De amores que sólo son historias

Antes de que me absorba en la vida cotidiana y que mi mente extraiga
fantasías a mis recuerdos, deseo charlar contigo. Esta vez, como me lo
pediste, sin máscara. Desde el inicio de nuestra «relación cibernética» me
sentí atraída por José escritor. Me gustan los retos, lo original e
inédito, y así eres tú, un potro libre y arisco. En el transcurso del ir y
venir de nuestras letras, en ocasiones me desalentaban tus palabras
ásperas, sin embargo, la atracción sobrevivía, aunque de repente deseaba
que nuestra relación fuese armónica, pero, me decía, así es él y no lo voy
a cambiar. Todo este tiempo sojuzgué los impulsos de mi corazón,
anteponiendo la razón. Que puedo escribirte cosas lindas, sentimentales,
apasionadas, lo puedo; pero serían sólo palabras, sueños de una noche de
verano que nunca se realizarían. Yo intuía tu soledad emocional, y no
deseaba encender una llama con luces artificiales, que tal vez te
lastimaría después. Tengo la certeza que, si vivieramos cerca, nos
amaríamos intensamente. Te conocí, y esa certeza cobró fuerza. Me gustas
físicamente, me atraes, así que, la doble convinación podría ser
explosiva.Me agrada el velo con que cubres tu verdadera escencia, y nada
sería más bello que mirar abajo de él, y que tú permitieses que yo entrara
en tu intimidad.
Mi realidad es: dejar que las cosas fluyan sin oponer resistencia,
vivir esta experiencia mientras dure, darnos lo mejor que poseemos y
ayudarnos a crecer en nuestro oficio. Y amarnos, respetando nuestra
libertad, por qué no.
El cómo, vendrá sólo. Ese es mi ofrecimiento, ya que no puedo saber lo que
piensas tú.
Por lo pronto, el beso que hubiese querido darte el día en que te conocí.

Si lo anterior fuese verdad, mi vanidad pugnaría por sobreponerse a mi sentimiento herido. No puede esperar un hombre una carta de amor así y mostrarse indiferente. Pero es el poder de las letras, tan sólo. De las mías porque no medí el efecto que causarían en muchas mujeres con vidas incompletas de realidades y pletóricas de fantasías. Y esta carta, porque sólo son letras, de alguien que escribe con la tinta, no de su sangre sino de su romanticismo. Siendo así, que sólo es un ejercicio literario, en este caso magnífico, después de la tempestad que produce en el ensueño, la realidad apartada, no deja crear congoja en el alma, y se despierta abruptamente. No me planteo nunca jugar con las letras como armas de persuasión. Nunca se sabe si hieres o enamoras. Ya he sufrido bastante con la duda, por más que nada es real si sólo está en nuestra mente; Aristóteles tenía razón y no su maestro Platón.

De esa carta ya han pasado 19 años, ambos podemos recordarla con nostalgia, eran tiempos en los que las letras eran nuestra droga; ni ella sangraba ni yo me presté a curar su herida. Fue una bonita historia, sólo escrita para ser leída.

Y dejaste de ser mujer…

Mujer sin futuro, sin presente y sin pasado, te ignoró la vida, y la muerte quedaba lejos. Sólo eras una mujer con un sexo malgastado y peor pagado. El sol seguía saliendo cada día e iluminaba tu miseria, no te calentaba porque el frío venía de dentro, de muy dentro. Pero aún pensabas, no eran pensamientos de esperanza, no de resolución para vencer el presente y proyectarte al futuro. Había una salida en aquel laberinto. Para encontrarla te guiaba el instinto, esta vez no el de supervivencia.

Al fin la encontraste, y dejaste de ser mujer…

Dejaste de ser una promesa

Con doce años no sabías de pasado, tampoco de futuro, todo era para ti presente: tu colegio, tus amiguitas, las miradas de aquel chico que no se te escapaban, tu perrita que esperaba con ladridos lastimeros tu retorno a casa, tu mamá que te vestía pensando ya en los hombres y alguna vez le preguntabas dónde estaba tu papá, cómo era de guapo, por qué se fue y no te llevó con él. Y con doce años no pudiste tener presente, tampoco pasado ni futuro; tu abuela vino a casa y te dijo: «mamá se ha ido, querida nieta». Y le preguntaste: «¿también»? Por primera vez fuiste consciente del significado de la muerte, de estar sola en el vació. Pero la vida había hecho presa en ti y fraguó tu destino; cada cumpleaños moldeaba un poco más tu cuerpo, tus neuronas organizaban a tus hormonas y ya comenzaste a tener presente, el futuro sólo era un nombre, carente de significado. Con 16 años pronunciaste por primera vez la palabra amor, en lugar de golosinas supiste del sabor de un beso, de la tormenta que se originaba en tu cuerpo, de tus primeros sueños húmedos, de si hacer o no hacer con aquel chico.

