Hablando con Lola

La finca de mi hija tiene dos casas independientes, una, la principal, la ocupa ella con su pareja, es una casa antigua de más de 150 años, reformada. La otra  es un anexo, casa de nueva construcción que mi hija nos la cedió a su madre y a mí. Mi esposa falleció y ahora la ocupo sólo yo. Podía padecer el síndrome de la soledad, pero me considero afortunado porque no estoy solo. Lola es poquita cosa, es muy bonita, me quiere, busca mi boca para besarme, se acurruca a mi lado en el sofá, se acuesta conmigo, en invierno busca el calor de mi cuerpo debajo de la sábana y se pone en posición de dejar su vientre al alcance de mi mano; quiere que se lo acaricie, que roce con mi mano sus minúsculos pezones. De vez en cuando exhala un suspiro, señal de algún tipo de goce. Esto sólo cuando  mi hija se ausenta, porque de habitual duerme en su cama, donde vive mi hija.

Pero lo relatado no es nada extraño, supongo que a otras personas le sucede algo parecido.

Ahora el relato va hacer honor al título, porque yo hablo con Lola y Lola habla conmigo. A mi edad cualquier forma de comunicación se agradece, más si las circunstancias te pudieran sumir en la depresión que trae consigo la soledad.

Como decía, habitualmente Lola no duerme conmigo. Su reloj biológico funciona con la perfección del mejor reloj suizo. Al alba, cuando aún las luces artificiales esperan ser apagadas por la incipiente luz del día, Lola sale de la casa de mi hija, sortea una reja y se planta delante de la puerta que da acceso a mi vivienda. Lola me llama, y  es consciente de que puede despertarme a destiempo. Y me llama de una forma peculiar, con un monosílabo que soy incapaz de ponerle las justas letras. Son monosílabos espaciados, treinta segundos entre uno y otro; su persistencia no es impaciencia. Termina despertándome. Yo la hago esperar, necesito recuperar toda mi consciencia. Nunca sabes si es que quiere algo de mí como amigo o que le dé algo como persona. Me levanto y lo primero es abrirle la puerta. De momento me siento frustrado, no me saluda, no ronronea pegada a mi cuerpo, entra como una exhalación, resbalándose en las curvas hasta llegar a la cocina. Busca afanosamente rastreando el suelo. Yo la sigo, ha terminado su inspección y se sienta, me mira y observa mi menor movimiento. Si me paro frente a ella, otro monosílabo me indica en esta ocasión que quiere decirme: «¿qué  pasa de lo mío?». Yo ya no espero a que se enfade o se frustre  y me dirijo a un armario. Ella se levanta y me sigue casi pegada a mis pies. De un bote extraigo una tira de carne seca, se la muestro y se sienta observándome. Mis manos quedan a demasiada altura, tengo que acercarme  y bajar el preciado regalo. No se lanza a cogerlo con la boca abierta, alarga el cuello hasta que su boca roza la tira de carne, la coge con delicadeza y se la lleva a una alfombra para comerla. Ahora sí, su instinto la impulsa de devorarla en el menos tiempo posible. O será porque quiere algo más y no me quiere hacer esperar. Termina de comerla y vuelve a la cocina. Se sienta y espera. Yo me preparo mi desayuno. De la nevera extraigo un cartón de leche. Con él en mi mano, Lola se excita, se levanta de su posición y revolea an torno a mí, tengo que tener cuidado de no pisarla. En su cuenco donde come, vierto un culito de leche, poco, que aunque no tiene lactosa, puede no sentarle bien. La bebe con fruición, el agua al lado «pa las ranas», pensará.  Mientras desayuno, me mira sin pestañear, aunque de vez en cuando emite un pequeño sonido para llamar mi atención. Me vuelvo hacia ella, ya no va a obtener nada más de mí por el momento, y le digo sin levantar la voz: «Lola, no hay más, vete con mamá». Sólo un humano que hablara mi lengua podría comprender el significado de esa frase, un humano y Lola, porque, sin dilación, sin protestar, se vuelve hacia la salida y se dirige a la casa de mi hija. Ya no se repetirá la escena hasta que almuerce o cene, puntual como lo son mis hábitos. En esas dos ocasiones, lo que espera es una pequeña porción de lo que yo esté comiendo, pequeña y, aun así, en contra del parecer de mi hija, que me riñe porque Lola está gorda debido a los caprichos que le doy. Qué puedo hacer, si la quiero, si la adoro. Sí, pueden ser amores que matan, pero de eso yo no soy consciente ni ella tampoco.

Pero este relato se quedaría corto si no dijera que durante el tiempo que Lola pasa conmigo, yo hablo con ella y ella me escucha. Casi todo lo que le digo ella lo entiende, a juzgar por sus reacciones. Y yo no echo de menos tener otros interlocutores, Lola y yo somos conscientes de que en nuestro mundo no hay nadie más.

 

 

 

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