Según Dios lo había dispuesto

Iba para cura. Era la profesión de los pobres. La Iglesia admitía en su seminario a todo joven que recomendara el párroco de su diocisis: de buena familia católica practicante, el niño estudioso y no se le conocían travesuras que se pasaran del límite. El párroco anunció a los padres que el niño había sido admitido en el seminario, y que, con la ayuda de Dios, sería un buen cura, quizá llegara a obispo.

El niño no dijo ni sí ni no, no tenía conciencia de qué se trataba. El cura del pueblo era con el alcalde, el sargento jefe del cuartel de la Guardia Civil, lo que se llamaba las fuerzas vivas.  El niño más que que cura, le debió ilusionar formar parte de la  fuerza viva de algún pueblo.

Tenía que incorporarse al seminario asignado. Su madre ya le había preparado la ropa que debería ponerse y aquella que en una maletata de cartón le habían dicho que llevara: un par de mudas de ropa interior, un par de camisas, un par de pantalones cortos hasta por encima de la rodilla, un jersey a ser posible de lana gorda, pañuelos, calcetines, un par de zapatos, un par de zapatillas y mucha fe en Jesucristo. Todo el ajuar la madre lo reunió con lo que ya tenía y con la ayuda de una hermana que tenía un par de hijos de la misma edad, año arriba, año abajo, que el niño seminarista.

El día que, montado en un carro, fue trasladado por el padre a la ciudad donde estaba el seminario, la madre no pudo reprimir el llanto. Ya sólo le quedaba un hija más pequeña, y esperaba que al párroco no se le ocurriera que podía ser una buena monja.

Pasaron dos, tres años, y el seminarista parecía haber asumido aquella vocacion diferida. En verano y por navidad le daban unas cortas vacaciones que aprovechaba para venir a ver a sus padres, a su hermana y familia. También a los amigos que había quedado en el pueblo tras su partida. Y venía vestido con una sotana de alzacuello, negra hasta los tobillos y una franja roja ceñida a su cintura  con sus extremos colgando. Parecía un cura, o eso es lo que la gente pensaba. Pero el seminarista, nada más entrar en la casa de sus padres, se quitaba la sotana y le pedía a su padre unos pantalones medio decentes. Con ellos y una camisa blanca, el seminarista se transformaba en un joven apuesto que atraía miradas y causa de suspiros de las jóvenes del pueblo.

Quiso Dios que una joven se cruzara en el camino del seminarista.

–Buenos días, Manuel, cómo has crecido, ¿qué tal eso que haces pa cura?

–Hola, María, pues anda que tú, estás hecha toda una mujer.

Aquel saludo improvisado tuvo sus consecuencias. Si fueron las hormonas las que se revelaron o que Dios tenía el cupo de servidores cubierto, no se podría determinar por ser ambos factores  intangibles. Fuese como fuese, aquel casual encuentro llevó el desasosiego al seminarista y a la joven, hasta tal punto, que ya no fueron casuales los encuentros; de provocados a programados, de los saludos al viento,  a las manos sudorosas que se entrelazaban sin apretarse, luego besos en la mejila de la joven rozando levemente los labios, y ya, encendidos por la pasión, besos interminables, profundos. El lugar se prestaba a la intimidad requerida del momento, y a ella le flaqueaban las piernas ante el volcán que se le echaba encima.

¿Que qué pasó después? Pues nada que Dios no hubiese dispuesto. El seminarista volvió al seminario al final de sus vacaciones. Empezaba el año crítico para él en el que sería elevado a la jerarquía eclesiástica de dácono, algo así como un cura en prácticas. Pero, hete aquí que el seminarista recibe una carta. Viene sin remitente. La censura del seminario llegaba hasta las cartas que recibían los seminaristas, no podía dejar que el demonio llevara al seminario nada que apartara a los aseminaristas del camino por el que habían decidido seguir a Cristo.  Y la carta dirigida al seminarista fue leída previamente por le censor.

¿Y qué paso después? Pues nada que Dios no hubiese dispuesto. El director llamó al seminarista a su despacho y le preguntó:

–Manuel, quiero escucharte en confesion.

–¿Por qué ahora, padre?

–Porque le pido a Dios que sea testigo de lo que me digas.

Y Manuel se confesó.

Al día siguiente, Manuel emprendió el regreso al pueblo. Se casó con María, ya embarazada, y tuvieron un hermoso bebé, todo según Dios habia dispuesto, como el párroco les dijo.

 

 

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