Y la muerte no fue el final

Se fue al bosque a recoger leña para calentar la casa. Era invierno y el frío era más intenso que de costumbre. En otoño solía recoger suficiente madera para pasar el invierno, pero ese invierno le cogió desprevenido, y no había terminado diciembre, que las provisiones para encender el fuego de la chimenea se habían acabado. Si no conseguía recoger ramas y troncos secos, su familia y él mismo lo pasarían mal. La Navidad estaba ya anunciada en la hoja del calendario. Su mujer y sus dos hijos pequeños no podían pasar esos días ateridos de frío. Vivían en una casa, casi una choza, en campo abierto. El padre atendía un huerto y la madre atendía la casa y a sus hijos. Una semana antes, la Navidad habían dado vacaciones a los niños y estos se obligaban permanecer en casa hasta que volvieran a la escuela. La chimenea y el fogón eran los únicos medios para mantener el interior de la choza caliente y poder cocinar. La choza tenía electricidad, sólo para encender una bombilla de 60 Wt. con la que producía la dinamo conectada a una bicicleta montada sobre un trípode. Durante una hora, antes de salir a su huerto, Juan, que así se llamaba el esposo y padre, se montaba en la bici y pedaleaba. La electricidad que producía la dinamo se acumulaba en una batería de automóviles que había adquirido en un desguace. Al menos tenían luz hasta que se iban a la cama, no daba para más. Bueno, también conseguir hacer funcionar una vieja radio que escuchaba él y su mujer, muy atentos para saber qué pasaba en el mundo. Comían de lo que producía el huerto, huevos de las gallinas y leche de una cabra después de parir. Los excedentes, Juan los vendía en el pueblo y con lo que obtenía compraba alguna cosa que le encargaba su mujer, básicamente artículos de limpieza, aceite, especias, ropa y algún capricho para obsequiar a sus hijos. Y se podía decir que eran felices, nada enturbiaba la paz de aquella humilde vivienda o techo que cobijaba a la familia.

El bosque no estaba lejos y la leña la tenía que acarrear sobre sus espaldas, el camino era intransitable para cualquier vehículo, una posible carreta tirada por él mismo. Juan se adentró en la espesura del bosque y fue recogiendo ramas y troncos que encontró. Ya había acumulado una buen haz de leña, cuando fue sorprendido por un disparo. De momento no tuvo la sensación de estar herido, pero una mancha de sangre se hizo visible sobre su ropa, que se fue agrandando más y más. Juan comenzó a desfallecer. Se sentó apoyado sobre un árbol, quiso pedir socorro, pero su voz era imperceptible. Juan exhaló un profundo y largo suspiro y su cabeza se apoyó sobre su pecho. Había fallecido.

Juan fue hallado ese mismo día y llevado a la choza por los cazadores que habían disparado a algún animal. No llevaron la leña que había acumulado para calentar a su familia. Luego se fueron y avisarían en el pueblo de lo sucedido. La esposa rompió una silla y unos cajones para hacer fuego y calentarse. Hasta la mañana siguiente no apareció una pareja de la Guardia Civil que ya se ocupó de todos los trámites derivados del caso.

Quien estuviese por los alrededores, podía ver a una mujer que recogía algún fruto del huerto, ordeñaba la cabra y recogía huevos del gallinero. También montada en la bicicleta, aunque nadie podía saber por qué. Nadie se acercó para ofrecer ayuda y tampoco la pidió Irene, que así se llamaba la viuda.

Pasados dos años de aquel luctuoso suceso, la justicia condenó a los cazadores a una compensación económica. Irene con ella se trasladó a una casita humilde del pueblo y aún le quedaron ahorros para ir tirando. También porque vendió el huerto y regaló la choza. Añadía a los ingresos con lo que le daban por limpiar casas. Sus dos hijos terminaron la escuela con resultado sobresaliente, lo que les supuso la obtención de una beca. Igual resultado en los estudios de bachiller, con beca incluida. Estudiaron en la universidad y terminaron cum laude con las carreras que habían elegido. La vida se había llevado al padre, pero la muerte le dio a la familia una vida que nunca soñaron.