No he encontrado mejor título para describir lo que ha sido mi vida. Pero los pañales no fueron o son iguales. Comienzo.
Nací en un pueblo de Castilla–Leon, en la casa de mis abuelos, quizá no habría sobrevivido, de haberlo hecho en la casa de mis padres, que por la condición laboral de mi padre, el lugar no debía reunir las mismas, no superiores, que las de mis abuelos. Estos, mis abuelos maternos, eran en el pueblo los molineros, o que tenían un molino. Claramente las circunstancias económicas eran muy superiores, y la vivienda era igualmente mejor para mi nacimiento, y no sólo por las condiciones de habitabilidad, sino por estar cuidada mi madre por mi abuela, mis tías, la matrona del pueblo y el médico local. Nací por via natural, gracias al Altisimo, porque disponer de un hospital, en caso de cesarea era, entonces, imposible y sólo para algunos priviligiados.
El indice de supervivencia era muy bajo en los pueblos por la falta de salubridad; no había agua corriente, se obtenía de pozos, de la que se extraía con calderos, cuerda y polea, la embientación térmica a base del `popular brasero, causa de algunas muertes por inhalacion de monoxido de carbono, el agua caliente se obtenia de las cocinas económicas mediante un depósito adosado al fuego y que había que rellenarlo cuando se usaba. Mi curiosidad no tenía límites y algo debí hacer que se vertió el agua sobre mis manos causándome serias quemaduras. Todo hubiese sido manifiestamente mejorable, pienso ahora que la cultura popular en los pueblos no daba para más, y se acostumbraba a que no existiese cuartos de baño con ducha, water y, ¡ou la la!, el francés bidet que hoy glorifico por ser mi fiel compañero. Obio que el corral era el lugar donde se evacuaba él intestino, y la vejiga, la palangana donde se lavaba uno cuando ya no era posible mantenerse sucio. La ducha, quizá, no tengo el dato, que sería peor, pues ya era así cuando comencé a archivar vivencias, una vez al mes coincidiendo con el cambio de la ropa interior, sábanas de la cama, alguna otra prenda, que las amas de casa y las hijas mayorcitas lavaban en una tina de piedra o fabricada con ladrillos; básicamente, se sumergía la ropa, se frotaba en una tabla o una piedra para arrancar la suciedad (primero con cenizas y luego jabón cuando se supo que la mezcla de las grasa de cerdo y la sosa caústica daban el resultado de lo que se vino en llamar jabón) y después se enjuagaba en algun barreño de zinc en agua limpia y se tendía al sol sobre cuerdas.
Todo lo que anterior escribo es para crear, someramente, el ambiente en el que nací.
De pañales I
Pañales que hoy nos ofrecen en cualquier supermercado. Los primeros pañales, ni hablar de que fuesen los sofisticados, ergonómicos, absorventes, con alas o sin en la farmacia o en la tienda de ultramarinos que hoy podemos disponer; eran restos de otras telas que en forma de pañal se colocaban entre el braguero y el culo; eran reciclables, cómo no, pues se acumulaban junto con los que las mujeres producían en sus menstruaciones. Por cierto, que esa edad todo lo que mostraba algo relacionado con la mujer, nosotros lo elevábamos a la categoria de sexo, sin mayor precisión, pues nos estaba vedado el tema.
Era el primer nieto para mis abuelos, todos los privilegios me eran concedidos. Pero esos privilegios también me eran escatimados, pues nada sobraba en una economía de guerra que marcaba los lujos, los derroches y las escaseces. No, mis abuelos, probablemente, de alguna forma ayudaron a mis padres.
Ya con pocos años, pude archivar recuerdos de situaciones, vivencias y pocas alegrías, pues carecía de todo aquello que hace feliz a un niño. Pero no me voy a repetir, pues en otros escritos he abundado sobre todo eso, Lo que quizá se me haya pasado es algo que marcó ya para siempre mi vida. Ya era un mocito de poco más de siete años. Vivía con mis padres en un pueblo que no olvidaré. En los bautizos, especialmente en los de padres adinerados, era costumbre después de bautizado el niño o niña, que desde un balcón o ventana los padrinos tiraran caramelos al enjambre de niños de mi edad que esperaban ansiosos; en ocasiones los lanzamientos eran de monedas de mínimo valor. Yo estaba allí cuando sucedió. Algo incomprensible sacudió todos mis resortes de vergüenza. Entre todos aquellos niños sobresalió la figura de un hombre vestido con su uniforme que, como un niño más, intentaba coger todo lo que podía, sin duda que en su mente de pobre hombre, lo hacía para que su hijo tuviese aquello que venía del cielo gratis. Yo me fui de allí fuera de la visión de la escena y de los niños y lloré. Mi padre fue amonestado por sus superiores, a los que a todos aquel indigno acto les produjo la misma vergüenza que a mí. En el pueblo mi padre dejó de ser respetado.
