Dos cerebros y una sola cabeza

Quizá parezca una adivinanza mi anterior escrito, especialmente el título «¿Odio porque me odio?. No existe otra forma más clara para expresar lo que la pregunta deja sin respuesta. Una lectora se pregunta y me pregunta qué clase de respuesta es la que le dí: «¿Amas porque me amas?», y añade: «Se te chisporreteó el cerebro», y yo entendí que quería decir algo asó como que mi cerebro divagaba, deliraba o no estaba en mi sano juicio. No me costó responder a lo que era una aseveración más que una pregunta. Tenía razón. En el cerebro se entrecruzan respuestas de dos tipos: las que complacen a tu interlocutor y las que tú mismo te crees que convencen. Mi respuesta inmediata fue: «Sólo se puede amar cuando se estás en paz contigo mismo; o dicho de otra forma: no puedo amar si yo mismo me odio». Esperaba que mi interlocutora me calificara de sofista dedicado, preferentemente, a vencer a mi adversaria con mi elocuencia, sin conocerle la posibilidad de estar en posesión de la verdad. Posiblemente los dos teníamos razón, si ella partía de no conceder a mi cerebro la posibilidad de jugar a filósofo. Pero a ella le pareció que se le abría una luz en su propio cerebro, de tal modo que contestó: «Muy bueno, lo que dices». Esta respuesta, lejos de complacerme, me inquietó. Me inquietó porque hubiese sido incongruente cualquier respuesta mía. Si le decía «Gracias», habría supuesto que me tendía la mano en señal de reconocer mi victoria dialéctica. Si seguía cuestionando mi razonamiento, podía llegar el momento en el que mi cerebro ya no podría seguir al suyo y tendría que rendirme. ¿Qué conclusión se puede sacar de este juego de palabras? Como en el ajedrez existe un final que llaman «tablas», que ni uno ni el otro ha vencido, que el juego ya no pude continuar, que cada uno se vaya pensando en la jugada que no le permitió vencer.

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