más o menos, acabo de concluir. (Voz normal. Mira de nuevo a Pilar, con los dedos de sus manos entrelazados, excepto los pulgares, que giran uno sobre el otro)) Se dice en la vida: ese hombre es bueno, ése es malo; ése es justo, ése injusto; ése noble, ése villano. Nadie dice: ese hombre es malo y debería ser bueno; ése es injusto y debería ser justo; ése es un villano y debería ser noble. (Separa las manos y ahora palmea la mesa cogida por el borde cercano a él) Cada uno desempeña su papel, Pilar, y no hay norma ni voluntad que les unifique según nuestro deseo. (Cruza los brazos. Se echa para atrás, sobre el respaldo de la silla) Son como son, Pilar, lo mismo que tú has sido lo que has sido; pues, entiende, Pilar, que donde digo hombres, digo igualmente mujeres, claro está. (Separando lo brazos y cogiendo la pluma) Luego, algunos, con hipócrita presunción, se atreven a juzgar. (Apuntándole con la pluma.) No te preocupes, Pilar;  todo aquel que juzga sólo está ocultando sus propias miserias.

Alguien del público, quizá descontento,  tose inoportunamente. Pilar debe esperar a que se haga el silencio.

 

PILAR: (Rotunda. Apenas ha entendido la larga parrafada y sigue en sus trece.) Tú deberías sentirte responsable. Pues que en ti está mi origen, pudiste desde el principio hacerme de otra manera. Soy tu criatura, no lo olvides.

EL HOMBRE: (Compungido.) De veras que lo siento, Pilar. (La mira mientras cabecea a un lado y al otro.) No pudo ser como tú supones. (Para de cabecear.) Cuando te pusiste a andar, escapaste a mi control; cuando hablabas, yo no podía cambiar tus pensamientos; cuando odiabas o amabas, yo no dominaba tus sentimientos. Yo mismo me asustaba cuando, a veces, tu comportamiento no era el que yo habría querido para ti. Pero, te lo aseguro, Pilar, yo no tenía influencia sobre tu comportamiento; de haberla tenido lo hubiese intentado, créeme. También nuestra condición de creadores, Pilar, está limitada a esa ley universal de la contingencia imposible de que te hablaba.

PILAR: (Que no se cree nada de lo que ha podido entender.) Pero mi vida toda ha sido una paradoja; creía sin tener imaginación, amaba sin estar enamorada… Podía haber sido más coherente.

EL HOMBRE (Doctoral.) La incoherencia, querida mía,  va pegada a toda obra imperfecta, y, que yo sepa, nadie ha podido crear una obra absolutamente perfecta. Cómo iba a tener yo  la capacidad de crear una obra perfecta, cuando ni el Sumo Creador pudo conseguirla. No te tortures, Pilar. Porque eres mía, te reconozco que has sido perfecta desde mi limitada capacidad de medir la perfección, y nadie, ni siquiera yo, te va juzgar de otra forma, porque, te repito, nadie se juzga a si mismo. Tú misma has dicho que yo soy tu única referencia, pues te aseguro que eres para mí una criatura amada.

PILAR: (Con un mohín.) ¿Te puedo pedir algo, Señor?

EL HOMBRE: (Amistoso.) No te lo podría negar; si está en mis manos, Pilar. ¿Qué es ello?

PILAR: (Con otro mohín.) Quiero que me des un tiempo de gracia.

EL HOMBRE: (Como un padre al que una hija le pide volver más tarde a casa que de costumbre.) ¿Qué pretendes hacer con ese tiempo?

PILAR: (Convencida.) Quiero rectificar muchas cosas. Ahora que mi vida anterior ha terminado, tengo la perspectiva de lo que ha sido, y es ahora cuando toda, la que por tu gracia me concedas,  puede ser diferente.

EL HOMBRE: (De escorzo, tecleando la mesa con los dedos. Se quita las gafas.) No es fácil lo que me pides. Ten en cuenta que sólo se vive una vez, y tampoco es contingente vivir o morir. (Volviéndose.) Pero, espera…, creo poder hacerlo desde el tiempo que me queda. (Fatalista.) Aunque tendré que destruirte completamente, Pilar. Mira. Usaré tus partículas para hacer de ti otra Pilar y veremos cómo se comporta, ¿te parece?.

PILAR: (Compungida.) Pero esa nueva Pilar no seré yo y la nueva carecerá de la experiencia que yo ahora tengo. No me interesa una nueva Pilar; quiero ser yo con mi experiencia.

EL HOMBRE: (Encogiéndose de hombros..) Lo siento; eso no puede ser. Quizá sea posible  si te pongo en un mundo en el que la experiencia de todas las Pilar como tú esté a tu alcance y aproveches de ella. Si te cambio de tiempo y de mundo, quizá tu comportamiento sea diferente.

PILAR: (Se vuelve ligeramente a cabrear y le plantea la duda metódica.) Pero, ¿cómo puedo ser consciente de que fui como fui y luego seré como seré, dependiendo de los mundos en los que haya vivido? De esa forma no te puedo asegurar que termine finalmente satisfecha.

EL HOMBRE: (Impotente ante el dilema.) Me pones ante dificultades insalvables para  mí. Esa es la tragedia de la vida, que nunca se retorna de la mano de la experiencia. Vive el tiempo que te queda, quizá puedas cambiar, ya que no rectificar.

PILAR: (Con reproche.) Pero tú decías que iba a vivir eternamente.

EL HOMBRE: (Queriendo terminar; se le está claramente complicando el asunto.)  Dije que ibas a vivir en la eternidad, no eternamente. Como mucho vivirás en el recuerdo, algo etéreo, no corpóreo, cerrado a nuevas experiencias. Cambia ahora tu recuerdo pasado por uno nuevo que te complazca;  esa es tú única esperanza, Pilar.

PILAR: (Convencida de que hay que ir al grano que le ofrece) ¿Cuánto tiempo me das para recrearme en esa esperanza?

EL HOMBRE: (Displicente.) ¿Cuánto tiempo necesitas?

PILAR: (Con timidez.) Toda una vida.

EL HOMBRE: (De escorzo. Tecleando la mesa con los dedos.) Imposible. Horas, a lo sumo algunos días.

PILAR: (Angustiada.) ¿Es imposible o es que no quieres?

EL HOMBRE: (Con firmeza. Volviéndose para mirarla.) Si fuera más tiempo supondría que yo puedo dominar esa ley que antes te anunciaba. Nada es contingente, Pilar; yo tampoco.

PILAR: (Convencida y un poco harta de tanta incontingencia.) Está bien. Me voy por esos días y volveré a ti. Puede que sean suficientes si consigo soñar.

EL HOMBRE: (Con firmeza.) Una semana. No puedo darte más.

PILAR: (Normal.) De acuerdo; una semana.

EL HOMBRE: (Normal.) ¿Sabes si espera alguien fuera?

PILAR: (Normal.) Sí; Miguel espera a que yo salga. Y una joven de mala pinta que dice llamarse Raquel.

EL HOMBRE: (Golpeando la mesa con la pluma; lo más parecido al cabreo.) Dile  a Miguel que pase. Y a esa Raquel dale estas monedas; es todo lo que necesita.

Pilar sale. El Hombre se queda solo un instante y habla mirando a Pilar,  mientras ésta hace mutis. El público guarda silencio; parece interesarse por momentos.

 

EL HOMBRE: (Poniéndose melancólico.) ¡Qué infinita tristeza me causas, Pilar! ¿Qué vas a hacer en una semana alejada de mí? Temo que termines odiando toda una vida y angustiada ahora por lo limitado de una vida de urgencia. (Pausa.) Y el caso es que no acierto a comprender por qué odiar la vida que te tocó vivir.   ¿En qué la vas a cambiar que te consuele? ¿Qué vas a hacer en una semana? ¿Qué puedes a hacer en una semana que no hiciste en toda una vida? (Ensimismado.) Y ahora va a entrar Miguel. ¡Qué buen chico era en el fondo! Tuvo mala suerte, y bien que lo siento. Podría haber llegado lejos. Vivía apasionadamente sus mundos imaginarios y habría sido un gran escritor de sentimientos. (Mirando a los folios.) Me pesa haber utilizado el subterfugio de hacerle responsable de lo que  yo escribí; me faltaba confianza en mi mismo y por eso le utilicé. (Levantando la vista.) ¿O fue un simple juego en el que entré sin conocer las reglas? (Bajando la vista, negando con la cabeza.) Ni yo mismo lo sé. Sucedió así y no lo pude evitar… Creo que llama.

EL HOMBRE: (Normal. Levantando un poco la voz. Aparece Miguel) Pasa, Miguel.

Entra un hombre joven, de unos treinta años, en camisa azul clara, sin corbata, con pantalones vaqueros; al público femenino se le dilatan las pupilas.  Con lentitud,  se dirige al hombre y le dice con aparente enfado:

MIGUEL:           Aquí, estoy, Señor. Vengo, y no puedo menos que a quejarme.

EL HOMBRE: (Aparentando sorpresa.) ¿De qué tienes que quejarte, Miguel?

MIGUEL:           (Se aproxima a la mesa. Mira los folios que están sobre la mesa.) Me has dado una vida muy corta; total, dos días y medio…

EL HOMBRE: (Sin convicción.) También has escrito un libro… Podías no haber hecho nada, como tantos otros.

MIGUEL:           (Sigue mirando los folios.) Es cierto. He escrito un libro, ¿y qué? ¿Qué hay de mí en ese libro? ¿Lo escribí yo, o más bien lo escribiste tú? Quizá lo sigas escribiendo.

EL HOMBRE: (Sin convicción.) Lo escribiste tú. ¿En alguna ocasión te dicté lo que debías escribir?

MIGUEL:           (Sigue mirando los folios.) No lo sé. Pero estoy seguro de que podría haber escrito cosas diferentes.

EL HOMBRE: (Intrigado.) ¿Como cuáles?

MIGUEL:           (Dudando.) No sé, no sé. (Sin convicción.) Quizá hubiera dado mejor vida a mis personajes.  Hice del mal una condición humana, cuando debí considerarlo una enfermedad reversible. Está claro que es tu estilo.

EL HOMBRE (Quitándose un peso de encima.) Te equivocas. Tampoco a mi me gustaba todo lo que escribías.

MIGUEL:           (Preguntando, sin más.) ¿Cómo se explica, entonces?

EL HOMBRE: (Mirando al techo.) Tú decidiste lo que querías escribir.

MIGUEL:           (Inclinándose con las manos apoyadas en la mesa, como si quisiera intimidar.) Te aseguro que no. Los personajes hablaban solos, actuaban solos. Alguien que no era yo los manejaba a su antojo. Ese alguien sólo podías ser tú, sin duda alguna.

EL HOMBRE: (En escorzo. Mordisquea la pluma de ave.) Me aclaras una incertidumbre. Creo entender ese fenómeno, pues también a mí me ocurre algo parecido con vosotros.

MIGUEL:           (Se incorpora. Actitud grave.) ¿Y qué pasa con mi vida? Fue breve; dos días y medio y un libro que dudo procediera de mi inspiración. Tenía muchas cosas que decir y hacer. ¿Por qué fuiste tan cicatero en concederme tiempo?

EL HOMBRE: (Paternalista. Se nota al final que quiere cambiar de tema.) Todos tenemos nuestro tiempo.  También mi tiempo es limitado, Miguel.  El Cosmos es tan cicatero con todos nosotros, que tú y yo confluimos en un imperceptible punto de su espacio infinito.  Pero, dime, ¿qué fue de tus personajes? Recuerdo  que no seguiste sus pasos; me parece una forma desconsiderada para con ellos.

MIGUEL:           (Él a lo suyo.) No me diste tiempo, Señor, eso fue lo que pasó.

EL HOMBRE: (Curioso.) De haber tenido más tiempo, ¿qué habría sucedido con ellos?

MIGUEL:           (Que sabe, que no sabe.) No lo sé, Señor. Pues que no podía dirigirlos, los habría seguido en sus peripecias hasta su final. Esas criaturas han quedado por ahí, en el mundo, sin que yo pueda saber qué les pudo ocurrir y si pude hacer algo por ellos.

EL HOMBRE: (Como una comadre que se las sabe todas… menos una.) Lo dirás por Ana y Jorge, porque Alejandro  decidió por sí mismo desaparecer. También recuerdo que anticipaste el final de Jaime e Isabel; se suicidaron, ¿no? Eso no quedó muy claro.

MIGUEL:           (Con cara de no saber de qué le habla.) Alejandro sí, y bien que traté de evitarlo, y por eso es por lo que dudo que fueran míos. Isabel y Jaime lo pareció, pero quizá no fue así, y eso acrecienta mi angustia. Si me hubieses dejado tiempo para seguir sus pasos… quizá para guiarles… Y en cuanto a Ana y Jorge…,dos buenos chicos, con mucha vida por delante. Me hubiese gustado seguir con ellos. Tú impediste con mi prematura muerte que disfrutara de la nobleza que atesoraban, de su juventud y alegría de vivir.

EL HOMBRE: (Por decir algo.) Puede que no te gustara saber lo que en realidad les sucedió. Les dejaste en una situación que no abrigaba mucha esperanza.

MIGUEL: No me eches la culpa. (Por contestar algo.) Repito que yo no quería. Una fuerza superior  me impedía controlarles, y siempre terminaban haciendo lo que querían. Pero eran nobles, y quizá con el tiempo fueron un gran hombre y una gran mujer.

EL HOMBRE: (Inclinándose sobre la mesa, los brazos extendidos, como si se rindiera.) Esa es la limitación de todo creador. Y a lo hecho, pecho, como se suele decir. Seguro que a todos nos gustaría que nuestros personajes fueran paradigmas de virtudes y eternos, pero luego son lo que son: un resumen, siempre incompleto, que sólo se completa a su muerte, y nosotros incapaces de evitarlo. (Incorporándose. Solemne y absorto.)  El tiempo, el tiempo…, ese camino al basurero del Cosmos, a él nos lleva el destino, del que no se retorna. (Distendido.) De todas formas, creo que te puedo ayudar. Pero, Miguel, no has de quejarte luego si el tiempo deja sin terminar tus proyectos. Ahora me has de decir qué prefieres, si un poco de tiempo para hacer algo con tu vida que te hubiera gustado hacer, o ese mismo tiempo para imaginar lo que tus personajes podrían haber hecho desde que les abandonastes.

MIGUEL:           (Poniendo cara de mentiroso que se cree su propia mentira.) Casi prefiero esto último, Señor. Mi vida me importa menos que la de esos hijos que he dejado en la vida sin mi amparo.

EL HOMBRE: (Incrédulo.) ¿Crees que tu amparo les servirá para algo positivo?

MIGUEL: (Como el que zanja un cuestión espinosa y de paso haciendo una insinuación con mala leche.) Para que vivan el tiempo que les faltó, eso ya es positivo. Es cruel que murieran jóvenes, un desperdicio intolerable del que cualquier creador debería ser considerado reo de despilfarro.

EL HOMBRE: (Cogido por sorpresa. Aparenta no darse por enterado.) Tengo mis dudas, pero, en fin… ¿Y si te presto mi ayuda?

MIGUEL: (Incrédulo.) ¿Cómo habrías de ayudarme, Señor?

EL HOMBRE: (De escorzo, tecleando la mesa con los dedos.) Podríamos imaginarles tú y yo. Quizá a donde no llegue tu imaginación llegue la mía, o al contrario.

MIGUEL:           (No se quiere comprometer.) Deberíamos llamarles y preguntarles qué quieren hacer, eso nunca lo hicimos. Ya dudo de tu imaginación y de la mía.

EL HOMBRE: (Con ganas de terminar.) Estoy de acuerdo, y he dicho una tontería. No podemos ser tan incoherentes. De qué valdría imaginar a nuestros hijos si, cuando les ponemos a andar, ellos se mueven a su voluntad. Llámales, pues, y sepamos lo que quieren.

MIGUEL:           (Frustrado. Con ganas de irse.) Habla tú con ellos. Ya me contarás lo que han querido hacer. Voy primero a pensar en mi mismo.

EL HOMBRE: (Aclarando algunos extremos.) Conforme. Ya veo que has elegido vivir tu vida; siempre es así. Pero no tienes mucho tiempo. Pilar tiene una semana, y una semana tendrás tú, es lo máximo que os puedo conceder. Ahora dile a tus personajes que pasen.

MIGUEL:           (Por decir algo para quedar bien.) Gracias, Señor. No les trates con severidad; recuerda que son hijos míos, o eso es lo que yo siento. También parece que espera una joven harapienta, con muy mal aspecto, pero no tengo el disgusto de conocerla.

EL HOMBRE: (Condescendiente.) No les trataré con severidad, Miguel. Son hijos de mis hijos.  Sólo amor siento por todos vosotros. Y no te ocupes de esa otra joven; en realidad ella no espera nada.

MIGUEL:           (Con bastante mala leche pero sin que se le note.) Gracias de nuevo, Señor. Puedo aseguraros que nuestro amor por vos se corresponde con el vuestro. También soy consciente de vuestra soledad.