No fue necesario que te respondieras: aquel chico, junto a otros dos, te forzaron a lo que no sabías ni querías. Y supiste, entonces, que tu incipiente presente se había desvanecido como el despertar del sueño.

Y fue así que dejaste de ser una promesa en el presente para ser sólo una mujer sin futuro.

Dejaste de ser niña

Niña que dejaste atrás tu muñeca de trapo, tu camita con barandillas que evitaban tu caída, con aquel pajarito azul de plástico que volaba colgado de un hilo sobre ella, la mantita suave que tu llevabas a tu cara y acariciaba tu piel, aquel payaso en un póster aplastado en la pared de color rosa pálido, tus sueños con hadas y gnomos, tu sonrisa a mamá cuando ibas a dormir, algún pipí que se te escapó sin querer, el suelo lleno de cosas; era tu mundo. Te fuiste de allí mirando hacia atrás porque tu mamá te arrastraba de la mano sin comprender por qué aquellas prisas. Tampoco comprendiste luego qué había pasado para que no volvieras a tu camita, a tu pájaro azul a tu mantita, a tu muñeca de trapo, a tu payaso, a tus cosas esparcidas por el suelo.

Un incendio destruyó tu pasado, y ya no volviste a ser niña.

Método para el escritor inapetente

Una lectora a tiempo parcial y escritora a tiempo completo me confiesa que no escribe desde hace tiempo y que eso la mortifica.

Un escritor –y por escritor es el que escribe como hábito– cuando deja de escribir es por una de estas razones: a) por falta de sosiego y, en consecuencia, la inspiración imaginativa se inhibe en favor de su realidad, b) por no haber encontrado el eco que esperaba a sus escritos, lo que le anula su autoestima, c) porque no encuentra ya el placer que antes encontraba escribiendo. Quizá hay más.

Yo he tenido momentos como el de mi amiga, y si los he superado ha sido porque, desde que escribo como habito, siempre he utilizado el mismo revulsivo a la inación creadora: me siento ante la pantalla del ordenador, abro una entrada nueva en mi WordPress, aparece una página en blanco. Durante eternos segundos mi mente está, igualmente, en blanco; a veces se cruzan ráfagas de mi realidad sin quedarse. Por alguna razón que se me escapa, de repente aparece una lucecita: es una palabra, a lo sumo dos. No me dicen nada, salvo que, mecánicamente, mis dedos se activan, aporrean el teclado y la página en blanco se mancha con ellas. Vuelvo a quedarme en blanco, ahora mi mirada fija en esa mancha sin significado, ni siquiera parecida a las manchas que los psicólogos utilizan con sus pacientes para que les dé una interpretación subjetiva. Otra vez un destello fugaz en forma de otra palabra, en ocasiones es una frase en forma de estela de cometa. Mis dedos intentan atraparla, y en la página aparecen como una continuidad lógica a la primera lucecita. Me animo. Esa primera mancha ya me sugiere algo, aún sin definir de forma precisa. El método parece que funciona y mis ojos no abarcan ya otra cosa que la mancha. Y claro que funciona, porque por mi mente comienzan a discurrir lucecitas y lucecitas. Ya parecen una lluvia de estrellas. Ya comienzan a significar que el mundo no se ha acabado para mí, sino que me sigue dando acogida y me invita a contribuir a su creación; mi pequeño aporte es imprescindible para que el todo tenga sentido, nada es prescindible. Los fuegos artificiales cesan, ahora mi cerebro ya elabora su concierto neuronal y tiene un argumento. Desarollarlo ya es cosa de pensar de forma estructurada, no necesariamente lógica; se llama imaginación o proyección de ideas.

Y termino poniendo punto y final. Releo, quizá no es gran cosa pero dice algo coherente.

