A vueltas con el pubis

Leo en un diario de la prensa seria, económica por más señas, que se recomienda la liposucción, el tintado del pubis y hasta la reconstrucción del himen a las mujeres, que con ello mejora ostensiblemente su vida sexual.

No sé, yo como que estas cosas manuales no me las termino de creer; tampoco tengo posibilidad de comprobarlo.

Es verdad que siempre se está inventando algo para mejorar eso; la viagra fue un gran paso, luego apareció la viagra femenina, que ya fue un paso de gigante.

Porque son las mujeres, y no los hombres las que más lo necesitan, está bien que se ocupen de ellas, preferentemente. Lo de los hombres es más bien un caso perdido.

No es machismo si digo que las mujeres son las que tienen que gustar, ya que los hombres sólo tienen que interesar; luego, todo se mezcla.

En fin, que mi sonambulismo crónico no da hoy para más. Quizá alguna lectora tome nota y ya me contará cómo le ha ido.

Esto es Lorenz, amigos

Tiene 20 años, canta, es nueva en el panorama musical, su éxito es variable dependiendo de los videos singles que saca. De cuerpo entero es menuda; para nada espectacular su cuerpo y su cara. Guardé esta foto porque me llamó la atención. Me pregunté por qué esta foto, por qué en esta foto parecía una mujer 10; sexi, sugerente, misteriosa en una expresión que parece querer decir algo… a los hombres, por supuesto.

Supongo que son cosas del marketing, que los que la llevan y la traen pretenden, más allá de la música, crear un ¨atractor», un efecto mariposa, el caos en la mente de los «voyers», limitándose a una reacción neuronal dirigida, no a mantener una relación sexual con la artista. Con la fórmula matemática de Lorenz los promotores de la joven determinan cuántos discos va a vender y cuál será su beneficio.

Pasado el tiempo, nadie identificará este rostro con una cantante que nació como una estrella y que fue engullida por un agujero negro. Sólo Aitana se reconocerá y recordará la legión de estilistas, cámaras, efectos especiales que la manipularon haciendo de ella una mujer objeto. De estas cosas no protestan las feministas.

Quizá fue un sueño

Cerré la puerta, atrás dejé mil cosas inútiles , y lloré.

Salí al campo y vi una rosa a la que le faltaba algún pétalo, y lloré.

Y un hormiguero se comía a un pájaro muerto, y lloré.

Luego me fijé en un viejo árbol que lloraba resina, y lloré

Al lado del árbol, su joven retoño lo abrazaba para mantenerse en pie, y lloré.

Y me acerqué al lecho del río, sin el agua en la que de pequeño solía bañarme, y lloré.

Busqué la otra orilla, y no había orilla; tierra, piedras erosionadas, tierra, y lloré.

Miré más allá, hacia el horizonte, y sólo divisé tierra yerma, y lloré.

Y, sin pararme, impulsado por la esperanza, alcancé el horizonte, luego otro horizonte, y otro, y en ninguno vi vida, y lloré.

Volví sobre mis pasos, alcancé un horizonte y otro horizonte y otro; el pájaro había desaparecido, las hormigas también, el árbol se había secado, su retoño, seco, seguía abrazado al árbol, la rosa ya no tenía pétalos, a mi casa sólo le quedaban los cimientos marcando la distribución de las dependencias. Y no lloré porque no me quedaban lágrimas.



El falso funeral

Wikipedia ha venido para quedarse. Recurro a ella para que me defina qué es un funeral. Escueta antes de entrar en materia, dice: «funeral es el conjunto de ceremonias u oficios solemnes dedicados a un difunto días antes de su sepelio o entierro… » Supongo que luego desarrolla esa definición, pero yo no he tenido curiosidad, estoy seguro que no habla de lo que yo he presenciado en el último al que he asistido, y ojalá tenga entereza suficiente para que sea el último de verdad.

Llevaba tiempo pensando que sería inevitable mi asistencia. Mi amigo y hermano por definición propia estaba a pocas fechas de un funeral, el suyo. Por mi mente pasó una retrospectiva de mis años jóvenes. También, entonces, se hacía un funeral, una misa con mucho recogimiento, llantos desconsolados de los deudos, plañideras para la ocasión, gritos de las viejas en el momento de llevar el féretro al cementerio. Aquello si era lo más parecido a una manifestación de duelo, hasta el cura oficiante estaba comedido en sus promesas de otra vida.

