Recupero este escrito de 2009. Desapareció cuando cerré mi antigua WEB. Ahora lo encuentro en la nube, ese cementerio en el que se guarda todo, muerto o vivo. La historia que cuenta es una cabronada para lectores sensibles. Por aquella época no era el llorón que soy ahora, así que, probablemente, me regocijé escribiéndola.
Prólogo
Un sentimiento recurrente me hace pasarlo mal. Hace tiempo creé un personaje entrañable. Le puse nombre Rosa, y “era una joven hermosa. La miseria que la rodeaba suponía sólo una paradoja de la vida más cabrona que a algunos seres les toca en suerte.“ Así escribí a guisa de presentación.
Y la puse en el espacio-tiempo como el ser que se esperaba fuese, a la vez que retrataba su alma sin ningún tipo de concesiones. Pero eso no era ningún mérito; debía sacarla de aquel destino, ejerciendo de dios benévolo con ella. O fue ella la que me lo exigió.
Y me hace sentir mal, porque por mucho tiempo dejé a Rosa varada. Dejé su vida en suspenso, no sé si porque me faltó el aliento vital con el que le daba la vida. Ella parece, de tarde en tarde, reclamarme que cumpla con la idea que le metí en la cabeza: hacer de ella un princesa de cuento de hadas. La dejé en el camino, cuando se disponía a ejercer, si no de princesa, si de mujer singular. No sé si me queda vida y nuevas ganas para impedir que haya nacido para nada.
Muchas veces lo he dudado, pero ahora creo que un autor de ficciones no tiene muy claro el devenir de un personaje. Más bien es el personaje el que marca al autor lo que ha de ser. Así fue en este caso. Rosa me impuso una de las posibles trayectorias de su vida. Hubiese sido una traición por mi parte haberla forzado a ser lo que yo hubiese querido que fuese. Y así, Rosa quiso ser una joven miserable que debía vivir una experiencia ficticia insospechada, como correspondía a la esencia de un personaje de ficción.
Y para ello, Rosa tenía que tropezarse con otro personaje muy distinto a ella, alguien que la atrajera a un plano donde fuese capaz de desarrollarse como nunca lo hubiese conseguido de ser un personaje real.
Si eso es la ficción, ¿por qué interesa tanto a los personajes reales? Sin duda porque Rosa representa esa nebulosa de nuestros pensamientos, en la que flotan todos nuestros deseos frustrados. Siguiendo la peripecia de Rosa, nos hace sentir que transitamos a su lado, que la hacemos nuestra y “vivimos” como propias todas las vicisitudes en las que está inmersa.
El personaje con el que Rosa se tropezó era un hombre muy rico y poderoso, una especie de Midas de los tiempos modernos, alguien que no era necesario fuese un personaje de fábula y que, por lo contrario, fuese fácil ofrecer credibilidad al lector ingenuo y al más incrédulo.
Pero mejor les dejo con los dos personajes para que se describan por sí mismos. Espero no haber dejado ninguna fisura por la que cualquiera de ellos se escape de la previsibilidad. Presento el primer capítulo; más adelante seguirán los cuatro escritos, y, quién sabe si, finalmente, escribiré el epílogo de esta historia, por ahora inacabada.
Capítulo 1
Era una joven hermosa. La miseria que la rodeaba suponía sólo una paradoja de la vida más cabrona que a algunos seres les toca en suerte.
Todas las mañanas, al levantarse, se lavaba, peinaba su pelo negro azabache y se colocaba unos zarcillos de bisutería color oro. Luego, no antes, se miraba en un espejo. Pero el espejo era pequeño, y a duras penas conseguía verse el rostro completo. Como en ocasiones anteriores, ya no se paraba a contemplar los ojos. Debía pensar que sus ojos no tenían nada de especial, que sus ojos eran como los ojos que había visto en los demás. Había oído decir que los ojos son las ventanas del alma, pero ella no sabía qué era el alma, o para qué servía, así que nunca los vio así. Sólo era consciente de tener un cuerpo hermoso que tenía deseos, ansiedad en ocasiones. El mismo cuerpo que provocaba deseos y ansiedad en algunos hombres de su entorno miserable. Si tuviese ese alma de la que oía hablar, ésta tendría que manifestarse alguna vez de forma diferente a su cuerpo. Así pensaba, cuando pensaba en esas cosas, que no era frecuente. Hasta entonces no había experimentado nada que pudiese atribuir a su alma, según ella se decía; es más, en cierta ocasión había hecho algo terrible a los ojos de las buenas gentes. y que estremeció su cuerpo: parió un niño nacido del deseo y lo llevó, nada más nacer, a una casa de acogida con el pretexto de que no quería para él la misma miseria en la que ella vivía. La encargada que la recibió , hechos los trámites, la despidió diciendo: “Tú no tienes alma, mujer”. Y ella asintió con la cabeza, persuadida de que era así, pero sin atribuirlo a lo que había hecho con su hijo. “Lo habrá visto a través de mis ojos”, pensó sin darle mayor importancia.
Tendría sólo diez años cuando abandonó a sus padres, o fueron estos los que la abandonaron. A la miseria de aquel hogar se unía la de unos padres alcohólicos que se peleaban continuamente entre sí , y de la frustración que debían sentir ambos, ella era objeto de malos tratos. De una chabola, la de sus padres, se fue con una tía viuda que vivía en otra chabola. Los padres no se opusieron a la oferta de la tía; se quitaban una boca a la que alimentar. La tía la recibió de buen grado, pues llenaba de algún modo su soledad de mujer estéril, y quizá también porque debió ver en la niña la forma de sacarle provecho más adelante. Pronto y con aún corta edad, comenzó a ganarse con creces lo que consumía y el alojamiento que su tía le proporcionaba: hacía de camello para ésta en la distribución de pequeñas cantidades de cocaína en el reino de miserables en el que vivía.
La droga fácil atraía al ghetto una variopinta clientela de la ciudad. Las frecuentes redadas de la policía nunca tuvieron en cuenta a aquella niña, por lo que se convirtió en un correo perfecto, aunque sólo para el llamado menudeo, o venta al por menor. Cuando cumplió catorce años, era codiciada por dos cualidades apreciadas por los tahúres y señoritos. Los primeros porque tenía unas ventajas muy “naturales” para pasar inadvertida. Era escurridiza como una lagartija. Nunca se dio el caso de llevar la “nieve” con pérdida de la mercancía por decomiso de los maderos. También por considerarla de ley, sin peligro de chivatazo. Los segundos, porque les tenía siempre y a punto el encargo. Clientela fija que apreciaban su discreción.
Pero de aquella actividad sólo sacaban para malvivir ella y su tía. Cuando quería algo especialmente caro, recurría a prostituirse. Sus caprichos eran, en cualquier caso, menores. Nunca planificaba nada que le costara más de un encuentro sexual, quizá porque no sabía que dos más dos son cuatro. Una vez fijado el objeto de su deseo y sabido el precio, ese era también el precio de alquilar su cuerpo. Por eso algunas veces tenía que esforzarse en sus artes para alcanzar el precio exigido, que sufragara el capricho de turno. A la edad de catorce años estas prácticas le repugnaban y muy pocas veces alcanzaba otras satisfacciones que las económicas.
Cuando ya había cumplido los dieciséis años, la sorprendió que de uno de esos encuentros sexuales quedó embarazada. Con dieciséis años ya aparentaba estar en el límite de la mayoría de edad. Fuera porque la miseria envejece algo más rápido que los años o porque la esperanza de vida obliga a darse prisa, Rosa parecía una mujer más que una adolescente. Una jovencita como ella, en aquel lugar y con una barriga creciente, no llamaba la atención; era casi un destino obligado de todas las jóvenes, pues aquel lumpen no era exclusivo de la etnia gitana, que más bien era minoritaria, y entre cuyos miembros esta circunstancia era rara, por no decir nula. Esperó a que su embarazo llegara a término como el que espera que remita una inflamación por gases, quizá porque el aborto costaba dinero y más riesgos. Parió en la chabola con la ayuda de su tía. Fue ésta la que le dijo lo que debía hacer por el bien del niño, aunque sólo pensara en su propio bien. No hubo discusión; ninguna de las dos tenía alma, al parecer, que diría un observador bienintencionado.
Rosa tenía su negocio en un puesto fijo, un banco desvencijado que milagrosamente aparecía anclado en un placita del suburbio. Allí se sentaba indolente, mirando pasar la gente y atenta a la llegada de alguno de los coches conocidos. Si lo identificaba, se preparaba para la entrega. El coche paraba frente a ella, ella se levantaba y se acercaba a la ventanilla. Parecía una prostituta callejera. Entregaba la coca con una mano y con la otra recogía el importe ya establecido, salvo que el precio hubiese variado de acuerdo con la oferta disponible o que el cliente demandara mayor cantidad de la acostumbrada. Si la policía sospechaba de su actividad, sólo la vigilaba esperando que ella fuese el hilo conductor que les permitiera llegar al pez gordo que traficaba la droga. De nada valía detenerla y llevarla ante el juez; decía que la coca en su poder era para consumo propio y era puesta en libertad. En ocasiones las redadas alcanzaban a los camellos, pero sólo para decomisarles la droga y poner difícil el negocio al tráfico. A Rosa los polis la habían seguido, pero siempre terminaba en casa de su tía. Era la tía la que contactaba con los capos, y hasta entonces no había despertado sospechas, o como vieja en el oficio, sabía burlar toda vigilancia.
Rosa siempre desconfiaba cuando veía llegar un coche desconocido, pero su experiencia le permitía en una primera mirada detectar si el que venía dentro era un comprador o un merodeador de putas. Cuando el coche se paraba frente a ella, esperaba hasta confirmar si le era conocido el que lo conducía.
Y fue en una de estás ocasiones que vio cómo un imponente coche reducía la marcha a medida que se acercaba a su mercadillo. Cuando el visitante llegó a su altura, se paró sin apagar el motor. Como no bajaba la ventanilla, Rosa miró despectiva; no le gustaban los mirones que en ocasiones se paraban para contemplarla. Pasados unos segundos, la ventanilla comenzó a descender. Rosa esperó a verle la cara al individuo y determinar sus intenciones en base a su experiencia. Dentro del coche, un hombre de unos cincuenta años, bien parecido, miraba de frente sin volver la vista hacia ella. Rosa dedujo que era el cliente típico que viene a comprar droga por primera vez, pero que teme que aparezca la policía en cualquier momento. La experiencia de Rosa le permitía discernir que los puteros se comportaban de otra forma: enseguida se dirigían a ella ordenándole con el dedo índice que se acercara. No obstante, a Rosa le pareció extraña la actitud de aquel tipo, no tanto por el tipo en sí. Con un coche así, seguro que no necesitaba ir por aquel suburbio miserable para proveerse de droga. Esperó alguna reacción nueva, y pronto se produjo. Al mismo tiempo que abría la puerta, volvió la mirada hacia ella. Rosa esperó sentada mirándole, no había entendido aquel gesto de abrir la puerta.
—Acércate –le dijo, finalmente, el hombre.
Rosa, renuente, le contestó desde el asiento:
—¿Pa qué?
El hombre sonrió y dijo:
—Soy tu suerte, si la aceptas.
Rosa no entendió aquella respuesta, por lo que volvió a preguntar.
—¿Tú quieres follar? –y seguido, afirmó—Tas equivocao, guapo, sólo follo cuando yo quiero.
—No se trata de eso. Acércate, por favor.
Rosa se levantó con desgana, mirando a ambos lados mientras se acercaba. A un paso del coche se paró y miró inquisitiva al tipo que la había interpelado.
—¿Qué quieres, tú? –preguntó.
—Hoy puede ser tu día de suerte. ¿Quieres cambiar de vida? —le dijo con una sonrisa que Rosa no supo interpretar.
—¿Usté por qué no pregunta mejó si esta vida me gusta? Usté no me conoce.
—Sí te conozco. Ya te diré de qué te conozco, pero ahora decide, que no quiero estar aquí mucho tiempo.
—¿Sabe que soy una menó y le puede caer un marrón por liarme?
—Sólo pretendo hacer de ti una princesa. ¿Nunca leíste un cuento de hadas?
—No sé leé. Bueno, un poco sí. Usté habla chungo. Diga a las claras qué quié de mí.
—Tengo mucho dinero y no sé ya qué hacer con él. Se me ha ocurrido hacer de ti un personaje de cuento de hadas.
—¿Y qué gano yo con eso?
Era normal que Rosa desconociera el alcance de algunas expresiones, como “personaje de cuento de hadas.”
—Sube al coche y te lo explico por el camino. Estamos llamando la atención.
Rosa permaneció un momento indecisa. Todo lo que era nuevo para ella era motivo de desconfianza. Su tía le había advertido que hay hombres que ofrecen el oro y el moro para engatusar y que luego se aprovechan y dejan tiradas a las mujeres que se dejan. Pero en esta ocasión no había previsto la rara oferta de aquel hombre, así que a la desconfianza se unía la curiosidad. Se subió al coche, ante la insistencia de aquel hombre, que no le pareció peligroso, y partieron. Rosa miraba por la ventanilla oscurecida tratando de ver quién la había visto subir. Un joven del suburbio parecía estar vigilando la escena. Rosa confió que se hubiese quedado con la matrícula del coche, por si acaso.
—¿Dónde me lleva? —preguntó Rosa mientras miraba a través de la ventanilla
—A mi casa. No te asustes, no voy a hacerte nada malo.
—¿Cuánto tiempo lleva hacerme eso que dijo?
—¿Una princesa? Depende de ti. Primero tienes que quererlo y luego trabajar duro. Te puede llevar años.
—Vivo con una tía, y si no vengo a dormir se lo dirá a los polis, porque soy menor, ¿entiende?
—Ya hablé con tu tía, y está de acuerdo.
A Rosa no debió parecerle nada extraño lo que aquel hombre decía, porque de inmediato le preguntó:
—¿Cuánta pasta le dio? ¿Y mis padres?
—Todos están de acuerdo, no te preocupes.
—Yo no sé si me va a gustá ser una esa. A lo mejó no me gusta y quiero volvé. —En ese caso, no tengas cuidado. Sólo lo serás si tú quieres.
Rosa guardó silencio mientras se preguntaba qué tenían las princesas que no tuviese ella. Las que ella conocía, por haberlas visto en las revistas, en el cine o en la tele, le parecieron siempre unas personas normales con unos bonitos vestidos. En ocasiones había llorado al verlas infelices, especialmente aquellas de los cuentos, aunque también recordaba que todas terminaron “viviendo felices y comieron perdices” Sonrió ante esta perspectiva.
Cuando el coche abandonó el suburbio, su dueño, también silencioso hasta entonces, habló a Rosa de esta manera:
—Te llamas Rosa, ¿verdad?. Yo me llamo Equis. Rosa, tendrás que trabajar duro si quieres ser una princesa. Incluso las que ya nacen deben tener una educación especial que abarca muchos aspectos. A ti no te faltarán medios y deberás aprovecharlos. —Casi no entiendo de qué me habla. ¿Y qué le tengo yo que dá?
—Nada. Bueno, si terminas siendo lo que pretendo de ti, me daré por bien pagado. —¿Qué tengo que hacé? A lo mejó no me interesa.
—¿No te interesa ser una persona rica, con una gran casa, coches con conductor, los vestidos que quieras, joyas…?
—Pa to eso voy a tené que trabajá mucho, ni pa el caso de que me acueste con to dios…
—No tendrás que hacer nada de eso. Tu trabajo consistirá en tener una buena educación, modales de saber estar, cuidar tu belleza natural para que todos te deseen; me refiero a todos los jóvenes que te merezcan.
—¿No quiere que me acueste con usté?
—No, jovencita, no tendrás que acostarte conmigo, y no porque no lo desee, sino porque eso no entra en mis planes. Contigo me he impuesto un reto que es el hacer de ti una mujer especial, y eso supone disciplina, para los dos. No tengo hijos y sí mucho dinero que quiero, en parte, emplear en hacer un milagro contigo.
Rosa calló al oír las últimas palabras. En su cabeza bullían ambiguos pensamientos que no alcanzaban a definir un panorama como el que describía aquel hombre. Se había quedado con que sería rica y que iba a cambiar sus casi andrajos por vestidos caros. No tendría que acostarse con aquel tipo extraño según le había dicho, pero desconfiaba de él, porque ella sabía que los hombres siempre quieren algo a cambio, y aquel altruista motivo escapaba a su comprensión. Si le hubiese dicho que quería casarse con ella lo habría comprendido mejor. Conocía a alguien del suburbio que se había ligado a un ricachón mucho mayor que ella, con el que se casó y que un día se pasó por el suburbio pavoneándose ante todos en un gran coche, muy elegantemente vestida y con regalos para sus amigas, todas prostitutas o camellos como ella. ¿Por qué la había elegido a ella?
—¿En qué piensas? –le preguntó el hombre después del largo silencio.
—¿Podré comé lo que quiera?
—¿En eso pensabas? –dijo el hombre sonriendo y continuó –No. Comerás lo que debas, pero todo bueno. No puedes atiborrarte de pasteles porque te gusten. No quiero que seas una gorda.
—Usté no le da a la coca?
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Tengo un poco, si usté quiere…
—Tírala por la ventanilla –y le abrió la ventanilla de su lado.
—¿Que qué? ¿Sabe lo que vale? No menos de dosciento euro por se pa usté.
—Que la tires, ahora. No me importa lo que vale, yo no consumo eso, y a ti no te hará falta venderla.
—Tengo que llevá el dinero a mi tía pa que pueda seguir con el negocio.
—Ya arreglé eso con tu tía y con tus padres, no te preocupes. Tírala, ahora.
Rosa, vacilante, manoseaba las papelinas sin decidirse a hacer lo que le ordenaba aquel hombre, cada vez más extraño para ella. Pero la mirada severa que le dirigió la intimidó lo suficiente como para, antes de pensarlo de nuevo, arrojar por la ventanilla media docena de papelinas, luego, bajo la cabeza, sumisa ante la sostenida mirada de Equis.
—Dime una cosa, ¿alguna vez has tomado tú eso?
—No señó, porque me da gana de estornudá. Ademá, mi tía me mira la narice de vez en cuando, pa ve si miento.
—Bien, así no tendrás un hábito difícil de quitar.
Ambos permanecieron en silencio mientras el coche seguía su camino. Rosa miraba las luces del salpicadero del coche, mientras por su cabeza pasaban flaxes inconexos sobre sus situación. No era temor ni satisfacción el sentimiento; era ese estado de sentirse descolocada de la realidad, bien porque otra realidad se imponía en aquel momento y era incomprensible para ella, bien porque carecía de voluntad propia para cabalgar sobre ella dominando la situación.
Ya habían salido del suburbio, y Equis tomó una carretera de circunvalación que parecía indicar que a donde iban no era a la ciudad; al menos no a la ciudad de la que el suburbio era una de las partes miserables de cualquier gran ciudad. A Rosa le saltó una alarma y así lo manifestó
—¿Dónde vamo por aquí? ¡Oiga, esto no me gusta!
—Te dije que a mi casa, o a una de mis casas. En ella vivo la mayor parte del tiempo, allí vivirás tú y allí tendrás la ocasión de formarte para ser una diosa.
—¿Qué? Usté dijo antes que una princesa.
—Diosa, princesa, son dos formas de llamar a la misma cosa y que viene a ser una gran mujer. ¿Has visto esa película famosa en la que un señor muy rico intenta cambiarle la vida a una prostituta? La protagonizan Richard Gere y Julia Roberts. —Creo que sí. A una que le compra vestido mu bonito y él es mu guapo?
—Sí, la describes tan bien, que no hay duda. Pues esa película me dio la idea, aunque lo que yo quiero hacer de ti es muy diferente. Por de pronto yo no soy el guapo de esa película y tú tampoco eres Julia Roberts. Yo soy de verdad, no una actor, y tú también eres de verdad, no una actriz.
—Pos esa peli me hizo llorá. La puta creo que a luegol se casó con el tío guapo.
—Es posible, no recuerdo bien. Pero las películas sólo son películas. Tú eres de carne y hueso, como yo, y esto no va a ser una película. Mira, para ser una gran mujer has de aprender una serie de cosas que no sabes ni practicas. Y deberíamos empezar ya. No apoyes la cabeza sobre el lateral del coche, mantente erguida.
—¿Qué es erguida?
—Tienes razón, deberé usar un lenguaje tan simple como el tuyo si quiero hacerme entender. Erguida significa derecha.
—¿Así? –y Rosa se enderezó, apoyándose sobre el respaldo.
—Así. Junta las rodillas. Una mujer educada no abre las piernas cuando está sentada. —¿Así?
—Eso es. Las manos deben apoyarse sobre las piernas, entrelazando los dedos. —Oiga, yo quiero bajarme de aquí.
—¿Qué te sucede?
—Que usté e mu pijo, y a mí no me gustan los pijos.
—Te comprendo. No entiendes el valor de los gestos.
—Es que yo he follado con señorito como usté, y a ello no le importaba que abriera las piernas.
—Deja de utilizar esa palabra, follar, una señorita educada no habla así.
—Anda, ¿y un señorito sí?
—Sólo con personas como tú; con una mujer educada utilizan hacer el amor.
—Sí, eso ya lo oí una vez.
—¿De verdad quieres bajarte del coche?
Rosa no contestó, se acomodó en su asiento y dejó perder su mirada a través de la ventanilla. Equis la miró de reojo, había juntado sus piernas y esto le hizo sonreír. Dejaron la carretera para adentrarse en otra más estrecha que salía a la izquierda. A unos doscientos metros de la intersección, un muro alto, interminable, parecía acotar el terreno situado detrás. Casi equidistante de los extremos del muro, una gran verja, opaca, señalaba la entrada a aquel dominio. Rosa iba distraída. Cuando Equis paró su coche, dio un respingo en su asiento. Fue entonces cuando miro la verja. Un fugaz pensamiento le hizo suponer que habían llegado al destino de aquella carrera hacia lo desconocido.
Capitulo 2
—Hemos llegado —dijo Equis, advirtiendo la incipiente excitación de la joven.
—Esto está mu solo –dijo Rosa mirando la verja.
—No tanto. Dentro, en la casa, hay sirvientes y también vendrán personas para educarte.
Equis, utilizando un mando a distancia, hizo que se abriera la verja de dos grandes hojas. Volvió a poner el coche en marcha y penetraron en aquel recinto vallado. La verja se cerró tras ellos.
Rosa se sintió incómoda. Ella era todo lo libre que se puede ser y presentía que detrás de aquella verja dejaba, por lo menos, la forma de vida que había vivido hasta ahora, sin desear otra ni siquiera imaginada. No se planteaba, sin embargo, el que la nueva que iba a vivir le había sido impuesta y tampoco era consciente de que había tenido la suerte que le ofreció aquel hombre. Así era mejor. Seguramente se embarcó para aquella travesía segura de poder dominar cualquier situación y decidir en cualquier momento lo que más le interesara.
El coche siguió un buen trecho por una estrecha pista enmarcada con palmeras washingtonia . Detrás de esa cortina verde se podía ver un extenso campo, todo arbolado de frutales . Al pasar una curva, la pista se ampliaba en una especie de abrazo a un parterre circular que explotó de colores en las retinas de Rosa. Luego, sus 15
ojos pudieron ver la gran mansión que de forma fantasmal se erguía majestuosa detrás. Un hombre, de parecida edad a Equis, aguardaba estático, como clavado en el suelo, a unos pasos frente a la puerta de la casa; era el mayordomo de Equis. Cuando el coche paró, aquel hombre se movió rápido en dirección a la puerta por la que saldría Equis. Equis descendió, anticipándose. Algo le debió decir Equis al mayordomo, que enseguida fue al otro lado del coche y abrió la puerta por la que Rosa debería salir. Permaneció firme, a un lado, esperando que la joven saliera. Rosa no se movió del asiento, miraba la casa, recorriendo sus amplios ventanales, la hiedra que serpenteaba sus paredes, y hasta los pájaros que se posaban en el alero del tejado. Equis, observando que no se movía, rodeó el coche por detrás y se acercó. Delante de la puerta abierta, se dirigió, lacónico, a Rosa.
—Sal del coche.
Rosa desconectó su contemplativa actitud y miró a Equis. Frunció el entrecejo, como si no reconociera a quien acababa de darle aquella orden. Porque, en efecto, la voz de Equis había sonado más a una orden que a una invitación. Lentamente sacó una pierna e intentó con el pie tantear el suelo. Cuando lo tuvo firme sobre él, sacó la otra hasta apoyar igualmente el pie. Sentada en el asiento, levantó la vista hasta los ojos de Equis y, por primera vez, sintió miedo. La dureza de aquellos ojos no la había visto jamás en ningún otro hombre, ni siquiera en los policías más duros que visitaban el suburbio. Rosa hizo un amago de querer volver al refugio del coche, pero ya Equis la había apresado del brazo y la obligó con su mayor fuerza a que saliera. Rosa Salió ofreciendo alguna resistencia y tratando de desembarazarse de aquella garra que empezaba a hacerle daño.
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—Tú, hijo puta, que me hace daño —le dijo Rosa.
Equis no se inmutó, aunque aflojó su presa hasta liberarla del todo. Luego, como si todo estuviese escrito en un guión, se dirigió a la entrada de la casa. Rosa permaneció en el mismo lugar, frotándose la parte del brazo que había sentido la presión de aquella manaza. El Mayordomo cerró la puerta del coche y se dirigió a la joven con una voz impersonal.
—Joven, debe seguirme. Entremos.
—Yo quiero irme; me iré andando, pa que no se moleste en llevarme.
—Me temo que eso no es posible, joven. Hará bien en hacer todo lo que se le pida que haga, así lo llevará mejor.
Como Rosa no se movía, aquel hombre la tomó delicadamente del brazo mientras le aplicaba una ligera presión que la invitaba a ponerse en marcha. Rosa cedió y comenzó a caminar en dirección a la puerta. El sirviente dejó de impulsarla, liberándola por completo.