Este escrito comenzó con una lucecita: una lectora…

No era su hijo

«Coge tu mochila, llénala con todas las cosas que quepan, vístete adecuadamente, ponte unos calzados cómodos, no te despidas de tu madre, sal a la calle sin cerrar la puerta y camina, camina siempre en dirección opuesta, que sólo te pare la muerte».

Con estas palabras un padre se dirige a su hijo. Tiene sólo 16 años. No es mal chico; el rigor del padre parece excesivo.

El padre acaba de enterarse que su hijo no es su hijo; lo dice un análisis de ADN. Siempre lo sospechó, pero no se atrevió a comprobarlo. Hasta ese momento fue para él un hijo, su único hijo, al que cuidó con toda dedicación y amor.

En una visita rutinaria al urólogo, el informe médico lo quedaba claro: «padece azoospermia». El medico le aclara que no es un padecimiento sobrevenido, que siempre fue así.

Desde esa verdad científica, el padre pasa dos años comportándose como si no fuera con él la cosa; igual con su no hijo y ningún reproche a su esposa. Durante dos años sólo piensa qué debe hacer. No encuentra la respuesta. Piensa en el espermatozoide que lo engendró, en el momento que otro hombre poseyó a su esposa, en los 16 años de ocultamiento, en que el niño no tiene la culpa por haberlo considerado su padre, en el dolor infinito que la verdad le ha producido. Ama a su esposa, si le fue infiel, de eso ya han pasado 16 años; ahora está seguro de ella. Pero ha llegado un momento en que la presencia del muchacho rodea de desencanto y hasta de odio el corazón. Mejor si está ausente, alejarlo para siempre de su vida.

También él se tuvo que ir de casa de sus padres a una edad parecida. El caso no es el mismo, él se fue dada la penuria de aquella casa de seis hermanos y unos padre impotentes para darles una vida digna. Lo que pudo ser una tragedia, dada su corta edad, fue para él una decisión afortunada, porque por azar del destino o por un instinto de supervivencia al límite, salió adelante y consiguió que la vida le tratara con respeto, ¿por qué habría de ser diferente ahora?

El chico había planteado en casa el proyecto de visitar Europa durante las vacaciones de verano. Sólo necesitaba su mochila, algunas cosas y un calzado cómodo. Pretendía viajar utilizando el autostop e ir de albergue juvenil en albergue. Trabajaría en lo que fuese para obtener algún dinero, otros ya lo habían hecho y no tuvieron problemas.

Al padre de ocasión se le abre una luz y cree que es el momento. La madre no debe saber el trasfondo de aquella conformidad de su marido.

Y el joven parte sin comprender el alcance de las palabras de su padre, aunque sí piensa que quiere de él algo parecido a lo que tuvo que hacer cuando tenía su edad. Probará que puede.

Ha pasado un año. La madre vive el atroz sufrimiento por la ausencia de su hijo, sin noticia alguna si está vivo o muerto. El esposo se debate en el dilema de confesarle por qué su hijo no ha vuelto, quizá ya no sufra tanto al no darlo por perdido. Pero también puede ser peor, cuando compruebe que su hijo se fue porque su esposo lo expulsó de sus vidas. No quiere perder a su esposa, y ha de convivir con una situación sin salida.

La tragedia parece desproporcionada si se considera que el origen fue un espermatozoide, quizá no tanto si la mentira duró dieciséis años. Yo no tengo criterio para juzgar el caso, un caso verídico del que fui testigo.

La historia jamás contada

Son la 2:41 de la madrugada. Dormía y tenía una pesadilla. Tanta convulsión me había producido, que desperté sobresaltado. De inmediato quise saber si en esta ocasión la pesadilla respondía a alguna vivencia real, que, luego, el sueño había magnificado. Mi vida era plácida, sin alteraciones notables, a mi edad ya casi estaba retirado de todo. Sólo podía ser lo que el sueño relacionaba con mi blog. Y aunque de los sueños casi no los recuerdas al despertar, en esta ocasión, ya despierto, pareció que acababa de ver una película. Una mujer croata había entrado en mi página. Por la razón que fuera, me había comentado algún escrito con un leguaje simpático que había obtenido de algún traductor malo. Por cortesía le respondía, aunque ya era reiterado y apenas aportaba nada al blog. Y fue a partir de algunos intercambios que la pesadilla comenzó a tomar cuerpo. Alguien había suplantado la personalidad de la mujer croata y, utilizando su lenguaje, me escribía comentarios soeces, amenazadores si no me avenía a sus exigencias. Me veía hackeado, peligraba mi buen nombre en Internet, mi relación familiar y de amistad, mi cuenta bancaria. Con un sudor frío me fui al ordenador, allí debía estar el motivo de mi pesadilla. Lo abrí y pulsé acceso a mi blog, en el Correo y Mensajes no había nada. Recorrí de un vistazo las Entradas, tampoco había nada relacionado. Abrí la sección Comentarios y tampoco había nada. Respiré algo más tranquilo, aún no estaba seguro de que aquello que me había sucedido fuese un mal sueño.