No fue un incidente vergonzoso aislado. Por desgracia participé en otras muchas ocasiones en las que mi padre fue protagonista. En mi casa era habitual el espectáculo en el que mi madre también era protagonista, por el dolor y vergüenza que mi padre le causaba. Yo, sólo lloraba en un rincón, tapándome los oídos para mitigar los gritos que venían de otra estancia de la casa. MI padre, alcohólico declarado, era un pobre hombre incapaz de respetar el uniforme que llevaba puesto y evitar el bochorno general que producía su inevitable dependencia del alcohol. Las muchas ocasiones que participé como sufriente espectador, produjeron en mí un aislamiento de la convivencia con los de mi edad, y hasta tenía miedo que al ir a la escuela alguno tuviese la poca misericordia redirigirse a mí con la expresión: «tu padre es un borracho». Hoy pienso qué habría sido de nosotros si a mi padre lo hubiesen echado del trabajo que desempeñaba; quizá la caridad y el amor de mís abuelos hubiesen mitigado la situación; penoso, en cualquier caso.
De pañales 2
Así crecí, carente de toda autostima, ni siquiera el ser el primero de la escuela supuso que escindiera mi personalidad en las dos que me ofrecía la vida: la que me ataba retraído a mi padre y la que timidamente yo me creaba sin un padre que habría sido mi guia, mi orgullo, mi insuperable padre. Mi madre, la pobre y sufrida madre, padeció lo que hoy soy capaz de valorar, pues entonces sólo valoraba su llanto por parecerse al mío.
Mi pubertad no fue diferente a la de todos los niños, salvo en la escasez en todo aquello al que tenían acceso algunos. Al margen de mi aplicación en los estudios que me proponía la escuela, mi otra vida se concretaba en jugar; el maestro hizo dos equipos que habrían de enfrentarse entre si jugando al fútbol sin reglas, sin campo acotado, sin árbitro, se trataba de darle a la pelota en un dirección concreta, opuesta a la del contrario; el fondo entero era la portería. En uno de aquellos equipos no pude participar por no haber contribuido al gasto que supuso la pelota. Yo, desolado, miraba a mis compañeros corretear, en una mezcla de frustración y, otra vez, la vergüenza de ser un marginado, esta vez por unas cuantas pesetas que me negaron mis padres, o que no tenían. Mi tío materno me regló una pelota de goma en alguna ocasión, era feliz. Algún niño, ya superior en mi edad, enfadado conmigo por algo, me rajo aquella pelota dejándola inservible; el llanto se ahogó en la ira, sin más consecuencias.
Un aspecto muy marcado en esa edad era mi vida sexual, si por vida se puede definir. El caso es que el onanismo compulsivo, la eyaculación que manchaba las sábanas en mis sueños oniricos, aquella niña que atraía esos sueños, el sexo, en definitiva, inconsumado, formaba buena parte de mis inquietudes y desahogos, supongo que como a la mayor parte de los niños de mi edad; normal y natural, nada reseñable como especial.
Y así llegué a cumplir los 10 años, con mucha pena y sin recordar ninguna gloria.
De pañales 3
Entraba en la pubertad con muchas expectativas; diez años ya imponían un pensamiento maduro. Dejé la escuela del pueblo, y algo inusual sucedió: Mis padres me indicaron que el camino era el bachiller. No sé de dónde se sacaron tal idea, hacer el bachiller suponía desplazarse a la ciudad, matricularte en el instituto o ir por libre. Yo, como, apenas tenía voz o voto, acepté. Pero no tenía otra otra opción que preparar el ingreso en casa, o ayudado por una maestra de un pueblo cercano. Y así comencé la aventura. Cada día me desplazaba a ese pueblo con la comida en una fiambrera. En una ocasión, quizá llamado por la maestra, mi padre fue a recogerme, y cómo no, allí se presentó mi padre borracho. El cielo fue benévolo y no se me cayó encima. Andando regresamos a casa, mi padre casi no se sostenía. Procuré ir despacio para ver si se le pasaba y mi madre no tenía que sufrir, una vez más, la incontinencia de mi padre. No pudo ser, mi madre advirtió lo que había pasado y se montó una buena. Pero eso era ya tan habitual que ya no causó extrañeza y el silencio volvió a mi casa, rumiando mi madre en semisilencio toda la retaíla de improperios que mi padre escuchó impasible, sin inmutarse o sin enterarse.