Rosa se paró a un paso del marco de la puerta. Pareció dudar en dar ese paso que la dejaría inerme ante la voluntad de los demás. Y por si aún albergara alguna esperanza de retorno, un suave empujón del sirviente que la seguía le hizo comprender que, como poco, antes le había escuchado decir, que era mejor hacer todo lo que le pidieran.
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Capítulo 3
Poco era su ánimo para admirar todo lo que iba viendo mientras caminaba lenta dentro de aquella mansión, porque en verdad que todo era admirable, y desde luego más para ella. No era lo mismo haber visto fastuosas casas en el cine o en la televisión; eso era en las películas, y dudaba que existieran. Después de atravesar el hall, el sirviente se adelantó para abrir una puerta cristalera de dos hojas que cedió a la suave presión. El sirviente se hizo a un lado y con su mano invitó a Rosa a que pasara. A sus ojos aún desconfiados y temerosos se abrió un gran espacio digno de un palacio. Allí, vestida de negro, una mujer esperaba, igualmente, hierática, como poco antes el mayordomo. Clavó su mirada en Rosa sin ningún destello de amistosa bienvenida. A Rosa el pareció fría como la de una serpiente. Rosa se paró. El sirviente cerró la puerta y las dos mujeres se quedaron solas.
—Voy a ser tu tutora. A partir de ahora harás todo lo que yo te diga sin oponerte o… — dijo aquella mujer hasta que Rosa la interrumpió.
—Tié usté cara de bruja. Yo quiero ir a mi casa —dijo Rosa desafiante.
—Me temo, jovencita, que eso no es posible. El señor te ha comprado y le perteneces. Y si te parezco una bruja, deberías saber que las brujas son malas, así que ten cuidado conmigo.
—Y usté conmigo, no sabe bien cómo la gasto cuando me tocan los huevo.
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A la tutora se le demudó el rostro. Su piel tomó el color de la hiel. En lugar de responder, palmoteó dos veces sin perder la compostura. Por una de las puertas del gran salón aparecieron dos mujeres más jóvenes. Eran forzudas de apariencia, algo hombrunas. Vestían con un albornoz blanco y llevaban cofia. La mujer de negro pronunció:
—Llevadla – y dándose la vuelta, se dirigió a la puerta por la que habían aparecido las otras dos.
Las dos nuevas mujeres se acercaron a Rosa y la tomaron por los brazos. Rosa sintió de nuevo que unas garras poderosas la sujetaban y que la forzaban a andar, casi levitando sobre el suelo.
—Vosotra, que yo sé andá –dijo Rosa intentando zafarse sin conseguirlo.
Las dos mujeres, sin hablar, no soltaron su presa e imprimieron una acción de arrastre que hizo patinar a Rosa en aquel suelo de mármol pulido como un espejo. De esa forma, casi en volandas y sin poder evitarlo, Rosa fue llevada hacia la puerta por la que habían entrado aquellas mujeres. Cuando estaban para cruzarla, Rosa intentó darle una dentellada a una de aquellas manos, pero fue sujetada a tiempo de los pelos por la destinataria. Rosa desistió y se incorporó para andar por sí misma.
Entraron en un corredor con muchas puertas. Al llegar aproximadamente a la mitad, se pararon. Una de ellas giró un pomo de una puerta y volvieron a indicar a Rosa con una ligera presión, que ahora tocaba entrar por allí. Era una amplia habitación. Un gran ventanal enrejado daba luz a la estancia; al otro lado, se tenía una visión parcial de la 19
inmensa finca. En aquella estancia con el suelo enmoquetado había una mesa escritorio con una lámpara colgante justo encima, una cama amplia, sin llegar a ser de matrimonio, dos mesillas a los lados, un reloj despertador sobre una de ellas., y otra puerta más. A ella se dirigieron. La abrieron. Era un cuarto de baño. Ya dentro, hicieron girar a Rosa hasta tener a las dos mujeres de frente. La soltaron y una de ellas habló.
—Señorita, vamos a despiojarla. Se quita usted la ropa o se la quitamos nosotras. —Piojo tendrá tu madre, cara culo. Yo soy una mujé mu limpia. A sabé cómo teneí vosotras el chocho.
Las dos mujeres se miraron y sonrieron. Rosa ya había empezado a quitarse la falda por el procedimiento de tirar de ella hasta que cayó a sus pies. Sólo unas bragas blancas, clásicas y de una talla superior a la que Rosa necesitaba, tapaban lo que las bragas tapan.
—¿Qué mirái, eh, vosotra, soi torti? —preguntó Rosa mientras se desabrochaba la blusa.
—Joven, vamos a tener que lavarte esa boca de sapo que tienes. Creo que nos vas a dar más trabajo del que pensábamos.
Rosa las miró displicente. Terminó de quitarse la blusa y dejó al descubierto unos senos perfectamente formados, ni grandes ni pequeños, con los pezones amenazantes, ligeramente dirigidos hacia arriba. Las dos mujeres al unísono fijaron la mirada en aquella parte del cuerpo de Rosa. Rosa, con sonrisa maliciosa, les espetó.
—¿Qué si os dejo da una chupadita? 20
—¡Basta ya, desvergonzada! —exclamó una de ellas.
—Acaba ya. Quítate esas inmundas bragas y métete ahí —dijo la otra, señalando una puerta.
Mientras la primera abría la puerta de lo que era el cuarto de baño, Rosa se quitó las bragas y se volvió hacia la puerta. Se dirigió hacia ella y penetró pasando los pechos a pocos centímetros del pecho de la mujer que le franqueaba el paso. Rosa la miraba a los ojos esbozando una sonrisa y la mujer bajó los suyos hasta casi cerrarlos.
Ya dentro, Rosa creyó saber dónde debía meterse. Además de los sanitarios, una bañera parecía estar dispuesta para ella, pues estaba medio llena de agua de la que se desprendía un tenue vapor. Rosa salvó la altura e introdujo un pie en el agua.
—¡Quema! —exclamó retirando el pie.
—Tiene la temperatura adecuada. Tú nunca te has bañado con agua caliente. Venga, adentro —dijo una de las mujeres
Rosa lo volvió a intentar, y con cautela volvió a introducir primero el pie y luego, poco a poco, la pierna hasta tocar fondo. Pareció que ahora soportaba aquella temperatura, pues no hizo ningún gesto de rechazo. Una vez dentro las dos piernas, introdujo las manos mientras se inclinaba. Cuando las apoyó en el fondo, se arrodilló y se fue estirando hasta sumergir todo el cuerpo. Sólo tenía fuera del agua la cabeza. Las dos mujeres se arrodillaron frente a la bañera, y con sendas esponjas y jabón líquido comenzaron a enjabonar aquel cuerpo que por momentos parecía sentirse a gusto.
—Me estái poniendo cachonda, vosotra —dijo Rosa. 21
Las dos mujeres, imperturbables ahora, siguieron su tarea con especial dedicación a la entrepierna de Rosa.
—¡Vuélvete –ordenó una.
Rosa se sentó y comenzó a inclinarse hasta apoyar la cabeza en un lateral de la bañera. Estiró las piernas, firmemente juntas, y las dos mujeres reemprendieron la acción de enjabonar y frotar el cuerpo. La que se ocupaba de la media parte inferior el cuerpo, intentaba con la esponja penetrar hasta la vulva de Rosa. Ésta se resistía y apretaba más las piernas entre sí.
—Abre las piernas –le dijo—Por ahí debes tener la costra acumulada desde que naciste. No pienses que disfrutamos haciendo esto.
—A sabé. Y yo no tengo costra, que me lavo to lo día el chocho. Alguna vece encarta que un tío me lo hace con la lengua y no siente asco. Pero nunca me lo hizo una tía, ¿mentendeí?
—Mejor, al menos eres virgen en algo –le dijo la que intentaba abrirle las piernas. —Pero si vosotra queré darle una chupadita, pos hacemo el trato, depué me dejái largarme de aquí.
—Ni lo sueñes, putilla. Vamos a hacer de ti una gran dama. Mira si colaboras, porque si no lo haces lo vas a pasar mal.
A estás palabras, Rosa abrió las piernas y dejó que aquella mujer hiciera su trabajo, mientras la miraba para detectar si se lo estaba pasando bien. Rosa era experta en 22
sacarle el dinero a sus amantes ocasionales. Sabía cuándo tenía que pedirles más, y eso lo leía en sus caras desfiguradas por el deseo. No notó nada especial en esta ocasión y no insistió en lo mismo.
El baño duró una buena hora. Rosa se entregó en exclusiva a disfrutarlo como tal, sin otra connotación erótica. Los temores primeros se iban diluyendo.
Salió de la bañera y la envolvieron en una gran toalla, tan suave, que Rosa pareció agradecer aquella caricia sobre su cuerpo. Le situaron un taburete en medio, frente a un espejo de pared que llegaba hasta el suelo y comenzaron el siguiente proceso: Una, de pie, manejaba el secador del pelo mientras se lo cepillaba. Rosa tenía un pelo sano, muy compacto y sedoso, algo rizado. La otra mujer, de rodillas en la moqueta, comenzó por las manos a aplicarle todos los tratamientos de manicura que permitieran un principio de transformación de aquellas manos que prometían ser bellas con el tiempo. Luego siguió con los pies. En toda esta acción, las tres se mantuvieron en silencio; Rosa miraba en el espejo el insólito espectáculo, que suponía que dos mujeres estuviesen trabajando para ella sin pedirle nada a cambio.
Una de las mujeres se ausentó y regresó con una caja. La depositó en el suelo y la abrió. De ella sacó tres bragas de tallas diferente. Le alcanzó una de la las prendas a Rosa y ésta la tomó en sus manos, la miró y la acercó a su mejilla. La suavidad debió complacerle tanto que continuó con ella pagada a su piel.
—Son unas bragas, no un pañuelo –le dijo la mujer. —¿Son pa mí?
—Son para ti, para que te las pruebes.
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Rosa obedeció. Se las comenzó a poner sentada como estaba y se levantó para ajustárselas. Le ajustaban demasiado, y la mujer que llevaba la operación le dijo:
—No te valen, quítatelas.
Rosa se las quitó y cogió otras que la mujer le ofrecía. Se las puso, y esta vez sí le sentaban perfectamente.
—Me gusta esta braga con agujero.
—Es encaje; eso se llama encaje.
—¿Son pa que me vea guapa el señorito?
Las dos mujeres se rieron. Una de ellas le respondió:
—Si te refieres al dueño de esta casa, te aseguro que no. Mucho tendrás que cambiar para que el señorito, como tú lo llamas, quiera verte las bragas.
Rosa se encogió de hombros. Ahora era la otra mujer la que le ofrecía un sujetador. Rosa lo tomó y mirándolo, dijo:
—¿Pa qué? Yo tengo la teta mu bien puesta y se tiene sola.
—Es para que no se te caigan y para que no se muevan cuando andes —le dijo una de las mujeres.
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Rosa adaptó sus senos a los cuencos del sujetador y una de las mujeres le ayudó a abrochárselo.
—¿Y por qué no se tiene que mové?
—Porque una señorita no debe… Porque las señoritas llevan sujetador —respondió la misma algo dubitativa.
La siguiente prenda era una delicada enagua tres cuartos, de satén, también con encajes. En esta ocasión no se la dieron a Rosa; se la puso una de aquellas mujeres enfundándosela por la cabeza. Las dos mujeres parecieron intercambiarse gestos de complicidad. Rosa se volvió hacia el espejo y exclamó.
—¡Ya parezco una princesa!
—Pareces una joven limpia —le replicó una de las mujeres.
—¿Cómo te llamas tú? –preguntó Rosa a quien había hablado.
—Me llamo Dama Primera; así es como debes llamarme.
—Y yo Dama Segunda —dijo la otra.
—Bueno, eso no son nombre de vírgene ni de santo —dijo Rosa sin dejar de mirarse en el espejo.
—No lo son, pero así nos debes llamar —dijo Dama Primera.
—Vamos al dormitorio. Tendrás que terminar de vestirte –dijo Dama Segunda.
Rosa estaba tan fascinada mirándose, que no atendió a la orden. Dama Primera la tomó del brazo y la condujo a la puerta. Mientras andaba, Rosa, vuelta hacia el espejo, parecía no querer desprenderse de aquella imagen.
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En el dormitorio y de un armario empotrado sacaron un vestido. El vestido, aunque de buena factura, no era espectacular. Rosa permanecía expectante. Dama Primera se acercó a la joven y le puso el vestido pegado al cuerpo, mientras consultaba la opinión de su compañera.
—Está bien para la ocasión —dijo ésta.
Ayudaron a Rosa a enfundárselo y abrochárselo por detrás. Le probaron hasta cuatro pares de zapatos y Rosa quedó lista para la entrega.
—Ahora vas con tu tutora, nosotras hemos terminado por ahora -dijo Dama Primera. —¿Con la bruja? ¿Y qué voy a hacé?
Le respondió Dama Primera.
—Espero por tu bien que no la llames bruja; debes llamarla Señorita Tutora.
—¿Aquí nadie tiene nombre de pila? Bueno, yo me llamo Rosa. ¿Me va a cambiá mi nombre?
—Hasta ver qué se puede sacar de ti, nuestros verdaderos nombres no te interesan — dijo Dama Segunda
—De mí no vai a sacá na.
—Eso se irá viendo; de momento no pareces equivocada —dijo Dama Primera, y comenzó a andar hacia la puerta del dormitorio. Dama Segunda apoyó su mano en el hombro de Rosa y presionó ligeramente para que se pusiera en movimiento.
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La llevaron por el pasillo, más al fondo, y ante una puerta, golpeo una de las damas con los nudillos. Del interior se oyó una voz que invitaba a pasar. La misma dama que había golpeado, giró el pomo y abrió. Dentro ya, una amplia habitación, con suelo de parqué, disponía de cosas que a Rosa le parecieron extrañas. Pero no eran cosas realmente extrañas, sino cosas nunca vistas por ella. Se trataba de aparatos de gimnasia, una mesa sobre la que reposaban dos servicios completos: platos, cubiertos, servilletas. La mesa parecía dispuesta para que dos personas se sentaran allí a comer. En otro lado de la habitación y ocupando un tercio de la misma, había dos butacas frente a una pantalla de plasma. Y ya en un rincón, un pupitre, y una pequeña librería cuyos estantes estaban repletos de libros.
En el centro de aquella sala, la Tutora esperaba. Rosa se paró a dos pasos de la entrada, lanzó una mirada evasiva a aquella mujer y paseó su mirada por todo lo que le llamaba la atención.
—Dejadnos solas —dijo la Tutora, dirigiéndose a las damas.
Sin intercambiar más palabras, las dos damas salieron cerrando la puerta tras de sí. Rosa seguía ignorando a la Tutora, quizá para mostrarle que no la temía. La Tutora se dirigió a ella.
—Joven, dos cosas debes grabarte en tu frente si quieres que todo esto no suponga para ti un infierno. Una de ellas es obedecer en todo lo que se te pida; la otra mostrar interés en aprender aquello que se te enseñe.
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Mientras hablaba la Tutora, Rosa había dejado la contemplación de los objetos que había en aquella sala y escuchaba con la expresión de quien quiere entender lo que se le dice y no lo consigue.
—¿Y si no qué? ¿ Dónde está él?
—¿Te refieres al señor Equis? Lo verás más tarde. Lo verás todos los días a última hora. El evaluará tus progresos.
—Yo no entiendo na de lo que usté dice. ¿Qué tengo que hacé ahora?
—Bien, empecemos. Este es el programa de cada día hasta nueva orden: Te levantas a las 8 y vienes a esta sala donde harás una serie de ejercicios en esos aparatos. Una persona te guiará. Luego volverás a tu habitación y te ducharás, te vestirás y volverás aquí para tomar tu desayuno en esa mesa, yo te acompañaré. Tendrás a las damas a tu lado para ayudarte a vestir, a peinar y para cualquier cosa que razonablemente necesites. El resto de la jornada estarás a mis órdenes. Aprenderás a leer, a escribir y temas de cultura general que te impartiré yo al principio y que más adelante lo harán profesores específicos de las materias que debas profundizar. La jornada terminará
cenando con el señor Equis a solas. El me dirá luego cuanto a tus progresos.
Rosa, ya después de las primeras palabras de la Tutora, que le estaba diciendo. Así lo señaló diciendo:
—Tú habla como una cotorra y no me entero de na.
lo que estime oportuno en
había perdido el hilo de lo
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La Tutora, mordiéndose los labios, se cargó de paciencia y determinó para sí misma que aquella joven era tan silvestre como una amapola, que debería al menos intentar hacer su trabajo y que decidiera el señor Equis si valía la pena seguir intentándolo.
—Bien, vamos entonces a lo que toca ahora. Siéntate en esa mesa, ahí, frente a ese plato.
—¿Vamo a comé? –preguntó Rosa acercándose a la silla.
—No vamos a comer, vas a aprender cómo se comporta una señorita en la mesa –y la Tutora se sienta al otro lado—. Retira un poco la silla, lo suficiente para poder sentarte, como hago yo…Así. Ahora te sientas, con las piernas juntas y acercas la silla a la mesa tomándola del asiento con las dos manos… Así. Ahora coges la servilleta y te la pones sobre el regazo, quiero decir extendida encima las piernas… Bien. Pon los brazos apoyados en el borde de la mesa… No, así no, sólo un poco más atrás de las muñecas… Así. Se te servirá la comida. No pidas más de lo que te sirvan, aunque puedes interrumpir que te sirvan si consideras que tienes suficiente; eso lo haces indicándolo con la mano, así. Toma la cuchara de la sopa, ésta, si te sirven sopa. Mantente erguida, nunca tumbada sobre la mesa. Tomas media cucharada de sopa, la pasas por el borde del plato para que no gotee y te la llevas con cuidado a la boca, nunca la boca debe ir a buscar la cuchara… Así. Cierra la boca cuando tengas la comida dentro…Así…
Y así, la Tutora fue simulando todas las fases del bien estar en la mesa. Rosa parecía un mono imitando todo lo que le decía, con más o menos fortuna la primera vez, mejor la segunda y casi perfecto la tercera. Parecía interesada en aquello que le estaban enseñando, pues se aplicó en silencio. La Tutora, a medida que Rosa iba interiorizando 29
todo lo que previamente le había corregido, se mostraba más comprensiva con el error siguiente y hasta su voz se hacía más dulce. Después de considerar que el avance había sido notable, le dijo:
—Rosa. Si te comportas así esta noche cuando cenes con el señor Equis, seguro que lo pondrás muy contento. Verás que si pones el mismo interés en todo lo que te enseñemos, este trabajo será lo más bonito que has hecho en tu vida. Esto se llama educación, y mucha gente paga por adquirirla. Tú tienes la suerte de tener a un hombre como el señor Equis que hará todo por ti, para que seas toda una señorita.
—Yo creo que toda la señorita son un poco pija, a lo que veo en la tele y en el cine. Pero me gusta lo vestido que se ponen, lo coche que montan y lo tío que ligan. También la casa que tienen, la jodia.
La tutora la dejó terminar, mientras esbozaba una sonrisa.
—Esas sólo son algunas de las cosas al alcance de las señoritas. Me estaba dando cuenta mientras hablabas que hay algo que tienes que mejorar en tu dicción; en la forma de decir las palabras. Te comes la ese en todas las palabras que terminan en ese y otras letras. Vamos a ver. Si es más de una la señorita, entonces debes decir “lass señoritass. Y lass señoritasss son pijass, no pija. Del mismo modo, debes pronunciar lass casass, y no la casa, salvo que todas vivan en la misma, ¿has comprendido?
—Lass señoritass, pijass, casass… Las señoritass, casass, pijas…
—Eso es, jovencita. Practica tú sola hasta que lo hagas sin esforzarte. Otra cosa: ¿Tú sabes qué palabras son feas?
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—Loss tacoss.
—Muy bien. También otras que utilizas y que una señorita educada no lo hace. Empieza por no decir tacos y yo te iré indicando las otras palabras feas cuando las digas.
—Eso va a se difici.
—Termina las palabras. No se dice se sino serrr, y tampoco difici, sino dificilll.
—Serrr, difícilll.
—No te preocupes, que yo te corregiré cuando sea necesario.
Y en estas y otras cosas que pulían los defectos que Rosa iba mostrando, amén de algunas recomendaciones que la Tutora le hacía, fue pasando la tarde. Sin duda la Tutora estaba sorprendida de dos cosas: la facilidad que mostraba Rosa para aprender y el interés que ponía, sin quejarse en ningún momento de lo que en ocasiones era pura monotonía repetitiva.
Eran ya las ocho de la tarde, cuando la Tutora dio por terminado aquel primer contacto con la educación de Rosa. Se acercaba la hora de la cena y debía llevar a su pupila al comedor principal. Deberían andar algún trecho y por el camino le fue diciendo:
—Haz todo lo que has aprendido. Por ahora, esperas a que el señor Equis te pregunte o te dirija la palabra. Se levantará del asiento si está ya allí . Tú lo saludas con un “Hola, señor Equis” y te diriges directamente a la silla que está al otro lado de la mesa. Si no ha llegado aún, te sientas, y cuando él venga, no te levantes, esperas simplemente a que él se acerque a ti y te salude.
—Vale, él se levanta y yo me quedo sentada.
—No digas vale cuando estás de acuerdo; di “está bien”, o “de acuerdo”. 31
La tutora abrió una puerta doble y el gran salón se abrió espléndido. Una gran mesa oval, para no menos de doce comensales, situada en el centro de un suelo enmoquetado, era lo menos notable. Dos lámparas de cristal de roca colgaban del techo, justo encima de la mesa ya montada para cenar dos personas, y por la posición de los cubiertos, alejadas una de la otra tanto como el largo de la mesa. Pinturas al óleo enriquecían las paredes. Unas vitrinas dejaban ver rica cristalería y alguna figura de porcelana. Y no estaba aún el señor Equis. Rosa entró sin que la Tutora, que permaneció un instante en el quicio de la puerta, le indicase nada. Luego cerró la puerta y se fue. A medida que Rosa caminaba hacia a la mesa iba mirando todo lo que prendía su interés. Se dirigió a un cuadro que representaba unas bailarinas de ballet. Sus gráciles y aéreas figuras parecían volar sobre el suelo. Rosa hizo un tímido intento de imitar a una de ellas, pero al no poder sostenerse sobre las puntas de los pies, desistió de intentarlo de nuevo.
Rosa se volvió hacia la mesa y se acercó a una de las sillas. Ya cerca de ella, pareció intentar recordar lo que le había dicho la Tutora. Cogió la silla por la parte alta del respaldo y la separó algo de la mesa, pero mirando el hueco abierto, debió pensar que no era suficiente para poder sentarse, así que la separo algo más. Intentó sentarse, pero a punto estuvo de tirar la silla al suelo. Se levantó y la separó más. Ahora ya no le cabía duda de que el hueco era lo bastante amplio como para sentarse. Se sentó. Midió con los brazos la distancia de la mesa y comprobó que apenas llegaba a ella con la palma de la mano. Sin dudarlo, tomó el asiento con las dos manos y repitió el movimiento que le había enseñado la Tutora. Una vez hubo quedado conforme con la distancia, se entretuvo en simular algunos de los comportamientos referidos a la
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posición de los brazos, el llevarse la cuchara a la boca, partir un supuesto filete con tenedor y cuchillo…
En esas estaba, cuando un ruido detrás de ella le hizo dejar caer los cubiertos sobre el plato y adoptar la postura de espera. Pronto vio aparecer delante de ella, en un lateral de la mesa, al señor Equis.. Vestía informal, con un suéter blanco de cuello en triángulo invertido, camisa azul claro y pantalón beige. Rosa, algo cohibida, mantuvo su mirada de frente, a la espera de alguna señal. El señor Equis la miró sin decir nada. Parecía estar complacido, o quizá asombrado. Después de unos segundos, dijo:
—Hola, Rosa. Por Dios, ¿eres tú la joven que traje hace unas horas?
Rosa se volvió a mirarle.
—Sí, soy yo, señorr Equis.
—Pues parece que el milagro comienza, jovencita. Casi me cuesta creerlo. Bueno, ¿te parece bien que cenemos juntos?
—A mí sí, tengo hambre.
El señor Equis sonrió. Aquella contestación le aseguraba que estaba ante la Rosa cambiada, pero no tanto como para llamarlo milagro.
Se fue al otro lado de la mesa y se sentó. Miraba a Rosa mientras se colocaba la servilleta encima de las rodillas. Rosa le miraba y apartaba alternativamente la mirada.
—¿Estás segura de querer ser una princesa? 33
—Es bonito aprenderr cosass que no sabía.
—¿Por qué haces eso con algunas palabras, que parece que las arrastras?
—La señorita Tutora me enseñó eso para que no me comiera lass palabras.
—¡Ah!, comprendo. Aprendes rápido y bien, creo que serás pronto una princesa —dijo esto mientras daba dos palmadas.
Un camarero apareció por otra puerta. Portaba una sopera. Se acercó a la mesa y miró al señor Equis. Éste le hizo un indicación con la mano y el camarero se dirigió a Rosa. Destapó la sopera y extrajo una porción con el cazo que llevó al plato de Rosa. El señor Equis permanecía atento a cualquier detalle. Rosa, sin mirar al plato, debió acordarse de un de las recomendaciones de la Tutora y levanto levemente la mano para significar que era suficiente. El camarero dudó.
—Está bien así, señorita?
—Ya levanté la mano, ¿no la viste?
El camarero, confundido, miro al señor Equis. Éste fue más explícito con su gesto ,y el camarero fue a servir al otro lado. Luego se retiró.
—Entiendo, jovencita, que las cosas que se aprenden no tienen una fácil continuidad en la práctica. Dos cosas no has hecho bien: decir basta sin mirar. Eso se puede hacer cuando no se tiene hambre y, por cortesía, se acepta probar lo que te sirven; la segunda fue que pusiste al camarero en una situación embarazosa al dudar de su buen entendimiento. Pudiste decir simplemente, sí, gracias. Pero no te preocupes, que estos errores son normales y los superarás.