Miguel sale. Llaman a la puerta. Algunos murmullos entre el público de la sala, necesarios para distender sus mentes comprimidas.

 

EL HOMBRE: (Con urgencia.) ¡Pasad, pasad!

Entran dos jóvenes de alrededor de veinte años, guapos, vestidos como dos jóvenes; como sólo hay un par de jóvenes entre el público, al resto ni fu ni fa. Miran a un lado y al otro, como sorprendidos, luego se dirigen vacilantes al hombre, que les mira sonriente.

ANA: (Como si se lo encontrara de repente.) ¿Quién sois, Señor? No os reconocemos.

EL HOMBRE: (Con tono bíblico.) ¿Nunca pensasteis en el padre de vuestro padre?

ANA: (Con tono normal.) No, Señor. Nunca nos habló de él.

EL HOMBRE: (Como un abuelo que ve a sus nietos después de mucho tiempo.) Comprendo, comprendo. Vosotros debéis ser Ana y Jorge. Tenéis cierto parecido con vuestro padre.

ANA: (Sin saber bien lo que dice.) No podía ser menos, Señor. Aunque Jorge y yo somos diferentes en muchas cosas.

EL HOMBRE: (Sentenciando.) Esas diferencias no son tan grandes, si se observan vuestras cualidades en conjunto. A  mí me parecéis dos caras de la misma moneda. ¿Qué queréis? Supongo que es vuestro padre quien os manda.

JORGE: (Ambiguo.) Así es, Señor. Él dice que vos nos podéis dar más vida.

EL HOMBRE: (Con el dedo índice bajo su nariz y el codo apoyado en la mesa.) Algo puedo hacer, no mucho. ¿Para qué queréis más vida?

ANA: (Solemne.) Somos jóvenes aún. Nuestro padre nos abandonó a un destino incierto. Queremos ser dueños de nuestro destino.

EL HOMBRE: (Interesado.) ¿Tú piensas lo mismo, Jorge?

JORGE: (Sincero.) Así es, Señor. A pesar de nuestro pasado miserable, querríamos vivir un futuro mejor. Nos espanta esta nada prematura que nada nos permite alcanzar que nos redima. Y, además, el recuerdo que dejamos es malo.

EL HOMBRE: (Arqueando las cejas sorprendido.) ¿La nada? Sois dos personajes literarios; estaréis en los libros para siempre… (bajando la voz) Confío.

JORGE: (Reivindicativo.) Es a ese destino al que nos referimos. Nuestro padre no supo o no pudo crear un destino mejor para nosotros. Dadnos libertad para crear nuestro propio destino.

EL HOMBRE: (Se siente aludido.) No culpéis a vuestro padre. Tampoco os culpéis a vosotros; no pudisteis ser de otra forma. Olvidad culpar a nadie; todos somos lo que somos. Aún dispongo de algo de tiempo para vosotros, una semana, no más, ¿queréis aprovecharla?

ANA: (Muy femenina. Le parece poco.) ¿Sólo una semana?

EL HOMBRE: (Muy firme.) Sólo una semana. Lo siento. En una semana podréis cambiar muchas cosas, muchas actitudes. Quizá podáis alcanzar la gloria.

ANA: (Como si hubiera oído campanas.) ¿A qué gloria te refieres, Señor?

EL HOMBRE: (Mirando al techo.) A la única posible: la gloria que espera en el recuerdo de los hombres. (Mirando a los jóvenes.) Cambiad el recuerdo de miserias que… por otro que os ensalce.

JORGE: (Tirando del brazo de Ana hacia la salida.) Lo intentaremos, Señor.

EL HOMBRE: (Golpeando el taco de folios para emparejarlos por enésima vez.) Volved a mí y contadme lo que hayáis hecho. (Como un funcionario.) Decid que pase el siguiente.

Mucho carraspeo entre el público. Ana y Jorge salen. Otro dos  personajes entran. Son un hombre y una mujer de mediana edad. Él se ve que es cura por el alzacuello; el público se inquieta. Ella viste falda larga, blusa y jersey, el público sigue inquieto y no se fija en ella. Vienen con aspecto  triste y cabizbajos. Se dirigen despacio hacia el hombre, sin levantar la vista.

JAIME: (Con las manos juntas, palma sobre palma, a la altura del mentón.) Soy Jaime, Señor, y ésta es Isabel. Aquí estamos, Señor, contritos a tus pies.

EL HOMBRE: (Suspicaz. La palabra “contritos” no le gusta.) Contritos… ¿Sabéis quién soy? ¿De qué os viene vuestra aflicción?

JAIME: (Mira por primera vez  al hombre. La mujer permanece con los ojos bajos. Habla como si estuviera en confesión ante Jesucristo.) Señor, Señor, nos han dicho que puedes ser nuestro único consuelo. Vivimos atormentados porque hemos sido unos miserables. Nuestro padre nos creó con buenos principios y hemos conculcado todos por satisfacer nuestros instintos.

EL HOMBRE: (Perdiendo la flema.) ¡Parad, parad, Jaime, Isabel! Los principios eran, muy ciertamente, de vuestro padre y los instintos vuestros, bien decís. Yo no voy a juzgaros. ¿Qué habéis hecho que os remuerde tanto la conciencia? Decidme. ¿Que habéis fornicado en contra de esos principios que invocáis? ¿Demasiado apego por las cosas materiales? ¿Que os habéis suicidado para aliviar el peso de vuestras conciencias? ¿Y qué podíais hacer para forzar vuestros instintos?

JAIME: (Bajando la cabeza; humillado.) Dominarlos, Señor. Fuimos débiles.

EL HOMBRE: (Más conciliador.) ¿Y a quién culpáis de vuestra debilidad? No culpéis  a vuestro padre. No os culpéis tampoco a vosotros; desterrad la culpa y arrojadla a la cloaca de las palabras estériles.

ISABEL: (Mira al hombre. Piensa que debe intervenir y lo hace.) No culpamos a nuestro padre; él hizo lo que pudo.

EL HOMBRE: (Se ve que está harto.) Y vosotros hicisteis lo que pudisteis. Todo lo que se mueve es una cadena de eslabones fijos; ninguno puede separarse de la cadena. ¿Qué puedo hacer por vosotros?

ISABEL: (Compungida.) Tiempo para rectificar, Señor.

EL HOMBRE: (Se ve que sigue harto de la misma monserga.) Todos pedís lo mismo, y yo no puedo variar las cosas y mucho menos los destinos que se  forjaron  al margen de mi voluntad.

JAIME: (Pidiendo como se piden estas cosas.) Dadnos, al menos, el tiempo que has concedido a nuestro padre. Mientras él viva estaremos vivos en su recuerdo. Haremos lo posible para causarle mejor impresión.

EL HOMBRE: (Negando con la cabeza.)  Poca cosa pedís, si sólo pretendéis vivir en el recuerdo de vuestro padre, aunque reconozco que es un buen propósito y quizá no haya otro. El tiempo que vuestro padre podrá recordar es muy escaso, lo sabéis.

ISABEL: (Con oportuna sutileza.) Quizá él deje de nosotros el nuevo testimonio, un testimonio que agrade a los hombres recordar.

EL HOMBRE: (No se deja impresionar.) ¡Qué afán con dejar un buen recuerdo! Está bien. Disponéis de una semana para intentarlo. Luego venid y contadme lo que hayáis hecho. Si hay alguien que espera, que pase, que pase pronto.

Más carraspeos entre el público. Los dos salen y otro entra. Es un hombre de unos cincuenta y cinco años, bien vestido. Aparenta firmeza en su semblante y mira al hombre desde el primer momento, aunque, igual que los demás, se aproxima con lentitud. El Hombre se adelanta a todo posible saludo.

EL HOMBRE: (Mirándole de arriba a abajo.) Tú debes ser Alejandro. Tú, que recuerde, no tendrás nada de qué quejarte; viviste una vida plena de satisfacciones personales, de éxitos, y anticipaste ser el dueño de tu destino con tu automuerte.  Muchos personajes tendrán envidia de tu suerte y coraje.

ALEJANDRO: (Con aspecto soberbio.) No me quejo de nada. Sólo estoy aquí para que me juzgues, si has de juzgarme en virtud de tu poder. Pero te aseguro, Seeeñor, que si volviera a vivir, lo volvería hacer.

EL HOMBRE: (De tú a tú.) Me sorprende tanta insolente franqueza. Conozco a muchos que aparentan firmeza y que ocultan, sin embargo, el temblor de sus manos. Tú no te pareces a los otros, pues debo creer en tu sinceridad. En fin… Si esa es tu disposición, nada tengo yo que decir o añadir… Una curiosidad: ¿por qué estás tan seguro de ti mismo, no te remuerde la conciencia? ¿Cómo has conseguido tanta conformidad con tu comportamiento?

ALEJANDRO: (Sorprendido por la pregunta y dominado por la ambigüedad de su interlocutor.) ¿En qué no habría de  estar conforme, Señor?

EL HOMBRE: (Jugando con la pluma de ave.) No sé. Todos piden rectificar algo de sus vidas, y me sorprende que tú no lo pidas.

ALEJANDRO: (Cogiéndose las manos por detrás de la espalda.) ¿Crees, Señor, que debería haberme comportado de forma diferente?

EL HOMBRE: (Negando con la cabeza.) No, No. Lo que yo crea no tiene importancia. No soy yo el que pido esa posible rectificación.

ALEJANDRO: (Como el que está a la vuelta de todo y ya no ve que vaya a ser condenado.) Pues ya te digo, Señor, yo estoy conforme con todo lo que he hecho. Todos esos, a los que vos os referís, son unos personajes angustiados por los miedos que, como fantasmas, se les aparecen al final. Yo fui un personaje liberado de esos miedos, y he ahí la consecuencia.

EL HOMBRE: (Se ve que está harto sin saber por qué.) Está bien. Estarás satisfecho de tu padre que te creó así. A él debes agradecérselo.

ALEJANDRO: (Soberbio.) No soy consciente de que fuera mi padre, Señor. Luché por ello desde que tuve uso de razón. Fui diferente, eso es todo.

EL HOMBRE: (Impaciente.) Fuiste diferente, sí. ¿Qué quieres que haga contigo?

ALEJANDRO: (Con curiosidad. Cambia de tono.) ¿Qué puedes hacer, Señor?

EL HOMBRE: (Sin mirarlo. Garabateando sobre uno de los folios.) Nada, nada. Tienes razón. Nada que hicieras  podrías servir de ejemplo. Además, tú no querrías cambiar.

ALEJANDRO: (Encogiéndose de hombros.) Ni tal cosa me preocupa. ¿Te refieres a mal o buen ejemplo?

EL HOMBRE: (Mirándole severo a los ojos; le ha nombrado la bicha.) ¿Te preocupa que fuera uno u otro?

ALEJANDRO: (Disimula. Se siente pillado.) No; sólo era una curiosidad.

EL HOMBRE: (Girando la silla y mirando a un lado.)  Quizá, en el fondo, todos sois iguales.

ALEJANDRO: (Sorprendido.) ¿Iguales?

EL HOMBRE: (Mirándole más  severo que antes.) ¿Otra curiosidad?

ALEJANDRO: (Con tono humilde.) Es que antes dijiste que yo era diferente y yo lo sigo creyendo.

EL HOMBRE: (Tajante.) Pues rectifico.

ALEJANDRO: (Queriéndose ir; se siente incómodo.) ¿Me puedo ir ya?

EL HOMBRE: (Aliviado.) No te puedo retener. ¿Queda alguien ahí fuera?

ALEJANDRO: (Ya iba a darse la vuelta, como empleado despedido.)  No he visto a nadie, Señor.

Silencio en la sala. El público también se siente aliviado y cambia ligeramente de postura en el asiento. Alejandro,  indeciso, sale. El Hombre se queda solo y habla ensimismado, mirando al frente.

 

EL HOMBRE:  ¿Qué ha sido de Pascual, el sordomudo? ¿Y del sargento, el alcalde, Loli, el camarero, el taxista y todos los demás personajes que aparecieron fugazmente en las historias que conté? ¿Y de los personajes anónimos que no se significaron más que como comparsas? ¿No tienen de qué quejarse?  Puede que Raquel… Pero no, a Raquel no quiero verla. (Baja la vista y mira a los folios) Quizá se conforman con esa existencia y no piden otra. (Levanta la vista.) ¿Qué otra cosa podrían hacer diferente a lo que hicieron?  Seres anónimos y humildes  que no se atreven a formular quejas por temor a ser desconsideradamente desagradecidos. (Bajando la vista. Apila los folios ya apilados.) Queden en paz, pues no he de traerles a colación si ellos no quieren.

El Hombre se queda un momento en silencio. Coge la pluma y hace ademan de escribir. Parece vencerle el sueño y termina recostándose sobre la mesa. El telón baja y sube. Todo tiene el mismo aspecto. El Hombre mira hacia el público, mirando a un punto impreciso. Habla solemnemente.

 

 

EL HOMBRE:   El ánimo, o la falta de ánimo, me está partiendo el corazón. Ahora me arrepiento de haber dejado solos a mis criaturas. No puedo creer que puedan cambiar, pero la duda me inquieta. Si eso consiguieran, significaría que todos los personajes de la ficción no son sino engendros de nosotros mismos, sus autores, y que,  buscando, eso sí, nuestra propia redención, siempre estamos intentando redimirnos en ellos. Debí destruirles después de haberme mirado en sus patéticas figuras. Ahora no podré estar a su lado y me asusta el devenir de sus destinos inciertos, no menos inciertos que mi propio destino.  Seremos lo que ellos sean. Ningún creador puede sustraerse a lo que hemos creado a nuestra imagen y semejanza. Nadie está por encima que remedie esto.

El Hombre vuelve a recostarse sobre la mesa en ademán de dormitar. El público está atento a lo que se dice en el escenario, porque aunque no se diga nada al uso, eso sí, se dice solemnemente, y hasta creen percibir un doble sentido. La escena se va oscureciendo hasta quedar completamente a oscuras. Se baja el telón. Fin del primer acto.

 

 


Segundo acto

 

Se levanta despacio el telón. Un sonido tenue, que va  in crescendo, evoca el sonido del viento. Unas figuras humanas se van dibujando en la escena hasta permanecer en la penumbra. El volumen del sonido aumenta y, a continuación, desciende hasta desaparecer. Las figuras, dispersas por las partes más alejadas del escenario, se aproximan y forman un amplio círculo en el centro; todas, como autómatas, dan la sensación de verse atraídas entre sí. El Hombre, completamente iluminado —de luz—, mira y  habla.

 

EL HOMBRE: (Como el que vive una pesadilla, mira hacia las figuras humanas que van apareciendo.) ¡Eh! ¿Es posible…? Creo percibir… Allí veo a Pilar…, y un poco más allá está Miguel…. ¿Por qué están ellos y yo no? (Pausa.) Parecen  impacientes. ¡Cuánta impaciencia cuando somos sabedores del tiempo que nos queda! (Pausa.) ¿Cómo haría para estar con ellos? Parece que me ignoran. (Pausa.) Sí, están ellos y…y yo no. ¡Maldita sea, cuánta impotencia!… Pero (Sorprendido.) ¿qué estoy viendo? Por allí llegan Ana, también Jorge… y por allí Jaime e Isabel… y ¡Alejandro!. ¿Qué pretenden todos juntos? (Pausa.) Y no veo a nadie que les dirija. ¿Dónde estoy yo? (Pausa.)  Pobres,  están definitivamente solos y por eso vuelven a mí… ¿A mí? Yo sí les siento, ellos sí están. Yo  ya no existo para ellos, no me sienten. No tienen cuerpo, son pensamiento… cómo me van a sentir… (Pausa.) ¡Ojalá no se separen, al menos así les tendré al alcance de mi consuelo cuando se desvanezcan! (Pausa.) Pero… yo no estoy…, no me sienten. No tienen cuerpo, sólo espíritu…  Y Raquel no está…

El Hombre cierra los ojos sin hacer esfuerzo por vencer el sueño que  parece sobrevenirle; vuelve a la posición de dormitar, mientras su figura  se oscurece,  los demás personajes se van iluminando hasta percibirse con claridad. A continuación, hablan.

 

MIGUEL:           (Abriendo los brazos en actitud de recibirlos. Voz como la  de alguien que predica.) Sois vosotros y nosotros; trozos de alma de un alma rota que se recompone. Juntémonos.

PILAR: (Como una vestal.) ¿De quién fue el deseo de reunirnos? ¿Quién puso el camino que me trajo aquí? Todos los caminos parecen  llevarme a ti. (Mirando a Miguel.) ¿Has sido tú?

ANA: (Como otra vestal.) Yo tampoco lo sé. Sólo sé que algo me impulsaba a venir a este lugar. Poderoso es el influjo de las estrellas; seguro que ellas marcan mi destino.

ISABEL: (Como otra vestal.) ¡Oh, amor, que me devuelves la esperanza! Poseedme ya, antes de que me vuelva estéril.

JAIME: (Como sacerdote que es.) Quizá es cosa de nuestro creador que así lo ha querido. Dadnos, Señor, una señal de tu misericordia.

