Desde la ventana, Aitana, podía ver el corral, el horizonte, el firmamento. Nada de esto atraía su atención. Aitana sólo se asomaba para ver si la lechuza estaba posada en una rama del viejo algarrobo. Si no estaba, Aitana torcía el gesto, no le parecía que eso fuera un azar indiferente, y tampoco un presagio, simplemente es que estaba acostumbrada y creía que la lechuza formaba parte de un entorno que le pertencía en exclusiva. Después de esta primera consideración, Aitana daba la espalda a la ventana y volvía a sus faenas habituales. Pero cuando estaba la lechuza, la cosa era algo diferente. Aitana la contemplaba durante un buen rato. Nunca la había visto de noche. De día parecía dormitar, permanecía inmovil, recogidas sus patas entre el plumaje, aferrada firmemente a la rama con sus poderosas garras.
Nunca sabré por qué Aitana sentía fascinación por aquella lechuza. No habia tenido ocasión de leer que fuera considerada el símblo de la filosofía. Y, por supuesto, ignoraba que un tal Hegel le había puesto un sobrenombre, La Lechuza de Minerva, y en torno a ella toda una simbología romántica, casi metafísica. De haber sabido esto y otras historias de las lechuzas, Aitana habría convertido su fascinación en un éstasis reverencial. Quizá Hegel también tuvo una lechuza en su jardin, y observó que emprendía el vuelo al caer la noche. Para un hombre dado a pensamientos profundos, la alegoría estaba servida: Minerva, diosa de la sabiduría, tenía su símbolo, esa lechuza que se adentra en la noche, en la oscuridad, en el misterio, en lo ignoto que resplandece con el conocimiento.
Por su ignorancia, Aitana no sabía nada de esto. Sí sentía que aquella lechuza, poco o mucho, formaba parte de su vida, sin darle mayor transcendencia.
Un día, Aitana, que se encontraba en su habitual contemplación de la estática lechuza, sufrió un sobresalto. Un chico estaba apostado detrás de la valla que circundaba su propiedad. Portaba una escopeta de aire comprimido y apuntaba a su lechuza. Al sobresalto le siguió la paralización casi completa. La voz se ahogó, sólo pudo mesarse los cabellos mientras todo su cuerpo se encogía en un espasmo inverso. Sonó el pam! seco y la lechuza cayó a plomo. El chico ni siquiera intentó llevar su trofeo.
Aitana recogió el cuerpo inerte de su lechuza y lo apretó contra su pecho acelerado. Regresó a casa presa de angustia y dificultad para respirar. En el quicio de la puerta se desplomó. Minerva, diosa de la sabiduría, había muerto, Aitana, quizá, ya no podría pedirle mayor sentido a la vida.