—¿Puedo decirle una cosa? 34
—Claro, estamos aquí para comer y hablar.
—Yo cuando me hablan mu de seguido, como usté o la señorita tutora, casi no me quedo con na de lo que dicen.
—Está bien, procuraré hablar para que me entiendas.
El señor Equis quedó sumamente complacido con los progresos que durante la cena pudo constatar. Así se lo manifestó a Rosa, quien sonrió igualmente complacida.
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Capítulo 4
A partir de entonces, todo transcurrió como si de una metamorfosis perfectamente natural se tratase. Mil anécdotas se podrían contar, muchas simpáticas y alguna triste, como la que sucedió cuando Rosa quiso agradecer al señor Equis todo lo que estaba haciendo por ella. Había transcurrido casi un año. Rosa había cambiado notablemente. Ya era capaz de entender cualquier razonamiento, y era frecuente que se enzarzara con el señor Equis en discusiones variadas, en las que manifestaba tener un criterio muy agudo. Rosa le había planteado la siguiente cuestión al señor Equis:
—Llevo casi un año aquí encerrada. No me quejo, ya que comprendo que es mucho lo que debo estudiar y aprender, pero tengo grandes deseos de ver a mis padres, a mi tía, a alguna amiga del barrio donde pasé mi infancia. ¿Es mucho pedirle que me lleve a visitarlos?
El señor Equis, con un punto de cólera, respondió:
—Deberías tener claro que aquel mundo ya no existe para ti. Si te das cuenta, volver por allí supondría que aún sientes cariño por las personas que no tuvieron inconveniente en venderte, porque tú sólo eras para ellos una mercancía. —¿Mercancía? ¿Venderme? ¿Quiere decir que me vendieron?
—Así fue, jovencita. Y fue fácil, ni siquiera tuve que discutir el precio y mucho menos las condiciones. A tus padres les dije: “Quiero llevarme a Rosa conmigo, les ofrezco esto”. Fue tu madre la primera en extender la mano, sin preguntarme para qué y sin 36
mirar cuánto recibía. Me firmaron un papel, que ni siquiera leyeron, donde exponía mi intención de adoptarte para educarte. A tu tía le ofrecí tres mil euros para que me cediera la custodia, aunque en realidad no necesitaba su consentimiento, pero que en vista del provecho que sacaba de ti, supuse que no te soltaría sólo por tu bien. Lo que yo quería era que no molestaran más adelante reclamándote. Lo han podido hacer, pues la adopción no se formalizó legalmente. Tú eras libre de volver con ellos, si así lo decidías, así que la compra no fue estrictamente formal, pues no era mi intención el que fueses mi hija adoptiva… Ellos te vendieron, yo no te compré.
El señor Equis interrumpió su narración al ver que unas lágrimas resbalaban por la mejilla de Rosa.
—Tienes un alma generosa. Yo haría lo que me pides, pero me temo que tu familia,, cuando te vea no te reconozca, y tampoco tus amigas, y tú sufrirás por ello.
—¿Ha dicho alma generosa? He tardado en comprender qué quiere decir eso de tener alma. Antes de encontrarme con usted me decían que no tenía alma; ahora sigo creyendo que no la tengo. Al margen de cómo se comportara mi familia, durante todo este tiempo no he tenido deseos de visitarles; ni siquiera los he echado de menos. Le seré sincera: mi deseo de verles no era por otra cosa que por presumir ante ellos de lo que ahora soy. Sólo tengo una duda: si son peores ellos que me vendieron que usted que me compró, aunque diga que no. Pero no se preocupe, que me da igual una cosa que la otra.
El señor Equis quedó sorprendido de la respuesta de Rosa. Significaba que aquella joven era fría como el hielo. Se podía amar y odiar, esos eran sentimientos, pero querer
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simplemente presumir era muestra de ser una persona vacía, y quiso asegurarse de aquella mala impresión.
—Rosa, dices que sólo querías presumir. ¿Por qué, entonces, has llorado?
—Lloré cuando me di cuenta de que usted sólo está haciendo de mí su obra maestra, que luego venderá a cualquiera que sea digno de mí. Lloré cuando usted dijo que me había comprado. Lloré cuando me aclaró que nunca pretendió ser mi padre, aunque sólo fuese como hija adoptada. Como verá, nada de esos sentimientos hablan del alma, porque, en definitiva, lloré por una frustración egoísta. Pero todo me da igual, sí, porque no puedo morir de que no me dé igual.
El señor Equis se quedó pensativo. Rosa le había dado muestras de persona compleja, pero ahora se sentía dominado por un sutil pensamiento enteramente inducido: Rosa intentaba ser algo inseparable de él mismo, no le daba igual, como decía, y el discurso que él oponía era mostrar un pliego de intenciones ya antiguo.
Si, en definitiva, era cierto que Rosa había pretendido ser en su vida algo más que un proyecto caprichoso de rico aburrido, él tendría que encauzar aquel deseo, que no sentimiento. Porque detrás de aquel deseo, como bien había señalado Rosa, sólo había un afán de deslumbrar con un estatus social, que pasaba por ser parte de él y de su riqueza, algo que nunca tuvo en su mente.
¿Valía la pena aquel proyecto que podía írsele de las manos y quién sabe si terminara disponiendo de su vida y hacienda. El señor Equis, sumido en esos pensamientos, trataba de encontrar un símil en los azares padecidos en su vida. Podía ser algo parecido a cualquier situación comprometida de las muchas superadas, y en las que se 38
consideraba experto. Recordó una ocasión en la que alguien le quiso hacer chantaje y cómo lo resolvió.
Rosa, por su parte, buscaba el modo de dar satisfacción a deseos ocultos, cada vez más apremiantes. ¿Y qué deseos podía tener una joven de dieciocho años aún no cumplidos?
Ya había sido presentada de forma restringida a algunos amigos del señor Equis. A Rosa no le había pasado inadvertido un joven abogado que trabajaba en una de sus empresas. El señor Equis, como parte del aprendizaje a que sometía a Rosa, había organizado una pequeña fiesta en su mansión y a ella había invitado a ese y otros jóvenes de ambos sexos. Se trataría de ver cómo se desenvolvía Rosa en ambientes controlados. Rosa tenía que pasar por sobrina del señor Equis, de visita a su tío. Así lo había dispuesto el señor Equis y así Rosa lo había asumido. De esta fiesta Rosa tuvo un especial recuerdo que era recurrente en muchos momentos: aquel joven abogado le había hecho sentir algo especial, que, lejos de satisfacerla, le había creado ansiedad: deseaba verle de nuevo, y pronto.
—Señor Equis. ¿Puedo pedirle algo, a cambio de no ir a ver a mi familia?
—Dime qué quieres y veré si puedo.
—En la última fiesta que organizó para mí, uno de los jóvenes, Miguel se llama, fue muy gentil conmigo. Quisiera volver a verle.
El señor Equis comprendió perfectamente lo que Rosa le quería decir. En principio, aquel deseo de Rosa podía muy bien ser un sentimiento incipiente que desembocaría en amor si se alimentaba. Pero no le pareció sino precipitado: Rosa estaba siendo reconstruida para alcanzar un objetivo mucho más importante; un desenlace amoroso 39
con aquel joven convertiría su proyecto en algo mediocre o vulgar, a lo que no estaba dispuesto.
—No puedo concederte ese deseo, Rosa. Miguel es un buen chico, pero no te conviene intimar demasiado con él. No has tenido aún todas las oportunidades que te reservo, por lo que deberás esperar para comprometer tu corazón con quién te merezca.
Rosa hizo un mohín de disgusto. ¿Podía tener algún deseo que el señor Equis encontrara inocuo para sus propósitos?
—No creo que me enamore de Miguel. No creo que me llegue a enamorar de nadie. Cuando bailé con él, sentí que me quemaban sus manos, que me ahogaba su aliento, que me penetraban sus ojos… Sentí un gran deseo de poseerlo, pero ni él ni yo dimos el paso adelante. Ahora, en su ausencia, tengo frecuentes perturbaciones, una ansiedad que me consume…
El señor Equis escuchaba a Rosa embelesado, excitado por momentos ante aquellas manifestaciones tan sensuales de Rosa. Se sentía impulsado a tomarla entre sus brazos y fundirse con ella. Los sentimientos estaban inhibidos hacia tiempo y ahora eran contenidos por la inercia contraria. Rosa era sólo un cuerpo; ella misma renegaba del alma, o no creía tenerla. Eran, pues, dos cuerpos electrizados de diferente signo, que sólo necesitaban aproximarse para que las leyes físico-químicas dieran lugar a una reacción explosiva, inevitable.
Pero lo que parece inevitable tiene sus propias reglas. Para el señor Equis éstas eran todas relacionadas con su autoestima. No podía cambiar su altruista proyecto por una reacción tan abrupta, tan elemental, como a la que su cuerpo le estaba pidiendo. 40
Convertiría a Rosa en un objeto pulido, digno de su refinado y exquisito gusto al satisfacer los deseos del cuerpo, y esto sería inmediatamente reprochado por su ética. Otra cosa sería que él sintiese por aquella joven algo más, o mucho más, pero esto, que tiene que ver con las potestades del espíritu, nunca lo había percibido al no permitirle un cauce fluido. Así pues, el señor Equis consiguió inhibir la reacción del deseo tomando una mano de Rosa, que, afortunadamente para él, encontró fría como el hielo. Lo que era un complejo escenario para el señor Equis, para Rosa era tan simple como una señal que puso en marcha todos sus sentidos superiores. Por extraño que parezca, los impulsos espontáneos son con frecuencia más sabios que las laboriosas disquisiciones del pensamiento, aunque obedezcan a estos.
El impulso de Rosa, en esta ocasión, fue retirar su mano de forma que el señor Equis lo interpretó como un rechazo. El señor Equis no interpretó este rechazo de Rosa como su indisposición a ser consolada de forma paternalista, sino como —y en esto volvió a ser primario—la negativa de Rosa a que el señor Equis fuese la alternativa a aquel joven que le había encendido de pasión. Para Rosa el señor Equis no era una cosa ni la otra; era el “señorito” de la ciudad que podía pagarle un capricho. Pero mientras el capricho del señor Equis ya había sido claramente establecido y aún no consumado del todo, para ella aún no estaba fijado su propio capricho ni el precio del mismo. Todo aquello que había obtenido hasta ahora del señor Equis, apenas tenía otro significado que el haberle abierto la mente aun mundo nuevo en el que se vivía mejor que en el que había nacido y vivido sus primeros años. Pero por más que se consideraba una candidata a disponer de él a su antojo, de momento no era más que rehén de aquel hombre, que bien podía en cualquier momento arrojarla de su paraíso.
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Sin duda Rosa había calculado el momento pero no el precio que le pediría a aquel hombre. El momento podía ser de dos características: que él le pidiera su cuerpo o que ella dispusiera el método para cobrarse lo que estimara oportuno. En ambos casos, faltaba un término más e importante: saber ella hasta dónde podía esperar recibir y fijar así el capricho. Y Rosa no lo sabía. Fue por este último motivo que Rosa consideró que su precio no podía ser fijado aún.
—Maduremos este asunto, Rosa. Debido a la reclusión voluntaria a la que te has sometido, apenas has conocido jóvenes de tu edad. Podrías equivocarte si en estas circunstancias crees que tal o cual joven te interesa y te comprometes. Podrías arrepentirte más tarde a un costo incalculable. Y no vale que renuncies a una mejor ocasión. No has llegado a la cumbre de tu ascensión, y cuando llegues, puede que todo lo que ahora ves hermoso y atractivo sea luego mediocre.
—Me gustaría saber dónde ha puesto usted esa meta para mí. Yo creo que ya he alcanzado cosas que jamás soñé.
—¿Y eso colma tu ambición? Dime la verdad, Rosa, ¿te conformas con lo que has logrado?
Rosa no contestó.
—Está bien, querida, mantén tu ambición viva, la necesitas para seguir adelante.
—Así lo haré, Don Ernesto.
—¿Cómo has dicho?
—Se llama Don Ernesto, ¿no?
—Te dije que me llamaras señor Equis.
—¿Por qué? ¿Por qué usted me llama por mi nombre y yo no puedo hacer igual con el suyo?
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—Tiene una explicación. Todos aquí somos, de algún modo, instrumentos a tu servicio. Mientras nuestras verdaderas identidades estén soslayadas, cualquiera de nosotros pensaremos que estamos realizando una misión instrumental y por un tiempo definido. Tú, sin embargo, eres Rosa, y no podrás ser otra cosa.
—Un poco rebuscada su explicación. Lo que pienso es que mientras no conozca sus identidades, no podré reclamar nada de usted. Si decide echarme a la chabola de donde me sacó, jamás tendré acceso a importunarle. No importa, usted es para mí un perfecto desconocido, así que le seguiré llamando señor Equis.
—Aunque sólo sea por guardar las apariencias con el resto del servicio, así deberá ser. Yo te diré cuándo me podrás llamar por mi nombre.
—Vale. Ah, perdón, quise decir de acuerdo.
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Capítulo 5
Con falsas demostraciones de amistad y otras argucias, Rosa ya había obtenido bastante información de la indiscreción de sus damas, no tanto de la Tutora, que era más que hermética al prodigar confidencias relacionadas con el señor Equis. Según aquellas, el señor Equis había enviudado hacía cinco años sin que del matrimonio tuviese descendencia. Que desde entonces no le conocían ninguna relación con ninguna mujer, aunque sospechaban que se debía desahogar ocasionalmente, o que tenía alguna para ese fin, recluida como a Rosa en alguna de sus muchas propiedades. Así pues, Rosa dedujo que su benefactor no tenía a nadie en un rango superior que se interpusiera entre ella y él, por lo que, por ese lado, no creyó la necesidad de indagar más. Por las mismas damas supo que la Tutora era, además, la persona de confianza del señor en aquella casa, considerada si vivienda habitual, que manejaba con mano de hierro a todos los empleados y que defendía los intereses del señor como propios. A la vista del rol especial de la Tutora, Rosa la puso en el punto de mira, por si tenía que dispararle. Si algún obstáculo preveía a la vista, éste no podía ser otro, de momento, que la mujer que velaba los intereses de su amo, y quién sabe si sus propios intereses.
Por si hubiese dudas, se produjo un hecho que, lejos de molestar a Rosa, le fue de gran utilidad para iniciar los planes que pugnaban aceleradamente por ponerse en práctica. Fue cuando una tarde se vestía para asistir a la cena con el señor Equis. Hasta entonces habían sido las damas las que la ayudaban, luego, la Tutora daba su visto bueno o hacía sugerencias. Fuese porque últimamente la Tutora se disgustaba notoriamente con los descocados vestidos que Rosa elegía, más propios de una cena 44
de gala con comensales a los que se pretendiera deslumbrar, que inmediatamente ordenaba sustituir por otras más casuales. En esa ocasión, señaló a las damas que sería ella la que se ocuparía de asistir a Rosa y que , por tanto, podían irse. Rosa, acostumbrada a tomar la iniciativa en la elección del vestido, comenzó a probarse de forma desenfrenada vestido tras vestido, superponiéndolos a su cuerpo en ropa interior y mirándose en el espejo mientras hacía figuras con coqueta sensualidad. La Tutora la observaba en silencio. Cuando Rosa pareció haber encontrado el que quería para esa noche, la Tutora indicó:
—Ese no, Rosa.
—¿Por qué? Es bonito, ¿no?
—Demasiado atrevido. Pareciera, últimamente, que intentas conquistar al señor, cuando deberías comportarte como una hija.
—También un padre estaría orgulloso de contemplar a una hija tan bellamente vestida. —Mira, jovencita, el caso es que tú no eres su hija y tampoco alguien que le deba agradar por otra cosa que no sea tu aplicación en conseguir lo que pretende de ti, y que bien lo sabes. Así que vete quitándote de la cabeza cualquier pensamiento en ese sentido.
—Y es usted la que, además de no considerarlo apropiado, lee mis pensamientos para luego prevenirme.
—Naturalmente que no leo tus pensamientos, pero por tu bien te anticipo que ni se te ocurra tenerlos.
—Supongo que el señor Equis si determinara hacerme su hija adoptiva, o amante, como usted dice, lo haría desde su capacidad de decisión absolutamente autónoma, al margen de usted, o ¿pretende hacerme creer que el señor Equis la necesita para tomar cualquiera de esas decisiones?
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—Desde luego que no, pero yo puedo anticipar lo que le conviene o no al señor, y si puedo, lo evito. Para eso me tiene.
—Comprendo. Usted es una especie de ángel de la guarda del señor.
—Considéralo así, si consigues entenderlo. Creo que ya quedas advertida.
—Ha querido decirme esto y por eso hoy ha despedido a mis damas, ¿no?
—Exacto.
—Muy bien. Sólo pretendía hacer agradable mi presencia al señor, pero si usted cree que se puede echar a perder conmigo, procuraré no incitarlo a tal desgracia. ¿Me dice qué me pongo?
La Tutora se acercó al armario y extrajo un vestido.
—Este.
Rosa se lo puso en silencio, y se plantó delante de la Tutora con la humildad de una colegiala que espera la aprobación.
—Está bien. En lo sucesivo no pierdas el tiempo poniéndote vestidos que indiquen mala intención por tu parte. Nos ahorraremos discusiones.
Rosa no contestó a aquella impertinencia, sólo esbozó una enigmática sonrisa que la Tutora no advirtió.
***
Una mujer con una salud de hierro como la que tenía la Tutora no era previsible que enfermara, especialmente si enfermaba de una enfermedad desconocida. Los síntomas eran nuevos para los doctores que estudiaron su caso. Ni de los análisis exhaustivos se pudo diagnosticar cuál era la causa por la que aquella mujer ni siquiera 46
tenía una enfermedad rara o atípica pero catalogada como tal. El caso es que su extraña enfermedad parecía imparable a cualquier tratamiento, por más que el señor Equis puso todos los medios que estaban al alcance. Desde que enfermó, y en los primeros momentos, apenas pudo ocuparse de sus cometidos en la mansión. Luego la debilidad de sus miembros primero, del habla después, y de sus estado general final que la postró en la cama como un vegetal, hizo que la Tutora fuese algo que para el señor Equis sólo había que mantener en aquella precaria vida con cargo al presupuesto de la casa, como cualquier objeto inanimado. Al señor Equis eso no le suponía ningún quebranto económico ni personal, y su gratitud a aquella mujer le imponía la carga que se resolvía únicamente con dinero
Rosa, desde aquella advertencia que le hiciese la Tutora, se determinó a eliminar aquél obstáculo. No podía cometer errores. Dedujo que una muerte por asesinato, por muy sofisticado que éste fuese, siempre tenía un margen de error que podía determinar el descubrimiento del autor. Sin embargo, una enfermedad que dejase postrada a una persona, tenía la ventaja de que mientras se descubría la causa de la enfermedad, no se pensaba en que la causa fuese la actuación dolosa de otra persona. Pero para que esta táctica funcionase, la enfermedad no debía ser la causa de algún agente conocido por la medicina. Rosa sabía que los venenos dejan rastro detectable, así que de inmediato los excluyó.
Como era una lectora empedernida, no llamó la atención de nadie los extraños títulos de libros que pedía y que el señor Equis se encargaba personalmente de procurarle, encantado de la afición de su pupila. De muchos de ellos hablaban en la cena cuando Rosa le resumía su contenido o hacía alusión a algún contenido específico que suponía iba a despertar el interés del señor Equis.
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Últimamente, y como libro de cabecera, Rosa tenía un libro que a primera vista ya se podía decir que se trataba de un libro antiguo. Por su encuadernación, su título en doradas letras, ya muy desgastadas y casi borrosas, el libro podía tener más de doscientos años. No le resultó fácil encontrar aquel libro que Rosa le había pedido como regalo de su 18 cumpleaños. Era un capricho que el señor Equis apreció, pues denotaba que Rosa no estaba interesada por los bienes materiales. El señor Equis no se paró a pensar, menos a indagar, qué ofrecía aquel raro libro, era un libro, en cualquier caso, y Rosa ya le hablaría de él.
En una de las cenas que mantenía con Rosa, el señor Equis se acordó de aquel libro y le preguntó:
—Rosa, ¿leíste ya el libro que pediste como regalo de cumpleaños? —No es un libro para leer, es un libro para estudiar y meditar. —¿De qué trata?
—De la vida y de la muerte
—¡Ah, parece interesante! ¿Y qué concluyes de lo estudiado o meditado?
—Sí, anoche, antes de dormir, estuve meditando algo de lo que el libro habla. —Cuando lo tuve en mis manos, abrí el paquete en el que venía, pero no pude ver quién era el autor. El título no estaba tampoco claro, y no intenté ver de qué trataba, porque hubiese sido algo como violar tu intimidad. Además, yo no tengo tiempo de leer y me encanta cómo me resumes tú lo que lees. Bueno, dime qué te hizo meditar.
—No se ría de mí, pero me fascina la idea de que no haya vida ni muerte, sino un estado intermedio.
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El señor Equis desde luego que no se rió de Rosa, la miró, quizá tratando de comprender cómo una joven podía estar interesada en temas tan esotéricos.
—¿Te interesan a ti esas cosas? ¿Qué es lo que te fascina?
—Me fascina el hecho de que si es así, quiero llegar a comprender ese estado intermedio. Muchos de los fenómenos que llamamos extraños, incomprensibles, deben tener explicación si comprendemos ese estado que no es vida ni muerte.
—Es posible. Todo debe tener una explicación a la luz de la razón, y no debería haber hechos irracionales. Pero me temo que en tu libro no encuentres la explicación que buscas. ¿Quién es el autor?
—No tiene autor. Es una recopilación de doctrinas apócrifas relacionadas con las ciencias ocultas.
La Inquisición ordenó destruir todos los libros que trataban el tema, pero muchos adeptos siguieron pasándose aquellos conocimientos, o si se quiere ideas, de maestros a alumnos, siempre en el más absoluto de los secretos, hasta que en 1820, de forma fortuita, se encontró en unas ruinas un manuscrito que después de ser estudiado, se llegó a la conclusión que era una especie de libro que utilizaban aquellos maestros como fuente de conocimiento, permanentemente fluyente. Si alguno de aquellos maestros tenía algo que aportar, añadía eso de su puño y letra al final. Era pues un libro vivo, que se iba haciendo con las sucesivas aportaciones. Se tenía el conocimiento de la existencia de ese manuscrito, aunque nadie podía decir que lo había visto. No debió ser difícil concluir que el manuscrito respondía a lo que muchos habían venido buscando, pues no se tenía memoria de que existiese otro en el que muchas diferentes caligrafías habían configurado un libro único; tenía, pues, que ser ése.
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—Interesante. Pero este libro que tú tienes no es ese manuscrito.
—Por supuesto que no, qué más quisiera. El que yo tengo es uno de los pocos que existen y que corresponde a la traslación literal del original, aunque éste ya en letra de imprenta. Nunca pensé que usted lo consiguiera.
—No fue fácil. Mandé a alguno de mis empleados a que buscaran por ahí. Con tan pocos datos era desesperante que en todas las librerías te dijeran: “desconocido”. Uno de mis empleados tuvo la feliz idea de preguntar en una librería de viejo. Al dueño le sonaba el título. Por cierto, ¿el título es: “La verdad saldrá de la luz y de la sombra”? Me pareció leer eso, aunque estaba algo borroso. Este librero le remitió a otro y éste a otro, hasta que, al fin, uno le dio una dirección. De esa dirección respondieron de forma afirmativa, aunque el precio que pendían por el libro era exorbitante para un libro. Bien, lo pagué y ahí lo tienes.
—La verdad vendrá de la luz y de la sombra es el título. Gracias, no pensé que fuese tan complicado y costoso obtenerlo. Quédeselo usted como parte de su patrimonio; a mí sólo me interesa leerlo y…
—Olvida eso. Es tuyo. Seguiremos hablando de ese libro, y veamos si también me fascina a mí.
En aquel libro había muchas y variadas supuestas verdades, extraídas de ese espectro que constituye el intermedio entre la luz y la sombra, eufemismo que bien pudiese asimilarse a la idea de lo presumible existente entre la vida y la muerte. Rosa creía a pies juntillas algunas de las cosas que leía, como aquello que hablaba de las enfermedades mágicas, todas atribuibles a brujas con dones especiales. ¿Y por qué no puedo yo ser una bruja?, se preguntaba. En el libro se explicaban con detalle los maleficios que utilizaban las brujas y sus efectos. El mal de ojo. Probar era simple, pero, por si acaso, debería probar con alguien que no le importara, o que le importara 50
que sufriera de sus efectos. Rosa descartó que tuviese ese don involuntario, pues no recordaba que por estar alguien a su lado hubiese padecido de aquellos síntomas que llevaban a al persona afectada a la muerte por consunción. Tampoco hasta entonces había deseado la muerte de nadie. Ahora sí deseaba quitarse de en medio un obstáculo: la Tutora.
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Capítulo 6
Rosa se puso a aplicar aquellas técnicas con la Tutora. Cuando estaban juntas, Rosa la miraba fija y y de forma sostenida, a la vez que procuraba estar de ella lo más cerca posible para que recibiera su aliento. La Tutora sentía una gran turbación al principio y se retiraba o volvía la cara, pero poco a apoco aquella practica fue inhibiendo su capacidad de rechazo hasta sentirse como hipnotizada. En ese estado, y persuadida de su don, Rosa actuaba como había leído en el libro: “Usa la virtud natural, expelle y lanza fuera del cuerpo todas las impuridades que no se expele por las partes inferiores que naturaleza para ello proveyó y señaló, y lo que no es tan grueso por las ventanas naturales, como por la boca y las narices, y por las orejas; y lo que es más sotil por los poros y partes espongiosas, como es el sudor; y lo que es muy más sotil expele por las vidrieras de los ojos. Y así salen de los ojos como unos rayos, las impuridades y sociedades más sotiles del cuerpo, y cuanto más sotiles son más penetrantes y más infeccionan”.