JORGE: (Como alguien que no se integra en los ambientes iluso-trascendentes. Materialista cósmico.) Tú siempre a vueltas con el creador, Jaime.  Yo creo que se trata de una atracción inevitable, corpúsculos en una misma órbita que detienen su caminar para fundirse en algo nuevo.

ALEJANDRO: (Mirando despistado a un lado y al otro.) Yo entiendo menos qué hago aquí. Quedé claro que yo no quería nada.

JAIME: (Como sacerdote que es y actúa.) Sosegaos. No nos hagamos más preguntas, que nadie entre nosotros las ha de responder. Estamos aquí, es evidente, y tenemos poco tiempo; hemos de aprovecharlo para buscar el agrado del Señor.

ANA: (Cambia de tono. Como una joven normal de este tiempo.) Pero ¿qué diablos podemos hacer juntos? Yo quisiera buscar mis propios caminos que andar y elegir al  compañero para ese viaje.

PILAR: (Todavía trascendente.) Quizá nuestro destino sea ser eslabones de una cadena inseparable. Son los silencios, más allá de la vida las quimeras, las promesas incumplidas, la esperanza que se aferra, es…¡vida, vida, vida!»

 

Mientras el circulo se difumina hasta quedar en la sombra, El Hombre, al tiempo que lo ilumina un cañón de luz, se incorpora somnoliento a la escena y mira al círculo  anteriormente formado y que ahora permanece estático. Los personajes de este círculo parecen ajenos a su presencia. El Hombre habla para sí mismo mientras da vueltas alrededor del círculo .

 

EL HOMBRE:   Están confusos.  ¿Fuerza mi deseo esa reunión no querida por ninguno? Pero yo no he hecho nada más allá de quererlo. La duda me atenaza: ¿y si fuera que alguien les está recreando? … ¡Chiss!  Parece que hablan…

El círculo se va  iluminando hasta que las figuras son perfectamente identificables. Los personajes del círculo recobran el movimiento y hablan. El Hombre se aleja reculando y vuelve a la penumbra. El público en la sala busca infructuosamente de dónde vienen los juegos de luces.

 

MIGUEL:           (Como alguien habituado a dirigir.) Bien, compañeros. Sea lo que sea, y en eso Pilar debe tener razón, lo que  es cierto es que todos tenemos algo en común: nos conocimos en torno a un suceso que empezó y concluyó, y esa es la cadena. Esa cadena está cerrada por sus extremos, ved que estamos todos, no hay ningún eslabón perdido.

ANA: (Dubitativa.) Puede que el suceso fuera un pretexto. Y ya que estamos aquí,  ¿qué podemos juntos hacer que a cada uno interese?

JORGE: (Escéptico.) En una semana, poca cosa.

JAIME: (Como cura que es.) Podríamos hacer un público ejercicio de arrepentimiento; por lo que hicimos, por lo que pensamos, por lo que cada uno de nosotros obligó a hacer o a pensar a los demás.

ALEJANDRO: (En negativo.) Eso no deja de ser un falso propósito. Ya no tenéis tiempo para predicar con otro ejemplo; vuestro arrepentimiento es estéril.  (En positivo.) Mirad. Ya que estoy aquí, aunque en contra de mi voluntad, creo que podéis hacer algo si seguís mi consejo. Puesto que, como yo, habéis agotado el elixir de la esperanza, aprovechad esta semana para reconciliaros con vuestra muerte. No la huyáis y enfrentaros a ella con decisión valiente. Total, si habréis de morir… de todos modos…

MIGUEL:           (En un mar de dudas.) Alejandro tiene razón. Si hemos de morir, lo más inútil es mirar atrás y querer deshacer el camino andado. Porque, por ejemplo, tú, Pilar, ¿qué podrías hacer en el poco tiempo que nos han dado?

PILAR: (Saliéndose por la tangente.) Podría engendrar un hijo. ¡Vida, sí! Eso me reconciliaría con una condición de mujer desaprovechada. Quiero que mi espíritu se preñe de sentimiento. Tener un hijo en mi vientre, sentirme por él amada.

MIGUEL:           (Le pregunta) ¿Y tú, Ana?

ANA: (Jugando con el señor mayor, al que mira.) No está mal lo que pide Pilar, pero, en mi caso, tengo otras prioridades. Me gustaría casarme con Alejandro, y no para engendrar hijos con él, si acaso para engendrar juntos la esperanza, una esperanza de manos del amor.

ALEJANDRO: (Es verdad lo que dice y su cara es todo un poema.) Tienes el don de confundirme, Ana. Violas mi alma con el más sutil de los estiletes, y de la herida sólo angustia pare lo que engendras. Déjame morir con el recuerdo, que la esperanza ya me causó infinito dolor.

JORGE: (Mordaz, como un chico malo que no le importa parecerlo.) Pues a mí, y en esta semana, me gustaría poder hacer trasplantes de almas. Y así, por ejemplo, buscaría un alma en buen estado y se la implantaría a Alejandro, eso sería un éxito; otro alma sin estúpidas patologías en Jaime, pero no sería tanto éxito, pues volvería a padecer de las mismas patologías; a Ana un alma sin sueños imposibles, un alma de animal, por ejemplo de colibrí y que libara néctar de las flores hasta que sus alas se cansaran; a Miguel, pues… un alma con una imaginación más coherente y práctica, triunfadora, que no me importa y hasta lo deseo; (Ahora dirigiéndose expresamente a Isabel) a Isabel le extirparía el alma y no le pondría ninguna otra, haría de ella la mujer fría, estéril de sentimientos, sólo le dejaría un cuerpo que masturba, eso sí,  dócil,  sumisa a mis deseos.

ISABEL: (Con cara de cordero —u oveja— degollado.) Sólo desde el resentimiento puedes decir lo que dices, Jorge. No me has perdonado que no te correspondiera al amor que sentías por mí y que te fuera infiel. Pero debo decirte que fue en un momento de deseo inaplazable que quemaba mi cuerpo. Yo, en cambio, quisiera darte todo mi amor durante esta semana, con el  alma que tengo, un alma dolorida de preñeces abortadas.

El circulo permanece silente mientras vuelve a  la penumbra. El Hombre se ilumina. Los juegos de luces parecen  entusiasmar al público.

 

EL HOMBRE: (Como el que clama en el desierto.) Si les dejo solos se van a desintegrar en ríos de lamentos. Vana esperanza la del que pretende cambiar un pasado que nos ha marcado para siempre. Inútil esperanza cuando se pretende deshacer los caminos andados. El Hombre siempre camina hacia adelante, aunque se tuerza su camino (Pausa). (Heroico.) Pero algo he de hacer por ellos. Que la ensoñación llene de olvidos su presente de inquietud y su pasado de nostalgia. Seis días representando aquél que quisieron ser en el teatro de la vida, lo pueden ahora hacer en el teatro del absurdo, de la imaginación que no se toca pero se siente que surge del fondo del alma. Seis días como un puente de  sensaciones entre la luz que les cegó y las tinieblas del sueño eterno.

Se dirige al círculo que forman los otros personajes sin que estos se aperciban de quién habla; permanecen inmóviles. El público está tenso, esforzándose por entender algo.

(El hombre sigue perorando, como alguien que da más consejos que bollos. Abriendo los brazos.) Venid a mí, mis amadas criaturas. Que sin mí sufriríais del tiempo que se agota en reproches inútiles y antes de ver cumplidos los deseos. Que la vida es un proyecto sin plazos fijos y la muerte lo deja siempre inconcluso. Soñad, que soñando el tiempo se para y sólo avisa cuando se despierta. Prestos a la escena encadenada, cada uno con vuestro eslabón perdido. Aprovechad lo que os ofrezco, porque no tengo más vida que daros.

El Público, sobrecogido de tanto sentimiento,  ahora no pestañea. El escenario cambia sucesivamente de intensidad de luz. Mientras el hombre se aleja y oscurece, el círculo de personajes se ilumina entre nubes de vapor que surgen del suelo. Todos los integrantes manifiestan sorpresa por algo que creen percibir. Luego hablan, siempre con tono solemne.

 

MIGUEL:           (Desorientado.) ¿Qué sucede, compañeros? ¿No percibís que algo extraño nos avisa? Este paisaje de brumas y sombras difusas…, es el recuerdo que se desvanece, la memoria que se aleja. Sólo consigo veros como hombres y mujeres, reflejos de mí mismo, que  consigo a duras penas separar. ¿Quiénes sois, qué nombre os han dado, cómo me llamáis, si aún sentís vuestra presencia y mi presencia?

PILAR: (Desorientada. Mirando hacia  Miguel.) Oigo tu voz, y me resulta familiar…También tu cuerpo trae a mi débil memoria recuerdo de orgasmos de alba y ocaso al mismo tiempo. Pero no tengo un nombre para ti ni tampoco sé cómo me llamo. Recuerdo… recuerdo…, sí, creo recordar que hubo en mi vida un hombre llamado Miguel. También él fue efímero en mi vida, pero no sabría decir si no le retuve o se marchó. Podría llamarte Miguel, pues no tengo otro para llamarte que mejor suene a mis oídos.

MIGUEL:           (Como un ciego que se guía por la voz que escucha.) Tu recuerdo aviva mi recuerdo, y en mi vida hubo una mujer llamada Pilar que cambié por otros sueños. Si quieres te llamo Pilar. Quizá te pueda  de nuevo soñar o morir en ese empeño… (Dirigiéndose al resto.) Y vosotros…, ¿quiénes sois? ¿Os imagino o estáis presentes? No sé quiénes sois, pero siento que vuestras sombras marcan perfiles en mi alma…

ANA: (Como alguien que dice algo muy importante. Dirigiéndose a Miguel.) Sombras efímeras que no sabemos qué luz las proyecta. Tú eres el vientre alquilado de una semilla estéril de formas, y nosotros los hijos de tu pensamiento que no es verdad ni mentira.

JORGE: (Lo mismo que la anterior.) Somos nada en forma de pensamiento. Ecos de tu voz que no se escucha y que sólo resuena en tu alma.

JAIME: (Lo mismo.) Somos tus miedos que rechazas con tu miedo a rechazarlos.

ISABEL: (Lo mismo.) Somos tus misóginos pretextos que enmascaran tu corazón yermo de pasiones.

ALEJANDRO: (Lo mismo.) Somos tu final incierto al que quisieras poner fecha.

MIGUEL:           (Reconociendo lo que ha escuchado con humilde actitud.) Me reconozco en todo eso que decís, y ya comienzo a conocerme: un vano pensamiento, miedos que me angustian, árido corazón, dos fechas que se juntan y que quieren fijar la  muerte el mismo día del nacimiento, y confundo la esperanza con la confianza; pues soy todo eso y me falta la fe que lo cambie.

PILAR: (Dirigiéndose a Miguel con los brazos extendidos y diciendo lo que dice como sólo se pueden decir estas cosas en teatro.) Suéñame de nuevo, Miguel. El sueño nos devuelve a la nostalgia de lo que quisimos, y así hacer posible lo que queremos. Estoy presta a soñar contigo un mismo sentimiento y que nuestro pensamiento penetre en las cavernas de nuestro corazón buscando salidas de luz a tan oscuras miserias. Tus hijos, los que engendraste a solas en las tinieblas de tu alma, vendrán de un útero, una semilla, un nuevo alumbramiento en ríos de amor y esperanza. No habrá fechas en tu destino, que la esperanza se tiene y no se alcanza. Verás que el mañana no existe  y el pasado siempre es presente. Que se es en cada instante, que la esperanza  o se tiene  o no se alcanza.

MIGUEL:           (Como cayéndose de un guindo.) Me has de devolver la confianza. ¿Qué puedes hacer tú?

PILAR: (Como sólo un mujer puede decir estas cosas.) Vivir a tu lado la experiencia. Fundir mi alma con la tuya y crear un nuevo alma, un alma síntesis de mi realidad y de tu fantasía, juntas en una sola, un solo sueño, una sola vida.

MIGUEL:           (Incrédulo.) ¿Qué clase de engendro sería fundir realidad y fantasía?

PILAR: (Con firmeza.) No sería un engendro, Miguel; eso es la esperanza. Que la realidad sin fantasía es siempre negra y la fantasía a solas es vana ensoñación. Que la confianza se consigue cuando hay alguien que se presta a andar con nosotros los caminos de un presente, un presente que es siempre infancia desorientada.

MIGUEL:           (Pasándole el muerto.) Probemos pues, ya que solo no encuentro el modo de cambiar las cosas. Aquí están mis hijos, sólo imágenes de mi pensamiento. Acógeles en tu útero, que reposen de sus urgencias en tan cómoda estancia. Alúmbrales de nuevo a una vieja realidad y una nueva fantasía.

PILAR: (Se verá porqué pregunta.) ¿Por qué habría de ser vieja la realidad y nueva la fantasía?

MIGUEL:           (Aclarando, con la seguridad del que cree conocer el tema.)  Porque no hay realidad nueva que en los sueños aparezca. Toda realidad es memoria y la memoria siempre es vieja. Porque la fantasía desdeña la experiencia y sólo es fantasía si ésta  siempre es nueva.

PILAR: (Como una madre adoptiva.) Sea así. Que lo que alumbremos será nuevo, al menos por un instante. Y a la vieja memoria que de ese instante quede en nuestro recuerdo, no le faltará fantasía renovada en cada instante que vivamos. Preséntame a tus hijos y cuéntame de sus desgracias, les acogeré en mi seno y les daré el amor que les falta.

MIGUEL:           (Queriendo aclarar algo importante.) ¿Serás capaz de sentir amor? Recuerdo que siempre lo aplazabas.

PILAR: (Tajante.) Pondré toda mi voluntad en ello, que ahora el tiempo se acaba.

MIGUEL:           (No muy convencido.) Digno propósito. Pero el amor no nace de la voluntad, sino del sentimiento.

PILAR: (Concluyente.) Es mi voluntad acogerles; ellos crearán el sentimiento.

MIGUEL:           (Parece convencido.) Sea, pues. Que cada instante que pasa sólo fija en mí un mal recuerdo. Aquí te entrego a Ana,  joven soñadora de ideales, que la realidad siempre pospone con crudos despertares. (Coge a ana por los hombros y se la presenta. Pilar extiende los brazos hacia Ana, mientras ésta se acerca.)

PILAR: (Como el que confirma a alguien al término de su iniciación.) Ven a mí, Ana. Fuiste el sueño de un  hombre que te quiso soñadora,  un cuerpo que fornica para alimentar sus pasiones soñadas; eras la pasión de quién sólo, a solas, el placer encontraba en frustraciones solitarias.  Capacidad de amar  fue en ti, celoso el hombre, sólo  una quimera  en forma de cuerpo para el hombre.  Ama como corresponde a tu joven alma y que nadie secuestre tu cuerpo para violar tu fantasía. (Pilar deja a un lado a Ana y mira a Miguel.)

MIGUEL:           (Haciendo lo mismo con Jorge.) Te entrego a Jorge. Joven rebelde a los viejos conceptos que el hombre apuntala para evitar  le vengan encima.

PILAR: (Tomándole con sus manos. El mismo tono profesional.) Vive tu tiempo. Que el descreimiento es cosa del futuro. Has de creer  las cosas que comprendes y no negar las que no comprendas. La ambición por las cosas materiales se trocará en disfrute de lo que tienes, y sólo deseo  tendrás de ser un poco mejor cada día.  (Lo deja al lado que colocó a Ana. Vuelve a mirar a Miguel)

MIGUEL:           (Presenta a Jaime) Este es Jaime. Difícil lo tienes. Es mi venganza contra los miedos que su imagen trae a mi alma.

PILAR: (Lo mismo.) Jaime será santo, de santidad probada en amor al prójimo doliente. (Tomándole por las manos.) Jaime, sufrirás en el empeño. Falsa caridad solidarizarse con el dolor sin aliviar la causa. Y a tus pasiones darás cauce, dejando que  la virtud tenga acomodo en más nobles proyectos (Le aparta a un lado. Vuelve a mirar a Miguel.)

MIGUEL:           (Muestra a Isabel.) Isabel. Ella es un caso indefinido de mujer insatisfecha y apasionada. Soy yo, un disimulo permanente de deseos que no alcanzo.

PILAR: (La invita con su sus brazos extendidos a que se acerque. El mismo tono.) Te ha faltado ser fértil, Isabel. Parirás hijos y sabiduría, y tus hijos serán tu pasión. Como todos, vivirás con otras pasiones dormidas a la espera de soñarlas.

MIGUEL:           (Mira a Alejandro sin hacer ningún gesto.) ¿Qué hacer con Alejandro? Entra y sale de mi alma, y me da miedo tanto dentro cuando escapa.

PILAR: (Alejandro parece indiferente. Pilar se acerca a Alejandro. El mismo tono.) Serás el hombre maduro que se pregunta sin pausa, qué ha sido su vida y cómo  ésta cambiarla. La respuesta la tendrás a cada instante.