Suspendí el ingreso en junio, no iba bien preparado. En septiembre aprobé, ya era un flamante bachiller. Mis padres consiguieron una pensión con una viuda, poco dinero y alguna vianda me permitieron alojarme en la ciudad.
Volví a a ser el alumno aplicado y aprobando todas las asignaturas de cada curso. Pero esto no tiene historia.
De los diez a los quince fui marcando lo que sería mi personalidad. Hice deportes y, que a pesar de falta de nutrición adecuada, me convertí en un joven atleta que presumía de músculos con la camisa corta que, a propósito, remangaba. Las chicas se fijaban en mí, pero para aprovechadme de ello no tenía las dotes de un Don Juan, pues era tímido. Ya sería un año o dos después que una joven me enamoró sin remedio. Sacando fuerza de flaqueza me declaré. El terreno estaba fértil, pues ella estaba en sintonía con mi vacilante amor. Y ya, exceptuando algún otro devaneo con jóvenes propicias, ese fue el amor de mi vida hasta que la muerte nos separó. Los primeros años ese amor correspondido tuvo sus dificultades; la joven era hija de una policía que no veía con buen ojo esa relación tan temprana. Se me prohibió. Pero yo ya era un muchacho con músculo y carácter y no me hizo arredrar las furibundas admoniciones del padre; le respondí: «ya lo veremos». Y no pasó de ahí la cosa, porque para eso estaban los escondites.
De pañales 4
De los quince a los veinte fue una época en la que terminé el bachiller, competía en certámenes atléticos juveniles nacionales con la obtención de una medalla de bronce en lanzamiento de peso. Era lo más a lo que podía aspirar, y presumía de ello, cómo no. El resto de mi dedicacion consistía en fomentar mi noviazgo con escapadas a lugares seguros del furibundo padre de la ya mi novia.
Pero lo importante era qué hacer con mi flamante bachiller. Aprobé el examen que me daba acceso a la universidad, ese era mi objetivo y mi meta, sin tener claro cómo abordarlo. En la ciudad en la que vivía no había universidad, si había una especie de universidad que llamaban laboral, pero no me seducía, yo quería algo a lo grande, estudiar ciencias físicas y en ello me empreñé. Era un ingenuo. A esa edad ya no tenía claro si mi vocación era de ciencias o letras, que de haber tenido más lucidez, ya estaba seguro que escribir era algo que me seducía. Leer todo lo que estaba a mi alcance en la biblioteca pública de la ciudad. Escribí poemas, la historia de mi amor en verso, alguna orbrita de teatro, todo para consumo interno o compartido con mi novia.
Pero como digo, y ahora sin comprenderlo, mi ingenuidad no tenía limites. La unica forma que tenía de intentar lograrlo era matricularme en la Univesidad Autónoma de Madrid, y como medio de susitencia hacerme Guadia Civil. Era fácil, como hijo de la Benemerita, tenía, simplemente, que solicitar el ingreso, tres meses en la academia y salir con el tricornio puesto. Destinado a Madrid con la ayuda de un familiar y su amistad con alguien importante en la Dirección del Cuerpo, Madrid fue mi destino. Pero el siguiente paso era hacer compatible el Servicio como guardia y los estudios exigentes de la universidad. Fui destinado a una comandancia de guadias jóvenes y solteros. Al principio todo fueron ostaculos, las obligaciones que me imponia ser guardia, me dejaban poco espacio para asistir a las clases, y estudiar sin ello sin tomar apuntes, hacía practicamente imposible el sacar algo en lo que pretendía cuando me matriculé, asi que el primer año sólo aprobé dos asignatura de cinco. El siguiente año lo tuve más fácil. En el cuartel solicitaron plazas para ser el electicista. Pasé la prueba gracias a mis elementales conocimientos de física y fui nombrado electricista. Ese cargo me daba mucha más facilidad para disponer de tiempo, además de estar autorizado para vestir de paisano. Comencé con regularidad las clases presenciales y me examiné. Fue, entonces, cuando me dí cuenta de dos cosas que cambiaron mi destino: yo no era vocacionalmente un estudiante de ciencias y tampoco podía con mi cargo militar ( el cuartel estaba militarizado). Aprobé una asignatura más, raquítico resultado. Así que no lo pensé dos veces: al cumplir dos años como guardia, se me compensaba con los dos años que hubiese tenido que hacer la mili. Podía licenciarme a apetición propia y salir del agujero en el que me había metido.