Luego, la Tutora salía de aquellos trances y no recordaba nada de lo sucedido.
La Tutora se sentía débil, a medio día le habían abandonado las fuerzas. Comía poco y casi no retenía nada de lo que comía. Los médicos la trataron los síntomas inespecíficos , pero no respondía a ninguna medicina. Decidieron investigar más a fondo su estado y no encontraron nada que pudiese determinar un diagnóstico. El caso es que la Tutora iba de mal en peor y los médicos más y más perplejos, hasta que, impotentes, se limitaron a procurarle un tránsito lo más apacible, suministrándole
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toda clase analgésicos, y hasta drogas, que no le evitaban terribles dolores al principio, y hasta que quedó postrada encama como un vegetal, según ya se señaló más atrás.
***
Era previsible. Rosa sin el freno de la Tutora, comenzó a utilizar los vestidos más llamativos de su guardarropa, lo que sin duda agradaba al señor Equis, aunque él no relacionaba el cambio con el estado de la Tutora y menos con oscuras intenciones de Rosa. Las cenas se prolongaban luego en charlas que duraban hasta la media noche, y en las que la joven pupila del señor Equis desplegaba no sólo sus encantos a la vista, sino una capacidad impropia de una joven, tardía en educación, para abordar cualquier materia. Y así, una tarde noche, después de cenar y hablar de temas menores, se sentaron en el rincón de la estancia, donde sillones cómodos en torno a una mesa baja, invitaban a tomar plácidamente alguna bebida o a mantener una charla distendida. Para el señor Equis, aquel era el momento más placentero del día.
—Me gustaría, señor Equis, que me proporcionara un tutor en ciencia empresarial — dijo Rosa mientras se sentaba.
El señor Equis, que se disponía a su vez a tomar asiento, dudó, se incorporó y, de pié, miró a Rosa de arriba abajo.
—¿Cómo has dicho? ¿Y por qué quieres eso? No estás llamada a ser una empleada, por muy cualificada que estés para un alto cargo.
—No, desde luego no pensaba en eso. Pensaba que cuando tuviese los conocimientos, podría, en algunos casos, discutir con usted sobre cosas relacionadas con sus empresas. Algunas veces la intuición femenina resulta útil a los hombres, pero mejor si sabe de qué se habla.
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—Eres muy joven, aún, para semejante infierno; es más complicado que tus lecturas esotéricas.
—No digo que estuviese capacitada en poco tiempo, pero, de verdad, me gustaría mucho serle útil y poderle pagar algo de lo que hace por mí.
—Claro, entiendo que estés agradecida, pero me siento pagado con el milagro que estoy creando.
—¿Hay algún otro inconveniente?
—Deja que lo piense… En realidad todo lo que se aprenda es insuficiente. Y tienes razón que nada me complacería más que mantener contigo algún intercambio de puntos de vista relacionados con mi actividad cotidiana, eso sí, sin abandonar otros a los que me has aficionado.
—Entonces…?
—Pero no necesitas de un tutor, cuando yo mismo puedo iniciarte en las claves. Podrías venir conmigo en alguna ocasión. Asistirías de oyente en las juntas que tenemos para discutir proyectos, negociar fusiones y compras, estudiar cuentas de resultados, etc. Te ahorrarías mucho tiempo con esa práctica. Y si, como dices, lo tuyo puede ser cosa de intuición, no creo que tengas más por dar clases teóricas.
A Rosa se le iba iluminando la cara de satisfacción. Quizá no fue premeditado, pero radiante de alegría, se abalanzó a abrazar al señor Equis, que, sin poder reaccionar, no hizo otra cosa que ruborizarse
—Gracias, señor Equis —dijo Rosa, incorporándose—Le prometo no incordiar.
El señor Equis recompuso la figura, algo maltrecha después de aquella embestida. Nunca había tenido a Rosa tan cerca, tan pegada a él, pero él pensó que todo había 54
sido espontáneo, lo que suponía un plús de gratificante expectativa para el subconsciente.
En poco tiempo, algunos meses, Rosa había procesado en su cerebro una gran cantidad de información: sabía interpretar balances, conceptos bursátiles que parecían una jerga indescifrable, cash flow, estadísticas…. Pero lo más importante: creía tener cuantificado con bastante aproximación el capital personal del señor Equis. A medida que iba sumando, Rosa se sobrecogía al pensar en la gran riqueza de su mentor. Tanto era así, que dudaba de su capacidad para llegar a dominar todo aquello. Porque éste y no otro era su objetivo.
Por su parte, ajeno a las intenciones de Rosa, el señor Equis estaba maravillado y complacido de algo que le parecía sorprendente, increíble: que Rosa, en tan poco tiempo, pudiese discutir con él aspectos económicos sólo al alcance de personas muy experimentadas. A veces hasta asumía aquellas sagaces “intuiciones” de Rosa. En verdad que se alegraba de aquella petición que le hiciera Rosa unos meses antes. Estaba empezando a considerar que aquella joven, en un par de años, podía, con eficacia incluso superior a la suya, ocuparse de la dirección de alguna de las joyas de la corona que constituían sus empresas. Desde luego que el señor Equis también pensaba que con algunos años más hasta podría hacerla su esposa. Ahora era prematuro. Un cincuentón unido sentimentalmente a una joven en los límites de la mayoría de edad sería motivo de rechazo entre sus socios, que vería en él síntomas de debilidad mental. También sería ridiculizado a sus espaldas en los ámbitos de la sociedad elitista y conservadora, en la que se había ganado un gran prestigio como hombre serio, de principios y poco dado a excentricidades. No le perdonarían haberlos tenido engañados con la “sobrinita”, como había sido presentada en sociedad. No 55
obstante todas estas consideraciones, poco le importarían en su momento, de momento le producía satisfacción el pensarlo.
Rosa, entre tanto, marcaba senderos divergentes con el pensamiento del señor Equis. Incapaz de fijar límite alguno a su instinto, se complacía imaginándose dueña de toda aquella fortuna. La gran diferencia con el señor Equis era que Rosa no contemplaba para nada al señor Equis en aquel supuesto escenario, ni como esposo, amante o padre putativo. Rosa sabía, o vislumbraba, lo que haría con todo aquel poder.
Y así, poco a poco, Rosa fue perfilando su gran capricho. Ya tenía un elemento imprescindible: su valoración. Le faltaba saber el cuándo, cómo y cuánto. El “cuándo”, no podía hacer como el señor Equis, es decir, tener paciencia. Una ambición desmedida socava toda mesura, toda templanza a la hora de satisfacerla. Por tanto, el cuándo debería fijarse en ya, aunque se dilatara el final deseado. El “cómo” le llevó a más tiempo, también porque era el más difícil, ya que para tan suculento capricho quizá no fuese suficiente el sexo como moneda de cambio. Dos cosas no se podía permitir: que el señor Equis descubriera sus oscuras intenciones y que dejase cabos sueltos que le impidiesen alcanzar el objetivo en su totalidad. Rosa se propuso extremar las precauciones y no caer en sospecha.
Rosa terminó por determinar que la solución a ese cómo, vendría por eliminaciones sucesivas de las respuestas incompletas que fuese configurando su cerebro.
Tampoco tenía muy definido el cuánto, en parte eso dependía de alguna gente con la que el señor Equis tenía la deferencia de un trato especial en la toma de decisiones que afectaban al funcionamiento de las empresas. Otros, probablemente participaban 56
en sus negocios como socios. No los conocía, o los conocía superficialmente por haberlos visto en las reuniones a las que asistían en la sala de juntas, sin llegar a saber exactamente el papel que desempeñaban. Hasta entonces, la presencia de Rosa en aquellas reuniones era motivo de indiferencia, formaba parte de los objetos inanimados que amueblaban la sala, capricho en definitiva del señor Equis, único entre ellos que, al parecer, podía tenerlo. Rosa deducía que aquella gente tenía, además, intereses consolidados, independientes de los del señor Equis y que los defenderían con uñas y dientes, como ya había podido constatar en algunas acaloradas reuniones. En definitiva, que en aquel enorme tinglado empresarial, el señor Equis mandaba mucho, pero también contemporizaba en ocasiones con los legítimos intereses de aquellos que parecían ser sus socios, que no empleados. Este cuánto era para Rosa el escollo más difícil, pues no era simple trazar un plan de acción. Y todo porque Rosa, aun con sus cualidades excepcionales para formarse un criterio maduro en muchas cosas, en asuntos tan complejos, aún no alcanzaba a vislumbrar una mínima luz que la guiara en sus propósitos. Rosa, en definitiva, era una persona con talento innato y quizá algunos poderes extrasensoriales, no contrastados al cien por cien, pero un bagaje insuficiente para hacer milagros o ser tenidos por tal.
***
Pero Rosa quería contar su propia peripecia. Ella, cuando la Tutora murió, quiso escribir todo lo que sucedió en aquella mansión. Aquel diario que la Tutora le prohibió con el pretexto de que una joven jamás debe dejar constancia de sus pensamientos, que parte de la honra, el prestigio y, en definitiva, la proyección pública que quiera procurarse, se cementan con la apariencia y el saber en todo momento que será juzgada más por lo que hable que por lo que calle. Rosa tuvo muy en cuenta esta 57
enseñanza mientras la tutora vivió, por cuanto era consciente que mientras estuviese controlada por ella, en aquel espacio cerrado, hubiese supuesto su propia condenación, en este caso terrena.
Rosa, pues, se puso a escribir. Ya había leído muchas historias, especialmente de heroínas y otras grandes mujeres. La vanidad se impuso en tan frío cálculo. Creyó que su vida era digna de ser contada y también su pensamiento como soporte fundamental de la misma. Nadie en aquella casa tendría la tentación de leer su diario, entre otras razones, porque, muerta la Tutora, prácticamente dominó todos los posibles escenarios dentro de aquel recinto; tal fue así, que de su estudio sólo ella tenía llave, y sólo podían entrar en él en su presencia.
El diario fue precedido de un prólogo en el que Rosa escribió a grandes rasgos desde su nacimiento hasta que se consideró emancipada de aquella tutela estricta y comenzó a vislumbrar que si había un destino para ella, sólo sería ella la que lo escribiera y dejara, así, constancia personal del mismo. Si moría, su diario sería un testimonio de primera mano que no daría lugar a ningún cuestionamiento, sabido es que los méritos o deméritos de los ya muertos sólo se juzgan como balance, nunca como piedra arrojadiza o loas desmedidas, generalmente cínicas o interesadas.
La transcripción del Diario de Rosa, alternando con el propio relato, se hará sólo cuando sea necesario para reafirmar esta historia.
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Capítulo 7
Nací sietemesina, eso me decía mi madre como un insulto. Si no respondía como ella quería, si lloraba, si me dolía la tripa, si tenía hambre… todo eso y cualquier otra cosa que la irritaba era a consecuencia de ser sietemesina. “Te debí tirar a los cerdos cuando naciste, porque eras un guiñapo”, me dijo en una ocasión, y yo nunca lo olvidé.
Pero aquella niña esmirriada creció por arte de magia, y no otra razón, y fue adornándose de gracias que todo el mundo apreciaba, menos mis padres, para los que sólo era una boca a la que alimentar, sin oficio ni beneficio a la vista, según la mirada corta de estos. Las borracheras, las continuas peleas que tenían hacían que yo no pudiera contar con ellos como verdaderos padres, y desde muy pequeña tuve que crearme mi propio mundo, intuyendo los peligros, buscando las satisfacciones, creando mis propios sueños de niña, que para otras de mi edad imaginaba que siempre tenían a alguien a su lado para procurárselos.
Muy pronto supe lo que era el sexo. Con diez años –más o menos, porque no podría precisarlo—encontré en mis genitales un juguete que nadie me dijo para que servía. Sólo jugaban con él mis manos, y me gustaba. No fue hasta que tuve doce o trece años que supe para qué era aquello, además de un juguete a mi sola disposición. Un día sorprendí a dos perros que estaban copulando. Quizá ya los había visto antes, pero me debieron pasar desapercibidos. Fue entonces que comprendí para qué servia aquel colgajo que tenían los niños, y fue en otra ocasión que vi a un vecino de mi edad cómo manipulaba su colgajo, ahora tieso como un palo, que comencé a pensar en compartir 59
mi juguete con un niño, como lo hacían los perros. Aquellos pensamientos me perturbaban mucho y deseaba probar, pero no sabía cómo. Los niños tampoco debían saber cómo procurarse una niña dispuesta, así que ellos, por algún tiempo, debieron seguir con lo suyo y yo con lo mío.
Cuando quedé preñada ya sabía todo lo que eso significa. Los jóvenes y no tan jóvenes del poblado donde vivía ya me buscaban. Y yo no los rehuía siempre. Debí quedar preñada justo cuando mi organismo estuvo preparado para la maternidad. No era un caso precoz, en el poblado todas las jovencitas se quedaban preñadas a temprana edad, luego abortaban, unas con ayuda, otras porque sus cuerpos no soportaban llegar a término. Había más bebés malogrados que nacidos y criados. La Naturaleza es sabia.
En el poblado había gentes que trabajaban en la ciudad, que iban allí donde pudieran sacar un jornal. Pero eran los menos, gentes de paso venidas de pueblos que se acomodaban en las chabolas para que el dinero que ganaban les cundiera y así poder ayudar a las familias que habían permanecido en sus lugares de origen. Todos desaparecían pronto, en cuanto encontraban trabajo fijo. Mis padres eran de estos. Pero mis padres no tenían espíritu de superación, y ahogaban sus frustraciones en el alcohol y en el juego, con lo que nunca vislumbraron la posibilidad de desprenderse de la miseria. Según me contó mi tía, ésta vino en una ocasión a visitarnos. Al poco tiempo, un mal tipo la engatusó, se casó con él y enviudó sin dejarle hijos. El tipo se dedicaba a la droga y fue de él que aprendió a sobrevivir con el tráfico.
Nunca supe a cambio de qué, tanto mis padres como mi tía consintieron que me fuera con el señor Equis. Me hubiese gustado saber, más que la generosidad de mi 60
benefactor, el precio que mi familia fijaron por mí. No debió ser mucho, quiero creer. Ahora, no sólo se me valora altamente, sino que yo misma sé lo que valgo.
Antes, en mi vida, lo único que significaba era lo que rechazaba o me apetecía, sin que hubiese otras cosas que llevasen mi pensamiento a intentar entenderlas. Quizá por el origen de mis deseos primarios, desde que fui entrenada para pensar y sacar conclusiones he notado que sólo sirven aquellas cosas que tienen un atractivo para mí. Me importa nada todo eso que la gente llama conocimiento y que conforma la cultura de la persona a base de información inerte. Si yo tuviese ese espíritu del que se habla, quizá él me pidiera esas cosas como alimento. Soy sólo cuerpo al que le apetece lo que al cuerpo apetece. Desde que me levanto, incluso cuando sueño, mi cuerpo me impulsa a proporcionarle satisfacciones materiales. Y todo mi pensamiento se pone a su servicio y a buscar los medios para alcanzarlas.
El señor Equis creyó que mi formación integral haría de mí una persona singular, que sería apreciada en la fatua sociedad en la que él vive. Parece no querer comprender que él –y todos los de su clase—sólo siguen los impulsos que les llevan a alcanzar objetivos que apetecen a sus cuerpos, eso sí, utilizando máscaras que los ocultan en su descarnada apariencia. Pierden mucho tiempo y posibilidades mientras representan personajes que aparecen ante los demás como inocuos. Si se pudiesen leer sus pensamientos, se vería que nada de lo que aparentan se corresponde con sus íntimos anhelos. Si algún beneficio obtienen de su ocultamiento, éste sería el de engañar. Pero engañarán a personas como era yo antes de abrir mi pensamiento a las sutilezas a las que ahora tengo acceso, nunca podrán hacerlo con personas de su misma clase. En la medida en que estos tipos escalan hacia la cúspide de la pirámide, todo lo que dejan abajo sólo son peldaños sobre los que apoyan sus botas para reafirmarse en las cotas 61
alcanzadas. Con estas premisas que conforma mi credo, afirmo que la vida he de conquistarla con todas las artes a mi alcance, sin que quepa, en ningún caso, eso que llaman rechazo moral o sentimiento de culpa.
Alguien que me lea argüirá que me contradigo. ¿No es lo mismo que tu pretendes? , me dirían si pudiesen. No, no es lo mismo. Yo quiero poder para cambiar algunas cosas que la naturaleza, aliada de la sociedad de los hombres, ha dispuesto que algunos no tengan esperanza. Mi última satisfacción es convertir en realidad un sueño que tuve allá en las chabolas. Me imaginaba que con el tiempo llegaría a ser una gran traficante de droga, el más arriba, el que nunca llegué a conocer. El concepto dañino que la sociedad le atribuía no era para mí tal. Yo veía que gracias a ella muchas personas de mi entorno podían vivir, o malvivir, si se quiere, pero vivían. ¿Y quiénes eran los que hacían que la droga fuese un medio de vida para mi gente, y para mí misma? No eran los capos de arriba; sin consumo no hay producción. Eran otros. Muchos venían en sus grandes y lujosos coches de la ciudad. Nunca supe qué hacían para vivir como vivían, pero eso me inducía a pensar que si yo llegaba a ser alguien importante en el tráfico de la droga, podría cambiar la vida de mucha de mi gente. Era una ingenua, porque, probablemente, habría sido uno de ellos y las cosas habrían permanecido igual.
El pensamiento sufre metamorfosis en la medida en que se ve inmerso en circunstancias nuevas. Y han sido nuevas para mí desde que Don Ernesto , o el señor Equis, me colocó en ellas por su voluntad, no la mía. Seguramente él no modificará su pensamiento, porque nada es nuevo en su vida; ni siquiera yo, que no dejo de ser un producto para él, un reto del que espera obtener un producto mejorado gracias a su dinero. En cambio yo, que jamás ambicioné esto, he sido puesta aquí y esto me 62
impulsa a acomodarme a la nueva circunstancia con mi propia proyección, no necesariamente coincidente con la de mi mentor. Pero, claro, tampoco puedo asegurar que mi pensamiento no sufra alguna transformación en el devenir de mi nueva vida, siempre nueva en algún aspecto. La idea motriz, la que me impulsa a hacer lo que hago si está definida. Si mi pensamiento determina otros rumbos que ahora se me escapan, la causa no estará en mí, sino en mis circunstancias. Este posicionamiento ecléctico es el que me permite relativizar cualquier medio que utilice para alcanzar los objetivos que las circunstancias me marquen.
Don Ernesto ha puesto en mis manos armas que disparan en todas direcciones. Cualquier diana está a mi alcance. ¿Cuál o cuáles debo evitar o, simplemente, no ser objetivo de mis proyectiles? Ninguna, me contestaría apelando a la moral establecida. Pero es que yo no he sido colocada en ninguna circunstancia moral que me exija un determinado comportamiento. En todo caso, fui arrancada de la que la naturaleza me colocó. Yo sigo teniendo aquella moral como referente de conducta, más sofisticada ahora debido a los nuevos medios con los que cuento. Entonces vendía mi cuerpo para obtener cosas. Vendía droga para sobrevivir. ¿Dónde está la diferencia ahora? Sí, en que he elevado el precio de mi cuerpo y vendo ilusiones fatuas a un estúpido que las compra. El objetivo a largo plazo que tenía entonces es parecido al que tengo ahora. Podrá parecer altruista y, por tanto, moralmente aceptable, pero ¿dónde coloco el componente vengativo que lo impregna e impulsa? Sé que para llegar a ser un gran capo de la droga, como para ser poderoso en este mundo, se han de utilizar malas artes, en el juicio moral que éstas tendrían, pero, repito, no creo tenga otra opción para satisfacer mi venganza, de lo contrario esta circunstancia que vivo ahora no tendría sentido. Y si eliminara la venganza como objetivo, toda mi vida habría sido una simple manipulación para nada.
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¿Maté yo a mi tutora? Soy más escéptica ahora en relación a los maleficios que supuestamente la llevaron a su muerte. Creo que esas creencias encuentran su explicación en en pensamientos muy elementales y primarios. Cierto que todo fue muy extraño. Es posible que la materia se perturbe ante una influencia externa no previsible. Una persona puede enfermar de un susto, ante una imagen desagradable, también ante una frustración. Quizá mi tutora empezó a comprender que conmigo sólo había creado la serpiente que terminara estrangulando sus propias ambiciones. Me había convertido en una competidora invencible para ella, aunque pusiese todo su empeño en convencerme que Don Ernesto no era para mí y que, levemente esperanzada, sería finalmente para ella. Al margen de tan ilusoria pretensión, lo cierto es que ella vivía sólo con ese pensamiento Fuese como fuese, lo cierto es que yo deseaba su muerte como parte de mis planes.
¿Y cuáles era estos planes? Ya he explicado los fines, ahora me refiero a los planes operativos que debería llevar a cabo para alcanzar los fines.
Una persona que quiera alcanzar unos fines superiores debe utilizar medios superiores a los que están al alcance de las personas conformistas. En primer lugar debe desear alcanzar esos fines superiores. Aquellos que los alcanzan de forma espontánea, como llovidos del cielo, se diluyen pronto en la inutilidad. A los fines superiores les debe acompañar el fin superior preestablecido para ellos. Esto sólo puede hacerlo la persona amoral , la persona que no se limite a procedimientos morales sino a todos los que potencialmente posea. ¿Y cuáles es esta potencialidad con la que creo contar? En primer lugar la capacidad para discernir quién me es útil y quién no. En segundo lugar, conocer cómo extraer lo que me conviene de esas personas útiles, y en último lugar, no importarme si es necesario destruir. Sin duda, Don Ernesto es la primera utilidad, pero 64
hay otras complementarias. Todas deberán engranar como la maquinaria de un reloj que marca perfectamente el tiempo; importante que no haya retrasos ni adelantos y, por supuesto, efectos indeseados. Don Ernesto aún siendo aparentemente el más asequible, es al que más atención le debo prestar. Mi posición de ascendencia se limita por ahora a ser su mascota preferida. MI misión prioritaria debe consistir en romper ese límite. Paralelamente a seguir penetrando en sus negocios hasta convertirme en pieza imprescindible en los esquemas de funcionamiento, deberé hacerme con las llaves que abran las puertas que aún me están vedadas. Disponer con su consentimiento debe dar paso a disponer libremente. Todas esas fundaciones, sobrinos y sobrinas, a más de otros personales de los que aún no conozco qué relación tiene con él y que entrarían a saco en su patrimonio si muriese, deberán ser marginadas o dejarlas en hibernación sine die; Esto será fácil si Don Ernesto me confía plenos poderes con los que pueda operar sin necesidad de su consentimiento explícito. Procuraré que para cuando traicione su voluntad no esté consciente; tampoco es necesario que sufra.
Por descartado que prescindiré completamente de cualquier procedimiento basado en mis supuestos poderes de bruja. No creo tenerlos ni que existan. Admitirlo rebajaría mi coeficiente intelectual. Lo que si poseo es una extraordinaria capacidad de persuasión. Las prácticas persuasivas vienen a dar parecidos resultados sobre la voluntad de aquel al que las aplico, y esto lo vengo constatando últimamente. De aquella indiferencia que provocaba mi presencia en los órganos de decisión, he pasado a ser primero oída y luego consultada, habiendo llegado a que se consideren muchas de mis objeciones. De momento sólo eso, porque ya me he cuidado de no dar soluciones y así he evitado herir susceptibilidades de lo que no deja de ser un reducto machista.
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Don Ernesto aún no ha poseído mi cuerpo, aunque estoy segura que lo desea. Sé que cuanto menos le facilite esa posibilidad, más venceré la resistencia a darme lo que le pida en su momento. Es, por tanto, un arma final, antes deberé debilitar otros aspectos del planeamiento que ha hecho de mí. En este sentido, he observado que ya no tiene tanto interés en proyectarme en el seno de su sociedad como un producto del que se habría de sentir orgulloso: una princesa digna de algún príncipe. Desde hace algún tiempo, mascota, joya más preciada, sólo para su personal disfrute, ha sido la transición experimentada desde aquel lejano día que me sacó del gueto. Miguel, el joven que me habría vuelto loca de placer, ya desapareció de mi entorno cercano. Ahora lleva un puesto de responsabilidad en el extranjero y hasta se ha casado, ambas cosas no me es difícil creer que han sido inducidas, si no ordenadas, por Don Ernesto. Aquella pasión incipiente, que don Ernesto atajó de raíz, no ha significado para mí eliminar mi sexualidad hasta el punto de ser insensible, o fría, ante sus manifestaciones naturales. Me excita pensar en el momento de poseer a Don Ernesto, como me excita alguno de los hombres con los que me encuentro. No los busco ni dejo que me encuentren; lo que sería contraproducente para mis propósitos. Y tampoco voy a contar aquí cómo evito caer en la histeria por una continencia forzada. Quien crea que trazado un camino que quieres andar, se puede permitir distracciones mirando el paisaje, lo más probable es que tropiece o se pierda en alguna encrucijada.
Hace unos días tuve la ocasión de dar un salto, al igual cualitativo y cuantitativo, en mi proyecto de ir ganando influencia en el complejo entramado que son los negocios de Don Ernesto. Fue con ocasión del proyecto de fusión que Don Ernesto y su equipo económico plantearon como inmediato con otra empresa del sector. El resultado podía ser considerado interesante en términos económicos clásicos; se eliminaba la competencia, se aumentaban los recursos y se mejoraba el ratio costos producción. 66
Todo estaba dispuesto. Aquel día Don Ernesto me llevó para que conociera de primera mano cómo se hacía esto. Ibamos en su coche, sentados en los asientos traseros, pues el vehículo era conducido por el chofer de Don Ernesto. Yo estaba especialmente guapa, estrenaba un vestido que Don Ernesto me regaló por sorpresa, como últimamente venía frecuentando. No le daba una explicación especial a este detalle. Era su mascota, su joya más preciada y quería que luciera en todo su esplendor allí donde su autoestima se veía reforzada. Tenía que ensayar mis potenciales cualidades para influir en don Ernesto. había estudiado concienzudamente las opciones. La fusión no me interesaba, porque en ella Don Ernesto cedía algo de poder. No me interesaba tener que vérmelas con personas desconocidas en el futuro, que me obligarían a ceder a sus exigencias.