Al contrario que Aristóteles, para el que la realidad es una sola, Platón, su maestro, había propuesto que existen dos realidades: la que vemos en un mundo aparente, con muchas sombras, y otra que aparece en nuestro cerebro de lo que no vemos porque no está presente. Según Platón esta es la verdadera realidad.

Si Platón tenía razón o no, Aristoteles había venido en mi ayuda: no existía una realidad en los sueños, tampoco en mi blog.

Pero habré de seguir soñando, mal que me pese.

El tiempo hacia atrás

Leo con escepticismo que unos científicos rusos han conseguido demostrar que se puede revertir el tiempo, que en lugar de dirigirse al futuro, se puede dirigir al pasado. De momento, y para que nadie tenga la tentación de soñar con rejuvenecer, enmendar errores, realizar sueños que despertaron abruptamente, volver a la noche de bodas y repetirla y así un sinfín de posibilidades de hacer las cosas de otra forma a como las hicimos, va un lago trecho. Los tales científicos sólo lo han conseguido con un electrón, con lo cual, dicen, la segunda ley de la termodinámica pasa de inmutable a cuestionada. Ya, si en un sistema aislado, éste permanece estable o tiende a un mayor desorden, según este nuevo supuesto quizá se pudiesen ordenar las cosas en un orden perfecto. Supongoque sólo Dios puede dar por incorrecta la segunda ley, pero parece que se lo toma con calma.

Que a los científicos les gusta jugar con estas cosas, es cosa sabida y demostrada, y ahora a vueltas con la mecánica cuántica, la nueva panacea que parece subvertir no sólo las leyes de la física sino nuestras vidas, muertes y más allá, que todo lo convierten en esotérico, oportunamente ininteligible para los no iniciados, no se quedan a gusto si no enredan las cosas para que de viejas parezcan nuevas.

Si yo pudiese regresar al pasado, sólo cambiaría una cosa: que de pequeño me enamoré de mi maestra y no me enseñó nada, cuando pude enamorarme de niñas que lo enseñaban todo.

Sin título

Quiero escribir y no tengo tema. No es la primera vez. Cuando esto sucede, abro el Escritorio, luego Nueva entrada en mi WordPress, como si esperara que en la pantalla aparezca un título sugerente en lugar de Añadir título. Con los cascos puestos he, previamente, elegido una música de piano de algo más de una hora de duración. No tendré que recargar otra música mientras escribo algo que luego publicaré y enviaré a mis incondicionales lectores. El piano desgrana sus notas mientras fijo mi mirada en ese espacio que me invita a que yo añada un titulo. Esto, que parece nimio si no tienes tema que desarrollar, es, en ocasiones, importante, son las primeras palabras que dan pie a otras que le siguen, luego a otras que van poco a poco desarrollando un tema, que sólo se configura cuando lo das por terminado. Y el título, en esta ocasión, no aparece. La música sigue ocupando un espacio en mi cerebro, pero tampoco ésta me da pie a desarrollar algo que pueda describir con palabras. En vista de mi incapacidad para teclear algo, por primera vez pienso en un amigo de la infancia al que, como a otros, siempre envío mis escritos. Mi amigo no ha sido pródigo en sus comentarios, pero si alguno le motivaba una reflexión, él me la enviaba.