ANA: (Dirigiéndose a todos, como si despertara de repente y manifestando que no está por la labor.) Os agradezco vuestra voluntad de querer cambiar mi alma. Alguien me parió así y no es necesario cambiarla. Miradlo de otro modo: soy yo, Ana,  capaz de todo y capaz de nada. No me deis nuevos alientos que alientos no me faltan. Una oportunidad quiero, sólo una oportunidad.

Todos, excepto Pilar y Miguel, como un coro de zombies piden lo mismo, “¡Una oportunidad, una oportunidad!”

 

MIGUEL:           (Escéptico ante el invento. Apunta su propia alternativa.) ¿Lo ves, Pilar? Nada podemos hacer. Ellos son lo que son y no me preguntes por qué digo esto, que lo digo de oídas. Sólo es tiempo  que les falta. Fueron un breve pensamiento que no es verdad ni mentira, que también lo sé de buena fuente. Otras Anas, Jorges… habrá que la realidad nos ofrezca… Oye, ¿y si engendramos un hijo? Podría ser algo nuevo, llámese Jorge, llámese Ana, y dejamos que los sueños  de la noche permitan alumbrarlo  al alba. Así, cada instante será una espera, cada espera una esperanza. ¿Qué te parece?

PILAR: (Enfadada por entender que lo que quiere Miguel es follársela) Renuncias con ánimo derrotado. Y no me hables de esa estéril esperanza. En tu sombrío pensamiento alguna luz quedará. Qué clase de fantasía es esa que tú defines como nueva. Es vieja, como el deseo frustrado que tú repites complacido; que se complace, vanamente, quien espera que las cosas sean nuevas, cuando bien puede lograr hacer nuevas las viejas.

MIGUEL:           (Como la cosa ve que no va por donde él quiere, se ve que pasa del asunto.)  Pues sigue intentándolo, a mi me falta la fuerza.

PILAR: (Vuelve a la carga, esta vez con un tono amistoso.) Escúchame atenta, Ana, y escuchadme todos, que a  todos os puede servir y así cambiar los efectos de vuestras vidas marcadas. Habéis sido un pensamiento, y nadie os ha de aceptar como sois. Que cada cual os ve desde su cristal, espejo para vosotros. Apartad la mirada que os engaña y mirad hacia vuestro interior. En el fondo de vuestra alma está la verdad que no os ha de causar sino sosiego. Que nadie se arrepiente de ser como es cuando está solo. Que los demás son espejos, reflejos engañosos, pretextos que devuelven las imágenes de sus propias miserias, prejuicios muertos que sólo huelen a muerte. No os miréis en esos espejos y ya no seréis sino vosotros. Y para que logréis tal propósito,  renunciamos a pensaros, renunciamos a veros; sólo queremos sentiros.

ANA: (No se aclara, aunque no es para menos.) ¿Hemos de entender que ahora  no somos ya pensamiento? ¿Qué somos, pues?

PILAR: (Rotunda.) Sentimientos.

ANA:  (Oportuna.) ¿De quién?

PILAR: (Rotunda.) De nadie.

ANA: (Oportuna.) ¿Y no podemos mostrarnos?

PILAR: (Rotunda.) A nadie interesa.

ANA: (Oportuna.) Eso es nuevo. ¿Tampoco a vosotros?

PILAR: (Rotunda.) Nosotros somos nadie, todos somos sentimientos.

ANA: (Oportuna.) Vosotros sois alguien.

PILAR: (Menos rotunda. Con ganas de acabar.) Sólo sentimientos que se ocultan detrás de los vuestros. Ahora debemos retirarnos. Hemos de sentir, y el tiempo apremia.

Todos los personajes comienzan a volverse hacia salidas distintas y en actitud de estar reflexionando sobre la nueva filosofía que acaba de proponerles Pilar.  Se alejan despacio, excepto Miguel, que se queda donde está y mira partir a sus compañeros.

    El público no se mueve, quizá esperando alguna clave que les permita entender algo.

MIGUEL:           (Muy apesadumbrado.) Se van, y cada uno por su lado. ¡Qué extraño sortilegio! Y se desvanecen a mi mirada, ya no les siento. Y tú, Pilar, ¿dónde estás?, ya no te veo. Estamos solos o estamos muertos. ¿Qué hechizo es éste que conjura a cada uno con su soledad?

El público parece conformarse con no entender nada, pues ni patea ni se va.

Miguel se pone a andar alejándose del centro iluminado hasta entrar en la penumbra. El Hombre se ilumina y, con aspecto atribulado, habla.

 

EL HOMBRE: Nunca confusión alcanzó tan altas cotas. Ni yo que les pensé alcanzo a comprenderles. Que los sentimientos no se muestran, está claro, pero, ¿qué es esto? ¿Tampoco nosotros nos conocemos? ¿Será que los sentimientos  son ajenos a nuestra voluntad, que nacen solos?  ¿Y qué es la voluntad sin ellos? (Pausa.) He de esperar una semana, pues han de volver. Pero, ¿habría de creerles? Esto es un desatino, quién podría creerles…

El público se da un respiro. Siguen entusiasmados con el juego de luces. Una espontánea de entre el público aplaude a rabiar; es una joven feúcha, que para cortada al ver que nadie la secunda.  Se baja el telón. Sube el telón. El Hombre no aparece. Los personajes entran por diversas puertas del fondo y se acercan al proscenio formando una fila, uno detrás del otro. Al instante, comienzan una especie de “un paso adelante”; cada uno se adelanta al resto de la fila. Con la vista puesta en el suelo hace su declaración y se retira  a una esquina. Mientras esto sucede,  los demás permanecen inmóviles, casi en posición militar de firmes.         

ANA: (Ana es la primera en adelantarse. Dice su cosa y se retira. No parece la misma, de tan humilde.) Soy una chica vulgar; un cuerpo deseable y algunos pajaritos en la cabeza, ¿qué puedo hacer con esos bagajes?… Algo se me ha de ocurrir…

JORGE: (Idem. No parece el mismo.) Cansado estoy de representar siempre el malo necesario. Seguro  hay  algo en mí que ha de aprovechar de mejor modo…

JAIME: (Idem. Ambiguo.) No he de negar a mi Dios si consigo el dios que yo quiero… Me esforzaré  en que mis sentimientos convivan y ninguno me atormente.

ISABEL: (Idem. Parece que no lo tiene claro.) Condenada estoy a ser modelo de virtudes. Pero ellos no saben que soy algo más…

ALEJANDRO: (Idem. No las tiene todas consigo.) La verdad es que siento miedo.

Mientras los personajes permanecen inmóviles en las esquinas del escenario, sólo percibibles sus siluetas, El Hombre entra en escena, perfectamente iluminado. Desde el centro del escenario habla mientras les mira.

El público en la sala comienza a preguntarse si no formará parte de la obra; no sería la primera vez.

EL HOMBRE: (No se aclara.) No sé qué pretenden y sigo inquieto. Por más que les quiero a mi lado, con ánimo de protegerles, ellos se escapan siempre, y el caso es que les siento dentro. Deberé esperar que el tiempo agote todo deseo aplazado, y el instante, que no aplaza más instantes, traerá cuentas del pasado. Y yo ¿seré su juez?

El Hombre se dirige a la mesa, se  inclina sobre el papel que tiene delante, coge la pluma y se pone a escribir mientras habla.

Por si los sueños os dieran lo que la vida os negó, en esto no he de ser yo, de todos quien sueñe menos. Y si el tiempo se ha agotado, que en vida poder tuvisteis, sed lo que en ella no fuisteis, después de yo haberos soñado.  A ti no, Raquel, a ti no quiero verte ni en sueños.

El público ya se fija menos en las luces y parece interesarse por lo que puede acontecer. El Hombre se inclina y hace que escribe. El telón desciende y se levanta.  Pilar se acerca y entra en el círculo de luz que sigue iluminando al hombre. El Hombre levanta la vista y deja de escribir.

PILAR: (Como muy satisfecha por lo que se verá.) Soy Pilar, Señor, y vuelvo a ti al término del plazo. He de decir que fue suficiente y no he de pedirte más. Te veo expectante más que curioso. Escucha, pues, mi historia, breve pero intensa.

EL HOMBRE: (Con razón.)  Es mi propia prisa, Pilar. Te escucho. Oye, ¿sigue ahí esa Raquel?

PILAR: No la he visto, señor. (No se anda con rodeos.) Aquella Pilar que fue pensamiento, que nunca supe de dónde salió, se convirtió en sentimiento, y esa ahora soy yo”.

EL HOMBRE: (Desconfiado.) Me temo, mi amada Pilar, y no sabes cuánto lo siento, que esa historia que me cuentes, jamás sabré si fue sentimiento.

PILAR: (Le fastidia la duda.) ¿Pues qué hubo de ser, Señor?

EL HOMBRE: (Que sabe mucho de esto.) Para mí que fue pensamiento, por más que en ella pongas ardor.

PILAR: (Impaciente por empezar.) Dejadme en cualquier caso seguir, pues que no entiendo otra cosa, que del clavel o la rosa, sólo flor yo sé sentir. Sola me fui a casa, y en la soledad de mi alcoba, me dije: mañana debo ser el yo siempre aplazado. Me fui a mi trabajo, y sentí la ausencia del  compañero, que se había marchado dejando una mesa vacía de miradas y deseos. Y no imaginaba; sentí que algo  había muerto y  no habría de resucitar. Luego sentí la necesidad de injertar algo vivo en aquel hueco, que situé en mi alma, que mi corazón estaba sano, capaz de latir sin calma. Miré a otra mesa y allí puse mi mirada, más tarde también mi anhelo. Y quedamos en comer en el Restaurante María.  Robert ya estaba esperando, creo que impaciente de miradas, aun no habían nacido los deseos. Le saludé sonriente, como no podía ser menos. Él me sonrió. Y hablamos. Me preguntó muchas cosas, de las más variadas, pero la importante, la que interesaba al caso de Miguel y yo…

“¿Y dices que entre Miguel y tú no hay nada?”

Y yo le respondí que un pensamiento. Inquieto se revolvió en su asiento,  y tuve que aclararle que tan solo un pensamiento. Se sintió mejor; si era sólo un pensamiento, la cosa debió parecerle diferente. Pero no me preguntó por mi sentimiento y se lo agradecí en silencio. Por la noche, después del trabajo, fuimos al cine. Luego cenamos juntos, y en larga sobremesa, en una terraza de brisas, de artificiales luciérnagas, y de estrellas, él me cogió la mano con su firme mano y de presión tierna. Después me llevó al parque, y me recostó en la hierba, y me beso y le besé, y nos amamos hasta el alba. Y la hierba  al amanecer estaba  muerta de tanta huella. Y antes que el sol saliera, nos fuimos del brazo a casa, no recuerdo cuál era. Nos duchamos, nos miramos, y fue tal nuestro gozo, que nos fundimos de nuevo, y nos olvidamos de comer, y no fuimos al trabajo, y el sueño lo cambiamos por ensueño, y volvimos a yacer sin reposo. Fue tanto el placer derramado, tanta fuerza consumida, que sin darnos cuenta, la noche se nos echó encima. Y la propicia noche, hecha para el amor, no pasó desapercibida. Cerramos los ojos para no ver la oscuridad, y nuestros cuerpos se encendieron en continuas luminarias. Y salió el sol, y cerramos la ventana, y volvimos a la noche, y ya fue siempre noche en toda esta  semana”.

EL HOMBRE: (Como diciendo, “¿no hay más?”. Se ve que no se ha enterado muy bien.) ¿Y eso fue  todo? ¿Llena eso tu anhelo?

PILAR: (Como si una sensación placentera le recorriera la espina dorsal.) Lo colma, Señor, que morir de amor, es de la mujer el sueño.

EL HOMBRE: (Parece que se ha percatado. Curioso.) Y dime, si te place responder: ¿qué queda después de amar tan intensamente?

PILAR: (Suspirando. El final de la sensación anterior.) Un corazón derretido, un alma evaporada.  Se duermen los sentidos, es la muerte deseada.

EL HOMBRE: (Muy impuesto en estas cosas.) Lo pudiste antes hacer, ¿qué te sucedió?

PILAR: (Sin querer entrar en detalles.) Un deseo, una mirada. Y otro deseo y otra mirada. Dos deseos, dos miradas y luego el éxtasis hasta la nada.

EL HOMBRE: (Sigue demostrando que sabe de esto.) Comprendo; una coincidencia favorable.

PILAR: (Rotunda.) Dos cuerpos y un solo alma.

EL HOMBRE: (Pensando en otra cosa.) Sí, eso debe ser el amor.

PILAR: (Le da por ahí.) Será, Señor. Yo mejor lo llamaría calma.

EL HOMBRE: (Pensando en otra cosa.) Eso debe ser, eso debe ser…

PILAR: (Pregunta.) ¿Ya me puedo ir?

EL HOMBRE: (Pensando en otra cosa.) No puedo retenerte… Me llenas de nostalgia, Pilar. Oye,  si ves a Raquel, dile que no me has visto.

Pilar se aleja y desaparece Desde otra esquina aparece un nuevo personaje que igualmente se acerca al hombre.

Algunos del público se escurren en la butaca tanto como les permiten las piernas.

MIGUEL:           (Algo pelota.) Ya regreso, Señor, inmensamente agradecido. Fue una semana, Señor, que colmó todos mis sueños, singular, sin parecido. He de contarte mi historia, no te impacientes, que has de  sentir como yo.

EL HOMBRE:   (Se dispone a escuchar como un buen amigo.)  Difícil lo veo, pero si me hablas de sueños, yo en soñar pondré mi empeño. Te escucho. Pero, espera, ¿has vuelto a ver a esa andrajosa?

MIGUEL:           No, no la he visto esta vez. (Empalagoso como un poeta que nos cuenta cómo se masturba con una flor.) Regresé a aquel pueblo sin más buscar. La idea fija, más que una idea, un sentimiento me llevaba allí. Y allí una niña, casi mujer. O una mujer, casi una niña, que no lo sé. Cuando la vi, de nuevo sentí aquel extraño palpitar. Y ella me miró, y sin que yo  lo pudiera esperar, la pobre se sonrojó.

“¡Don Miguel, ¿de nuevo aquí?”

Y yo le dije, estimada Loli, nunca de aquí partí. Que a lomos de mi pensamiento, mi sentimiento cabalgó en cerrados círculos mirando adentro, y en aquel centro estabas tú.

“¡Qué cosas dice, señor! ¿Cómo he de creer lo que al parecer entiendo? Que usted un señor siendo y yo una humilde mujer. ¿De mí se burla? Pues no sabe bien, que si es burla usted me mata.”

Y le cogí una mano, y le miré a los ojos, y al punto estuvo de desfallecer. Y llevándola en volandas, a lomo de nubes blancas, la subí hasta el cielo. ¡Cómo se resistía! Dudaba  fuera sincero.

“No se piense, señorito, que vaya a pedir dinero. Que si hago lo que hago, debe ser porque le quiero. “

Y ella andaba un poco, y se paraba, y yo la atraía tirando de su mirada con los lazos de la mía. Y en  estancia sombría,  me pregunta compungida, los ojos mirando al suelo, qué es lo que de ella quería; que era moza y le daba miedo; que ya su madre decía: «Niña, eso ha de ser pa el hombre, que lo guarde tóa la vida.»

Y le sonreí, y le dije sin decirla,  pa tóa la vida, Loli, pa tóa la vida. Y le quité una prenda, y luego otra, y la flor silvestre apareció más bella. Y luego yo, y ella esperaba, los ojos bajos, mirada lacia. Y ella esperaba aquel momento que le asustaba. No la tomé al instante, temí con mi deseo quebrarla; era su cuerpo frágil, y yo quería mirarla. Y no recuerdo porqué, del todo quise lavarla. Y la lavé con ternura, mucho tiempo gasté y lo hice con paciencia, que quería que su aroma, fuera de sus esencias. Y mi mano reconoció en su cuerpo arcilla blanda, y no encontré en aquel templo diferencias con su alma. Era perfecta, sin huellas, sin mácula. Y me sentí sucio,  de mil deseos pasados no guardados para ella, y me lavé, me lavé con tanta furia, que al punto todo el ardor, comenzando en ciertas partes, envolvió todo mi cuerpo, y fue mi piel  toda sangre. Y la besé, sólo la besé, ningún lugar de su cuerpo de besarla me olvidé. Y ella se derretía en ríos de nácar cálida, y yo aquellos jugos bebí saciando la sed de mi alma. Y tan lleno estaba de ella, que mi cuerpo rebosó en ríos de nácar cálida. Pero nada se perdió, y al final de aquel trasvase, llenos hasta el enrase, estábamos llenos  los dos. Y yo le dije: te amo, te quiero, Loli mía.  Pero  aquel modo de amar la pobre no comprendía. Y me miraba expectante, esperando que ocurriera. Alguien le había explicado lo que hacer el amor era, y aquello quizá  fuera sólo un principio ignorado. Y yo le dije, amor mío, deja que tu ignorancia se empape de mi experiencia, que el amor es sólo  un acto y amar toda una ciencia. Y se dejó enseñar, mil cosas yo le expliqué, y ella sin atreverse a hablar. Y nos olvidamos del tiempo, de las gentes y del lugar. Y cansados nos dormimos, y los dos, al despertar, nos contamos nuestros sueños, los dos soñamos igual. No sé el tiempo que pasó y espero a tiempo llegar.