Quería disponer, ese era mi lema. ¿Por qué en lugar de la fusión, Don Ernesto no era valiente y provocaba directamente la adquisición de la competencia? La operación era de gran magnitud, pero, sobre todo, era una operación poco ortodoxa: se trataba de promover una OPA hostil. Sabía que planteada así a Don Ernesto iba a tener una consideración negativa por él. Una OPA amistosa, en cambio, era algo parecido a la fusión, con la diferencia de terminar siendo minoritaria la participación de don Ernesto en la empresa afectada. Mientras el coche se dirigía a las oficinas de Don Ernesto, donde deberíamos recoger unos documentos para luego dirigirnos a Eurobuilding, lugar de la alta reunión, yo me limitaba a mirar por la ventanilla con aspecto ausente , mientras Don Ernesto miraba algo que había extraído de su portafolio. Digo me limitaba, aunque también y de forma subrepticia había procurado que mi rodilla desnuda se apoyase en el muslo de Don Ernesto. Observé que Don Ernesto no hacía nada por evitar aquel contacto. La prueba de que lo agradecía la tuve cuando, voluntariamente, separé unos centímetros mi rodilla de aquel contacto y pude apreciar 67
que era ahora Don Ernesto el que buscaba mi rodilla. ¿Algo tan simple podía darme la llave para penetrar en la voluntad de Don Ernesto? Había comprobado que con él no valían las insinuaciones directas, porque para ellas tenía una alarma que saltaba de inmediato; no aceptaba ser seducido y ser consecuente, aunque eso le facilitara dar rienda suelta a su deseo. Esta circunstancia fortuita, no premeditada a su juicio, de contactar con mi cuerpo, parecía que no le causaba disgusto o reproche y su conciencia la admitía. Así, ni él ni yo, parecíamos conscientes de lo que queríamos, con lo que se anulaba la intencionalidad. Pero yo sí lo sabía, y quizá para él era vislumbrar algo no inmediato.
Le hablé de la posibilidad de cambiar de estrategia, y en lugar de la fusión, considerar la adquisición pura y simple. Se mostró sorprendido. Era la primera vez que me metía en sus asuntos de forma tan directa. Por un momento pareció olvidarse de mi rodilla, porque se revolvió en el asiento.
—¿Cómo se te ha ocurrido eso, Rosa? –me preguntó, mirándome a los ojos
—Porque todo lo que es bueno para usted ha de ser bueno para mí.
—¿Y qué te hace pensar qué es bueno para mí?—volvió a preguntar, ahora mirando por la ventanilla de su lado.
Aproveché para volver a tocar su muslo con mi rodilla. Me pareció advertir que mi observación no había producido indiferencia.
—En realidad, y si le soy sincera, no había pensado en si sería bueno para usted, sino para mí. Aclaro que lo que quiero decir es que eso es lo que yo haría en su lugar, si el negocio fuese mío. No es una cuestión de ambición, sino de operatividad. He leído en 68
la prensa económica que esa empresa tiene varios puntos débiles, que en una fusión sería muy difícil no contagiaran el resultado global y, por tanto, de alguna forma tuviese usted que asumirlos. Se habla de medios obsoletos en las plantas de producción, de falta de estrategias de venta agresivas, etcétera; en otras palabras, se va usted a fusionar con una empresa vieja en todos los sentidos, y usted necesita rejuvenecerse con sangre nueva.
Esa sangre nueva estaba circulando en ese momento desde mi rodilla a su pierna. El símil puede que no sea el apropiado, pero Don Ernesto encontró, sin duda, gráfico, porque saltándose todas sus prevenciones, puso su mano sobre mi rodilla desnuda, dio dos veloces saltitos sobre ella y me dijo, apartándola definitivamente:
—Tienes razón, Rosa. A veces pienso que si con le dinero que tengo, no puedo parar mi envejecimiento, para qué me sirve. Todo lo que hago sólo engrandece mi mausoleo; bueno, todo no, tú me has hecho sentirme joven. Eres el único proyecto en mi vida que no es comercial. No te enfades, pero eres mi preferido juguete tardío. Creo que me has dado una idea que por mí mismo jamás habría pensado llevar a cabo: eso de fagocitar a alguien por las bravas me ha parecido siempre canibalismo del más feroz. Mira, voy a hacer una cosa. Pero es que soy un pusilánime. En la reunión concertada para la fusión habrá un notario. Ante él, y previo a la reunión, delegaré en ti todos los poderes necesarios para que te enfrentes con tu idea a la mesa de negociación. Pretestaré que un asunto ineludible me impide permanecer allí, y me ausentaré aunque protesten mis abogados, mis asesores y cualesquiera que quieran protestar. Yo ratificaré cualquier situación que provoque tu liderazgo en este asunto. Me divierte, sí, me divierte la idea, como a un jovenzuelo pensar en una travesura.
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Yo escuchaba absorta. Mientras Don Ernesto hablaba, veía que se excitaba más y más, dando progresivo énfasis a sus palabras. Ni que hubiese descubierto la piedra filosofal; sólo le faltó exclamar ¡eureka!
— Don Ernesto, no sabe lo que le agradezco la confianza que ha puesto en mí. Le prometo estar a la altura y no defraudarle.
Retiré la rodilla, no tenía que dar mayores muestras explícitas de agradecimiento.
Aquel episodio se saldó de forma algo diferente a como se lo había planteado a don Ernesto. Cuando se abrió el orden de la convocatoria conjunta yo ya ocupaba una silla preferente en la mesa, la que hubiese ocupado Don Ernesto. Mi caliente poder ante notario por todo dosier delante de mí, contrastaba con los voluminosos de los abogados y del consejero delegado de la otra parte. El notario se había incorporado y se sentaba también. Las secretarias dactilos en otra mesa. Algunos invitados sin misión específica en otra, precisamente donde yo me hubiese sentado en circunstancias normales. Por supuesto que sólo el notario sabía qué hacía yo allí, aunque nadie tenía idea de lo que fuera a proponer. El notario leyó la carta de Don Ernesto excusándose por su ausencia y todos los presentes se mostraron inquietos, mirándose los unos a los otros. Fue entonces que empezaron a comprender mi presencia y esperaron que me presentara. Yo no tenía experiencia alguna en ese tipo de actos, por lo que tuve que adoptar una interpretación suigéneris.
“Señores, pueden llamarme Rosa —comencé. Acepto la sorpresa inevitable que leo en sus ojos. Lo que no sé es si por ser mujer y joven o por la representación que ostento en la mesa. Delante de mí tengo el acta formalizada ante el señor notario, aquí 70
presente, que me faculta con todos los poderes requeridos para actuar en nombre de …. De modo que mi firma sobre cualquier documento le dará completa formalidad. Si no tienen ustedes nada que objetar, por mi parte se abre la sesión.”
Se produjo un silencio que interpreté como una aceptación, y como no quería dar lugar a ningún tipo de controversia, aprovechando el estupor de todos, solté a bocajarro lo que pocos minutos antes había pensado. Ya con el poder de Don Ernesto en mis manos, había sopesado lo que iba a hacer. No tenía muy seguras las armas con qué contaba, así que debía evitar cualquier farol por mi parte.
“Señores, la sociedad que represento está en condiciones de introducir una variante al enunciado de esta convocatoria. Consiste en contemplar la fusión desde la perspectiva de la absorción, quedando la nueva sociedad desvinculada del consejo de administración que habría de elegirse en el caso de la fusión que, en principio, íbamos a formalizar. Discutamos el precio y lleguemos a un acuerdo.”
Se miraron entre sí. Parecían no dar crédito a lo que escuchaban. Un abogado de la otra parte, sentado a mi izquierda, tomó el acta de mi nombramiento y dijo “¿me permite?” cuando ya la estaba abriendo. Leyó para sí mismo y tiró el acta casi con violencia al centro de la mesa.
“Parece, quiero decir que es correcto. Si el señor notario nos da fe que la señorita aquí presente es la que se corresponde con la del acta, podemos seguir o levantar la sesión.”
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Se consultaron a media voz entre ellos mientras yo me mostraba circunspecta, aunque divertida por dentro.
—Y si no aceptamos, ¿tiene usted algún otro conejo en la chistera? — dijo alguien.
A mi no me importaba lo que cada una de aquellas personas representaba, así que a aquella impertinencia, contesté:
—No tengo ningún conejo, ni chistera, como verá; lo que sí tengo es un as guardado, no para hacer trampas, sino para ganar este juego.
—Señorita, no lo dudamos, enséñenos ya el juego que tiene, y luego enseñaremos el nuestro. Y, por favor, no nos haga perder el tiempo.
Otro de los asistentes tomó la palabra para decir:
—Debemos levantar la sesión y convocar otra reunión cuando Don Ernesto pueda representar a la sociedad…
Interrumpí.
—Puedo asegurarles que no habrá otra. Tomen la decisión que les convenga con esta premisa. No habrá más sesiones para la fusión.
—Bien. Lo que usted propone nos llevará a un callejón sin salida. La fusión era posible porque ya sólo necesitaba de la ratificación formal; quiero decir que ya estaba todo discutido, salvo algunos flecos que se pretendía quedaran incorporados hoy. La absorción puede entrar en dique seco simplemente si el precio les parece inaceptable. 72
—El precio será inaceptable si ustedes no desean vender, cosa que me costaría creer, dada la situación de su empresa. Pero había pensado en esa eventualidad. Una empresa familiar como la de ustedes hace inevitable un componente siempre visible: el orgullo de sus dueños. Sería por orgullo que la operación la desestimaran, pero no podrán. Y tampoco podrán jugar fuerte.
Tenía ya ganas de soltar la bomba y que les explotara en las narices. Yo también podía invocar el no querer perder el tiempo. Sólo esperaba que alguien encendiera la mecha.
—Esto no es serio, señorita. No sabemos qué carta es esa que dice poseer, pero asegúrese que es tan buena como usted insinúa, porque de lo contrario esta burla se volverá contra Don Ernesto. Y nosotros no olvidaremos lo que estimamos una coacción en toda regla.
Ya tenía la mecha encendida. Y yo la bomba lista.
—Muy bien. Vendan ustedes por un justiprecio teniendo en cuenta la posición de debilidad de su empresa. Si no lo hacen aprovechando nuestra generosa oferta, presentaremos una OPA hostil y ganaremos el juego, de todos modos.
Uno de aquellos hombres se levantó como con un resorte debajo de su trasero, al tiempo que daba dos manotazos sobre la mesa. El que tenía al lado, le agarró por el brazo y le obligó a sentarse. Supe en aquel instante que había ganado el envite.
Aceptaron, finalmente, entrar en la negociación que suponía la venta. Evitaron, así, el espectáculo público que suponía la OPA. Yo les anticipé que el preció no podría 73
superar el valor de cierre del día anterior del paquete de acciones con el que contaban. Así me cubría de cualquier maniobra para engordarlas artificiosamente. Asumía que subirían cuando fuese pública la operación, pero “la familia” poseía un paquete mayoritario. Dueños de ese paquete, me sería fácil manipular al resto de los accionistas. Siempre contando con la anuencia de Don Ernesto, algo que ya daba por descontado.
Don Ernesto leyó el acta literal de la reunión y rompió en carcajadas estruendosas. Cuando pudo articular palabra, dijo:
—Formidable, Rosa, impresionante, lamento no haber asistido a esa reunión, me he perdido ver las caras de todos, algo que no refleja este acta. Oye, ¿y cómo sabes que yo puedo comprar?
—Le escuché en una ocasión decir: “lástima que no quieran vender, todo sería más fácil”. Di por supuesto que disponía lo suficiente para comprar. No di ningún palo de ciego.
Don Ernesto me felicitó efusivamente dándome primero un abrazo y luego un beso en la frente. Nunca habíamos estado tan en contacto físico. Pero no vi que Don Ernesto se turbara, como hombre de negocios, en ese momento su placer era de otra índole.
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Capítulo 8
Rosa no siguió utilizando su diario para “inmortalizarse”. La vida que ella contaba carecía del atractivo que hiciese de aquel diario una pieza literaria de interés para el lector que tuviese acceso a ella. Rosa creía que en un diario sólo se cuentan las cosas que a uno le suceden o en las que participa. Y cuando se hace así, se obvian aspectos que puedan ser cuestionados. Aunque Rosa en este aspecto tenía una conciencia totalmente lasa, percibía que algo en su vida no era normal, que no estaba segura si sucedía o no, o lo soñaba. Hemos leído de su puño y letra que el episodio, extraño por lo demás, que sucedió a la Tutora, ella lo minimiza, incluso parece negarlo en lo que a su participación pudo o no tener lugar. Una mujer como Rosa, mezcla de primitivismo y evolución forzada hasta niveles muy altos, debía tener esas dudas. Si sucedían en su entorno, su razonamiento lógico le impedía tomarlas en consideración. Un escéptico no nace, se hace desde los análisis que elabora su mente pragmática; cuando el pragmatismo se alcanza en la pugna entre la razón y las evidencias. Que Rosa tenía poderes paranormales se iba haciendo más y más patente. ¿Cómo, si no, se explica que del fallecimiento nunca explicado de la Tutora, don Ernesto jamás comentó nada con Rosa? Murió, la incineraron y no sólo dejó de existir físicamente, sino que hasta su memoria dejó de existir. ¿Y qué hizo Rosa, si es que hizo algo, para que sucediera tan extraño fenómeno? Cuando llegaron las cenizas a la casa en aquella copa dorada, cerrada con un capuchón, Don Ernesto ordenó que se enterraran en le jardín. El lugar, un parterre de rosas amarillas y rojas que era el favorito de la Tutora. Aquello perturbaba a Rosa. Hubiese preferido que aquellas cenizas nunca hubiesen venido a la casa. Podía haber encontrado algún medio para hacer desaparecer aquel cofre, 75
desenterrándolo y llevándolo lejos, pero aún no disponía de libertad de movimientos, además de que para ese menester necesitaba hacerlo sola, sin testigos.
Rosa se paseaba aquel día por el jardín. Aunque ella no lo hubiese pensado, se vio impulsada a salir de su habitación y dirigirse a aquel parterre. Ella conocía el sitio exacto donde se había enterrado el cofre con las cenizas, aunque nada especial lo señalara. Rosa si había situado de espaldas al parterre, justo en el borde. Estaba de pie, estática y miraba a un gran pájaro negro que volaba en círculos a media altura. Súbitamente, aquel pájaro fue rodeado de un halo blanco, no circular como suelen ser los halos sino irregular, como la sombra imprecisa de una persona. Rosa mantenía fija la mirada en aquella figura sin ningún gesto de extrañeza. En un momento, Rosa levantó los brazos que caían lacios sobre su cuerpo y los dirigió hacia la figura que sobrevolaba el lugar. Las manos abiertas, los dedos separados, así unos segundos, hasta que cerró violentamente las manos en sendos puños y bajó los brazos hasta la posición original. Aquella figura, súbitamente desapareció de la gran pantalla del cielo. Rosa ya no se volvió para mirar el parterre, se dirigió a casa y se encerró en su habitación.
El jardinero comento varios días después que siendo él el que había enterrado el cofre, y que no habiendo quedado conforme con la profundidad en la que lo había dejado, había vuelto con el propósito de abrir un hoyo más profundo y enterrarlo de nuevo, de forma que las labores de atención al parterre nunca dejaran al descubierto el cofre o las herramientas se tropezaran con él, perturbando, así, la paz de la difunta. “Pues el cofre ya no estaba donde yo lo había dejado la primera vez, se había esfumado”, dijo al servicio de la casa. Una de las doncellas de servicio exclusivo a Rosa, le comentó lo escuchado al jardinero. Rosa no hizo ningún gesto de extrañeza y desde entonces no 76
volvió a pensar en la Tutora ni volver por el parterre. Tampoco en la casa nadie se ocupó de comentar el extraño suceso, y si don Ernesto se enteró, no ordenó ninguna investigación del caso: la Tutora parecía no haber existido nunca.
Estas cosas y otras igualmente esotéricas no eran habituales en Rosa; solo las utilizaba, consciente o inconscientemente, cuando por la característica del asunto, no era de aplicación la inteligencia. En otras palabras, Rosa no abusaba de sus extraños poderes, si es que no eran casualidades.
***
Dejamos a Rosa ante el reto de sacar adelante la compra de la empresa que, en principio, iba a fusionarse con una de las más importantes de Don Ernesto. Ambas empresas eran cotizadas en bolsa, por tanto la absorción se debía hacer en el mercado de valores y así cubrir la apariencias. Rosa, sin otra ayuda, se sentó con los delegados de la otra empresa para fijar el precio. Una vez concretado, se acordó sacar al mercado el paquete mayoritario en los dos días siguientes. Esa oferta inesperada crearía gran confusión en los parquets, de modo que los accionistas minoritarios, sospechando algún desastre financiero en la compañía, correrían a poner sus acciones a la venta. Rosa garantizaba el precio bajo cuerda a la mesa negociadora, pero con esa maniobra ponía al resto minoritario ante la situación de pánico. En una segunda sesión de la bolsa, esperaba un fortísimo descenso en el valor de las acciones; mataba dos pájaros de un tiro: compraba otro gran número de acciones y las compraba baratas. Ahora tenía que arbitrar fondos suficientes para esa macro operación. Naturalmente, en paralelo, también negoció con la mesa el precio de las nuevas acciones de la empresa emergente en la operación de ampliación de capital. Era un paquete simbólico, más 77
para dar satisfacción al orgullo herido del contrario, pero que no tendría ningún valor ejecutivo. El importe de esas acciones se deduciría del precio de compra. Otro aporte, si no muy significativo, vendría de la venta posterior a la compra de las acciones minoritarias, compradas a valor de saldo y vendidas cuando el precio de las nuevas se estabilizara. El resto de capital necesario para la operación, Rosa lo negoció con los bancos, los cuales vieron encantados la operación de un cliente ya solvente antes de ella; Los bancos siempre prefieren jugársela con uno grande que con dos medianos.
A todos estos manejos de Rosa, Don Ernesto se pegaba como una sombra. Se estaba jugando demasiado como para aceptar que fuese sólo un capricho de su pupila a la que quería dar satisfacción. Cada paso que daba Rosa, Don Ernesto, no interviniendo, daba su conformidad tácita no parándolo en seco. Rosa se sentía vigilada pero, segura de sí misma, nunca le pidió opinión, porque sabía que la opinión estaba dada con el silencio de Don Ernesto. Don Ernesto se divertía como nuca observando las positivas incursiones de Rosa en las altas finanzas. Y si, además, aquella joven era su producto, qué mayor satisfacción podía darle si era perfecto…
No habían transcurrido tres años desde aquella operación mercantil y Rosa ya era consejera delegada en dos de las más importantes empresas de Don Ernesto. Su mano de hierro, sin concesiones a la improvisación, la habían convertido en un icono entre el empresariado de elite. Su presencia en los foros económicos era no sólo solicitada sino respetada. Todos, sin disimulo, querían ser objeto preferente de sus comentarios. Ella los repartía con cuentagotas, lo que suponía una mayor valoración de los mismos.
Pero Rosa no se envanecía con el éxito. Para ella el éxito sólo era un instrumento más del poder. En este sentido, ella comenzaba a tener una cierta impaciencia, por cuanto 78
si bien había conseguido muchas atribuciones dentro de las empresas de Don Ernesto, era cierto que ese poder no le permitía realizar su sueño: cambiar el gueto de donde procedía, pero para hacer beneficiarios exclusivamente a sus habitantes, no eliminarlos con su expulsión, como habitualmente había sucedido hasta entonces.
Resulta curioso que Rosa no hubiese seguido escribiendo su diario, que lo había dejado donde aquí se transcribe. Es posible que habiendo entrado en la vorágine de mujer de negocios, o su mente estaba muy ocupada o consideró que esas intimidades no eran compatibles con los objetivos que perseguía.
Rosa se dispuso a dar un salto cualitativo en la consecución de un poder independiente; ningún medio estaría excluido, como se verá.
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Capitulo 9
Viendo Don Ernesto que Rosa estaba totalmente integrada, no sólo en sus negocios sino en su vida, dispuso que, acompañada por una de sus damas, pudiese salir en pequeñas incursiones a la ciudad. Rosa ya no se vestía con cualquier cosa puesta a su disposición sino que seguía las modas de las tiendas especializadas. Tenía su propia tarjeta de crédito, con un límite suficientemente alto, con la que pagaba sus compras. No abusaba, con lo que Don Ernesto le iba dando más y más confianza.
En una de esas salidas, Rosa hizo algo para lo que no estaba autorizada. Convenció a su dama para que fuesen al gueto en lugar de a las tiendas del centro. Quedaría entre ellas y Don Ernesto no tenía porqué enterarse. Pero Rosa no le dijo a su dama que aquel lugar era donde había nacido, pues eso si que podía contrariar a don Ernesto.
Acercándose al lugar, Rosa se puso unas grandes gafas oscuras, casi un antifaz; esperaba así no ser reconocida. En efecto, ya en la calle, aquellos vagos y maleantes de toda laña miraban a través de las ventanas del coche escudriñando a sus dos pasajeras para adivinar sus intenciones. Rosa recordaba a casi todos, pero con su semiocultamiento y la vista de las reacciones, ya estaba segura de no haber sido reconocida. Pasaron por delante de la casa de la tía, justo cuando una mujer extremadamente envejecida salía a la calle con un carrito para la compra. Rosa al reconocerla se entristeció. Estuvo tentada a parar y bajarse para hablar con ella y que comprobara su suerte, pero lo pensó mejor; no llevaba dinero en efectivo que poderle dar, y aquella mujer era lo que necesitaba, no comprobar la suerte que había tenido su sobrina.
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Siguieron callejeando. Algunos y algunas les ofrecían papelinas, no disimuladas, desde sus posiciones comerciales. Rosa rebobinaba a cada cara con la que se encontraba: “ésta era La Paca, un mal bicho de mucho cuidado: esta otra, Luisa, una de las más guarras del lugar, que en una ocasión me intentó seducir, me invitó a su casa con el pretexto de enseñarme algo”. Rosa tenía una gran intuición y, conociéndola, no se dejó engañar, además de que no le iba ese rollo. Se cruzaron con un hombre joven, Rosa cerró los ojos y pensó: Antonio, con él me acosté en la ladera de la carretera, quizá fue él el que me dejó preñada.
No le resultaba gratificante a Rosa aquella visita. Le quedaba por pasar delante de la casa de sus padres, pero comprobado cómo había hecho mella el tiempo en el aspecto físico de su tía y sin ninguna gana por encontrarse con sus “vendedores”, decidió que allí se acababa la visita por su antiguo barrio. Las cosas seguían igual: miseria, bujarrones, malvivir en suma. Su empeño de cambiar aquello se hizo más perentorio, todo tiempo intermedio para conseguirlo era un fracaso para ella.
¿Cuánto necesitaba para realizar su sueño? Quizá ni con todo el dinero de Don Ernesto tuviese suficiente. Esta conclusión la dejó algo confusa. Si lo suyo era un sueño, probablemente despertaría como se despierta de los sueños: sin concluir nada. ¿Qué podía hacer para que su voluntad se alejara de los vaporosos deseos de los sueños y se convirtiera en pasos firmes de una realidad que se pudiese constatar? Por su cabeza se cruzó algo que a Rosa le pareció un hierro candente, pues se echó las dos manos a las sienes en un un intento de protegerlas. Cuando el intenso dolor desapareció, puedo pensar qué había sucedido. El efecto por la causa era parecido al experimentado en otras ocasiones. Rosa repasó esas ocasiones y encontró que todas tenían un denominador común: había experimentado un fenómeno así, aunque de 81
diversa intensidad, cuando había deseado algo que no podía realizar por los medios naturales. Nada comparable a la sensación que había tenido ahora, que llegó a pensar la cabeza le ardía por dentro. Era la señal. Rosa supo, sin lugar a duda, que lo que ella pretendía hacer en el gueto no lo podría llevar a cabo por métodos ortodoxos; sus extraños poderes parecían alcanzar metas mucho más extraordinarias, aunque nada le hiciese calibrar las consecuencias para ella misma.
¿Por dónde empezar? Podía hacer ensayos limitados para comprobar si estaba en lo cierto. Ya había tenido dos evidencias notables, más allá de otras muchas de menor entidad que casi le pasaron desapercibidas: tenía poder para detener la vida de las personas, pero, sobre todo, tenía poder para que pareciera que nunca habían existido. Eso es lo que había conseguido con la tutora, si bien no tenía enteramente claro esto último. Se propuso aclarar este extremo. Tenía más confianza con una de las dos damas, la que, por lo general, le acompañaba en sus salidas a la ciudad. Así se lo planteó:
—Vicky, quiero hacerte una pregunta.
—Pregunte, señorita Rosa.
—¿Sabes tú si don Ernesto ordenó cambiar de lugar las cenizas de la tutora? —De qué tutora me habla, señorita Rosa?
Rosa se quedó perpleja, cuando se repuso, todavía pudo ver la cara de extrañeza de su dama.
—Qué tonta, no sé por qué te he hecho esa pregunta. Es que tuve un sueño en el que yo había tenido una tutora desde que vine aquí, que luego murió y sus cenizas fueron 82
enterradas en el parterre de las rosas. Quería saber qué de realidad tienen los sueños. Olvídalo, Vicky.
—La señorita nunca tuvo una tutora; en realidad ha tenido varios tutores y tutoras, que venían a casa para educarla.
