Erotismo impostado

Dice la RAE sobre impostado: Artificial, falto de naturalidad, fingido. Alegría impostada.

En  muchas ocasiones, que no aparecen aquí, recibo comunicados de mis lectores y lectoras. Lo cierto es que ellos son siempre comedidos y ellas casi siempre con algún exceso verbal. Me referiré al caso que una de estas lectoras  ha puesto en mis manos para que me vea tentado a comentarlo.

Hago un extracto del correo recibido, en la seguridad de que vuestra imaginación suplirá las lagunas. ¿Por qué hago esto y no lo transcribo literal? Pues porque si alguna intencionalidad llevaba implícito, esa sólo me pertenece a mí. Seré, pues, reservado con el fondo y analítico con la forma.

Si un hombre y una mujer o dos del mismo sexo intercambian mensajes eróticos, será por dos únicos motivos: a) que quieran hacer del tema un ejercicio literario, b) que quieran poner a prueba la predisposición del contrario. Una pareja consolidada no escribe esas cosas, las ejecuta.

El correo recibido es de alguien próximo, que me conoce. Ayer me sorprendió con un texto que incendia hasta a un viejo como yo, a un mes de cumplir 80 años. Seguramente correos anteriores, de contenido ligero, tirando a ambiguo, propiciaron que mi corresponsal pensara en un regalo de cumpleaños apropiado para mí. Con algún alucinógeno como catalizador, el texto es de tan alto contenido erótico, y en el que suponía los dos éramos protagonistas, que resulta inverosímil si no lo encuadramos en la esfera pornográfica.

En su preámbulo ella supone que estoy solo en casa, se acerca a la puerta y toca el timbre intercomunicador. Pregunto quién es y me responde: «soy yo». Sin cita previa, mi corazón se acelera. «¿Cómo, tú?» «Abre, te traigo un regalo de cumpleaños», responde. Abro la puerta  incrédulo y allí está ella. Mi primera sorpresa es al ver de la guisa que viene vestida: un vestido cruzado en el pecho, sujeto al cuerpo por un cinturón atado con un lazo a la cintura. Le llega algo por encima de las rodillas, lo que permite ver la medias de rejilla que lleva, y unos zapato de tacón de aguja de 10 cms. Los labios pintados de rojo intenso, resaltan su carnosidad, el largo pelo negro,  lacio, caído mitad por delante y la otra mitad a su espalda enmarcan su cara luminosa. Sonríe. Es la viva estampa de un servicio sexual uniformado a domicilio. «¿Qué haces aquí, y vestida de esa forma?», le digo saliendo de mi estupor. «Calla», me dice agarrando mi cabeza por detrás y acercando su boca a la mía. Nos fundimos en un beso apasionado, las lenguas protagonistas, yo no la rechazo. A punto de desmayarme, ella toma la delantera entrando en la casa y tirando de mí cogida de mi mano. «¿Dónde tienes el dormitorio», me pregunta, mientras mira a un lado y al otro tratando de encontrarlo. «Por ahí», balbuceo. Entramos, se vuelve hacia mí, se desata el cinturón y el vestido se abre como la bata de una enfermera. Me quedo extasiado mirando aquel cuerpo, ya sólo tapado por unos pantis negros, las medias a medio muslo y un sujetador mínimo del que pugnan por escaparse sus pechos. Me toma una de mis manos y la aplasta sobre  uno de ellos, mientras baja la otra hasta mi entrepierna palpando mis genitales. «Vaya, estás ya en forma, viejo». Le perdono lo de viejo por haber conseguido el milagro.

Las siguientes secuencias son las habituales en un texto de alto erotismo y que todo el mundo conoce o ha practicado, no necesito ser explícito, ni «50 sombras de Grey» es tan osado.

Hasta aquí el suceso en síntesis. Lo que sucedió después de agotados todos los métodos de obtener placer, no lo cuenta. El ordenador se queda parpadeando tan incrédulo como yo. Releo el mensaje y noto que ya estoy en calma, que ya no me produce el mismo efecto que la primera vez, sucede con la pornografía. Lo cierro y me voy a la cama. Con la luz apagada, aparecen en mi mente las imágenes sugeridas en el correo de aquella mujer. Mi cuerpo reacciona y me pide que desahogue de aquella tensión dañina. Saboreando cada escena, doy cumplimiento a lo exigido. Las imágenes no quieren irse, pero mi mente ya es racional y, por tanto, analítica. Lo sucedido no me lo creo. No soy tan fatuo como para creerme que aquello es el preludio de una pospuesta oferta real. Casi le doblo la edad y, en todo caso, no creo que yo pudiese responder adecuadamente.

Hoy, a primera hora, en un mensaje ella me dice: «Estoy avergonzada, borra ese mensaje de tu ordenador, fue la consecuencia de unos porros que me fumé, pura fantasía»

¿Avergonzada? ¿Porros, fumar porros pone en marcha el subconsciente en ese sentido? ¿Y avergonzada por qué, del consciente o del inconsciente? No se avergüenza uno de pensar y luego se arrepiente. Y si fue del consciente, ¿qué había de real en aquel texto?

Le respondí que no me resignaba a que aquello hubiese sido el efecto de fumar unos porros, que lo iba borrar del ordenador, pero que difícilmente podría borrarlo la memoria.

Muy a mi pesar, me quedo que aquello fue un juego impostado. Probablemente el efecto alucinógeno de los porros causo aquella desinhibida actitud de mi corresponsal, y pasado el efecto se sintió culpable. Una lástima, su refinado conocimiento del medio la convierte en un inevitable objeto de deseo. Y en esas estoy.

 

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