EL HOMBRE: (En ascuas.) No me has dicho si, al final, hiciste a Loli mujer. Ni si estás satisfecho, de lo que conseguiste hacer.

MIGUEL:           (Periodista y caballero.) No me preguntes, Señor, cosas que no he de decir, que  en mis sueños ocurrir, que Loli sólo es amor. Y satisfecho me siento, que si hubiese  ocurrido, si se lo cuento,  miento.

EL HOMBRE: (Se ve que está chapado a la antigua.) A fe que es forma extraña de amar, y nadie lo habrá creído.

MIGUEL:           (Lo tiene claro.) No pretendo que lo crean. Sólo es un sentimiento. Los demás quizá vean nada más que un pensamiento.

EL HOMBRE: (Seguro que no se ha enterado muy bien.) Así ha de ser. En fin, que te veo satisfecho. Yo también habría de estarlo, es un sueño muy hermoso, y no me cuesta soñarlo.

MIGUEL:           (A ver por qué pregunta.) ¿He de irme?

EL HOMBRE: (Dando un respingo.) ¿Qué más quieres?

MIGUEL:           (¡Vaya por Dios, qué extraña solidaridad!) Que no abandones a Loli; ha de darte lo que sueñes.

EL HOMBRE: (Da pena.) Mi tiempo también se acaba.

MIGUEL:           (Como el que dice: lo siento, amigo.) Sueña,  y verás que el tiempo se detiene.

Miguel se aleja. Por otra esquina aparece exultante un nuevo personaje que se dirige al hombre. 

 

ANA: (Con los ojos cerrados, expresión de éxtasis, las manos aplastándose los senos; no sé si me explico.) ¡Qué semana, Señor! Quisiera no despertar.

EL HOMBRE: (Le va el tema y más si se trata de Ana.) ¿También lo tuyo fue amor?

ANA: (Como el que aclara algo fundamental.) No fue amor, Señor, fue amar.

EL HOMBRE: ¡AH! (Intrigado.) ¿Cuál es la diferencia?

ANA: (Muy impuesta en estas cosas.) Amar es un fuerza, amor la consecuencia.

EL HOMBRE: (Que no se aclara.) Ya, pero el final fue amor, ¿no?

ANA: (Orgullosa de lo que sabe.) Pues que lo he de contar, dime tú si no es prudencia, no llamar amor a amar.

EL HOMBRE: (Impaciente.) Te escucho.

ANA: (Con mucho sentimiento y expresividad  en sus gestos.) Al principio, despistada, no supe que hacer conmigo. Estaba sola y sin nada, no había nadie, ni un amigo. Un campo yermo, plano, infinito, feo como un castigo tenía delante de mí. A punto quise volver. De pronto, por extraño sortilegio, vi una nube a ras del suelo. Me fui hacia ella, con decisión,  con la esperanza de hallar consuelo. La nube no era tal nube, era tan solo un velo que ocultaba un gran hotel. Un paje me abrió la puerta, y un infante  a mis pies puso una alfombra de flores. Y sonó la música, y todo fueron loores a mi entrada triunfal. Y yo miraba al frente con mucha dignidad. Y no veía a la gente. Al fondo del gran pasillo, creí vislumbrar un hombre. Estaba inmóvil y pensé que era una sombra. Y no había otro camino, a él llegaba la alfombra, la sombra era mi sino. Me acerqué, y de cerca pude ver, que la sombra era un hombre a punto de desfallecer.  Miraba al suelo, con el ánimo derrotado. Le toqué en un hombro para que sintiera mi presencia, y levantó la vista, y vi sorpresa en su mirada.

“¿Quién eres? Creí que solo estaba.“

Y yo le dije que estaba solo hasta mi llegada. Le pregunte qué afligimiento su pensamiento turbaba, y me responde que un sentimiento que su alma mataba. Le dije, vente conmigo, quiero conocer la causa, quizá el remedio  tenga, y te lo ofrezco por nada. Y se vino conmigo, y yo le llevé en volandas, que toda yo  fui suya en forma de alas blancas. Me contó que su problema era falta de esperanza, que tanto había vivido, que no le quedaba   nada, y que en tal situación, sólo morir deseaba. Y yo le dije, no has vivido todo, ve que tú no me esperabas, soy tu tardío sueño de una vida no soñada. Y aquel hombre que creía  que la vida se compraba y de su vida era  dueño, me pregunta con mal ceño, cuánto mi sueño costaba. Nada, volví a responder.

“Yo nunca pude tener nada que no pagara.” —respondió él.

Y yo le dije, cierra los ojos, apóyate en mi regazo, has de ver que por soñar, nada yo te he de pedir. Que son los sueños aquello, lo más grande, lo más bello, que no pudimos vivir. Y cerró los ojos, y le vi dormir, y su cara se iluminó, y apareció una sonrisa que yo tiernamente besé, cuánto tiempo duró aquello, ni yo misma lo sé. Y cerré los ojos, y vi que mi alma entera henchida estaba de gozo. Y salí de aquel hotel, y  no sé lo que pasó, porque el campo estaba bello, como nunca lo vi yo; era aquel mi propio sueño.

EL HOMBRE: (Algo decepcionado.) Ahora comprendo. Hay muchas formas de amar. Lo que quisiera saber, es si amar así, ha causado en ti placer.

ANA: (Rotunda.) Un placer intenso, Señor, y te vuelvo a recordar, eso que dije yo al venir, que amor no siempre es amar.

EL HOMBRE: (Que sigue sin aclararse, y no es para menos.) ¿Se puede amar sin amor? ¿No es eso un falso empeño?

ANA: (Prepara la solución.) Eso es posible, Señor.

EL HOMBRE: (Pensando Dios sabe en qué.) ¿Y cómo?

ANA: (Inevitable.) Sólo se ama en los sueños.

Ana se aleja. El Hombre la sigue con la mirada, mientras repite en voz baja la última frase de Ana. . En la sala, la  misma joven feúcha inicia un tímido aplauso, abortado por el ¡chiss! de parte del público. Por una esquina aparece otro personaje. El Hombre lo recibe ensimismado mientras le habla

 

JORGE: (¡Qué cambio. Escuchen, escuchen)  Yo, Señor, he aprovechado la semana que me diste, y seguro que he cambiado. Esta es mi historia, Señor, y ahora estoy satisfecho, que por hacer lo que he hecho, me siento un joven mejor.

EL HOMBRE:  (Como una fijación.) ¿Algún asunto de amor?

JORGE: (Ha oído campanas.) Cosa de amor ha de ser, puesto que a mi parecer, todo lo que yo he dado, sólo si yo he amado, pudo en mí acontecer. (Como el que cuenta una película de terror.) Miré al mundo, olvidé el dinero, olvidé el placer, la vida fácil, el no creer. Y con un lápiz trace el camino que me llevaba allí.  Era un pueblo, Señor, que ni nombrarlo puedo, tan pobre y mísero era, tan del mundo olvidado, que en los mapas de este mundo, en lugar de un nombre, un buitre  en aquel lugar pintado. Un nombre decía poco, y para que el hombre lo evite, hambre y muerte, quien allí vaya está loco. Pero con decisión y coraje, allí me fui sin dudarlo. Cogí una bolsa por todo equipaje, y la llené de esperanza, y también con aquello  que la ciencia había puesto a mi alcance. Ya allí, Señor, que ni sé ni como llegué, si te digo lo que vi, he de olvidarme, seguro, de aquel aspecto más duro, que estando allí yo sentí. Pero sí recordar puedo, aquello que pude hacer: calmé el dolor, conjuré la muerte y ayudé a nacer. Y en las  noches, vi las estrellas, y en una de ellas, quise encontrar al mismo Dios que a otras tierras parece amar. Y de esperanza quedé vacío. Yo hice lo que pude, y de ello feliz me siento, pero allí todo sigue igual, y todo porque presiento, que Dios no hace mudanza, que la esperanza se tiene y no se alcanza.

EL HOMBRE: (Sin salir del todo de su ensimismamiento.) Otra forma de amar.

JORGE: (Que no sabe de qué va.) ¿Cómo dices, Señor?

EL HOMBRE: (Algo displicente, fatigado, aburrido, cualquier cosa menos interesado.) Son cosas mías. Por si no lo sabías, amor no siempre es amar.

JORGE: (Irreconocible, el chico.) Bueno, ya he de acabar, Señor, y algo  pedirte quiero, que me permitas gritar, mirando esta vez al cielo: ¡Dónde estás, que sin reparo, abusas de tu abundancia, que repartes al que tiene  y allí nunca la alcanzan!

EL HOMBRE: (Con la mirada perdida.) Bella proclama. Creo que es un lamento perdido. Se ve que el Cielo nunca responde; que el Cielo no tiene oídos.

Jorge se aleja. Otro personaje entra. El público duda si estará viendo un auto sacramental.

 

JAIME: (Como un excura al que no le han abandonado del todo los tics.) Ya me siento mejor. Gracias te doy, Señor, por el plazo que me has dado. Y esta semana de gracia, que tan bien he aprovechado, es con el mayor agrado, que te la quisiera contar.

EL HOMBRE: (Condescendiente.) Cuenta, hombre, cuenta.

JAIME: (Mirando al suelo.) Como sabes, Señor, yo era un hombre de creencia y servir a Dios cegado. (Levanta la vista, pero mira sin mirar.) Pero en mi incoherencia, tanta virtud me exigía, que  lo hacía obligado, y mi alma se partía, por mil  deseos de amar, en un cuerpo castigado. Amaba a Dios, falso consuelo, mi alma pedía más, y  lo pedía mi cuerpo. Y superando mis miedos, dejé mi hábito, y me quité los velos, y  todo mi ser vivió a ras del suelo. Ya no hablé de caridad, de pecado, de virtud, de mil y un mandamientos, que fue toda mi vida, sin temores y sin brida, libre fluir sentimientos. Y   mi estéril pensamiento, por cosas del otro mundo, volviose en este fecundo, dejando a Dios en su templo.

EL HOMBRE: (Le agradece la brevedad, pero le pide que le aclare.) ¿Tan fácil es vivir sin Dios?

JAIME: (Inevitable.) Es fácil vivir, Señor, si sólo vives tus sueños.

Jaime se aleja. Otro entra. El Hombre apoya su cabeza sobre la palma de la mano y el codo sobre la mesa. Parece aburrido.

 

ISABEL: (Casi como cuando entró Ana, pero sin poner las manos sobre los senos; Isabel entrecruza los dedos de sus manos  a la altura del pecho.) ¡Qué despertar tan hermoso! Una semana soñando. Vengo a ti llena de gozo. ¡Una semana amando!

EL HOMBRE: (Dando un respingo. Al fin cree que la cosa se anima) ¿Una semana de sexo?

ISABEL: (Que no sabe por qué pregunta) ¿Algo que objetar a eso?

EL HOMBRE: (Lo quiere saber todo. Con una leve sonrisa de complicidad.)  Cuéntame cómo y cuánto.

ISABEL: (Poniendo los puntos sobre las íes.) Te has de sorprender, Señor, que cuando se trata de amar, el cómo es lo más importante, que el cuánto es en cada instante, y no se puede sumar.

EL HOMBRE: (Condescendiente. Esperando con impaciencia algo nuevo sea del cómo sea del cuánto.) Cuéntame, cuéntame pues cómo fue.

ISABEL :            (Traspuesta.) Mujer de amores forzados,  que a un hombre se vio atada, y sus sueños aparcó, en mi sueño liberada, un joven se me acercó. Era bello como  Apolo, y tan blanca su sonrisa, su aliento tan suave brisa, que mi cuerpo se estremeció. Me vi desnuda, en posición yacente, cuerpo anhelante, me penetró. Y de la escena muda surgió un lamento, y  no era yo. Y no vi a nadie.  Miré extrañada, todo mi cuerpo empezó a crecer, y sin aquello entender, me sentí preñada. Y palpé mi vientre, segura estaba que estaba él. Y a cada instante, yo le tocaba, le protegía, le acariciaba, y del placer que  sentía, yo bien creía desfallecer. Imposible mayor deleite. Que en el amor el encuentro, todo él estaba dentro. Y así horas, días, una semana, hasta que desperté, y toqué mi vientre, él ya no estaba, y me sentí amada, y me sentí mujer.

EL HOMBRE: (Decepcionado.) Pero ese amor no fue sexo; más bien amor maternal.

ISABEL: (Que no le van las definiciones; se encoje de hombros.) Llámese como se quiera; para mi que fue carnal. Y aunque parezca quimera, yo satisfecha me encuentro con esa forma de amar.

EL HOMBRE: (Aceptando lo evidente y porque no hay más cera que la que arde.) Tal como lo cuentas… Quizá el problema ha de ser, que pensando como hombre, no siento como mujer.

Isabel sale. Otro entra. El Hombre vuelve a su ensimismamiento habitual. Quizá comienza a palpar su fracaso personal

 

ALEJANDRO: (Entra en escena diciendo esto desde lejos.) Es importante  soñar. Yo que sueños nunca tuve, esta semana yo pude un gran sueño alcanzar.

EL HOMBRE: (Esperando algo que le anime; los hombres maduros van más al grano.) ¿Fue una mujer la razón?

ALEJANDRO: (Que no se acuerda muy bien.) No lo aseguro fijo. Alguien de mi corazón, creo que era mi hijo.

EL HOMBRE: (Más falso que una moneda de cartón.) ¡Ah, un hijo! Bien, bien. Seguro que de amor se trata.

ALEJANDRO : (Dicho así, mas o menos.) Derrotado en mi soberbia, sin fe y sin esperanza, me encontraba ante el abismo. Ante tanto abatimiento, y cuando a la muerte llamaba, una joven se me acerca y declara que me amaba. No lo podía creer, cómo podía esto ser. Ya del amor olvidado, por llamar amor llamaba a eso que ofrecen comprado. Y me sentí bien, sin embargo, y mi mueca se tornó en sonrisa, y por morir la prisa desapareció. Miré a la joven, era muy bella, fue un instante, me emocionó. Y vino otro instante, y  ya no era ella, era ahora un joven que sonrió. Y me sentí turbado, me sentí ofendido: ¡un joven que me amaba!, ¿sería un pervertido? Cerré los ojos y vi más claro; y aunque parezca raro,  el joven era mi hijo. Y me llamó papá, y le dije, hijo, ¿cómo has de olvidar, lo que tu padre hizo? Y él no sabía, se preguntaba por qué eso decía. Y en aquél ensueño una lágrima eché, y le abracé, y en un susurro dije, por nada, y le besé. Y salimos juntos, y me contó su vida, y le escuché. Y de esperanza lleno, mi corazón siente, que no siempre es suficiente, lo que es suficiente y bueno.

EL HOMBRE: (Quitándole importancia, y una pizca emocionado.) Ahora entiendo lo que fue, fue con tu hijo el reencuentro, un anhelo que sin duda, todos llevamos dentro.

ALEJANDRO: (Arrepentido sinceramente.) Más que un reencuentro fue;  fue aquel sentimiento que siempre debió ser.

La escena se queda sola con El Hombre, que mira cómo desaparece Alejandro. Se baja el telón mientras el escenario se va oscureciendo. Se  levanta el telón. El escenario aparece oscuro. La luz se va haciendo en intensidad creciente y en la escena se va dibujando una habitación convencional. Parece un estudio de escritor. Aparece El Hombre sentado, con la cabeza apoyada en sus brazos y sobre la mesa, en actitud dormitante.

 

EL HOMBRE: (Se incorpora ya despierto. Todavía un poco ausente.) Ya les he soñado de nuevo. ¡Magnífico, estupendo! Poderosos sueños que nos dais la vida que nos falta para ser lo que quisimos ¿Habrá valido la pena? ¿Todos, de verdad, estarán contentos? (Pausa mientras mira los folios, coge la pluma, la deja, la coge de nuevo, vacila. Al fin, exclama:) ¡Que estúpido soy! ¿A quién pueden interesar mis sueños? Maldito empeño el de ser y luego no ser lo que parece; maldita paradoja en la que me hundo cada vez que lo intento y de la que no sé cómo salir. (Pausa. Ordena los folios que permanecen en blanco, apoya la pluma sobre el primero y en actitud reflexiva, dice:)

Debo ser realista. Nada de sueños. Vamos,  criaturas mías.  Comportaos como se espera de vosotras. Dejaros de estúpidas ensoñaciones y representad el teatro puro y duro de la vida. Representad a esos que os miran como si miraran a un espejo. No seréis sublimes, pero quizá lleguéis a ser comprendidas y guardadas en su memoria. (Pausa mientras posa los ojos en blanco sobre los folios. Aceptando lo inevitable) ¡Qué paradoja, Dios santo, qué paradoja…! (Comienza frenético a escribir, de repente se para y mira al frente, luego de una pausa, dice:) Tú no, Raquel; tú ya no podrías ser diferente a la que fuiste. Descansa en paz.