—Si, claro, así es. Don Ernesto ha hecho algo increíble conmigo. Y pensar qué animalito era cuando llegué aquí…
—La señorita no era ningún animalito; era una niña preciosa, un ángel venido del cielo. —¿Cómo dices, Vicky? —preguntó Rosa, abriendo sus ojos como platos.
—Bueno, usted era muy pequeñita cuando don Ernesto la adoptó, por eso no sabe cómo era; un ángel, un verdadero ángel.
Rosa ya no podía pensar más con un pensamiento racional. Vicky no le estaba gastando ninguna broma, y aquello excedía a toda lógica. Decidió poner tiempo por medio para analizar todo aquello que estaba sucediéndole. Tampoco podía sembrar más extrañeza en su dama con nuevas preguntas, del todo punto incoherentes.
—Claro, Vicky, no podría recordar cómo era cuando vine aquí. Ya miraré por ahí, a ver si encuentro alguna foto.
—Va a ser difícil, señorita Rosa: don Ernesto nunca permitió hacerle fotos. Según él, la única foto válida de usted sería hecha por un pintor muy famoso, pero no sé decirle el nombre.
—Un pintor… Claro, algo recuerdo que me dijo sobre eso. Rarezas de don Ernesto.
Rosa hubiese querido seguir indagando sobre aquel estado irreal que le parecía estar viviendo, pero cuanto más lo intentara a través de Vicky, más ésta terminaría dándose cuenta de estar, posiblemente, hablando demasiado. Terminó aquella conversación, 83
Rosa decidió ir a su habitación y pensar a fondo sobre todo aquello. Lo que Rosa no podía saber era si el pasado condicionaba el futuro o era el futuro el que escribía el pasado. Pronto lo sabría.
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Capítulo 10
En su habitación, a solas consigo misma, Rosa repasó lo recién acontecido. Las cosas o tienen una explicación o no son cosas, pensó a guisa de introducción en el tema. Y si no son cosas, ¿qué son?, se preguntó como corolario. Podía haber una consigna por parte de don Ernesto por la que nadie en aquella casa estaba en libertad de decir la verdad, que todo debía seguir el guión establecido. Anular el pasado de Rosa tendría un explicación y, por consiguiente, se convertiría en cosa. Esa cosa tendría la forma de un pasado impostado; don Ernesto habría dispuesto que su obra fuese de diseño, más que desarrollada de forma natural. Si así era, la Rosa cosificada pertenecía enteramente a una voluntad ajena a sí misma. Rosa al pensar en esto, negó con la cabeza. No aceptaba estar siendo vehículo de nadie, ni de don Ernesto ni de una voluntad innominada superior. Ella era consciente de algo, al margen de sus extrañas dotes y sucesos, que la hacían estar segura de ser una persona con plena autonomía sobre el medio en el que se encontraba: tenía la capacidad de discernir entre el bien y el mal; no el bien y el mal moral, sino aquella perspectiva favorable o desfavorable. Por tanto, Rosa no era algo inerte, llevado de aquí para allá a voluntad de alguien; lo que aceptaba, lo aceptaba porque era bueno para ella, y los mecanismos necesarios para lograrlo eran suyos.
Partiendo de la conclusión anterior, ahora debía comprender por qué ella era diferente a los demás, si es que, en realidad, lo era. Al margen de lo que don Ernesto hiciera creer, ella podía seguir pensando que no era así sino de otra manera. Por tanto, si ella estaba segura de provenir del lumpen, nada haría que la confusión se adueñara de su pensamiento. Ya tendría ocasión de descubrir las razones de don Ernesto. Otra cosa 85
sería si se oponía frontalmente a ser manipulada o tomaba alguna iniciativa. La siguiente diferencia que debía analizar era el porqué de sus poderes no naturales, si los tenía; porque todo estaba interconexionado. Si ella no era lo que era y lo que había sido, y no lo que quería ser y había sido, los supuesto poderes podían no ser tales y sí fruto de alguna manipulación orquestada por don Ernesto. Pero ¿por qué hacerla creer que tenía esos poderes haciendo parecer sucesos de extraña explicación? La muerte de la tutora y su posterior desaparición de la memoria colectiva se explicaría como parte un intento de configurar un pasado ad hoc. No había existido tal tutora, por tanto tampoco su muerte, por tanto tampoco su desaparición, por tanto no existió una Rosa ya adulta traída del gueto. ¿Qué conseguía don Ernesto creando esa dualidad en la mente de Rosa? Quizá una, y muy importante: una persona con dudas sobre sí misma es una persona fácilmente manipulable.
Rosa pidió que Vicky viniese a su habitación. Iba a hacerle una pregunta para una respuesta que consideró clave.
—Vicky, por ahí debe haber alguna muñeca o algún juguete de cuando era niña. Me gustaría tenerlo aquí, en mi habitación, para no dejar de ser niña del todo. Ya que no existen fotos, alguna cosa habrá que me hable de mi niñez.
Vicky ni pestañeó ante la pregunta. Con total normalidad, contestó:
—Miraré a ver si encuentro algo, señorita Rosa, aunque lo veo difícil: es norma en esta casa no almacenar cosas inútiles.
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Vicky daba una respuesta que, en realidad, englobaba dos: que podía haber algo y que si no encontraba nada, sería porque se había hecho limpieza. Rosa no podría dudar. Consciente de que Vicky podía acomodar su respuesta a lo que conviniera al director de aquella representación, no insistió más.
Pero Rosa no se rendía, debía ser derrotada en la propia contienda del pensamiento y no en el de las apariencias.
Obsesionada por encontrar una realidad firme sobre la que discurrir, abandonó de momento sus incursiones en el mundo de las finanzas. Necesitaba un pasado para comprender el presente y desde éste proyectarse al futuro. Nada más importante, porque nada que emprendiera o deseara tendría sentido.
Dos potencias ayudan al ser a sentirse real: reconocer las cosas y diferenciarlas, y que esas cosas permanezcan en el lugar que fueron halladas por primera vez, si no se ha modificado esencialmente el entorno.
En la vasta finca de don Ernesto, donde Rosa vivía recluida, las cosas podían ser habituales a la percepción, cambiantes por tener un ciclo fijo de vida o permanentes más allá de haber sido olvidadas. Era obvio que todo lo que existía en el interior de la casa pertenecía al primer grupo. Al segundo se podrían considerar los cambiantes aspectos del exterior, sujetos a estacionalidad. Rosa no podía distinguir si un parterre había cambiado con respecto al que vio cuando llegó. Su memoria fotográfica no recordaba detalles: las flores le parecían las mismas flores, aunque pudiera asegurar que eran otras parecidas. Al tercer grupo pertenecerían aquellas cosas que vio al llegar y nunca más volvió a ver. Las recordaba porque, de algún modo, fijaron su especial 87
interés en ellas. Rosa tomó la determinación de comprobar si estas últimas cosas estaban allí donde ella las vio al llegar.
Dentro de la finca, Rosa tenía entera libertad para moverse por donde quisiera. Delante de la puerta principal de entrada a la casa, un camino sinuoso entre palmeras washingtonias se extendía a la vista. Nunca Rosa había recorrido ese camino sola, entre otras razones, porque podrían pensar los ojos que la vigilaban que intentaba salir de la finca, y eso sólo podía hacerlo acompañada. Las ocasiones que había salido, lo había hecho en coche, y en coche había regresado. Nada especial, la verja se abría automáticamente y luego se cerraba tras el vehículo. ¿Había visto Rosa algo que le llamó especialmente la atención el día que llegó allí por primera vez y que nunca más se había fijado al cruzar la verja? Recordemos que Rosa sintió gran temor cuando se vio ante aquel enorme portón. Su altura, a nivel del muro que circundaba la finca, permitía tener poca esperanza a quien quisiera sortear aquel cerramiento carcelario. Rosa recordó que el coche conducido por don Ernesto se había parado delante de la verja, a la espera de que el sistema de apertura dejara el paso expedito. Fue algo menos de medio minuto. Con el temor a cruzar aquella puerta a lo desconocido, el instinto de Rosa, muy desarrollado, buscó la posible huida, si esa fuese su voluntad y contraria a la del hombre que la había llevado allí.
La verja, además de barrotes, estaba chapada con una gruesa lámina de metal opaco, pero tenía una mirilla en forma de pequeña ventanita que sólo se abría por dentro, y que estaba situada a la altura de una persona de estatura normal. Servía, sin duda, para reconocer a quien del otro lado hubiese pulsado el timbre y antes de abrirle la puerta. Algo inútil, porque la entrada disponía de un excelente dispositivo de video que
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permitía observar la entrada desde la casa e igualmente abrirla. Seguramente la ventanita fue idea del constructor de la puerta para servir si era necesaria.
Cuando Rosa observó la ventanita por dentro de la finca, enseguida recordó la imagen que tenía del otro lado, y que a ella le pareció entonces que por allí podría pedir socorro en caso de necesidad o enviar un mensaje de rescate a su gente. Repasó mentalmente si se había fijado de nuevo en esa ventana al entrar o salir en cuantas ocasiones se había ausentado de la casa, y no recordó ninguna, entre otras razones porque siempre viajaba en el asiento trasero, desde cuya posición no podía ver de frente por la altura del respaldo del asiento delantero. Rosa se acercó y deslizó con dificultad el cerrojo oxidado. Tiró de la pequeña hoja hasta solaparla contra la puerta. Sí, allí estaba lo que recordaba del primer día: los cuatro barrotes que impedían que aquel hueco pudiese ser utilizado para otra cosa que mirar o hablar a su través. Rosa volvió a casa. Por el camino fue sacando conclusiones: las cosas que dejaban huella del pasado, sólo hablaban del pasado.
Lo que Rosa deseaba, lo acababa de obtener. A partir de ahora podría seguir forjando su destino, pues sabía cuál había sido su punto de partida.
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Capítulo 11
Aunque pareciera dominar la situación, Rosa encontraba incomprensible aquella manipulación de don Ernesto. ¿Qué podía sucederle si le planteaba, lisa y llanamente, que había descubierto su juego y le exigía explicaciones? O mejor, ¿cómo podía ella rentabilizar en su provecho aquella situación? Sería como jugar al poker conociendo las cartas del contrario. Una persona reflexiva como Rosa no se dejaba conducir por corazonadas. Cierto que la curiosidad por desentrañar aquel misterio era grande pero la conclusión a la que, finalmente, llegaba era que después de saberlo, si don Ernesto tenía a bien confesárselo, no le serviría para nada, ya que seguiría siendo instrumento de su voluntad. Sin embargo, haciendo ver a todos que ni siquiera se había planteado ninguna duda en cuanto al papel que le habían asignado en aquel enredo, bien podría, por ejemplo, invertir los papeles: de personaje pasaría a ser guionista o conductora de la comedia.
Rosa supo que don Ernesto proyectaba para fecha inmediata un viaje al extranjero por temas de negocios. Si no le había hablado de ello era porque no contaba con ella. Esperaba que en el último momento al menos le diera alguna instrucción. Iba a estar fuera una semana, nunca antes se había ausentado tan largo periodo de tiempo y tan lejos. Ahora ya no tenía una tutora, aunque oficialmente nunca la tuvo. Una de las antiguas damas, Cristina, hacia el papel de gobernanta de la casa y de la media docena docena de sirvientes. Pero apenas si ordenaba nada a Rosa, pues ésta era autónoma dentro del recinto. Todos sabían lo que tenían que hacer, y si Rosa pedía algo inconveniente, simplemente le decían que no estaban autorizados. Rosa replegaba sus deseos y no insistía, sabiendo que era inútil.
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Y en efecto. La víspera del supuesto viaje, después de la cena habitual juntos, don Ernesto le dijo a Rosa que se sentará con él en la sala de estar, que quería decirle algo. Estas situaciones tan intempestivas para Rosa, en las que no tenía la menor idea de por dónde habrían de transcurrir, hacían que sometiera a su cerebro a una rápida computerización de posibilidades. ¿Instrucciones sobre lo que tenía que hacer o dejar de hacer en su ausencia? ¿Delegaría en ella algún poder especial si se daba algún supuesto? ¿Le confesaría, al fin, algo secreto hasta entonces referido a ella? Para esas y otras preguntas, Rosa esbozaba una posición consecuente; cualquier cosa menos dejarla en blanco.
—Rosa, mañana salgo para el extranjero y estaré fuera una semana —comenzó don Ernesto, una vez estuvieron sentado frente a frente, separado por una mesa de te. —Algo había oído por ahí.
—¿Habías oído? Tengo en mi casa una pandilla de chismosos. ¿Y puedo saber qué más has oído?
— Nada más. Tampoco fue que me lo dijeran. Oí a Cristina dar órdenes para que le prepararan la maleta con ropa interior para una semana y otra con…
—Bueno, es inevitable.
—¿Por qué habría de ser un secreto?
—Tienes razón, no hay ni había ningún secreto. Bueno, pues a lo que iba. Ya sabes que tienes de forma permanente algunas atribuciones para decidir sobre cuestiones menores relacionadas con mis negocios. Ya va siendo hora de que seas mi mano derecha, especialmente en mi ausencia, en todo aquello que precise urgencia de decisión; sería algo así como mi consejero delegado. En estos casos, nunca se sabe, y puede ser vital una actuación inmediata.
—¿Se refiere a si cae enfermo o tiene algún accidente durante su viaje? 91
—No quería ni mencionarlo, pues soy algo supersticioso. Sí, a eso y a cualquier otra circunstancia.
Si pasase lo peor, ya tengo dispuesto en mi testamento cómo proceder, en este caso contigo. Pero eso a ti no te debe interesar en estos momentos.
—No me interesa, puede darlo por seguro. ¿Qué podría yo hacer sin usted?
—Gracias, Rosa. No , no podrías hacer mucho, por ahora. Estás aprendiendo a volar, a ver las cosas y comprenderlas de forma tutelada. No obstante, todo puede suceder, y para cualquier contingencia se debe prever lo que se ha de hacer y hacerlo bien en lo posible. Las imprevisiones son fatales, casi siempre, porque todo se deja al albur de la suerte. Así pues, nada quiero decirte por si sucediese algo extremo. Lo que si te voy a decir es que espero de ti un comportamiento similar al que tienes estando yo aquí. Que no aproveches de esa circunstancia para hacer cosas que ahora no puedes hacer. No pienses que eres mi prisionera, lo que hago lo hago por tu bien, y más adelante lo comprenderás.
—¿Y por qué no me lo explica ahora? Quizá lo comprenda.
Rosa se dio cuenta enseguida que esa pregunta ya había decidido no hacerla. Fue provocada por las palabras de don Ernesto, al declararla menor de edad, algo que ya no aceptaba, que odiaba.
—A veces, Rosa, no tenemos en cuenta el tiempo que las cosas necesitan para ejercer el fin para el que fueron concebidas. Los seres humanos quemamos etapas presos de inquietud o ansiedad. Lo queremos ya. No nos damos cuenta que todo lo que es precipitado resulta ser inmaduro. Tú estás en ese proceso de madurez, pero no madura como para ser autónoma.
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—También se aprende de los errores. Me temo que si soy tutelada, nunca llegaré a ser segura cuando sea autónoma
—Mira, en eso tienes razón, no se me había ocurrido. Vamos a hacer una cosa. Voy a dejar que por una semana hagas lo que quieras. Pero has de aceptar que cuando vuelva me tendrás que contar todos los errores que has cometido. Si los errores son reparables, podrás seguir así. Si, por lo contrario, cometes algún error irreparable, volverás a ser tutelada. ¿Conforme?
—Usted dispone. Una sola pregunta. Entre mis atribuciones, según ese hacer lo que quiera, ¿puedo salir libremente de esta casa y que puedo ir adonde me de la gana, y sola?
—Claro. El trato es sin límites. Eso sí, has de sopesar que si te equivocas gravemente, tus limitaciones posteriores van ser más estrictas.
Rosa no podía contener el gozo que sentía por dentro. Como si de repente le hubiesen anunciado que quedaba libre, que las puertas de la prisión estaban abiertas para ella. Ni su rápido cerebro podía calibrar aquella circunstancia inesperada. Se pidió calma mientras se dejaba caer sobre don Ernesto, abrazándole. Don Ernesto, algo confuso, la apartó diciéndole.
—Ten cuidado, Rosa, los pájaros en su primer vuelo en libertad tienen más peligros que satisfacciones.
¿Qué le importaba a Rosa aquella observación paternalista? Don Ernesto podía estar en su papel; ella, al fin, podría definir el suyo sin necesidad de apuntador.
—No se preocupe, estará orgulloso de su pupila cuando regrese.
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¿Le importaba tanto a Rosa que don Ernesto estuviese orgulloso de ella? No siempre los placeres personales tienen que ser compartidos; al contrario, casi siempre son tildados de egoístas.
Rosa esperó a tener la seguridad de que don Ernesto ya estaba cruzando el Atlántico, rumbo a América. Sólo entonces se sintió dueña de si misma y prácticamente de todo. Lo primero que hizo fue llamar al servicio y reunirlo en uno de los salones de la casa.
—Don Ernesto me ha encomendado en su ausencia el gobierno de esta casa, además de otros asuntos. Vuestras misiones respectivas hasta este momento quedan en suspenso y seré yo la que distribuya los quehaceres de cada uno.
—A mí don Ernesto no me ha dicho nada —dijo la gobernanta con voz algo alterada— y yo sólo recibo órdenes de él.
—¿Quieres decir que no aceptas que yo te dé órdenes? Está bien, Cristina, lo tendré en cuenta.
—Nosotras sólo obedecemos lo que Cristina nos ordena, así que no podemos desobedecerla —dijo Vicky, asintiendo los demás.
—Está bien. Una imprevisión de don Ernesto que no puedo corregir, según veo. O quizá sí. Cristina, acércate a mí.
Cristina se acercó no sin temor.
—Mírame. ¿Ves algo extraño en mis ojos? —Que no me gusta lo que veo
—Pero, dime, ¿puedes decir qué ves?
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—No sabría decir, nunca vi unos ojos así; parecen pozos sin fondo. Siento vértigo. Si me lo permite la señorita no quiero seguir mirando.
—Es suficiente. Pídeme un taxi, voy a salir sola.
—Sí, señorita Rosa, lo que usted disponga —dijo Cristina a media voz, bajando los ojos
—Os podéis retirar. Seguid, por ahora, con lo que veníais desempeñando.
Rosa acababa de conseguir su propósito, Cristina sería en todo y en aquella casa el vehículo de su voluntad. El nuevo poder descubierto era tanto o más importante que dominar sobre la vida o muerte de las personas; la muerte suprimía obstáculos, dominar la voluntad no sólo los suprimía, sino que los volvía a su favor.
Un poder tan extraordinario ni siquiera al que lo ostenta deja de darle miedo. Rosa pasaba de puntillas sobre esta consideración. Lo utilizaba en momentos críticos, casi sin pretenderlo. Sus ojos, esas puertas a su insondable alma, parecía albergar todo el poder. ¿Lo había adquirido leyendo aquel extraño manuscrito que le regalara don Ernesto? Antes de llegar a la casa nuca tuvo tales experiencias.
¿Qué pretendía pidiendo un taxi para ausentarse de la casa sola? A veces una evidencia no es suficiente para demostrar lo que se pretende. La ventanita del portón era una evidencia que la ponía en el camino de la certitud sobre su pasado, pero no era concluyente hasta que viera las huellas mismas del pasado. Rosa iba a volver al lugar donde nació, donde encontró la increíble oportunidad que ahora disfrutaba. ¿Para qué, si ya no albergaba dudas? Para no depender únicamente de la fe, algo que todo ser humano desea a lo largo de la vida.
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Aunque no se entienda, Rosa no quería ser identificada por sus padres, si vivían, ni por su tía ni por amigos o amigas, por tanto en esta ocasión tampoco pretendía procurar un encuentro con su antigua gente. Yendo allí esperaba encontrar esas huellas propias del pasado.
Rosa ordenó al taxista que se parara. Habían llegado frente al banco desde el que solía esperar a sus clientes y donde la interpeló don Ernesto por primera vez. Era el mismo banco, algo más desvencijado. Rosa salió del coche y se acercó. Se sentó como siempre lo había hecho, en el lado izquierdo según su situación frente a la carretera. El taxista leía mientras tanto un periódico deportivo. Con disimulo, Rosa se dobló sobre sus piernas y llevó la mano derecha, por debajo del asiento, hacia el bastidor frontal. Casi hacia el centro del asiento, sus dedos tropezaron con algo que Rosa reconoció: una caja metálica invertida. La tapa firmemente pegada al asiento. El resto de la caja, también firme, incrustada en la tapadera. El tiempo transcurrido no la había oxidado, por lo que con dos tres movimientos de su mano ya asida a la caja, ésta se desprendió de la tapadera. Rosa comprobó que nadie pasaba por allí, que el taxista seguía enfrascado en su lectura, y lentamente se fue incorporando con la preciada carga.
Rosa cuando se dedicaba al pequeño tráfico nunca llevaba encima más droga de la que la ley permitía para uso propio. Si la policía la cacheaba, saldría bien parada. Pero como cualquier tendero que tiene una trastienda, Rosa tenía la suya en esa caja. Recordaba que aquel día era viernes, que los clientes acudían a “pillar” para el fin de semana y que la venta se disparaba. Rosa tenía una buena cantidad de coca en papelinas, suficiente para abastecer el previsible mercado de los fines de semana, pero no en su poder si la policía llegaba por allí. También hachís.
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Ya con la caja y el contenido en su bolso de mano, Rosa volvió al taxi. Como cuando vino, volvió a sentarse en los asientos traseros. Le dijo al taxista que regresaban. Miró al poblado sin demasiado interés y sacó del bolso la caja. Rosa estaba impaciente. Cerró los ojos y fue extrayendo objetos: “esto es costo”, pensó, y abrió los ojos para comprobarlo, luego lo depositó directamente en el bolso y volvió a cerrar los ojos; “esto es coca”, dijo mentalmente, asintió al verlo, lo metió en el bolso y cerró los ojos; “esto es… esto es un condón”, cabeceó después de mirar fugazmente en señal de confirmación. Rosa después de este último acto, pensó. “Por qué guardé yo aquí un condón? Podía haberlo llevado conmigo sin problema”. Esto desconcertó a Rosa. Recordaba perfectamente que allí había guardado un condón, pero ahora no podía decir por qué razón lo consideró necesario. Durante todo el regreso no pensó en otra cosa sin hallar respuesta. Ya no miró más dentro de la caja, en la que aún quedaban algunos objetos. A medias satisfecha del hallazgo, que sí hablaba de su pasado, aquel condón era una laguna, por el momento.
Llegaron al portón. Rosa salió del taxi y llamó en el pulsador. Miró para el ojo del video y cuando oyó la voz de Cristina, se volvió para el taxi y le preguntó cuánto le debía. Trasladó la cantidad a Cristina que esperaba, añadiendo una buena propina, y esperó que alguien llegara con el importe. Pagó al taxista y le pidió una tarjeta por si le necesitaba en otra ocasión.
Fue el único momento en el que Rosa se desconectó de su preocupación principal. Se encerró en su cuarto y volvió a insistir en escudriñar su memoria.
Siempre que Rosa había tenido encuentros sexuales había forzado a su pareja a usar un preservativo. Le asustaba el SIDA y también a quedar preñada. Sólo en un par de 97
ocasiones, en el fragor del encuentro deseado, consintió ser penetrada sin esa protección, con la fatalidad ya conocida. Pero aquellas historias no la llevaban a tener una idea clara sobre el por qué había guardado aquel condón en la caja, como si fuese un cuerpo de delito más. Desesperada Rosa de la poca consistencia de su pensamiento, y también cansada, procuró desconectarse, mientras manoseaba otros objetos que aún había en la caja. “este es un anillo con un brillante; lo guardé aquí por si algún chulo me lo quería birlar”, y Rosa sacó ese objeto de una pequeña bolsa de antelina. Rosa le dedicó unos segundos para rememorar cómo lo había obtenido: fue en uno de aquellos encuentros programados con algún caprichoso que pagó por el capricho de Rosa. Sonrió al comprobar que se había vendido cara; un señorito al que Rosa previamente puso en estado de choque y no pudo negarse. Quedaba un tubo metálico de grosor considerable, con un tapón de goma. Rosa lo destapó y lo sacudió contra el suelo: del tubo salió un rollo que Rosa identifico enseguida: era dinero. Aquel día, después de cerrar su tienda, Rosa habría tenido que ir a cierto lugar, encontrarse con cierto individuo y entregarle el contenido de ese tubo; sólo así su tía tendría al día siguiente la mercancía solicitada. También en la caja Rosa guardaba el importe de sus ventas, más por precaución que por otra razón; no por los vecinos, que ninguno se atrevería, sino por otros quinquis llegados de lejos de allí, que, a veces, merodeaban y desvalijaban a los camellos y a las prostitutas. Pero no había de este dinero, porque cuando llegó don Ernesto aún no había recaudado nada. Todo pasaba como en una película mil veces vivida, salvo el asunto del condón, que no conseguía sino descifrar a medias: sabía que estaba allí, pero no sabía por qué.
“¿Tan importante puede llegar a ser?”, se preguntó Rosa, ya rendida.
Las lagunas de la memoria son habituales, y en nada suponen algo grave para el devenir de las personas. Así terminó por tomarlo Rosa, ante la incapacidad para 98
resolver aquel enigma. Lamentó, en principio, que aquel dinero no hubiese llegado a su destino y el contratiempo que habría supuesto para su tía, pero se tranquilizó enseguida, al pensar que ya se las habría arreglado con el dinero que le dio don Ernesto.
Rosa ya no salió de su habitación. Allí mismo pidió que le sirvieran la cena.
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Capítulo 12
Rosa casi no durmió esa noche. Sin quererlo le daba vueltas en la cabeza a diversos temas que se superponían, de modo que, en esa confusión, a ninguno le daba un final. Todos quedaban como cogidos con alfileres; el tema del condón, el intenso aprovechamiento de esa semana crucial para ella, volver o no a su antiguo origen y si visitar o no a su familia y qué debería hacer por ellos, comprobar definitivamente que dominaba la situación en la casa. Rendida de cansancio más que dormida, determinó que a la mañana siguiente empezaría por lo último, sin acordar nada definitivo sobre el resto.