¡Qué diferente ahora! Una hora antes ya se iba notando la asistencia que tendría el finado. Como en las manifestaciones, por el número de asistentes se podía colegir la importancia, cuántos amigos, además de los familiares, había tenido en vida. A mi funeral asistirían una docena y media, como mucho, a mi amigo y hermano la concentración iba a ser muy numerosa; hombre público muy relacionado por su extensa vida empresarial.

Antes de penetrar en la iglesia, los asistentes, mezclados con la familia, hacían corrillos, se abrazaban, se besaban, reían, todos parecían encantados de haberse conocido y celebraban el reencuentro después de tenerse olvidados. ¿Y de qué hablaban, además? Pues de las cosas más variadas: la salud, qué haces, a qué dedicas el tiempo libre, te acuerdas de… oye, te veo muy bien… para la edad faltó por decir. Se rompían los corros porque alguien había reconocido a alguien en otro corro y, sin despedirse, se iba en busca de él para, efusivamente, darle un abrazo y quedarse, hasta que comprendía que nadie allí le había llamado. El abrazado ponía cara de circunstancia para que no delatara que él no sabía, o no recordaba, quién era aquel que se le había echado encima. Para mí aquello era todo un espectáculo de la fauna humana y trataba de no perderme detalle. Desde una posición de atalaya, después de saludar a la familia y algún amigo, me evadí de aquel encuentro en la tercera fase con humanos y extraterrestres.

A mi llegada quería asegurar que podría hacer lo que tenía pensado. Para ello le dije al hijo mayor de mi amigo que preguntara al cura si me dejaba dirigirme a los asistentes, tenía una semblanza preparada en tres folios que pretendía ser mi homenaje personal a mi hermano. Entramos en su despacho, o sacristía. El cura me pareció que el asunto le ponía en guardia, la iglesia era su territorio exclusivo y no sabía si mi alocución era corta o extensa. Para asegurarse nos dijo que tenía otro funeral a continuación y que no podía hacer esperar, que el tiempo lo tenía muy medido. Pero aceptó con esas premisas, después de yo asegurarle que sería breve. Tuvo, también, el detalle de no preguntarme de qué iba lo mío, quizá confió al verme con la edad que calculó, y debió pensar que no tenía pinta de iconoclasta revolucionario. Aunque al no despedirme con un «Gracias, padre», le debió dejar algo mosqueado.

Se abrieron las puertas, y la gente, muy ordenadamente, entró en la iglesia y se fue sentando en los bancos por orden de afinidad. A mí me tenían que avisar cuándo me daba el cura mi turno, y la familia me invito a sentarme con ellos en los bancos delanteros.

La misa transcurrió sin incidentes, como era previsible. El cura también tenía su qué decir para el caso. Casi se podría resumir en que la muerte no es el final, y que a mi querido hermano le esperaba un tiempo eterno de gloria.

Terminó la misa, comulgaron un pocos adictos a este rito, se dieron la paz, aunque yo no aprecié que allí había una contienda, y el cura me señaló un atril con micrófono para que expusiera lo que alteraba una costumbre entre nosotros, aunque en otros lugares es habitual.

Mi semblanza estaba dedicada a contar a los asistentes cosas que la mayoría ignoraba. Partí de su niñez hasta su fallecimiento. Era tan gigante esa trayectoria, que mis palabras la hicieron patente. Alguno allí, seguramente, no se lo podía creer. Un gran aplauso coronó mi intervención. No miré al cura para ver si se había unido al aplauso. En definitiva había contado cosas desconocidas que eran más importantes que las que eran de dominio publico general.

Así, el funeral que podía haber sido falso, yo creo que fue ocasión de unas honras fúnebres verdaderas.

In memóriam

Hoy falleció mi querido amigo y hermano. Ya llevaba perdido varios meses, desde que su cerebro se desconectó. Aunque lo tenía asumido como alguien querido que me deja definitivamente, en este caso tenía un significado especial. Se fue diciendo: «sígueme». Y así es.

Tu partida no me aleja de ti, bien al contrario, pareciera que me llevas atado muy cerca. Aún no vislumbro las tinieblas, pero las presiento. Simplemente te has adelantado abriendo el camino que lleva a ninguna parte. Y no me resisto, es inútil. Sólo te pido una cosa, aunque sea una quimera: que ya que vas delante, anúnciame, si lo encuentras, cualquier motivo de esperanza.