 El Telón baja. Fin del acto segundo. El público  espera en silencio, como si de un cambio de movimiento en una pieza musical se tratase. Se queda quieto hasta que las luces de la sala se iluminan e indican que hay un descanso. Como han sido sorprendidos pensando, tampoco aplauden. Luego, unos se quedan sentados, otros se levantan para estirarse, algunos se van al bar, habrá alguno que disimuladamente se suba la cremallera de su bragueta y alguna que se baje la falda… Después de un breve tiempo de desconexión con la realidad, vuelven a ser bustos parlantes. Estas son algunas de las frases que se intercambian:

   

    —¿Quien es el autor?

    —Éste que pone en el programa.

    —Tiene reminiscencias calderonianas.

    —Más bien de Lope.

    —Lo último, hamletiano total, te lo digo yo.

    —Muy pretencioso.

    —¿Qué nos quiere decir?

    —¿Te ha gustado, cariño?

    —Mucho, mucho. Magnífica  puesta en escena. Lo de las luces, genial. 

    —¿Qué quería decir con aquello de que estaban llenos hasta el enrase?

    —Que se habían puesto morados, tonta.

    —Aquello me gustó.

    —Ya lo noté.

    —Esto del teatro irá decayendo cada vez más; no saben hablar normalito. Donde esté una buena película…

    —Hablan como los poetas, hombre.

    —Como los maricas.

    —¿Le dejaste agua al perro? Pobre, cómo lo está pasando con esta calor.

    —¿Y ahora qué viene?

    —El segundo acto. Es una comedia en dos actos.

    —Ya lo veo en el programa, pero ¿de qué va?

    —Parece que se trata de un tío frustrado que sueña eso que hemos visto.  Es un escritor, ¿sabes? Cuando despierta se da cuenta que está haciendo el bobo; que eso no vende, vamos, y se pone a escribir de cosas más reales. Ya veremos.

    —¿Quieres chocolatinas o palomitas?

    —Palomitas, cariño.

    —Esta es una obra de vanguardia, ¿no?

    —Ya veremos lo que dice la crítica, que es la que sabe.

    —¿Queda mucho?

    —Ten paciencia, mujer; esto es cultura, que buena falta nos hace.

    —Lo decía porque  Mari me va a preguntar y no voy a saber qué decirle.

    —Dile que no se puede explicar, que es una sensación, otra cosa. O mejor: dile que es algo sublime, que hay que verlo.

    —¿No le digo que es un tostón?

    —No. Espera a ver qué dice la crítica.

   

 

Tercer acto

 

Salón de una casa lujosa. Alejandro es el anfitrión. Una serie de amigos conversan sentados en un sofá y sillones: Alejandro,  Jorge, Ana,  Miguel, Pilar, Isabel, Jaime. Se supone que Alejandro gusta de rodearse de amigos para no sentirse solo. Alejandro es un tipo interesante para los demás por su mundana experiencia y por su esplendidez a la hora de ofrecer la merienda a sus amigos. Rumores de frases cruzadas mientras se levanta el telón. Luego, la primera frase que se escucha claramente.

ALEJANDRO: ¿Habéis hecho alguna vez de actores?

JORGE: Siempre estamos actuando, ¿no? (Los demás ríen.) ¿He dicho alguna bufonada?

ANA: (Seria.) Ya que lo preguntas, sí. Y habla en singular cuando opines de lo que nos atribuyes.

ALEJANDRO: Me refiero a actores de teatro.

Todos se miran, como esperando que alguien se decida a contestar.

JORGE: ¡Ah! Pues… yo no.

ANA: Yo tampoco. ¿Qué quieres proponernos? ¿Alguna sorpresa?

ALEJANDRO: Siempre quise ver representada una obra que nunca escribí porque es imposible; quiero decir que nada en ella está predeterminado. Yo soy muy aficionado al teatro, y cuando hice esta casa dediqué un espacio de ella para instalar un pequeño escenario donde, eventualmente, hacer pequeñas representaciones teatrales.

PILAR: ¿No estarás pensando en nosotros como actores para esa supuesta obra tuya?

JAIME:  ¿Y cómo titulas tu obra? Me refiero a esa que tienes en la mente.

ALEJANDRO:  Es curioso ese general interés por algo tan accesorio. Hasta yo mismo he caído en ese lugar común. Yo la titulo el amor y el dolor.

ANA: (Un poco sarcástica.) ¡Qué bonito! ¿Y de qué va?

ISABEL: (Displicente.)           El amor y el dolor; parecen dos caras de una misma moneda, ¿no?.

PILAR: ¿Dónde está ese escenario?

ALEJANDRO: Aquí, donde vosotros os encontráis.

MIGUEL: (Mirando arriba y abajo, a la izquierda y a la derecha.) ¿Aquí? Yo no veo ningún escenario.

ALEJANDRO: Está. (Sin moverse de su asiento.) Lo comprobaréis en un instante.

JAIME: Pero sin guión…

ALEJANDRO: No hará falta. Se trata de improvisar sobre un esquema básico, absolutamente necesario, que os voy a proponer. Os voy contar el inicio del tema a tratar, no del argumento, que no existe.  La obra que al final resulte, en principio yo la titulo el amor y el dolor, como ya os decía, pero del resultado de su representación dependerá que la deje con ese título o lo cambie. La escena tiene lugar en la casa de un matrimonio sin hijos, y ya por la edad sin esperanzas de tenerlos. Ambos cónyuges tiene dos sobrinos; mejor dicho, un sobrino y una sobrina. El sobrino lo es por parte del marido y la sobrina por parte de la esposa. Ambos acuerdan invitarles a su casa un verano, después de acabar el curso. Llevan tres años sin verles y, ni el esposo conoce la sobrina de su mujer, ni ésta conoce el sobrino de su marido. Deben tener ahora alrededor de los veinte años. El caso es que el matrimonio es rico, y ambos habían pensado dejar heredero a su respectivo sobrino y sobrina. Un día se les ocurrió que si les daban la oportunidad de conocerse, quizá se enamoraran y terminaran casándose, con lo que la herencia podría ser disfrutada por los dos sin que participara de ella ninguna persona extraña a la familia. Como lo pensaron lo hicieron, y escribieron sendas cartas a sus respectivos sobrinos, invitándoles a su casa a pasar una temporada que coincidía con las fiestas del lugar. Ambos fueron informados que conocerían a su primo—prima,  joven muy guapo—guapa. Como vivían en la misma ciudad, a cada uno de ellos le dieron el teléfono del otro para que coordinaran el viaje. Ambos aceptaron, más que nada porque sabían que podían ser herederos de sus tíos y les debían esa mínima satisfacción. Cuando llegaron a la casa de sus tíos, estos les instalaron en dos habitaciones que habían preparado al efecto.  El primer encuentro de los cuatro dio lugar a una extraña paradoja: el marido quedó impresionado de la belleza de la joven  y la esposa de la apostura del joven, mientras que, y ahí la paradoja, los dos jóvenes parecían mostrarse indiferentes entre sí. Ya desde el primer instante, el tío prodiga especial atención a la sobrina y la tía hace igual con el sobrino, naturalmente manteniendo ambos un comportamiento lejos de toda suspicacia  e insinuación que pudiese molestar al otro. Tampoco el matrimonio se hace confidencias sobre sus sentimientos respectivos, claro está, y los primeros días pasan sin otros conflictos que los íntimos y personales de cada uno con sus conciencias, un tanto confusas. Un día en que el matrimonio se encontraba en la cama y estaban en los preámbulos de hacer el amor, oyeron el ruido de una puerta que se abría y se cerraba. Los dos, inquietos, pensaron lo mismo: alguien salía de su habitación, ¿a dónde iría? Cesaron en sus juegos,  y es el marido el que se levanta y sigilosamente se va a la puerta de la habitación. La abre un poco, con sumo cuidado de no hacer ruido, y mira al exterior. Puede ver que es su sobrino que, en pijama, se dirige a la puerta de su prima. La sospecha contraría a aquel hombre, que se vuelve a la cama y comunica a su esposa lo que ha visto. Ambos se quedan pensativos, no hablan  ni reanudan los juegos amorosos. Tardan en dormirse, uno de espaldas al otro…

Jaime interrumpe.

JAIME: ¿Cuál es el mensaje de tu obra? ¿Cómo llamas tú a ese argumento inicial? ¿No decías que nada estaba predeterminado?

Los demás miran interrogantes.

ALEJANDRO: ¿El mensaje? Aún no tengo mensaje. Desde luego ningún mensaje predeterminado para vosotros. Lo importante es el mensaje que cada uno de nosotros extraigamos de la representación. Cuando hayamos terminado la obra, cada uno de nosotros expondremos el mensaje que hemos percibido. No tendrá que ser necesariamente igual en todos nosotros; de hecho sería una rareza que hubiera coincidencias.

JAIME: Sí, pero tú ya conoces el final  y,  por tanto, debes tener ya previsto el mensaje que quieres transmitir.

ALEJANDRO: No; no tengo el final, y ahí esta la originalidad de mi puesta en escena. Los actores deberán ir creando el personaje que representan según  ellos crean que debería comportarse. Sólo les he creado el marco en donde van a actuar. Yo, saltándome la ortodoxia, prefiero el teatro espontáneo.

JAIME: Y algo más: has prejuzgado la impresión que los sobrinos han causado en sus respectivos tíos y el comportamiento de aquellos; las cosas podían haber sucedido de otra manera.

ALEJANDRO: Estoy de acuerdo, pero por algo yo soy el autor del invento. Un hijo que nace en el seno de una familia no puede elegir el marco. Lo que sí  puede hacer es  vivir su vida libremente a partir de eso que venimos en llamar la mayoría de edad mental, pero los primeros sentimientos son los que les provocan sus padres; no sé si el ejemplo te ilustra sobre lo que quiero decir. En este caso la familia sería yo, yo habría puesto el marco en el que quiero que nazca  no mi obra, sino lo que espero que vosotros representéis. En este sentido yo crearía los primeros sentimientos de mis hijos, los personajes. Cualquier otra forma en que tú lo veas, no sería una representación teatral tal y como yo la concibo; sería, quizá, cualquier obra teatral enlatada.

ISABEL: Parece interesante. Aunque pienso que podemos caer en la tentación de representarnos a nosotros mismos.

ALEJANDRO: Supongo que así será; en todo caso lo que yo pienso es que nos veremos representados, y no  necesariamente en nuestro propio personaje.

JAIME: Entonces, si he entendido bien, a partir de esos supuestos sentimientos y esos primeros movimientos de los personajes, lo que pretendes es que los actores  interpreten un papel  que suponga no lo que sienten,  sino lo que quieren transmitir como mensaje. ¿Y no puede coincidir lo que sienten con el mensaje?

ALEJANDRO: Eso, querido Jaime, sólo lo sabrá cada uno de los actores; ten en cuenta que se trata de una representación, y nosotros solo percibiremos el mensaje que queremos percibir, nunca el que pretenda el actor.

JORGE: Como la vida misma, afirmo.

MIGUEL: ¿Cómo se reparten los papeles en tu obra? Alguien de nosotros se ha de  quedar fuera.

PILAR: Sí, ¿quién hará esos papeles?

ALEJANDRO: También aquí he introducido una variable que creo ya se ha intentado. En toda obra de teatro hay alguien que dirige, los actores que representan y, aquí mi propia aportación, alguien que hace de espectador. Si yo he de dirigir el ensayo, y sólo lo haré para evitar incoherencias, cuatro de vosotros me parecéis idóneos para cubrir los papeles de actores. Tú, Ana y tú, Jorge, seréis los jóvenes, y Jaime e Isabel, por vuestra edad, el supuesto matrimonio. Miguel y Pilar serán los espectadores. ¿Estáis conformes?

ANA: (Entusiasmada.) Por mí de acuerdo. Esto me hace pensar en algo así como el teatro total.

PILAR: (Escéptica) Un churro, eso es lo que va a salir, un verdadero churro. Todo lo que pretende ser original nace ya fracasado.

JORGE: (Mirando a Isabel y sonriendo.) Yo también acepto.

JAIME: (Vacilante) No sé… Preferiría que me dejarais aparte.

ISABEL:             (Mirando a Jorge) Bueno…Yo me apunto si Jaime acepta su papel.

MIGUEL: Mi papel será muy pasivo. (Sonriendo.) No tendré ocasión de demostrar mis cualidades de actor.

ALEJANDRO: No lo creas. Verás cómo, sin darte cuenta, entrarás en escena, y lo mismo le sucederá a Pilar.

Todos, excepto Jaime y Pilar, con mayor o menor entusiasmo, piden a Alejandro que comience. Alejandro mira interrogante a Jaime.

JAIME: De acuerdo, de acuerdo. Parece que todo depende de mí.

ALEJANDRO: Entonces, adelante. Comencemos con la escena del matrimonio en su casa y el encuentro con los dos sobrinos que llegan.

Alejandro se levanta y se dirige a un ángulo del gran salón, descuelga un cuadro pequeño y aparece un cuadro con varios interruptores, acciona uno de y un decorado de interior de una imaginaria casa desciende. Se trata de una sala de estar con una mesita, un sofá y dos sillones.  El resto de los elementos está figurado con pinturas en un telón de fondo.  Todos  se quedan admirados ante aquel golpe de efecto y exclaman lo que se les ocurre. Cuando cesan los murmullos, Jaime toma la palabra.

JAIME: ¿Qué tenemos que hacer.

ALEJANDRO: (Dirigiéndose a todos en actitud de dirigirlos para un ensayo.)      Bien. Tú e Isabel  vais a subir al escenario. Os sentáis en los sillones, no en el sofá. Tú, Jaime, aparenta que lees, y tú, Isabel,  que haces punto, por ejemplo. Un matrimonio bastante convencional, como verás. Tomad posiciones.

ISABEL: ¿Cómo nos llamamos en la ficción?

ALEJANDRO: Es indiferente. Os llamáis lo mismo.

JAIME: (Dudando, pero incorporándose lentamente al lugar que le corresponde.) Que Dios me perdone si soy motivo de escándalo.

JORGE: (Casi empujando a Jaime.) Vamos, vamos, santurrón.

PILAR: No deberías aceptar hacer eso, Jaime. Precisamente no tú.

JAIME: (Parándose brevemente, sin mirar a su interpelante.) Quizá nos enseñe a identificar el pecado y así evitarlo.

JORGE: Chorrada, pero ¿cómo se identifica el pecado?

JAIME: Por sus consecuencias perniciosas.

JORGE: Pues habrá que pecar para enterarnos. Ahí me parece que te has columpiado, Jaime.

ISABEL: Dejad los sermones para después, ¿no os parece?

Isabel sube la primera por una escalera de dos peldaños adosada al proscenio formado por una tarima elevada del suelo del salón. Jaime la sigue  sin mucho entusiasmo. Los dos se sientan frente a frente y simulan hacer lo que Alejandro les ha indicado.

ALEJANDRO:  (Dirigiéndose  a  los chicos.)   Ahora vosotros    pasáis por detrás del decorado. Allí hacéis ¡toc, toc!  con la boca y esperáis un momento. A continuación, Jaime se levanta y simula abrir una puerta. Luego haces lo normal en un encuentro previsto.

JORGE: De acuerdo.  Yo haré el toc, toc; eso me saldrá de primera.

Los cuatro personajes se sitúan en sus lugares respectivos. Jorge y Ana hacen lo que Alejandro les indica. Los demás se sientan frente al escenario. Isabel inicia la representación.

ISABEL: (Mirando hacia la supuesta puerta.) ¿Quién será?

JAIME:  Deben ser ellos, Isabel.

ISABEL:  No les esperaba tan pronto.

JAIME:  Veamos (Se levanta y simula abrir una puerta. Jorge y Ana aparecen.) ¡Hola! Vosotros debéis ser Jorge y Ana.

ALEJANDRO: (Parando la escena.) ¡Un momento, un momento! No puedes decir esa frase, Jaime. Se supone que conoces a tu sobrino, aunque hayan pasado tres años. Esa frase enfría un recibimiento que debería ser familiar.

JAIME: (Ensaya de nuevo.) ¡Hola, chicos!   Pasad, os estábamos esperando. Jorge, ¡qué cambio has dado! Isabel, son los chicos. (Isabel se levanta.)

JORGE: ¡Hola, tío Jaime!  Tú no has cambiado. Esta es Ana, mi primita. (Jorge le da un beso a Jaime, sin apenas tocarlo.)

ANA:  ¡Hola, tío Jaime!

JAIME:  Pasad, pasad. (Jaime  mira a  Ana, mientras ésta se acerca y lo besa en la mejilla con un beso sonoro y sostenido.)

ALEJANDRO: (Cortando de nuevo la escena.) Ana, no te pases.  El beso ha de ser de cortesía. Se supone que tú no conoces a tu tío Jaime. Repítelo.

ANA: ¡Hola, tío Jaime!  Pensaba que serías más viejo. (Ana se acerca de nuevo y vuelve a besar a Jaime, esta vez con un beso que es un contacto leve y mudo.)