Sin levantarse, Rosa llamó a Cristina. Por el interfono escuchó la voz de Vicky.
—Señorita Rosa, Cristina está enferma.
Rosa dio un respingo, sentándose en la cama.
—¿Qué le sucede?
—No lo sabemos. Nos sorprendió no verla y fui yo a su habitación para ver qué le pasaba. La encontré que casi no podía hablar, bañada en sudor. Debía tener un montón de fiebre.
Rosa saltó de la cama y comenzó a pasearse nerviosa por la habitación. Al otro lado del interfono, Vicky esperaba.
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—Señorita Rosa, ¿está ahí?
Rosa pensaba atropelladamente.
—Sí, Vicky, voy para allá —y el interfono enmudeció.
Rosa se cubrió con un salto de cama largo, salió de la habitación y se dirigió al ala de la casa donde el servicio tenía sus aposentos. Allí, delante de una puerta, Vicky esperaba.
—Señorita Rosa, Cristina está muy mal.
—¿Cenó algo especial, diferente a vosotros? —preguntó Rosa, mientras Vicky abría la puerta y dejaba libre el paso.
Rosa penetró en la habitación, buscando con la mirada la cama de Cristina. Cristina parecía semi inconsciente, sin dar señales de haber advertido la presencia de visitas.
—Cristina, ¿me oyes? Soy Rosa —Dijo Rosa acercándose al lecho.
Cristina cerró completamente sus ojos, fijos en el techo hasta entonces. Quedó en es posición, inmóvil, a excepción de una ligera sacudida de piernas, perceptible bajo la ropa de la cama, que luego desapareció.
Vicky permanecía a un paso del quicio de la puerta observando con cara de preocupación, sin responder a la pregunta que le hiciera Rosa. Rosa repitió:
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—¿No has oído, Vicky?, te preguntaba si Cristina había comido algo diferente a vosotros.
—Ah, sí, disculpe. señorita Rosa, quiero decir que no, que no comió nada diferente, que nosotros advirtiéramos. Pero ya la vimos rara toda la tarde.
Mientras Rosa tomaba la muñeca de Cristina entre sus dedospara tomarle el pulso, preguntó de nuevo.
—¿Rara, dices? ¿A qué te refieres?
—Pues a que anduvo como traspuesta, teníamos que repetir dos o tres veces cuando nos dirigíamos a ella antes de que nos atendiera; parecía en otro mundo.
A Rosa le vino el recuerdo de la Tutora. Cristina podría estar en el mismo proceso, ocasionado por la influencia de sus ojos. ¿Se iba a morir de la misma forma y por el mismo motivo? Rosa, en aquel libro, había leído algo que recordaba: en algunos casos, una infusión de rosa de Jericó hacía de antídoto a las influencias maléficas del mal de ojo; en otros, una rosa en contacto con el cuerpo, también. El efecto era mayor combinando los dos. Rosa le había pedido al jardinero que se procurara alguna semilla de la famosa rosa y las sembrara en el jardín. Rosa las vio crecer, florecer y permanecer extrañamente secas o reverdecer en uno de los parterres . A veces se quedaba mirándolas, pensando si algún día comprobaría sus efectos benéficos. Soltó la muñeca de Cristina y le dijo a Vicky que la siguiera. Las dos salieron de la habitación a buen paso y se dirigieron al jardín.
Rosa se agachó frente a un conjunto de bolas de aspecto extraño; eran rosas de Jericó secas. Desprendió dos del tallo y con una en cada mano, volvió a casa, seguida de 102
Vcky, que no acertaba a intuir qué pretendía hacer Rosa. Ya dentro de la casa, le dijo a la sirvienta:
—Cuece esta rosa en agua durante tres minutos y lleva la infusión a la habitación de Cristina; yo te espero allí.
—¿Esto es una Rosa? —Preguntó Vicky, mirando aquello que Rosa le había dado. —No preguntes y haz lo que te digo. Rápido.
Cada una caminó en direcciones distintas. Vicky, mientras se dirigía a la cocina, farfullaba entre dientes: “esta mujer nos va a volver locos a todos”.
Ya en la habitación de Cristina, Rosa se acercó a la enferma, le abrió una de las manos, colocó la rosa en la palma y cerró los dedos sobre ella. Mientras la observaba, Rosa, muy concentrada en lo que pensaba, pronunció la siguiente exhortación.
—Te ordeno, espíritu maligno, que abandones el cuerpo y espíritu de Cristina. Por esta rosa que tiene en su mano, no té sentirás cómodo poseyéndola, ya que en su mano estará hasta que reverdezca.
Había terminado de pronunciar el exhorto, cuando Vicky entró con la taza humeante de infusión. Rosa se volvió para cogerla. Se acercó a Cristina, incorporó su cabeza y llevó la taza a sus labios. Cristina hizo un gesto de rechazo; debía estar demasiado caliente. En la mesilla, al lado de la cama, había un vaso con algo de agua. Rosa vertió una poca en la taza y volvió a intentarlo. Con calma, Cristina, aferrándose seguramente a aquella oferta de vida, puso empeño en beber aquel líquido sin rechazarlo.
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Cristina, pasado unos minutos en los que Rosa y Vicky no dejaron de observarla, comenzó a abrir los ojos, luego a fijarlos en las presentes y dejó que sus labios articularan un imperceptible “gracias”.
Rosa miró a Vicky, como el actor que espera la aprobación de su público. Vicky tenía los ojos abiertos como platos: estaba asistiendo a lo que le parecía un milagro.
Rosa se retiró seguida de Vicky. Volverían más tarde, aquello no era un espectáculo y la suerte estaba echada. Rosa, de forma consciente, no ordenó a Vicky que silenciara a sus compañeros lo sucedido. Estaba persuadida de que aquella extraordinaria capacidad para devolver a la vida a una persona, aparentemente ya sin ella, causaría un efecto sobre todos en aquella casa, y ya no se atreverían a cuestionarla en ningún caso. Conseguía, así, acabar con toda reticencia, si Cristina dejaba de estar bajo su influjo maligno. A esta consideración última, Rosa prestó especial atención. En lo sucesivo, debería tener más cuidado al ejercer sus poderes, pues como con algunas medicinas, podían tener efectos indeseados fatales.
—Debería quedarme a su lado, señorita Rosa, quizá me necesite —dijo Vicky a Rosa, ya fuera de la habitación.
—No, Vicky, no te necesita, tiene todo lo que la puede ayudar. Tú ven conmigo, que tenemos que hablar.
Vicky asintió con la cabeza y se puso a andar al lado de Rosa. Ésta la llevó a la sala de estar anexa al comedor, donde solía sentarse con don Ernesto después de la cena.
—Toma asiento. 104
Rosa la miró con temor. No supo reaccionar y continuó de pie.
—Que te sientes, mujer.
Al fin se sentó sobre el borde del sillón. como si fuese un atrevimiento por su parte.
—Acabas de presenciar algo que no te cabe en la cabeza, ¿verdad? —empezó a hablar Rosa—. En realidad lo que yo he hecho lo podrías hacer tú. Pero lo que no podrías hacer tú es saber qué se debe hacer en estos casos, y eso sólo lo puedo hacer yo. Tampoco es efectivo siempre; se ha de dar la circunstancia de estar poseída por el maligno, y eso, precisamente, es lo que no es fácil descubrir. Para mí es fácil, porque a través mío el maligno actúa sobre las personas. Después de que haya penetrado en alguien, cada caso presenta una singularidad: la forma de liberarse es distinta, y sólo yo la conozco. ¿Me sigues, Vicky?
—No mucho, señorita Rosa. Según creo haber entendido, usted es una especie de curandera, como los que curaban a la niña del exorcista.
—Algo así, aunque con la particularidad de ser yo la que transmite el mal; en otras palabras, soy el veneno y el antídoto. Cristina intentó desobedecerme ayer, y no es que yo quisiera ningún mal para ella, lo que sucedió es que el maligno se apoderó de ella cuando miró mis ojos. ¿No te ha pasado que cuando te asomas a un vacío, te sientes atraída y te cuesta evitar el caerte? Pues así sucede en este caso. Vas a comprobarlo ahora mismo. Te voy a hacer una pregunta y me vas a decir la verdad. Si no lo haces, ya sabes a qué te expones, y quizá no tenga tanta clemencia como la que he tenido con Cristina.
—Yo siempre le digo la verdad, señorita Rosa —dijo Vicky balbuceando. 105
—Entonces, no hay problema. Te pregunto: ¿Sabes por qué don Ernesto te pidió que montaras esa película sobre mi supuesta adopción, negando toda procedencia reciente de mi miserable origen?
Vicky bajó la vista y calló por unos instantes. Sin mirar a Rosa, dijo:
—No sé a qué origen se refiere, porque yo llegué a esta casa mucho tiempo después de que don Ernesto la adoptara, y nunca me dijo dónde la encontró.
—Me parece que no has entendido. Te he pedido que me digas la verdad, y veo que no te hecho efecto lo que te he dicho.
—Claro que me ha hecho, señorita, y mucho, por eso le digo la verdad.
—O sea, que no me recibiste junto con Cristina, no me bañasteis, no me vestisteis. Y todo el tiempo que tuve una tutora, hasta que murió, tampoco existió. Y Cristina y tú no habéis sido mis damas, y nada de nada. ¿Es eso lo que me vas a decir?
—Pues no sé si quiere que le diga otra cosa, pero esa es la verdad. Cristina lleva mucho tiempo de gobernanta, y yo sólo soy una sirvienta más a su disposición o cuando lo manda don Ernesto.
—¡Basta ya, Vicky, estás colmando mi paciencia! No sé a qué obedece todo esto, pero yo me encargaré de averiguarlo. Puedes retirarte.
¿Por qué Rosa no le aplicó a Vicky el recurso superior y extremo para doblegar su voluntad, dominada, al parecer, por las órdenes de don Ernesto? Seguramente porque iba a ser la emisaria de todo lo sucedido con Cristina, Rosa no podía exponerse a que todo el servicio tuviese que ser dominado a golpe de “maligno”, prefería un dominio en base al temor.
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Pero entre la inconsistente memoria, el quizá incontrolable efecto de su extraño poder y esa persistente realidad que le transmitía Vicky, a Rosa se le complicaba encontrar algo tan sencillo como definir su personalidad. Dudaba si era ella la que dominaba o era dominada por todos, convirtiéndola en un ser del que ella misma dudaba si existía, y si existía, para qué.
Sus padres, su tía, algún amigo, o amiga, ellos si podrían dar fe de su origen, tenía, pues que volver a ese lugar donde todo había comenzado y luego regresar a la casa de acogida. Comprobaría los pasos que dio haciendo del tiempo su mejor aliado. ¿Por qué no habría de valerle para ese propósito ese poder que le había demostrado ser útil para dominar a su favor los acontecimientos?
Rosa, en su habitación, buscó la tarjeta del taxista. Pasada una hora, Rosa salía del presente y regresaba al pasado. Aunque la realidad le diese motivos para dudarlo, necesitaba creer que algo o alguien que residía dentro de ella le iba a ayudar a resolver el enigma de su existencia.
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Capitulo 13
Cristina se había recuperado, aunque se sentía débil y pidió permanecer en la cama. Vicky estaba a su lado, le contaba todo lo sucedido. Dejó de hablar cuando Rosa entró en la habitación sin llamar.
—Veo que ya estas bien y que no necesitas más de mí. ¿Dónde has puesto la rosa de Jericó?
Cristina hizo ademán de señalar con la mano, pero fue Vicky la que indicó el lugar donde se encontraba: en el cajón de la mesilla de noche. Rosa lo abrió y la tomó en la palma de la mano. Rosa no se extrañó del cambio de color que había experimentado desde que la pusiera en la mano de Cristina. La rosa ahora era de un color verdusco, nada confundible con el pardo original. Para cualquiera que no conociera las propiedades de esa rosa, aquel fenómeno le habría pasado desapercibido; para Rosa, en cambio, aquel cambio de color era debido al trasvase de los humores malignos de Cristina a la propia rosa. Así lo explicaba el libro y así lo creía ella, aunque no estuviese dispuesta a afirmarlo en ese momento de tanta dudosa realidad.
—Salgo de nuevo. Un taxi me llevará. No os preocupéis por mí si no regreso esta noche. Si llama don Ernesto, le diréis que yo le llamaré desde donde me encuentre. Nada más.
Rosa, antes de salir, había guardado el contenido de la caja, menos el tubo con el dinero, el anillo y el condón: todo eso lo llevó con ella. El dinero para pagar el taxi si no regresaba y para devolverle el resto a su tía; aunque le reprochara el haberla vendido, 108
no quería tomar ningún tipo de venganza. Peor sentimiento albergaba hacia sus padres, que primero la habían abandonado en manos de su tía, y luego no les importó el destino que aquel hombre podía haber pensado para ella. Ver a unos y a otros era meramente una cuestión práctica, no sentimental.
El viaje duraba entre tres cuartos y una hora, dependiendo del tráfico. Durante ese tiempo Rosa tuvo ocasión de observar el cogote al taxista y en el espejo retrovisor su rostro de forma parcial. Siendo el mismo de la ocasión anterior, le parecía verlo por primera vez. Fuese porque había decidido improvisar sobre la marcha cuando se encontrase con su gente, o porque a Rosa le pareció atractivo, el caso es que sintió una excitación creciente al detener su mirada en aquel cuello bien desarrollado, rasurado hasta el nacimiento de la discreta melena. Y si a esa imagen se añadía las varoniles facciones que se adivinaban a través del espejo, las de un hombre al que Rosa le adjudicó no más de treinta años, parecía lógico que la Rosa insensible, la compleja Rosa, la Rosa ambiciosa, la mujer sin alma, tuviese un punto de inflexión en su conducta habitual y pensase o sintiese que el sexo era algo más que desahogarse en sus prácticas solitarias. Recordó alguna de las placenteras sesiones que había tenido en su barrio con amigos y clientes, y con la mente llena de imágenes y la cercanía de aquel atractivo hombre, Rosa sintió que una ardiente sensación le corría por el cuerpo. Acostumbrada a utilizar sus dedos, se dejó llevar por el deseo imperativo de acariciarse. El taxista, muy observador, ya había fijado su interés en su pasajera. Rosa, pensaba, era una joven hermosa y debía ser muy rica, a juzgar por la casa donde vivía. Además, debía ser bastante excéntrica, por los lugares que visitaba. En definitiva, una mujer interesante para cualquier hombre de mundo, y los taxistas lo son. Por el retrovisor, y cuando la conducción se lo permitía, el taxista escrutaba a Rosa, con interés creciente, por cuanto la imagen que llegaba a sus ojos era la clásica de un 109
rostro desfigurado por los espasmos del placer. El taxista se acomodaba en el asiento para permitir que su pene encontrara espacio donde crecer sin barreras. Más de una vez tuvo que retroceder después de creer que su pasajera aceptaría su proposición, así que en esta ocasión procuró no ser tan directo y esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Fue Rosa la que inició el vulgar romper el hielo con un hombre que la estaba martirizando de deseo.
—¿Cómo se llama? Es la segunda vez que me transporta y espero que no sea la última. Me gustaría dirigirme a usted por su propio nombre.
—Me llamo Alberto, o si lo prefiere Albert.
—Me gusta Albert, suena más amistoso. Yo me llamo Rosa, y siento que, en correspondencia, no deseo que me llame Ros.
—Rosa es muy bonito, no hace falta quitarle nada.
—Algunas veces es bueno quitarle las espinas.
—Hay rosas sin espinas, y quiero creer que usted es una de ellas.
—Albert, no tengo idea de si te voy a molestar o no con la pregunta que te voy a hacer. Tampoco quiero que saques conclusiones precipitadas al juzgarme.
—No estoy muy acostumbrado a que como taxista me tuteen, pero nada me es más grato para la pregunta que me vas a hacer.
—¿La has adivinado?
—No quiero pecar de fatuo. Haz la pregunta, pero si coincide con la que pienso, ya tienes el sí, sí cuando quieras, como quieras y donde quieras.
—Esta bien, una señorita debe cuidar las formas, si éstas no impiden los objetivos. Cuando termine mi visita, responderé a ese como, cuando y donde que tan gentil me ofreces.
—Okay, guapa, estaré impaciente. Por cierto, ese lugar a donde nos dirigimos…
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—Es poco recomendable, ¿verdad? Sí, yo también lo creo, pero me lleva allí el destino, y contra él no se puede hacer nada.
Albert se calló, simulando poner atención al tráfico. Pero le tocaba a él decir algo interesante, no quería dar la impresión de no haber entendido lo que Rosa acababa de decir. Rosa esperaba, no era muy habladora, prefería responder a los demás a iniciar su propio discurso. Pasado un tiempo que comenzaba a ser espeso, Albert habló, no para responder a lo manifestado por Rosa, sino para recoger hilo desde más atrás.
—¿No tienes novio, marido, étcétera?
—Pensaba lo mismo; ¿no tienes novia, esposa, etcétera?
—Vale, donde las dan las toman. Lo dejamos en tablas.
—Me parece bien-
—Cuando lleguemos al poblado, ¿vas a hacer lo mismo que ayer? No dejaste de sorprenderme.
—No, hoy será diferente. Ho voy a meterme de lleno en la boca del lobo, ¡ja, ja!.
—No me gusta, si a lo que te refieres es a que vamos callejear en ese lugar.
—No te preocupes. Paras, más o menos donde ayer, y me esperas. Iré sola.
—Te van a desplumar, si no otra cosa peor.
—Sé cuidarme, volveré virgen para ti, ¡ja, ja!
Aquel desenfado, seguido de la risa luminosa en Rosa, hacía mella en el ánimo de Albert. No era misión suya hacer de guardián o guardaespaldas de aquella joven, por más que esperaba una promesa de ella. Se sintió algo cohibido: la iniciativa de aquella joven era original, no la de una buscona de calle, y eso siempre confunde a los hombres, acostumbrados a pedir, cuando no a mandar.
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—Vale, Rosa, tú sabrás, parece que esto no es nuevo para ti. ¿Esperabas a alguien ayer, mientras estabas sentada en el banco? Lo digo porque quizá ya no esté o no quiera verte.
Rosa torció el gesto. Albert era un ser vulgar, o quizá era una buena persona, que a veces se confunden. Rosa quiso quitarle transcendencia, estaba harta de paternalismos.
¡Ja, ja! Mi querido Albert, te estás portando como un colegial celoso. Tú y yo estamos en un momento dulce, no lo jodas metiéndote donde no te importa.
—Okay, aprendida la lección. Eso me pasa por pensar que estoy ante una barra libre. Puedes hacer lo que te salga del c…
—Hombre, ni tanto ni tan calvo. Toda mujer espera del hombre algo de protección, para eso es el sexo fuerte, pero si se pasa, al menos conmigo, enseguida me da por aclarar los papeles de cada uno. Zanjemos el asunto. Voy adonde tengo que ir, sé lo que hago, y volveré sana y salva para ti, cielo. ¿Te vale?
—Vale, pero me suena a cachondeo que te traes conmigo.
—No haberme puesto cachonda, ¡ja, ja! Atiende al volante, no nos vayamos a dar una hostia por hablar tanto. Debías poner ese letrero que llevan los autobuses: No hablar al conductor.
—Okay, ahí en ese poblacho debiste soltar la lengua. ¡Joder, contigo!
—Vale, pórtate como un taxista educado. Y deja que vuelva a concentrarme en otros asuntos, sólo míos.
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El taxista ya no replicó. Aquella joven era todo un misterio. No le infundía temor, sino preocupación: la preocupación de no estar a su altura.
Ya cerca del banco, en un arcén natural de la carretera, paró el coche. Rosa salió, y después de cerrar la puerta, se volvió hacia el conductor.
—¿Cuánto me costará la carrera, teniendo en cuenta que vas a esperar aquí un par de horas como máximo?
Rosa estaba pensando en, si llegaba el caso, pagarle del dinero que llevaba para su tía.
—Tienes crédito, no te preocupes por eso —le respondió Albert, con poca convicción.
Puede que el taxista pensara que se estaba jugando el jornal del día, y que aquella promesa no fuese lo que había pensado, pero por encima de miserias estaba el atractivo que aquella joven ejercía sobre él, y eso ya era real. Los hombres se suelen perder por estas cosas, y las mujeres no tienen la culpa.
Rosa bajó un pequeño barranco que separaba la carretera de una explanada donde las chabolas parecían haber surgido de alguna broma estúpida de la madre tierra. No había una calle principal, ni siquiera veinte metros lineales de chabolas alineadas. Surgían aquí y allá como si en una estampida sus moradores hubiesen llegado y plantado en el suelo la bandera que le daba la posesión del mínimo suelo. Algunas llegaban al descaro de tener cuatro paredes de fábrica de ladrillo, enlucidas y enjalbegadas con mimo. Las cubrían invariables chapas de lata, encontradas o 113
robadas en quién sabe dónde. Rosa conocía aquellas ratoneras y a sus moradores. Era medio día y había poca gente en la sala de estar común que era una especie de plazoleta, donde había instalado un lugar público que atendía por el nombre de Bar. Rosa llegó a las primeras chabolas, tomó una estrecha vereda entre escombros y un arroyo pestilente y se dirigió bordeando el poblado al otro extremo del mismo. Allí vivía su tía Felisa, o esperaba que viviera después de cinco años sin saber de ella. Por dar las chabolas la espalda al camino por el que iba Rosa, parecía conseguir lo que se había propuesto: que no la vieran otras personas que las que ella quería que la vieran y verlas a su vez. Unos niños salieron de aquel campamento lúgubre y corriendo vinieron hacia Rosa. Se acercaron como cuando veían a alguien que no era de ellos: con la mano extendida y repitiendo monocordes:
“Dame algo, dame algo”.
Rosa los apartaba con sus manos y alguna sonrisa. No tenía nada que darles, de momento, aunque se reafirmaba en darles mejor vida. Los niños se marchaban de mala gana, refunfuñando palabras ininteligibles. Pasó un recodo y reconoció la vivienda de su tía. La había heredado de sus padres, que se la dejaron ella, de cuatro hermanos, porque siempre pensaron que iba a vivir sola. Era una de las casas con paredes como Dios manda, dos ventanas a los lados de la puerta con sus rejas pintadas de verde oliva. La de la derecha daba a la habitación que ella ocupaba cuando vivía allí. Parecía desierta, pues las ventanas estaban cerradas. y a Rosa le sorprendió que la fachada estuviese tan descuidad de blanqueo, siendo este aspecto uno de los más cuidados por su tía. Rosa empezó a preocuparse. Hasta se paró contemplando aquella casa antes de decidirse a llamar. Pero ya no había retorno a su voluntad de hacer lo que había venido a hacer y dio los pasos decisivos. Se acercó a la 114
puerta y golpeó con los nudillos. Nadie respondió a la llamada. Extraño, todo el mundo o comía o dormitaba la siesta. Eran como animales celosos o vitalmente obligados por sus costumbres. Volvió a llamar, esta vez con más fuerza. Algo consiguió: que una vecina de al lado saliese de mal humor a ver quién importunaba a esa hora sagrada. Rosa no la reconoció, pensó que se habría instalado allí después de irse ella. Aquella mujer interpeló a la intrusa: “¿Qué quiere? No hay naide ahí, ¿no lo sabe?”. Rosa se quedo helada; aquel eslabón parecía esfumarse.
—¿Desde cuándo está vacía esta casa? —Preguntó Rosa sin alterarse. —De cuando murió su dueña.
—Sí, pero, ¿cuándo murió?
—El año pasao, hace ahora.
—Se llamaba Felisa, ¿no?
—Ta usté confundia, se llamaba Antonia. Si busca a la Felisa, la Seca, esa era la que la vendió la casa a la Antonia, pero de eso hace por lo meno diez año.
Rosa asistía a aquel chorreo de información increíble como alguien que duda si sueña o está despierto. Diez años… Eso no era posible aceptar por el pensamiento de Rosa. Ella se había ido de allí cinco años atrás, ni uno más ni uno menos; el margen de error era inadmisible. Ya dudando de todo, Rosa decidió preguntar a aquella mujer, antes de que volviera a su casa dándole con la puerta en las narices.
—Vale, señora, debo estar confundida. ¿Sabe usted algo de los Conejos? Así los llaman por aquí.
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—Se llamaba. La Coneja fue sesinada por el Conejo y el Conejo ta en chirona pa toa la vida. Oiga, uste venga a preguntá y yo aquí haciendo el primo. No me líe, ya no ma pegunta.
—Sólo una más, por favor. ¿Sabe usted qué pasó con una niña que tenían los Conejo? —Ya me va a liar usté. Bueno, la última. Los Conejo tenían una niña y dos niño. La niña la palmó de paludismo y los niño se fueron a no sé dónde cuando aprendieron a corré. Pero aquí se chismorrea que la niña se la endilgaron a un ricachón de la ciudá. Y ya vale, oiga, que me está usté liando pa ná.
—¿La niña se llamaba Rosa?
—Sí, se llamaba Rosita— y la mujer penetró en su casa, cerrando la puerta con violencia.
¿Qué estaba pasando?. O mejor, ¿qué había pasado en realidad? Todo parecía coincidir con la fantástica versión que don Ernesto había establecido para ella, a no ser que, suponiendo que algún día Rosa sintiera deseo de volver por aquel lugar, hubiese cambiado el guión, comprado el silencio de las personas y situando los hechos de acuerdo con lo que se le hacía ver en la casa.
Pero eso. con ser posible, era de una consistencia endeble: Aquella gente no era de fiar, venderían a sus madres, si la oferta de compra era interesante.