No soñar

Ayer me desperté y no supe quién era. El afán de notoriedad moría en mí. Por no saber, no sabía cómo me llamaba, si era hombre, mujer, pájaro, agua, fuego , aire. Tampoco reconocí el espacio, los muebles, la tenue luz que entraba por la ventana. Me toqué y no sentí cuerpo físico. Si tenía ojos, no veían, si tenía oídos, no oían. Quise levantarme y no pude sentir que me despegaba del lecho. ¿Estaba muerto, o muerto aparente ? Tampoco supe definir mi estado: hombre, mujer, joven, viejo, soltero, casado, viudo, homosexual, hetero, ambos. Podía estar muerto, única explicación. Pero pensaba, poco, pero era consciente de mis limitaciones conceptuales y sensoriales. ¿Cómo podía aprovechar esa mínima actividad cerebral para sentirme ser? ¿Y si concluía que no existía, que sólo una ínfima parte, física o espiritual, quedaba de mi en un espacio que ya no era nadie ni nada que lo alterara mínimamente? ¿Era eso la segunda vida de la que había oído hablar? ¿Tenía algún sentido?

Hoy me desperté y pude pensar con claridad sobre lo que ayer me había sucedido. Puede pensar sobre los efectos, no sobre las causas. En pleno uso de mis facultades como ser, he concluido que ayer no había dormido y, por tanto, tampoco despertado. Debí tener una alucinación motivada por mi escepticismo. ¿Y cómo me curo de eso? Sólo hay un remedio: no soñar, ni despierto ni dormido.

La memoria y el olvido

Escucho un video de un tal Facundo Manes, neurocientífico argentino, y argentino tenía que ser. Es interesante. Hasta ahora creía que la memoria era algo positivo y el olvido algo negativo. Pues no, debo asumir que tan buena es la memoria como el olvido, porque si no olvidáramos, nuestras neuronas estarían saturadas y no podríamos aprender más (sic). Y todo es cosa de lo que él llama la síntesis proteica, que es algo así como los circuitos de un ordenador que en su ir y venir se atropellan y se cortocircuitan. Cuando el nivel de cortocircuitos es ya incontrolado, el olvido se impone a la memoria; es el alzheimer. Física y química, para entendernos. El alma, seguramente, se ocupa de otras cosas.

Pero yo no sé si estoy en fase de aprender más, ya casi todo me parece obvio. Mi grado de olvido es preocupante porque ya no recuerdo dónde dejé aparcado el coche en el parking. En ocasiones estrujo mi cerebro tratando de recordar el número de mi teléfono móvil. Cuando escribo, una palabra me baila en la cabeza sin acomodarse a lo que estoy escribiendo, y así.

Dice Facundo que hay muchas memorias, y yo, para no sentirme discapacitado mental, me aferro a una que parece estar siempre pisando al olvido: puedo hacer pasar por mi mente el video de mi juventud en alta definición, con detalles que me asombran si, en comparación, no recuerdo qué hice ayer, qué escribí ayer, aparte de cocinar una tortilla para mi familia. De esto no habla Facundo.

La introducción del video de Facundo dice en boca de Borges: «La vida no es la que vivimos, sino cómo la recordamos para contarla» . Y yo digo, si es así, yo sólo tengo una vida: la de mis primeros años, porque la de ahora no debe ser vida.

¿Quién dijo que la vejez era bella?

Ayer me quedé enganchado a un documental que daban por la tele. El tema era conocido, reiterado infinitas veces, trataba sobre el golpe de estado que intentaron unos militares en España el 23 de febrero de 1981. Hoy se cumplen 40 años de aquel suceso. No esperaba nada nuevo y me disponía a cambiar de canal.

Por la pantalla comenzaron a desfilar los personajes, protagonistas pasivos, que aquel día se encontraban en el hemiciclo del Congreso, diputados y funcionarios. El documental discriminaba, por razón de espacio, y sólo mostraba el testimonio de aquellos más relevantes, caras conocidas, hacía tiempo alejadas de la política. Sucede lo mismo que con aquellas personas que se cruzaron en nuestras vidas por diversos motivos y circunstancias, que no hemos vuelto a ver desde hace mucho tiempo y que de ellas guardamos la foto fija de por entonces, no actualizada, y no podríamos ni por aproximación imaginar los cambios que se habrían producido en sus figuras. No los reconoceríamos si nos topáramos con ellos.

Ir viendo aquellos rostros con el correspondiente nombre al que pertenecían, sobradamente conocidos, me hizo recordar la reflexión que había escuchado y que venía a decir que la vejez era bella.