ISABEL:             ¡Qué sobrinos tan guapos! Ana, ya eres toda una mujer. Y tú, Jorge, te imaginaba de otra manera. Pasad, pasad. (Isabel besa primero a Ana y mira a Jorge indecisa)

JORGE: ¡Hola, tía Isabel! Yo también te imaginaba de otra manera. (Se acerca y la besa. Isabel le acerca la mejilla.)

JAIME: Bueno, bueno, qué contentos que estéis aquí. ¿Habéis tenido un buen viaje? (Jaime mira a Jorge, Isabel a Ana.)

ALEJANDRO: (Interrumpiendo.) No, Jaime, y lo mismo digo a Isabel: debéis mirar a los chicos como os había explicado. Tú, Jaime, expresando turbación al  mirar a Ana, y tú, Isabel, lo mismo mirando a Jorge.

Jaime va a decir algo, Ana se adelanta.

ANA: ¡Vaya marido guapo que tienes, tía Isabel!  (Ana mira a Jaime  con una sonrisa. Jaime la mira con un gesto indefinido. Jorge mira a Isabel. Isabel mira a Jorge con su mejor sonrisa. Los jóvenes se sientan en el sofá a indicación de Isabel.)

ALEJANDRO: (Con cansancio suplicante en su voz) Jaime, tienes que hacer lo que te digo, de lo contrario las cosas no serán como yo en un principio tenía previsto. Veamos: a partir de ahora, Isabel y Jaime decantan sus miradas y alguna sonrisa de vez en cuando hacia Jorge y Ana respectivamente. Jaime: no creo que te resulte tan difícil.

JORGE:  El viaje ha sido pesado. Gracias a que hemos venido juntos…  Ana es muy simpática y muy de hoy, como yo.

JAIME: (Jaime mira a Ana con una sonrisa forzada.) Y muy guapa. Debes estar contento de haberla conocido.

JORGE: ¡Claro que estoy contento! Y si nos dais vuestra bendición le propondré establecer relaciones formales.

ALEJANDRO: (Fuera de sí.) ¿Qué tontería es esa, Jorge? Te contradices. Esa última frase te hace parecer un joven de fin de siglo. Los jóvenes de hoy no habláis en esos términos.

JORGE: Tienes razón, Alejandro. (Jorge recoge la sugerencia e inicia de nuevo su representación.) ¡Claro que estoy contento! Ana está más buena que el pan! Le pienso proponerle que nos acostemos juntos. (Termina la frase con una sonrisa de satisfacción.)

ALEJANDRO: (Levantándose y casi gritando) ¡Alto, alto!  Tampoco hay que pasarse. Aunque lo pienses, debes cuidar las formas. Haz el favor de no ser chistoso y tómate en serio lo que estás haciendo.

JAIME: (Severo.) Por favor, Jorge, compórtate.

JORGE: Perdona, Jaime; no te tuve en cuenta (Jorge lo intenta de nuevo.)  Yo sí estoy contento y espero que ella también de conocerme a mí.

ALEJANDRO: Muy bien. Muy educado. Adelante.

JAIME: ¿Qué dices tú, Ana?

ISABEL:  Eso no se pregunta a una dama, Jaime; la vas a ruborizar.

ANA:  Eso es antiguo, tita. Las chicas de hoy no nos ruborizamos. Jaime ha hecho una pregunta normal.  Jorge es un chico muy guapo, pero debo anticiparte que tienes una sobrina a la que le gustan los hombres más maduritos; Jorge y yo somos casi de la misma edad.  (Ana mira a Jaime riéndose. Jaime mira turbado a Ana.)

JORGE:  En eso yo pienso lo mismo. Yo debo tener un complejo de inmadurez o soy un inmaduro con complejo de Edipo. A mi también me gustan las mujeres más maduritas  (Jorge mira a Isabel y sonríe. Isabel baja la vista.)

ALEJANDRO: ¡Muy bien!  Éste sería, con  algo más de diálogo, el primer cuadro del primer acto. Estoy muy satisfecho de vuestras dotes interpretativas.

JAIME: Yo tengo algo que decir. La escena parece normal, pero se deberían suprimir las alusiones a esos gustos de Jorge y Ana  por lo que ellos llaman hombres y mujeres maduritos.

ISABEL: ¿Y por qué no puede ser así?

ALEJANDRO: Tiene razón Isabel. ¿Por qué no puede ser así, Jaime?

JORGE: ¿Por qué no contestamos nosotros? Lo que dice Jaime me suena a censura. La censura pude impedir las expresiones, pero no los sentimientos, ¿no te parece, Ana?

ANA: Así es.

JAIME: Pero aquí no estamos hablando de sentimientos, estamos hablando de expresiones que conforman una ficción teatral.

PILAR:   (Que se ha mantenido al margen, con aire escéptico.) Esto ni es teatro ni es nada.

MIGUEL:           Ficción y teatral son redundantes.  No obstante, tú me dirás, Jaime, cómo se puede expresar un sentimiento así, supuesto que existiese.

JAIME: Si empezamos con aberrantes comienzos, sólo un aberrante resultado obtendremos al final.

PILAR: (Despectiva.) Desde luego.

ANA: (Dirigiéndose a Jaime.) ¿Llamarías aberrante que yo tuviera inclinación por personas como tú?  ¿También le ponéis edad al amor? Eso se llama  una maldita transgresión de los instintos naturales, lo justifiques como lo justifiques.

JAIME: (Turbado.) ¡Cómo le voy yo a poner edad al amor!  Claro que ese sentimiento se puede dar. Lo que yo quiero decir es que eso debe ser una consecuencia, no un principio. Repito, aquí el autor nos condiciona a representar un concreto desviacionismo. Y no sé lo que pretende, pero me da la impresión de que nos intenta manipular.

ANA: (Exigente y seria.) Explícate mejor, por favor.

JAIME: En la obra que estamos representando, esa afirmación de Ana y Jorge más parece una insinuación que un sentimiento. No deja de ser una casualidad forzada el que a los dos les pase lo mismo, ¿no os parece?

MIGUEL:           Insinuación o sentimiento, los personajes no explican de qué se trata   ¿Qué hubieras preferido tú? Si de lo que se trata es de representarte a ti mismo, eso te lo pone a huevo. A no ser que estés confuso contigo mismo.

JAIME: Parece como si no me quisierais entender. Ya no propongo que la obra sea moral, sino estética.

JORGE: Lo de siempre; lo importante es el ropaje, aunque te concedo en tu caso una cierta altura de mira.

ALEJANDRO: Bien. Zanjemos  la polémica. Suponiendo que tú lo entiendes como una insinuación, compórtate en escena como lo habrías hecho en la realidad, y si lo entiendes como un sentimiento, actúa como un actor, o viceversa. Nosotros nunca sabremos si se trata de un sentimiento o de una insinuación, aunque cada uno lo interpretemos de forma distinta. El mensaje, como os decía, no lo manda el actor, lo elabora el espectador.

MIGUEL: De momento, y como espectador, sólo percibo un mensaje: que confundís fácilmente la ficción con vuestras realidades respectivas. Y yo no estoy en eso.

PILAR: Una empanada mental, eso es lo que tenéis.

ANA: (Dirigiéndose a Jaime.) A ti lo que te pasa es que te sientes incapaz de despojarte de tu realidad. No actúes como cura, Jaime.

JAIME: No actúo como cura, Ana;  soy cura. Y no puedo prescindir de mis principios.

JORGE: Retiro lo dicho sobre ti, Jaime. Estamos haciendo teatro, ¿no? Pero, además, ¿qué tienen que ver los principios con los sentimientos? Supón que yo tengo el sentimiento de que Isabel me gusta, ¿en virtud de qué principio yo no puedo tener ese sentimiento?

JAIME: Lo puedes tener, pero no lo debes manifestar. No desearás la mujer de tú prójimo, ese es el principio.

MIGUEL:           Otra contradicción. Acabas de decir que el sentimiento lo puedes tener, pero no manifestar. Ese mandamiento que invocas parece referirse a algo imposible de evitar y fácil de fingir. Ya me dirás cómo lo consigues, si no es, precisamente, haciendo teatro.

ALEJANDRO: No veo un problema de estética por ninguna parte, a no ser que la estética sea un ropaje moral.

JAIME: Estoy de acuerdo en seguir la obra si yo interpreto mi personaje como yo lo entiendo, no como vosotros pretendéis que lo haga.

ALEJANDRO: Nadie te ha pedido que lo hagas de otra forma. A partir del segundo cuadro sois libres de actuar como sintáis el personaje. Permíteme que como padre de la criatura le enseñe los primeros pasos.  Tú, Isabel, ¿tienes algo que decir?

ISABEL: Nada, de momento. Todo me parece normal.

ALEJANDRO: Pues vamos al segundo cuadro, y dejad en lo posible vuestras opiniones para el final.

Alejandro pulsa un botón, el decorado desaparece. Luego pulsa otro botón y se forma en la escena el decorado de un dormitorio. De un falso techo techo desciende una cama.   

JAIME: (Suspicaz.) Parece como si todo lo tuvieras previsto.

ALEJANDRO: (Con naturalidad.) Así es, pero nunca tuve la oportunidad de representar hasta este momento. Ahora, en el segundo cuadro, Jaime e Isabel se encuentran en la cama. Jaime corteja a Isabel con insinuaciones amorosas; Isabel  le corresponde receptiva. En ese momento suena  el ruido de una puerta que se abre y los dos prestan atención. Jaime se levanta, abre un poco la puerta de su dormitorio, permanece observando y se vuelve a la cama cariacontecido. Allí le cuenta a su esposa lo que ha visto. Los dos se callan y se vuelven de espalda.

JAIME: ¿Y no se puede suprimir lo de las insinuaciones esas? Como comprenderás…

ALEJANDRO: Te comprendo, Jaime. Pero ¿es algo malo que representes algo admitido por tus principios para el ámbito del matrimonio?

ISABEL: (Con voz algo meliflua.) Claro, Jaime, sólo es teatro.

JAIME: Sólo lo decía por si había otra forma.

ALEJANDRO: No hay otra forma, Jaime. Se supone que sois un matrimonio normal y hacéis lo que es normal en el matrimonio. Ya te digo, a partir de este cuadro podrás hacer lo que te parezca más coherente para tu personaje. A lo mejor nos sorprendes.

JAIME: ¿Y cómo se hace eso de las insinuaciones amorosas? Como comprenderás…

ALEJANDRO: Te comprendo, Jaime. Te diré cómo. Isabel y tú permanecéis boca arriba. Habláis de lo que queráis. En un momento, tú te vuelves del lado que está Isabel y le acaricias el brazo, luego le pones una mano en un… pecho, por ejemplo, se lo acacias y la besas en el hombro. Isabel te coge la mano intentando que no la separes de su pecho, a la vez que la presiona con fuerza. Creo que será suficiente para que resulte verosímil.  En ese momento oís el ruido de la puerta y os quedáis un momento estáticos. Luego te levantas y haces lo que ya os he dicho.

JAIME: (Negando con la cabeza casi desde que Alejandro comenzó a instruirle.) Lo siento, Alejandro. Yo no puedo hacer eso, y espero que lo comprendas.

JORGE: ¿Temes ponerte cachondo? Los actores de verdad dicen que no, que esas necesidades del guión no les afectan lo más mínimo. Aunque, qué más da, si no se nota.

JAIME: (Jaime  mira a Jorge y le dice enfadado🙂 Te he soportado ya demasiado tu espontaneidad. Esto que dices me resulta intolerable.

JORGE: No te enfades, hombre. Siempre digo lo que se me ocurre, y en este caso, además, es que no veo otra razón. En realidad tu comportamiento te dignifica como lo que eres: un buen cura pero un pésimo actor. (Dirigiéndose a los demás.) De todas formas, mejor que no lo haga; si no va de actor, que tampoco vaya de hombre.

ALEJANDRO: Bien. Sea lo que sea, la escena ha de realizarse, pues la considero importante y básica. ¿Tú ves algún inconveniente? ( Dirigiéndose a Isabel.)

ISABEL: Me da un poco de apuro hacerlo con Jaime, pero si él acepta…

JAIME: Por supuesto que no acepto. Lo considero innecesario. He oído muchas veces eso de las necesidades del guión y siempre me pareció que más bien se podía llamar cebos comerciales; morbo puro y duro, en resumen.

ALEJANDRO:  De acuerdo. No le demos más vueltas. Miguel, cubre tú el puesto como si fueras Jaime. Luego se incorporará él.

MIGUEL: Estoy muy bien en mi papel de espectador. Yo soy todos y ninguno. Necesito seguir de espectador para que mi papel no se desvirtúe.

ALEJANDRO: Te comprendo. Haz tú el papel, Jorge.

JORGE: ¡A la orden! Vamos, Isabel.  (Jorge coge de la mano a Isabel y la atrae hacia el escenario. Isabel le opone una ligera resistencia, pero le sigue.) Soy un actor polivalente.

ALEJANDRO: Acostaos, pues, como he dicho.

Jorge se acuesta en la cama boca arriba. Isabel se va al otro lado, primero se sienta y luego se echa  lentamente, también boca arriba. La distancia entre ambos es la máxima. Jorge habla.

JAIME.(Jorge):  ¿Ya no me quieres?

ISABEL: ¿Por qué lo dices, Jorge?

ALEJANDRO: (Interrumpiendo.) ¡Alto!, Isabel, el que está a tu lado se supone que es Jaime, el personaje. Jorge está haciendo momentáneamente su papel.

Isabel lo intenta de nuevo.

ISABEL:             ¿Por qué lo dices, Jaime?

JAIME(Jorge): Como te has ido tan lejos…

ISABEL: Es que estoy pensando en lo chicos. Me parece que no vamos a conseguir que se entiendan.

JAIME(Jorge): ¿Por qué?

ISABEL:  A los dos les gustan que sus amores sean mayores. ¿Tú crees eso?

JAIME(Jorge): Yo creo que eso no es un inconveniente. Casarse y desearse no son la misma cosa. Y hablando de deseo, ¿por qué no te acercas?

ISABEL: Ya voy  (Isabel serpentea su cuerpo para acercarse, pero aún se queda lejos.)

JAIME(Jorge): Esta bien. Me acercaré yo.   (Jaime hace lo mismo, pero hasta aproximarse muy cerca de  Isabel. Le pone la mano en la pierna hasta donde le alcanza el brazo y la va subiendo lentamente, como si, ciego, tratara de reconocer el cuerpo. Cuando llega a la cadera, Jaime hace un ligero movimiento de aproximación hacia el centro. Isabel le coge la mano y se la lleva hasta su vientre, donde la deposita siempre cogida con su mano. Jaime inicia de nuevo el recorrido ascendente. Isabel le acompaña. Jaime llega a un pecho de  Isabel y hace un movimiento circular con su mano, frotándolo. Isabel le acompaña en este movimiento, hasta que, violentamente, presiona con su mano la mano de Jaime aplastando su propio pecho, mientras mira tiernamente a Jaime. Jaime la besa sostenidamente en el hombro.)

ALEJANDRO: ¡Muy bien! Jorge. Ahora ya puede Jaime ocupar tu lugar. Jaime, sube y ocupa el lugar de Jorge .

Jaime, en un segundo plano de la sala, ha estado mirando la escena. Su rostro, enrojecido por la sangre alborotada, no permite que los demás puedan descubrir la causa. Está traspuesto.

ALEJANDRO: Jaime, ¿pasa algo? ¿Por qué no subes?

JAIME: (Llevándose una mano a la frente.) No voy a subir. Me encuentro mal; quizá ha sido la cena. Preferiría irme a casa.

ALEJANDRO: Está bien. Se suspende la función. Mañana la reanudaremos. ¿Quieres acostarte un poco, ir al baño?

JAIME: No, no. Quiero irme a casa.

ALEJANDRO: Isabel te acompañará, ¿no, Isabel?

ISABEL: Sí. Yo le traje y yo le llevaré.  (Y baja del escenario.)

MIGUEL:           Jorge: tu eres medio médico, ¿no podrías saber lo que le sucede a Jaime?

JAIME: No hace falta. No os preocupéis por mí, por favor. Necesito descansar, eso es todo.

ALEJANDRO: Pues no perdáis más tiempo. Sí, quizá nos hemos excedido con la comida y la bebida.

ANA:  ¿Quieres que te ayude? (Pregunta Ana, al tiempo que le coge del brazo por si necesita un apoyo.)

JAIME: No, Ana. Se me pasará. Ya me ha sucedido alguna vez.

ANA:   Como quieras. Cuídate, Jaime.

ISABEL: Vamos, Jaime.

Jaime e Isabel salen. El resto les ve salir en silencio. Cuando desaparecen, Jorge sale por la misma puerta, distanciado.

ALEJANDRO: Bueno, la función se suspende hasta una  próxima ocasión. Espero que la indisposición de Jaime se le pase pronto, sin más consecuencias.

Alejandro manipula el escenario para que todo vuelva al estado original; es decir, al salón del comienzo. Los personajes se van sentando; alguno permanece en pié.

MIGUEL:           Se me está ocurriendo que podríamos analizar lo que se ha representado hasta ahora.

PILAR: (Se incorpora al conjunto, del que se había mantenido apartada y en actitud displicente.) ¿Crees haber percibido, aunque sea inicialmente, algún mensaje que valga la pena discutir?

