Luces de la ciudad

Chaplin, el maestro del mimo y del silencio, llena todo con sólo esos dos instrumentos y el año 1931, fecha en la que fue concebida esta obra maestra. Universal, en cuanto no es sonora, porque no era necesario. Considero un error que se hayan introducido algunos subtítulos, no hacían falta.

Y me ha hecho llorar. No el argumento, que podría encuadrarse en una historia sensiblera, y hasta previsible. Cada fotograma es un pellizco en el corazón. En ocasiones, la hilaridad que provocan algunas escenas, te da un tiempo para recuperarte, si no fuera así, el corazón desfallecería. Los dos personajes centrales, el mendigo y la violetera ciega son tan cercanos, que tienes la sensación de estar viviendo a su lado, aunque como comparsa en su extraordinario mundo. Lloras porque sus aciagas vidas te dan la dimensión del vacío que crea la soledad, y tú sientes ese vacío como propio.

Con el ánimo compungido se llega al final, y yo hubiese querido otra cosa muy diferente. Pero no es mi creación literaria y tampoco tengo intención de recrearla; mis palabras harían demasiado ruido y no sabría cómo lograr el silencio que hace de esta película una obra excepcional.

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