Hace ya un siglo, y me parece que fue ayer, que escribí vuestra historia, Raquel, María. Al niño no me dio tiempo, murió antes de darle un nombre. Fue mucha la pasión que despertasteis en mí, a veces me hicisteis llorar. Acababa de iniciarme en una inquietud largo tiempo postergada: escribir. No me conformaba con utilizar la escritura como medio de comunicación. Los foros más o menos literarios, los primeros intentos de unir palabras para construir pequeños relatos, correos personales con colegas igualmente inquietos sólo aplazaban cumplir con un deseo.
Era consciente de que cualquier escritor de historias necesitaba personajes. Unos toman personajes de carne y hueso, otros los engendran en el vientre de su imaginación. Una vez los tienen, los ponen a andar. Pocas son las ocasiones que el escritor tiene la suerte de relatar el devenir de esos personajes, de principio a fin. Es más habitual que sean los personajes, una vez puestos en movimiento, los que van configurando la historia que, finalmente, el escritor deja escrita y firmada. Y también es habitual que esos escritos terminen en un cajón, una carpeta, una papelera. Son escritos nacidos para morir sin destino.
No recuerdo cómo fue que me fijé en vosotras, y esa vez no os vi como las figuras de un cuadro que colgaba de la pared del salón de mi casa. Habituado a veros sin complacerme, no os miraba de forma sostenida, os evitaba como se evita contemplar una cosa desagradable. Estabais enmarcadas en un cuadro valioso y justificaba, sólo por eso, vuestra existencia . Pero ese día creí sumergirme en vuestro drama, Marta, María, y enseguida supe que erais los personajes que necesitaba para iniciar la aventura de escritor. Ahora sé que el escritor no es el dios que sólo crea personajes felices, pudiendo hacerlo, es cruel, a veces sanguinario, casi siempre indiferente a cómo van a ser sus criaturas cuando las echa a andar por los caminos que ellas mismas escogen. No siente empatía, no sufre con ellos, sólo los retrata y procura hacerlo con la maestría de un escritor meticuloso con la morfología, ortografía, la sintaxis, la estética de lo más bello a lo más tenebroso.
Y aunque os puse a andar con libertad, el cuadro en el que mostrabais vuestra desolación me obligaba a no distrerme de vuestra realidad. Hubiese sido un sarcasmo, una grave ofensa el que yo la hubiese disimulado con las artes de un retorcidor de destinos. Y fuese porque soy un sensiblero, el escritor esta vez formó parte de vuestra tragedia y lloró con lágrimas de congoja, de impotencia por carecer de recursos para señalaros caminos de felicidad.
En este blog y en cajas sin abrir está guardado vuestro testimonio. Un tiempo atrás decidí destruiros, acabar con vuestra existencia, como cualquier existencia. De aquí era fácil borraros, de las cajas fácil incineraros.
Es de mal gusto anunciar la muerte si eres tú el que la causas, y yo la anuncié a alguien de la que esperaba complicidad. «Loco, ni se te ocurra semejante barbaridad!, me dijo.
Escribo frente al cuadro. Os miro fugazmente y siento que el corazón se me encoge. Podría haberos borrado, destruido los libros que aún están embalados esperando el destino para el que fueron creados. Pero nunca dejaríais de estar presentes en ese valioso cuadro, y yo seguiría rememorando vuestra historia y, también, calculando cuánto podéis valer como pintura. No puedo evitarlo.