MIGUEL:           Os propongo discutir sobre una hipótesis.

ALEJANDRO: ¿Una hipótesis?

MIGUEL: Veréis: me planteo la hipótesis de que la indisposición de Jaime no sea orgánica y sí emocional. Jaime es un cura, desde luego, pero también un hombre al que no se le puede considerar blindado contra las emociones que venimos en llamar naturales. Partiendo de aceptar esta evidencia, suponed que las escenas que se han representado  le causaron un trastorno emocional…

PILAR: (Interrumpiendo.) Pero eso no formaba parte de vuestro teatro.

ALEJANDRO: ¿Y por qué no también orgánico? Digamos que un trastorno sexual transitorio.

ANA: Vamos, lo que Jorge apunto: que se puso cachondo y se ha marchado despavorido, lejos de la tentación. O con la tentación guardada para más tarde.

MIGUEL: Ana con su joven frescura puede haber definido sin paliativos lo que nosotros rodeamos de metáforas. Aceptemos, pues, que la hipótesis a la que yo me refería se configura en la forma en que Ana a puntualizado.

PILAR:   No me habéis contestado a mi observación y ya veo que lo mezcláis todo. ¿Y a qué conduce plantearse esa hipótesis? Si se puso cachondo, como dice esta deslenguada, y huyó de la tentación, bendito su santo nombre… si lo consiguió. En cualquier caso me parece de mal gusto tomar a Jaime, ausente como está, como una hipótesis.

MIGUEL:           ¿Y si no?

ALEJANDRO: ¿Qué quieres decir con  y si no?

ANA: Se habrá masturbado. ¡Uy! Perdona, chica; quise decir desahogado.

MIGUEL: (Miguel se anticipa.) ¿Con Isabel a su lado?

PILAR: (Alzando algo la voz.)          Por favor… Estáis yendo demasiado lejos; me refiero a utilizar a nuestros amigos con el pretexto de plantear una hipótesis de discusión que nunca contrastaremos. Nada os permite plantear esas especulaciones…Y si seguís por ese camino, conmigo no contéis.

ANA: No me extraña tu falta de disponibilidad, Pilar.

PILAR: ¿Qué quieres decir?

ANA: No te hagas de nuevas. Tú estás chiflada por Jaime. Yo no te lo reprocho; Jaime, aunque sea un cura, es un tío bueno que a cualquier mujer puede trastornar, sobre todo a cualquiera de libre disponibilidad como tú.

PILAR: (Encarándose con Ana.) ¡Basta! Eres una desvergonzada hablando así. Vamos, que no te consiento…

ANA: (Interrumpiendo.) Desvergonzada o no, las cosas son así, y ha de decirse lo que yo he dicho para comprender tu reacción. Tú estás, ahí, agazapada para saltar a la mejor ocasión. Pues, ¿sabes lo que te digo?

PILAR: Te repito que te calles. Nadie te ha pedido tu opinión sobre mí.

MIGUEL:           (Muy serio. Mirando a Pilar.) Te lo pregunto yo; ¿es cierto eso?

PILAR: (Ofuscada.)  ¡Otro! ¿Con qué derecho?

MIGUEL: No invoco ningún derecho, sólo la necesidad que tengo de aclarar ese extremo. Y te advierto que si no me contestas lo interpretaré en la forma más negativa para mí.

PILAR: Pues interprétalo como quieras; no pienso contestar. Mis sentimientos son míos, y los hago públicos cuándo y a quién me dé la gana. Y no se me alcanza de qué necesidad hablas ni quiero saberlo.

ALEJANDRO: (Queriendo poner calma.) Tiene razón Pilar; no se puede forzar a nadie a que declare sus sentimientos. Entre otras razones, porque nadie puede estar seguro de que su interlocutor los perciba independientemente de los suyos; quiero decir, objetivamente.

ANA: Estupideces; a eso lo llamo yo nadar y guardar la ropa. Aquí, el que más y el que menos, estamos deseando decir lo que queremos y ocultar lo que sentimos. Si de lo que se trata es de guardar las formas, aferrarse a las alternativas, evitar las descalificaciones, pues sí, estáis en vuestro papel, y cada cuál allá con sus intenciones íntimas; pero no me vengáis con el subterfugio de que las evidencias no son tales hasta que alguien tiene el coraje de ponerlas encima de la mesa. Hay cosas que se ven venir… Y como dicen por América, cada cual sabe entre qué le cascabelea el gato.

MIGUEL: Retiro la hipótesis que planteé; creo que es extremadamente dañina.

ALEJANDRO: ¿Dañina para quién?

MIGUEL: Ved que esa hipótesis se circunscribía en un principio a Jaime —sin mala intención, por supuesto— y enseguida se ha convertido en un revulsivo de nuestros sentimientos individuales.

ANA: Por mí de acuerdo. Cada cuál, y en su intimidad, sabe qué antídoto aplicarse para que sus sentimientos no le ahoguen. ¿Sabéis a dónde ha ido Jorge?

Todos hacen gesto de no saberlo.

ALEJANDRO: Ni idea. ¿Por qué te preocupa?

ANA: ¿Quién ha dicho que me preocupe? Sólo era una pregunta.

ALEJANDRO: Está bien; no he dicho nada. No seáis tan susceptibles

ANA: (Enfadada.) Una buena forma de hacer insinuaciones y ocultar las intenciones. Sois unos cínicos.

PILAR: No sé vosotros,  pero yo estoy harta de esta niña. Por lo visto sólo ella habla claro y sincero. Tú lo que eres es una metomentodo.

ANA: (Fuera de sí.) Harta, lo que se dice harta, estoy yo de vosotros; nunca vi tantas medias palabras, tantas insinuaciones subliminales como vengo oyendo desde que se planteó la famosa hipótesis. Me da la impresión de que todos, por un motivo o por el otro, tenéis revueltas las entrañas, y a la menor vomitáis vuestras bilis.

ALEJANDRO: Probablemente nadie hemos sido conscientes de lo que le sucede a los demás, salvo tú. Según tú, todos estamos bajo sospecha. Me parece, Ana, que tú no lo estás menos.

PILAR:  Pues yo me niego a que Ana sea fiscal y juez de mis sentimientos.

MIGUEL: No está mal que de vez en cuando hagamos un ejercicio de sinceridad. Muchas veces lo que ocultamos nos ahoga. Este es un buen momento para desahogarnos, ¿no?

PILAR: Entiendo. Tú vienes a decir que es sano manifestar nuestros sentimientos íntimos, así, como en una confesión pública, una terapia de grupo, vamos. Dime una cosa: ¿quién quieres que empiece?

MIGUEL: Tú, por ejemplo.

PILAR:  Lo suponía. ¿Por qué yo?

MIGUEL: Porque… me interesan especialmente tus sentimientos.

PILAR: No eres sincero. A decir bien, lo que a ti te interesa es que yo diga que no tengo los sentimientos que tú supones en este instante. Y la verdad, no sé por qué.

MIGUEL: (Balbucea.) Mujer… no es eso.

PILAR: Pues te propongo que tú no me hables de los tuyos y yo no hable de los míos. Nosotros sólo éramos espectadores de este maldito teatro que los demás han montado. Que hablen los demás, si quieren. Pero quede constancia de que a mí no me interesan los problemas vuestros, sentimientos o como lo queráis llamar.

ALEJANDRO: Creo que debemos hablar de otra cosa.

ANA: Corramos un tupido telón y hablemos del tiempo. Pero que conste que aquí hay más de una máscara que no tenías prevista en tú obra.

MIGUEL: Quizá sea mejor.

PILAR: Volvemos a ser personas. Yo lo doy por olvidado.

ANA: En el teatro de la vida; los papeles se traspapelan y cada uno de nosotros finge no darse cuenta.

Se oyen pasos. Todos se vuelven hacia la puerta por donde esperan que aparezca alguien. Entra Jorge, furioso, mientras exclama:

JORGE: ¡Maldita puta! ¡Furcia asquerosa!

ALEJANDRO: ¿Qué le pasa a éste? ¿Por qué dices eso, Jorge?

PILAR: ¿A quién te refieres?

JORGE: Ya me da igual que lo sepáis. ¿Queréis saber lo que han hecho esos dos?

ANA: ¿Quiénes?

JORGE: Quienes van a ser, ese cura de mierda y esa… (Jorge no termina de pronunciar el nombre que tiene en mente.)

ANA: ¿Isabel?

JORGE: (Se sienta abatido.) No quiero ni pronunciar su nombre. Para mí como si no existiera.

ANA: Pues más parece que te acabara de arrancar el alma. No suponía que tu moral fuera tan jupiterina.

JORGE: (Se vuelve hacia Ana, enfadado.) ¿De qué coños hablas? ¿Moral, dices? ¡Vete al carajo!

ANA: Entonces, si no se trata de moral, tú lo que tienes es un ataque de cuernos.

JORGE: Yo no te he dado vela en este entierro, así que mejor te callas,

ALEJANDRO: No debes ponerte así, Jorge. Entre tú e Isabel no había ningún compromiso.

PILAR: ¿Se puede saber de qué habláis?

MIGUEL: Eres dura de entendederas, Pilar, o te haces la tonta. Jaime se ha  debido trajinar a Isabel. Ya ves que mi hipótesis no iba muy desencaminada.

ANA: ¿Es eso, Jorge? ¿Tú lo has visto, o sólo lo supones?

JORGE: Visto y no visto; nada más salir al jardín, el que no comprendía nada, se ha abrazado a esa y, acto seguido, se la ha tirado tras de un seto. ¡Malditos puercos! Tú, Alejandro, tendrías que haber previsto en tu maldita obra que se la tenía que follar; te ha fallado tu instinto de autor teatral.

PILAR: (Traspuesta.  Balbucea.) No puede ser… Dios mío, no puede ser. (Se tapa la cara y sale deprisa de escena.)

MIGUEL: (Da unos pasos siguiendo a Pilar) ¡Pilar!

Miguel se queda mirando cómo sale Pilar. Su cara es la desolación misma. Se sienta en una silla y, con sus codos sobre las rodillas, apoya su cara sobre sus manos, ocultándola. Los demás, con aspecto reflexivo y cariacontecidos, asisten mudos a la escena.

ANA: (Dirigiéndose a Jorge.) ¿Es por eso que han hecho por lo que te has ofuscado de esa manera? ¿Se puede saber que tipo de sensibilidad te han herido?

JORGE: (Sin cambiar de posición.)           Te he dicho que a ti no te debe importar lo que a mi me pase.

ANA: (Con voz cortada y solemne.) De acuerdo, Jorge… Voy a intentar que no me importe. (Y sale deprisa de escena..)

Jorge la mira sorprendido, como si de repente se diera cuenta de que aquella chica debe estar enamorada de él, luego se sienta atribulado al lado de Miguel, con la mirada perdida en el suelo. Alejandro,  que ya ha confirmado lo que se temía, se viene al proscenio y se dirige a un supuesto público que asiste a la comedia.  A medida que se acerca, Jorge y Miguel se van sumergiendo en la penumbra.

 

ALEJANDRO: (Arrastrando la mirada por el suelo y diciendo esto, sólo para entendidos:)  Ay amor que en el  dolor te confundes; que dañas más que favoreces; que salvas lo que luego hundes; que llenas el alma de preñeces y abortas la esperanza de quien te siente. (Mirando al frente y a un punto en el infinito.) Dónde está el amor que dure; que sea siempre un campo verde; que no quede al corazón inerme; que exista algo que lo cure. Eres amor un fugaz sueño; que se siente y que se aleja; que sólo deja una queja; que siempre el otro es tu dueño. Amor y dolor, inseparables monstruos que anidáis en mi alma; que sublimáis mi vanidad y ella luego me envenena.  Porque la  inseguridad de ser correspondido, el miedo a la carencia de mérito propio, la confianza que destroza los celos, la mentira que me envanece, la traición que me humilla, el odio a quién hirió mi orgullo, la estéril valentía en forma de heroísmo, no son otra cosa que dolorosas consecuencias de mi insufrible vanidad. Y eres tú, maldito amor, el que tanto dolor me causas; pues que mi vanidad alteras, me salvaré de ti cuando me muera. (Pausa. Mirando al suelo..)   Ven ya, muerte, que estoy preparado, mi ayuda encontrarás, (Mira al frente con tono resolutivo) del tiempo sobrado, no quiero sufrir más.

Alejandro  se vuelve y se dirige a donde están Jorge y Miguel, que los focos iluminan,  se para frente a ellos, observa su aspecto apesadumbrado, y se aleja haciendo mutis por el umbral de la vida. El escenario se va oscureciendo y permanece a oscuras por unos instantes; luego, lentamente, vuelve a iluminarse. Aparece El Hombre sentado detrás de su mesa; en la mesa, los folios y un vaso; el resto, el mismo decorado que al final del acto primero. El Hombre mira al frente ensimismado y dice:

EL HOMBRE: ¿Seréis ahora comprendidos? (Negando con la cabeza.) Tampoco, tampoco. Si es que no tenéis remedio. Sois tan elementales, tan puros… No habéis aprendido a fingir, y cuando lo hicisteis no supisteis reconoceros . Y  no os dais cuenta de lo que habéis hecho:  representaros a vosotros mismos y, además, tan simples,  ¿a quién le vais a interesar? A nadie, mientras no acertéis a representar las ocultas miserias de esos que os observan; si eso consiguierais, recibiríais honores y parabienes, seriáis sus máscaras preferidas en el carnaval de la vida. (Pausa larga. Mirando los folios que ha escrito.) Pero, yo os digo, ¿quién diablos os tiene que comprender y para qué ha de serviros?… Nadie os ha de comprender, ni me importa; ¡sois  mis sentimientos! Ahora sois mis sentimientos, como antes fuisteis mis sueños (Pausa.) Me basta con que yo os sueñe, me basta con que yo os sienta. (Toma un vaso que está sobre la mesa, bebe su contenido y se inclina  lentamente. Sus antebrazos, apoyados los codos en la mesa, lo reciben formando un cáliz con sus manos. No se preocupa por haber desordenado los folios que acaba de escribir. La pluma se le cae de la mano. Musita entrecortadamente, como en un pensamiento trágico sin contingencia posible en su materialización.) Mis…  sentimientos…, algo más que hijos de mi imaginación. Mis sueños, mis perdidos paraísos…, ¿quiénes sois que no acierto a comprenderos?  Mis queridos personajes…, mis incompartibles sentimientos…, mis intangibles sueños… Nunca sabré por qué os tuve ni porqué os tengo y cómo evitar el dolor que me   causáis y el dolor de que sufrís. (Pausa.) Pero, escuchadme:  no os sintáis solos, que mi compañía os ofrezco; refugiaos conmigo en la soledad de mi alma…. Os propongo que  durmamos juntos el sueño eterno… y esperemos que otros sueños nos rediman del dolor de vivir… (Pausa. Se incorpora a duras penas. Mira a un punto impreciso.) Pero, queridos, esta, que es mi única esperanza, no debe llamaros  a engaño, ya que podría suceder que no hubiera más sueños para nadie. (Pausa.) En ese caso…, en ese caso, todos, seguramente,  nos iremos a la mierda…, cósmica, eso sí, y algún alivio produce el pensarlo. También será el destino de esos que pasan por haber alcanzado la gloria. (Pausa.) Así que, de todos modos, consolaos. (Pausa larga. Plega los brazos sobre la mesa formando lo que luego será una especie de almohada, reclina la cabeza sobre ella, desparrama los folios, que caen al suelo, mientras termina de hablar.) Y no, no me pidáis más de lo que os he dado… ¡Maldita paradoja que no me abandonas! (Pausa.)  Perdida de antemano la batalla de luchar por vosotros y por mí…. comienzo a estar fatigado.

La luz se va lentamente apagando. El telón cae definitivamente.  Se encienden las luces de la sala. El público se levanta y sale lentamente,  callado. Algunos miran de nuevo el programa para cerciorarse de quién es el autor. Otros intercambian miradas y, en algún caso, una estúpida sonrisa de suficiencia, probablemente porque no han entendido nada pero quieren aparentar lo contrario: Todos, seguro, tendrán ocasión de enterarse antes de  que alguien les pida su opinión; la crítica estará en los periódicos a la mañana siguiente.

 

EL AUTOR: Y vosotros, abnegados lectores de teatro, que hayáis seguido hasta el final esta peripecia literaria, probablemente insólita, y que no necesitáis de la crítica para haceros ya un inevitable juicio,  como os supongo una cierta benevolencia, me sabréis disculpar si no os ha complacido mi osadía. Y algo más:  para que no presintáis que mi estado de ánimo puede estar bordeando la tragedia y os sintáis preocupados por mí, os confieso con suicida optimismo: ¡qué le vamos  a hacer! Yo en esto, como en otras muchas cosas que intento, siempre me digo para seguir intentándolo: “el que hace un cesto, hace ciento”. Otra vez tendré mejor acierto…, si hay otra vez. FIN DE ESTA COMEDIA, TRAJICOMEDIA O… LO QUE SEA… SEGÚN LA CRÍTICA.

 

 

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