¿Qué podia hecer ya en la calle, sin recursos económicos? Estudiar idiomas, ya hablaba francés bastante bien al ser la signatura de idioma cursado en el bachiller. Necesitaba el ingles para pretender encontrar empleo en la actividad turística.
Con una mochila, me puese a andar por los caminos de Europa en la modalidad «Autostop» y alojándome en los albergues juveniles en mi avance hacia un destino que me atrajo sin saber bien por qué: Suecia. Y allí termine después de un largo periplo. La suerte me acompaño esta vez y encontré trabajo en un restaurante como friegaplatos. El sueldo me pareció increible, practicamente ahorraba todo menos el gasto de una habitación donde me alojaba. En el restaurante sólo podía hacer practicas de sueco con los compañeros y compañeras. ¿Por qué no? Los suecos empezban a visitar España de forma notable, asi que en lugar de inglés podía aprender un sueco básico, y luego ya vería. Volví a casa con unos buenos ahorros después de tres meses que se me autorizó a permanecer en Suecia. Era poco tiempo para sacarle partido a mi sueco incipiente, asi que tenía que volver a Suecia. Supe de una posibilidad extraordinaria: Los estudiantes extranjeros podían trabajar en Suecia durante tres meses en los llamados «campos de estudiantes». En ellos obtenía el sueldo regular y alojamiento. Solicité poder tener acceso a este «chollo» y me fué concedido. Con los ahorros pude salvar las carreteras de España. En Endaya volví a tomar el transpote público hasta llegar al Sur de Suecia, donde estaba el campo de estudiantes. Me pareció un acierto lo logrado. Estudiantes de todo el mundo se ajoban en barracones confortables. El idioma común no era el sueco, sino el inglés. Podía matar dos pájaros de un tiro, seguir con mi sueco en el trabajo y el inglés en los barracones. Al final de los tres meses, mi sueco era elemental para una convesación sencilla y mi inglés comenzaba a ser sencillo para una conversación elemental.
Con el dinerillo ahorrado podía hacer algo notable: ir a Gran Bretaña para sera seguir perfeccionando ese inglés que me abriría las puertas necesarias para situarme.
Y así fue. Decidí ir a Escocia, Edinmburgo, donde estudiaba una amigo que hice en el campo. Tenía dinero para no tener otro objetivo que estudiar inglés «full time». Alquilé una habitación donde ya residía mi amigo y, todas las mañanas, me trasladaba a la universidad, asistía a laguna clase como oyente y la mayor parte del tiempo lo pasaba en la cafeteria reunido con grupos que aceptaron mi presencia. Los escuchaba hablar, comprendía algunas cosas y repondí a lo que me preguntaban.
Otros tres mese después, sin dinero para seguir, emprendí la vuelta a casa, ya con un idea fija en mi mente: buscar trabajo en la hostelería y….¡casarme!
¿Dónde encontrar ese anhelado trabajo? Se empezaba a hablar de La Costa del Sol. Pensado y allí fui. Torremolinos fue mi primera eleccion. Me presenté en un hotel que constituía un lujo y avanzadilla en la hosteleía española. «Hablo sueco, Inglés y francés» fueron mis credenciales. Fui aceptado de inmediato. En la recepción del hotel comence a valorar los idiomas que «hablaba». Como anécdota un cliente sueco se acercó al mostrador, lo recibí en sueco, y el muy capullo me responde en inglés. A pàrtir de ahi y cabreado, el sueco dejó de ser una herramienta.
Tres meses en el trabajo y con un sueldo que estime suficiente, le dije a mi novia: «prepara la boda, nos casamos».
Con un par de maletas y mucha ilusión, mi esposa y yo nos alojamos en un hostal de Salamanca. Allí pasamos la luna de miel y, quiza, encargamos nuestro primer hijo o hija. Un par de días con sus noches y nos trasladamos a Madrid, donde estuvimos otro par de días con sus noches. Y ya, a Torremolinos, Malaga, donde había reservado un apartamento.
MI esposa, paciente, me esperaba a que volviera del trabajo. La rutina del amor no daba mucho de sí.
Cambié de trabajo muchas veces: hostelería, dierector de apartamentos, agente de maquinas de lavar e instalación de lacvanderías, constructor de chalets. En una de esas nació nuestra hija, una joya, dos años después nació nuestro hijo, otra joya, y paramos.
De pañales 5
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