Si ese axioma se refiriese a su espíritu, quizá yo no tendría nada que decir ni demostrar en su contra. No era el caso. Eran sus rostros desnudos, sus cuerpos vestidos permanecían doblemente ocultos. Calvos o con escaso pelo blanco, ojos sin luz en las blanquecinas pupilas, empequeñecidos y sostenidos por bolsas de unos párpados abolsados, caras hirsutas, con mentones flácidos, hiperplasia en las orejas, cuellos estriados, sin ninguna musculatura, narices crecidas o aguileñas, cejas y pestañas esbozadas o inexistentes. Irreconocibles incluso prestándoles atención sostenida y buscando similitud, rasgo a rasgo, con el recuerdo que habías congelado de aquellos personajes.

Mantuve la atención tanto cuanto pude, el espectáculo era deprimente porque, inevitablemente, no pude evitar extrapolar aquella visión a mi realidad personal. Hasta ese instante, acostumbrado a los cambios paulatinos que yo había sufrido, nunca había pensado si mi vejez era bella o fea. En lugar de no reconocerme, como no reconocí aquellos personajes, sucedía algo paradójico: no recordaba qué aspecto tenía yo 40 años atrás.

Cerré la tele, cerré los ojos y concluí: la vejez no es bella ni fea, está, como en los alimentos y otros artículos de consumo, impresa en nuestros cuerpos, es la fecha de caducidad.

En clave de mono

Viendo esta fotografía, lo primero que sugiere es que estás ante un ser que piensa no como un animal. No es un ser humano y, sin embargo, podría serlo. Sólo porque puede serlo, esa expresión de su rostro tendría explicación. Analicemos en clave humana. Frente despejada, la ciencia concluye que dentro hay un cerebro con similitudes y diferencias con el humano, pocas. Pero, ¿es que no las hay entre los cerebros humanos? ¿Qué define al genio del hombre vulgar y torpe? Sus ojos, esa mirada inquisitiva: «tú, fotógrafo, ¿qué vas a decir de mí, me vas a sacar en Instagram junto a la foto de tu esposa?» Y esa boca que no dice «patata» porque no le apetece sonreír, rictus apropiado en una sesión fotográfica forzada: «mira, tú, fotógrafo, ya me estás cansando, ¿vas a poner a pie de foto que soy un mono para distinguirme de ti? Pues sí, soy un mono y tú un humano, la única diferencia es que tú eres un peligro para la vida y yo sólo quiero vivir». En su aspecto general, nos está diciendo: «Estoy cansado de que me llaméis vuestro ancestro, si así fuese, me arrepiento de no haber abortado, el mundo no correría peligro de extinguirse.

Y yo, después de esta reflexión, sólo me queda decir: lástima, hermano, que no puedas hablar y salir en televisión en prime time o en hora de máxima audiencia, seguro que tendrías muchas cosas que decirnos a estos tus descendientes que nos consideramos superiores.

La fama y la gloria

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Dice Frederick Forsyth en una entrevista: «No me interesan la fama ni la gloria, mi motivación literaria es vivir bien»

Al señor Forsyth le motiva sólo la buena vida que le permite la literatura. Menos mal que no es un filósofo, porque sería como para mandarlo a la mierda. El imagina sus historias como si fuesen productos de hacer dinero. Es consciente que sus lectores son algo taraos mentales, que compran lo que les echen. Me lo imagino ante su máquina de escribir analógica contando los billetes que van a producir cada párrafo. Borrando aquellos que no sean rentables. Sus libros se expondrán en stands colocados estratégicamente en los supermercados, lejos de la fruta, las verduras, la carne y el pescado, también en los escaparates de las librerías, ávidas de hacer caja, en las ferias de libros, al alcance de paletos, y todos los comprarán con la pretensión de parecer que compran cultura, pocos como un medio de esparcimiento, que para eso está la tele gratis. Son cuatrocientas, quinientas o más páginas que sólo ha costado treinta euros, una ganga, pensarán los que compran sus libros.


Frase o posición ante la vida que todos suscribiríamos. Especialmente si ya hubiésemos conseguido la fama y la gloria que, en vida, suele ir emparejada con el dinero. A partir de que la fama y la gloria se traduce en dinero, éstas dejan de tener sentido practico. La fama suele ser un coñazo que no te permite vivir en libertad, no tienes intimidad al aire libre, te persiguen los que te la otorgaron, un tropiezo personal en los estándares que te la dieron y la fama se esfuma. La gloria es una estupidez que comete aquel que cree haberla alcanzado; la gloria no se disfruta en vida, es algo que te reserva la muerte para que no estés muerto del todo.

Es envidia cochina, confieso que me gustaría tener la fama y la gloria de Frederick, y como él, sólo porque me permitiría vivir bien.

¡Ah! Soy un cateto, nunca compré un libro de este vende burras.