Llevo más de un año, quizá dos que no recibo nada de él. No se me ocurrió pensar que mis escritos ya no fueran de su gusto. En ocasiones, sin aludir a ellos, me escribía sólo para recordar algún pasaje de nuestra juventud o contarme alguna de sus andanzas de apasionado por la cultura, el arte o algún escritor preferido. Razoné que tampoco yo le había dado ningún motivo para su silencio ya, al parecer, definitivo. Busqué una causa que no fuese la que ambos estábamos esperando. Quizá su mente ha entrado en ese estado en el que ya no interelaciona con el exterior, me digo. Tengo su teléfono, su correo, puedo hacer algo tan simple como dirigirme a él no con un escrito, sino con una inquietud. Algo se movería, o no. No me atrevo a que la verdad se abra paso, y así, sin dejar que mi amigo y alguna vivencia que recuerdo junto a él, pase recurrente en forma de flash por mi cabeza, he permanecido por largo tiempo, tanto, que ya mi cerebro comienza a procesar un título para este escrito. La música también ha terminado, en hora y pico no me ha dado para más. Enviaré este escrito como de costumbre, esta vez sin título, que sea él el que lo ponga, o no.

¿Amor puro o puro amor?

Se lo dedico a Carmen, para la que amor se escribe sin hache.

Continuaba siendo hermosa . El accidente había respetado la estructura de su cuerpo y no había desfigurado sus bellas facciones. Sus veinte años seguían siendo espléndidos. Pero su cuerpo, antes grácil como el de una gacela, ahora era una sinfonía en un pentagrama. El coma era profundo.

Cada día, cada hora, cada minuto, aquel hombre le dedicaba todo su amor. No podía hacerlo de otra forma. Cuidaba de ella, quizá pensando que volvería a la vida plena y en sus manos estaba que ese regreso fuera el de una ausencia que sólo había tenido lugar en sus sueños.

Y hasta había puesto fecha a ese regreso. Para cuidarla había pedido una excedencia en el trabajo. No quiso que nadie la tocara y menos que la manipularan sin la delicadeza que él estaba dispuesto a prestarle.

Había instalado una cama contigua, por si algún signo de vida aparecía de repente y precisaba de su atención o emoción. Al despertar el día, Miguel se levantaba, iba al cuarto de baño y volvía con una palangana humeante con varias toallas sumergidas en agua caliente y escurridas. Con sumo cuidado le quitaba el amplio camisón, le retiraba el paño para la incontinencia y, por un momento, permanecía mirándola hasta que de sus ojos brotaba una lágrima. No tenía tiempo para más emociones, eran muchas cosas las que tenía que hacer y le pedía al corazón fortaleza para llevarlas a cabo sin desfallecimiento. Con las toallas húmedas repasaba su cuerpo, todo su cuerpo, limpiándolo de impurezas orgánicas. En la mesilla varios frascos que contenían aceites esenciales. Con ellos la bañaba sin dejar resquicio al que dudara en llegar; se sentía como un orfebre puliendo a su joya. Un camisón limpio, y la dejaba apoyada sobre uno de sus costados. Así una hora. Luego del otro costado igual tiempo, operación para impedir las temibles escaras de decúbito. A veces, en cada movimiento, creía percibir un intento de ayudar a lograr facilitar algo el trabajo; no era así, pero a él le motivaba creer que estaba manejando algo vivo.

La primera jornada terminaba incorporándola en la cama articulada, iba a la cocina y preparaba aquel compuesto que le habían recomendado los médicos. Por una sonda gástrica se lo introducía en el estómago; era su primera comida, que debería repetir cuatro veces en el día. De vez en cuando, un poco de agua. Comprobaba si el pañal de incontinencia estaba seco y limpio de excremento, por si tenía que cambiarlo, y permanecía la mayor parte del tiempo sentado a su lado, con la muñeca entre sus dedos, percibiendo los latidos de su corazón, los únicos movimientos que le daban esperanza.

No tenía la certeza de que su cerebro, aunque no lo manifestara, tuviese o no percepciones del exterior, pero por si acaso fuese que sí, siempre sentado a su lado, cogía un libro, lo abría por la última página registrada, y leía en voz queda, como susurrando, aquella historia que ella estaba leyendo antes del accidente. Hasta le parecía que su rostro se relajaba escuchando.

Habían pasado tres meses, y aquel cuerpo inerme parecía dar señales de que algo nuevo se podía esperar de él. Era la primera hora de la mañana y la rutina diaria iba a comenzar. Estaba despojándola del camisón, cuando sintió que una mano cogía la suya. El contacto era suave pero contacto al fin. Paró y guardó aquella mano con el hueco de su otra mano para que no se le escapara, y la miró a la cara. Sus labios comenzaron a moverse en un temblor continuado. Él le apretaba más y más la mano para que lo sintiera a su lado. Fija la mirada en sus labios, creyó escuchar una palabra: padre.