Ese hombrecito a media cocción

III

Y comienzan las urgencias. El cuerpo, a los quince y pocos años ya no se conforma con medias tintas. Las jóvenes están ahí, con un desarrollo provocador. Ya se insinúan con la mirada y la falda por encima de la rodilla. Observando los animales domésticos, los pájaros, los insectos, te muestran sin pudor qué hay que hacer. Pero no es fácil para un joven aparearse. Ellas están advertidas. No existen medios anticonceptivos, salvo la marcha atrás, que casos hay no ha funcionado a tiempo. A quedarse preñadas es un temor casi obsesivo, mejor no perder la cabeza cuando la cabeza es todo deseo imparable. No hay manera, todo se queda en el poder y no querer. Cuando todo falla, en un pueblo vecino una mujer tiene el remedio, pero el estigma no sabe quitarlo, y la joven, a buen seguro, se quedará para vestir santos. Ir virgen al altar forma parte del ajuar de la boda. Eso sí, con las debidas precauciones, ellos y ellas se entregan al manoseo integral, hasta que aquello termina pareciéndose a lo que se pretendía.

Al margen de algo tan sustancial, el mundo no se acababa para los chicos. Se peregrinaba al único cine que había en otro pueblo; cada pueblo ofrecía su plan. Los domingos, después de ir a misa y comer, en grupo o por separado se iba al cine. Al cine y a visitar a «La Guarra», que así era llamada por todos. Una mujer de mediana edad, no recuerdo si soltera, viuda o abandonada por su marido, sin medios de subsistencia, pasaba por ser la desvirgadora oficial de la comarca y alivio para los no favorecidos por la madre naturaleza, y de eso vivía. Por su casa y alcoba pasaba todo aquel, incluidos jóvenes quinceañeros, que precisaban de sus servicios. Por el módico precio de 25 pesetas y la voluntad, se salía de allí más contento que unas pascuas. Siendo considerada un bien común, el médico del pueblo la tenía controlada.

Yo estudiaba en el instituto de la capital. Estaba a diez kms. del pueblo, espacio que recorría a diario en bicicleta cargado de libros y la fiambrera donde mi madre me ponía el almuerzo. Era un privilegiado, quizá por ser hijo único, pues los demás de mi edad se quedaban en brazos de su padres atendiendo las faenas del campo; serían los futuros labradores, casi analfabetos.

Pero eso será contado en otra entrega.

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