Rosa llevaba dinero, el dinero que pensaba devolver a su tía. Pensó en utilizarlo para ganarse la voluntad de aquella vecina, y con ella la verdad que Rosa quería escuchar. Reflexionó. La conclusión a la que llegó fue que ya no importaba tanto saber la verdad como decidir si era más interesante para ella aceptar la mentira. De momento no le vio 116
mayor beneficio a lo segundo, pero pronto fijó una idea: “Si acepto las cosas como quiere que sean, para nada modifica mi creencia de haber sido como fueron”. Mi empeño contrario sólo vale para desmentir a quien me miente, y eso tiene el mismo valor que para él imponer su mentira.
Ya no hacía nada allí; ni siquiera se planteó seguir indagando, aunque sólo fuese para comprobar hasta dónde llegaba la larga mano de don Ernesto.
Volvió por sus mismos pasos. Paciente, Albert esperaba. Rosa metió la mano en el bolso y extrajo algo: era el condón. Lo manoseó por un rato y lo volvió a depositar en el bolso. Rosa ya no le dedico ni un segundo a pensar en su extraña aparición en la caja.
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Capitulo 14
¿Por qué las personas limitan sus esfuerzos cuando aún no han desplegado todas sus energías? No hay una respuesta concluyente. Rosa parecía invencible cuando estaba resuelta a sentar las bases de su pasado. Rosa parecía invencible cuando pretendió comer el mundo de los negocios con sus osadas iniciativas. Rosa parecía invencible cuando supo y comprobó poseer poderes especiales. Rosa no se consideraba derrotada, sino cansada de aquella lucha. A sus veinte y un años estaba en al edad en la que los jóvenes determinan lo que quieren ser con esa edad, sin plantearse lo que quieren ser en la vida. La vida es un proyecto muy largo, y unos se esfuerzan muy pronto para sentar las bases de su futuro y otros, en cambio, lo dejan para más adelante. Mientras tanto, estos últimos no quieren ni oír de compromisos, de esfuerzos, de dedicación; son las cigarras de la sociedad. Y puestos a ser superficiales, ¡benditas cigarras!
Rosa, como pájaro enjaulado, carecía de instinto para guiar su vuelo. Como un pájaro desorientado, se guió por la luz. Pero no siempre la luz ilumina, algunas veces ciega.
Albert aventajaba a Rosa en experiencia mundana, aunque no en formación académica. Podemos poner en duda cuál de esas cualidades se habría de imponer, por supuesto que ambas a disposición de un sólo motivo: dominar al contrario.
En ausencia de Rosa, Albert estuvo preparando la estrategia. Aquella extraña palomita tenía toda la pinta de creerse gavilán. Sí, a veces la naturaleza viste de zorros a los corderos; luego estos son comidos como zorros. Él se había encontrado muchas así; el 118
taxi era el mejor puesto de ojeo para la caza. Se hizo una pregunta a sí mismo: “Albert, ¿significa algo esa chica para ti?” Siempre se hacía esa pregunta, de la respuesta dependía que le importara o no el daño que le podía hacer. De tantas experiencias, su corazón se había endurecido, lo que no significaba que fuese inexpugnable.
Rosa, en cambio, ya había perdido parte del instinto natural que tienen las personas que sobreviven a la miseria y las condiciones hostiles del entorno; es como si el tiempo que había estado en la casa de don Ernesto y bajo su tutela y amparo se hubiese reblandecido ese estar siempre alerta ante el enemigo invisible. Era consciente de que el contacto con ese mundo de la ciudad le era desconocido. Aún así, Rosa estaba dispuesta a descubrirlo y vivirlo si lo encontraba atractivo. Albert no sería aceptado por don Ernesto; éste lo consideraría un fracaso con Rosa. Pero eso para Rosa tenía un aliciente: era un fruto prohibido, y también un fruto secreto, todo el ingrediente de algunas novelas que había leído.
Cuando Rosa se acercó al taxi, Albert aparentó no advertir su presencia. Era la primera norma para poner la presa en suerte. Rosa penetró en el taxi, y en los asientos traseros, con un “vámonos”. luego ambos permanecieron en silencio. Albert percibió que su pasajera había cambiado y aparcó la táctica que tenía preparada. Hubiese sido un error desplegar todo el arsenal on el que contaba para la Rosa que había mostrado tener poco antes un carácter abierto, asequible a conversar sobre cualquier asunto. Pero tenía que enlazar de algún modo con la joven, si quería desviar el camino de regreso; una incorporación directa de Rosa a su casa, sin retornar al buen rollo que habían tenido en la ida, supondría evaporar la firme esperanza de tener algo con ella, como mínimo la posibilidad de descubrirla. Se decidió a romper el silencio con la fórmula menos intrusiva en el pensamiento de Rosa.
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—¿Vuelves a casa?
Rosa, inmersa en sus pensamientos incompartibles, tardó en reaccionar.
—¿Cómo dices?
—Que si te llevo a casa.
—¿Te desilusionaría?
—Si no estás bien, es lo mejor
—¿Qué te hace suponer que estoy mal?
—No lo supongo, te ofrezco comprensión, nada más. —¿Conoces algún lugar donde podamos hacer una parada? —Claro, forma parte de mis servicios al cliente.
Albert tuvo la certeza de haber conectado con la situación anterior a la visita de Rosa al poblado. Ahora debería ir a remolque de la velocidad que Rosa quisiera imprimir a sus pensamientos.
—Entiendo, eres una especie de servicio completo, como el que ofrecen algunas putas cuando se anuncian.
A Albert no le sorprendió aquel lenguaje de Rosa, ya había dado muestras de ser una deslenguada sin pelos en la lengua. Pero él debía mostrarse cauto; ignoraba el temperamento de Rosa cuando se ponía al límite.
—No es así, prefiero llamarlo “un taxista comprensivo” 120
A Rosa, sin embargo, no le gustó la expresión. Justamente es lo que más odiaba, que la consideraran una persona superficial, que necesita de forma permanente que alguien la comprenda.
—No necesito de tu comprensión, si esto supone para ti un esfuerzo, olvídalo.
—Mira, si seguimos así, lejos de caldear el ambiente lo vamos a enfriar. Mejor me cuentas alguna cosa de tu vida, que quieras contarme. Procura que sea corta la historia, porque en cinco minutos vamos a hacer una parada, y para entonces ya no tendrás ganas de hablar.
A veces unas palabras hacen el milagro de reactivar los mecanismos que despiertan la lívido. Eso fue lo que le sucedió a Rosa al escuchar las ultimas de Albert. De nuevo fijó sus ojos en la nuca del Taxista, y ganas tuvo de usar la lengua para algo diferente a articular palabras. “Sólo cinco minutos”, pensó. Y contuvo sus deseos.
—Te contaré mi vida cuando vea que estás aburrido a mi lado. —Pues creo que no me la contarás nunca.
Rosa tomó aquello como un cumplido y no dejó de apreciarlo Como cualquier mujer, Rosa era sensible a ser halagada.
Albert paró el vehículo en la explanada de un motel de carretera que hacía de parking. Rosa miró a los lados y pensó que habían llegado. Esperó en el asiento. Le habían enseñado que una señorita se ha de quedar en el asiento hasta que el hombre que la acompaña le abre la puerta y. si tiene confianza, espera a que le extiendan la mano 121
para apoyarse al salir. Albert había salido ya pero no hizo lo que Rosa esperaba; se quedó delante de la puerta por la que la joven debía descender, mirándola a través de la ventanilla, con las manos entrelazadas por delante del bajovientre. Rosa no es que calificara a Albert de patán, fue algo peor:
—Vamos, ¿ esperas que caiga en tus brazos? —preguntó Rosa ya con un pie en tierra.
Albert empezaba a cansarse de las salidas impredecibles de Rosa.
—¿Que coños te pasa? No me jodas con algún desplante. Ibamos a follar, ¿no?. A ver ahora qué se te ocurre.
Rosa, ya de pié frente a Albert, le miró a los ojos como ella sabía mirar en situaciones límite. Albert debió ver el abismo en las pupilas de Rosa.
—¡Joder! Vaya ojos, dan miedo. No los había visto antes.
—Date prisa, Albert, porque pronto vas a morir, y quiero antes acostarme contigo. —Qué romántica eres. ¿Por qué dices esa gilipollez? ¿Donde has visto que voy a morir?
—He dicho que te des prisa. Sígueme —y Rosa se puso a andar hacia la puerta del motel.
Albert, refunfuñando palabras ininteligibles, siguió a Rosa a un par de pasos de distancia. Se adelantó al penetrar en el recinto y acercarse al mostrador de recepción. Pidió una habitación de matrimonio, “la de siempre, si es posible”, así fue como se dirigió al recepcionista. Rosa simulaba estar interesada por un cuadro, pero oyó aquella 122
palabra hiriente para ella. No importaba, iba a ser una cópula como una pareja de mantis. El debería luego morir porque no estaba en sus planes de futuro y allí debería terminar el haberse conocido. Rosa sólo esperaba que la ponzoña retardara su acción letal lo suficiente.
El motel tenia dos plantas, baja y primera. La habitación estaba en la planta baja. Cruzaron un largo pasillo en silencio; parecían un matrimonio aburrido que intenta celebrar un aniversario. Ni la proximidad de un sexo express parecía levantarles el ánimo. Rosa estaba más preocupada por si aparecían los visibles efectos en plena sesión y cómo lo resolvería. En ese caso, y que Albert volviese a estar en plena forma, ni con todas las rosas de Jericó le podría poner remedio. Ahora lamentaba haberlo sometido a su maléfico influjo, cuando podía haberlo hecho después. Albert, en cambio, ni caso parecía haberle hecho a Rosa y su pronóstico. Lo que de verdad le preocupaba era si tendría algún aliciente previo que le evitara el fracaso. La chica estaba estupenda, un exquisito plato para cualquier hora, pero aquella mujer parecía cualquier cosa menos una mujer a secas. A eso se unía el que sentía haber perdido parte de su autoestima. Pero la suerte estaba echada, y no sería la primera vez que habría aparecido el temido gatillazo. Aunque, bien es verdad, nunca en semejante oportunidad.
Albert abrió la puerta y se la dejó franca para que Rosa entrara. Una vez los dos dentro, Rosa, sin más preámbulos dilatorios comenzó a desnudarse. Albert sólo se quitó la chaqueta y se sentó en un sofá para contemplar la escena y ver de animarse. Fuese porque Rosa a medida que se despojaba de prendas iba mostrando más de lo imaginado con ellas o porque estas cosas suceden porque sí o porque no sin explicación alguna, el caso es que al taxista comenzó a subírle todo; los colores, los 123
calores y demás. La batalla no estaba perdida, aunque aquella guerra no dejaba de ser peculiar y en la que era menester no hacer comparaciones. Rosa echó la colcha a los pies de la cama y se tumbó en el centro. La postura más parecía formar parte de una visita al ginecólogo que la de una mujer que va a entregarse al placer de la carne sin perder el recato: echada boca arriba, la vista dirigida al techo, los brazos abiertos algo menos que en cruz y las piernas, sobre todo la piernas, exageradamente abiertas. Albert contemplaba aquel espécimen en silencio mientras se desabrochaba la camisa, el pantalón y se quitaba el calzoncillo. Hubiese preferido que en ese momento Rosa le mirara y comprobara que estaba en muy buena forma, pero no tenía a mano una campanilla para sacarla de su éxtasis. “Bueno —se dijo—. al lío, acabemos la faena”—. Se situó a los pies de la cama y gateando se fue acercando al arco que tenía delante. El ponía la flecha, y esperaba que cumpliera con su función.
Lo que prometía ser sexo entre dos robots muy avanzados, se fue humanizando. Bien es verdad que Rosa evitaba ser besada en la boca, desviándola de forma ostensible de la vertical, pero no impedía que Albert recorriera su cuerpo con su lengua. Él no lo tomó como un rechazo, pensó que todo llegaría a su tiempo.
Albert funcionaba retardado, y por el tiempo transcurrido sin dar síntomas de sentirse mal, Rosa comenzó a preguntarse, entre espasmo y espasmo, qué estaba sucediendo que no parecía haber funcionado su hechizo, en otras ocasiones fulminante.
De repente, Rosa recordó que tenía un condón. No pudo percibir si Albert se había puesto uno que llevara consigo, así que, con suavidad, lo apartó y recogió su bolso dejado sobre la mesilla. Él aprovechó para descansar dejándose caer al otro lado, panza arriba, con el mástil sin desfallecer después de tan larga singladura. Con el 124
condón en sus manos, le quitó la envoltura usando sus dientes y se lo puso en la mano a Albert. Éste levantó el brazo lacio hasta la altura de la vista y comprobó qué había dejado Rosa en su mano. Le pareció oportuno. Dejarla preñada no le garantizaba una paternidad feliz y, mucho menos, responsable, al menos en aquella ocasión y con aquella mujer, así que procedió a desplegarlo. En la operación el látex parecía casi amalgamado en masa informe. Lo tiró a un lado de la cama: “No sirve, está pasado de fecha” —dijo, y trató de volver al encuentro con el cuerpo de Rosa. Pero Rosa se había sentado en la cama y sólo encontró medio cuerpo. Rosa se inclinó en posición invertida sobre el cuerpo de Albert, quien sintió agradecido cómo le aplicaban una variable digna de una experta. Él, a su vez, hizo lo que podía hacer en esa posición, más para compensar a su compañera que por deseo propio. Ambos llegaron a término. Ahora comenzaba otra historia.
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Capítulo 15
Después de una sesión de sexo ocasional, imprevisto y no planificado, pueden suceder dos cosas: que los protagonistas recompongan su estado anterior y se despidan con un ¿quedamos en otra ocasión?, o que hayan —uno o los dos— encontrado un motivo para dejar fluir una relación incipiente a la que no quieren buscar excusas.
Albert daba por concluida la jornada laboral y estaba por ver si también los ingresos económicos. No pensaba tanto en la Rosa previsiblemente rica como en la Rosa mujer interesante. Descubrir algo más de aquella mujer llevaba tiempo; y dejarla ir, sin más, hacía peligrar todo intento. En su ánimo y en su decisión, Albert no quiso dar por terminado aquel encuentro.
—Tengo hambre, ¿tú no? —hablo Albert.
—Pues sí, hay comidas que no llenan el estómago —dijo Rosa sonriendo.
Si Albert interpretó las palabras de Rosa, no quiso seguirle la broma. Insistió en la idea.
— Podemos pedir algo, que nos lo sirvan aquí, y si quieres, hasta nos echamos una siesta. Yo ya he cerrado la tienda por hoy.
Rosa quería confirmar que no parecía haber hecho efecto su especial mirar a Albert, aquella mirada de la muerte que un par de horas antes le había aplicado. Si había una excepción en este caso, en ese momento no tenía claro qué debía hacer, salvo dar algo más de tiempo y observar, porque estaba claro que ella no poseía el poder, sólo 126
era instrumento. Pero al margen de estas consideraciones tácticas, Rosa se encontraba a gusto con Albert, al menos en la continuidad de aquel encuentro, por lo que no le urgía acabar ni por las buenas ni por las malas.
—Son, más o menos, las cinco, ¿verdad? Tengo que hacer una llamada de teléfono. Me voy al locutorio, porque es una llamada que quiero hacer en privado, Tú, mientras, puedes pedir algo de comer. Lo que pidas para ti será bueno para mí, Esto significa que, de momento, vamos a seguir oliéndonos de cerca. ¿O tienes algún reparo? —Está bien. Nos quedamos, sin explicar por qué. ¿Vas a tardar?
—No creo, depende lo que me lleve localizar a cierta persona. Pero no te pongas celoso, es con alguien así como mi papi.
—No soy celoso, y tampoco sentiría celos, aunque me dijeras que vas a hablar con tu novio. Casada no estás.
—¿Por qué lo sabes? ¿Por qué dices que no estoy casada? —Por la forma de hacer el amor.
—Luego me lo explicas, si puedes.
Rosa salió de la habitación. En aquel momento le pedía a todas las brujas, mayores y menores, que aplazaran la invocación al maligno y le dejaran vivir, al menos hasta la mañana siguiente.
En el locutorio, Rosa abrió una agenda. Había convenido con don Ernesto hacer las llamadas a cobro revertido. No le llevó mucho tiempo comenzar a hablar con él, que se encontraba en el hotel recién levantado y a punto de salir. “Hola, soy Rosa… — comenzó diciendo— ¿Qué tal?… Sí, todo bien… No, no le hecho más rico ni más pobre… Todo podría ser, no soy infalible… Gracias… No, estoy fuera, llamo desde un motel… Sí, estoy sola; Vicky no me acompaña… No lo sé, querría ver qué se siente al 127
pasar una noche fuera, después de tanto tiempo… No se preocupe, recuerde que antes fui rata de cloaca, y sabré sobrevivir… Bueno, de eso quiero hablar cuando vuelva de viaje… Es que me ha dado por hablar en clave… Disculpe, no estoy cínica, estoy confusa,,, Que ya hablaremos, don Ernesto. Siga con sus cosas… Sí, no se preocupe… De acuerdo. Adíos.
A buen seguro Rosa ya no quería seguir sumergida en su propia duda, dando a todos la impresión de estar ajena a cualquier manejo secreto de don Ernesto. Cuando volviesen a verse las caras le plantearía la necesidad, más que el deseo, de poner todas las cartas boca arriba o ¿hacer qué? ¿Qué haría si todo quedase igual? De cualquier modo somos esclavos de nuestro destino, y nunca sabremos quién lo escribe ni las razones que tiene. Pero Rosa habría dejado a don Ernesto sumido en la perplejidad más absoluta con sus palabras. Las palabras a distancia se magnifican. Pudo pedirle a Rosa que le aclarara el significado de aquel hablar en clave, pero si el asunto le pareció que podía ser grave, a buen seguro que prefirió esperar y coger las riendas cortas.
Rosa volvió a la habitación a medias satisfecha consigo misma. Era la primera vez que, aunque en clave como había dicho, le había dado a entender que algo no le encajaba en torno al pasado que entre todos le querían adjudicar. Ya no habría marcha atrás y asumía las consecuencias. Fue después de parecidas reflexiones que Rosa echó de menos tener la certeza de que sus supuestos poderes permanecían intactos y eran reales. Si con Albert no había funcionado, sería porque sólo actuaban para fijar su destino, y éste quería al taxista vivo. Pero nada más hace desfallecer a la persona que sustituir una certeza por una incertidumbre, Rosa, en aquel instante, no daba la sensación de pisar tierra firme.
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—¿Pediste de comer? Estoy hambrienta —dijo Rosa al entrar en la habitación.
—Sí, pronto estará aquí. Sólo unos sandwiches, la cocina ya está cerrada. Cerveza para mí y para ti coca, ¿está bien?
—Yo como siempre con vodka, ja, ja.
—A propósito de tu sarcasmo, quiero preguntarte algo.
—No siempre respondo a lo que me preguntan. Venga, habla.
—¿Eres así o finges un papel para cada ocasión?
—Pues mira, viene a propósito tu pregunta, porque ni yo sé quién soy. ¿Tú estás seguro de saber quién eres?
—No si estoy borracho, pero no lo estoy a menudo.
—Comprendo, no es una pregunta de fácil respuesta.
—¡Oye, tú, que no soy tan corto! ¿Por qué dudas de ti misma?
—No es que dude, es que las evidencias no sirven en mi caso.
—¿Quieres decir que los espejos te engañan?
—Bonita frase, que borra toda duda sobre tu inteligencia.
—Déjate de leches y habla normalita. Desde luego si yo tuviese que definirte no podría ni aproximarme. Pero eso tiene cierto encanto, así siempre seré tu explorador.
Rosa se había sentado en el borde de la cama, mientras Albert lo había hecho en un sofá. Éste con el dedo índice le indicó que viniese hacia él, mientras estiraba las piernas abiertas para relajarse. Ella le indicó que mirara a la puerta. Alguien se aproximaba, podía se la comida que esperaban. Albert no insistió más, y, en efecto, la comida había llegado.
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Comieron entorno a una mesa de té, uno frente al otro. No hablar mientras se come podría ser una norma de buena educación; en aquella pareja era una excusa para mantener el silencio. Pero hay silencios espesos que gritan a voces que algo no funciona. Los dos se daban cuenta, pero a los dos se les atascaban las palabras con la comida, y cuando habían deglutido un bocado, enseguida tomaban un sorbo de líquido y vuelta a empezar.
—Bueno, ya me siento mejor —dijo, al fin Rosa
—Una comida muy amena, faltó algo de música.
—Oye, no me reproches nada, tú tampoco estás para tirar cohetes. Mira, ya que estamos aquí, no creo que tengamos que ser héroes si procuramos hacer lo que se espera de nosotros ahora, luego, de aquí a que amanezca; si alguien nos observara a través de la ventana, seguro que no se excitaba viéndonos.
—Es que, tía, pareces no estar, o estar en otra cosa lejos de aquí.
—¿Estás bien? Quiero decir si te sientes bien; de salud, quiero decir.
—Perfectamente, no tengo el SIDA, ni nada de nada que te contagie.
—Vale. Aclarado ese asunto, que no iba por ahí, te voy a decir algo; luego tú decides. —Espera que me acomode en el sofá, vaya a ser que me desmaye.
—Podrías…
Rosa deseaba tener un confidente. A solas consigo misma carecía de otra perspectiva que la rotación de sus propios pensamientos: ahora soy esto, ahora lo otro, ahora vuelvo a ser lo primero… Albert parecía ser la persona ideal. No era uno de esos yupis del mundo de los negocios, cínicos que siempre parecen estar a vuelta de todo. De entrada ya le había infundido una especie de distanciamiento entre lo que él esperaba
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de una mujer y lo que tenía enfrente. Esperaba que su historia no le hiciese reír a carcajadas, antes de pronunciar el veredicto final: estás loca de remate, ahí te quedas.
Rosa habló por media hora sin interrupción, ni por ella para tomar aliento ni por Albert, que parecía escuchar absorto aquella historia. Pero lejos de pensar que estaba ante el relato de una fantasía y terminar aplaudiendo la excelente representación, se quedó en silencio, un silencio diferente al de poco antes: éste se enmarcaba en los llamados silencios respetuosos. Rosa le acababa de impactar como nadie antes en toda su vida.
—Di algo, hombre —le pidió Rosa después tomar algo de líquido en tres espaciados sorbos y sin dejar de mirarle.
—Parece increíble que sucedan estas cosas. Ahora que lo pienso, tú me aplicaste esa mirada especial que, supuestamente, me habría matado. En aquel momento tus ojos me dieron miedo.
—Parece que no ha funcionado contigo, quizá porque a medida que pasábamos el rato, lo que quería era lo contrario, que vivieras.
—Mujer, muchas gracias, es un detalle. ¿Y qué piensas hacer? ¿Vas a seguir el juego o vas a mandar a la mierda a ese tío?
—¿Te refieres a don Ernesto? No lo sé, le debo todo lo que soy y nada de lo que fui. No estoy muy segura si el balance es positivo.
—Bien mirado, has tenido suerte, la suerte que querrían muchos.
—Repito que no lo tengo claro. Voy a aclarar todo esto próximamente, dependerá de lo que salga. Quiero, en principio, saber los motivos. Porque si lo que quería era una especie de hija, tanto da adoptarme de niña como de putina yonky. A no ser que sea porque se avergüenza de mi vida anterior.
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—Creo que ese hombre está viviendo contigo esa situación ambigua de alguien que te quiere como a una hija, a la vez que te desea. Quizá para reprimirse inventó para ti un pasado de niña. Como antes dijiste, una especie de papi. Partiendo de putina, como dices, no tendría escrúpulos morales.
—Sí, puede que sea eso.
—Pero ya que estás en el lío, harías bien en no mandarlo a la mierda; la pasta es la pasta, y te la has ganado.
—Eso significa que o le sigo el juego y mantengo mi ignorancia sobre mi pasado y el es mi papi, o aclaro todo y me acuesto con él.
—Puede que no haya más alternativas. ¿Y si funcionase con él ese poder que dices ha funcionado en otras ocasiones?
—¿Matar yo a don Ernesto? No jodas. Poca alma tendría que tener.
—De eso andas escasa.
—¿También tú lo crees?
—Lo hiciste una vez y no te arrepientes, así que…
—Bueno, no es el caso, dejemos esto.
—¿Y qué hacemos?
—Vamos a acostarnos, y o nos dormimos o follamos, no hay más alternativas.
—Sí, o acabas conmigo —dijo Albert, levantándose y dirigiéndose a la cama.
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Capítulo 16
—Pareces nueva en temas de cama. ¿No sabes otra postura que la de la tortuga? — preguntó Albert, mientras, tapado solo con los calzocillos, se tiraba en la cama como un niño sobre una cama elástica.
—¿De la tortuga?
—Sí, boca arriba y las piernas exageradamente abiertas. Es la postura clásica, junto a la del perrito. Pero hay otras.
Rosa, de espaldas, procedía a quitarse la ropa que se había puesto para salir a hacer la llamada telefónica. Sin volverse hacia Albert, le contestó:
—No, enséñame tú; yo así y y lo otro que ya te hice. Había oído eso de “bajar al pilón”, pero nadie me lo hizo hasta que tu…
—No hables de eso y menos lo llames así. Vamos a ensayar otra. Yo debajo y tú encima; la postura del Jockey.
Rosa ya se había vuelto, llevando puestas las bragas, y se acercó al borde de la cama.
—No quiero que me preñes, así que ten cuidado —dijo, mientras se acostaba al lado de Albert.
—En esa postura es difícil la marcha atrás. Cuando yo te avise, terminamos como antes.
—He leído novelas romántica y siempre quise protagonizar algo parecido a lo que se dice en ellas. Esto que hacemos no es romántico.
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—Lo sería si estuviésemos enamorados, aunque las más de las veces funciona así. La verdad, no sé qué es eso que llaman romanticismo. Siempre que he follado ha sido así, con más o menos variables. Y luego, cuando se termina el ajetreo, siempre lo mismo: cada cual a lo suyo.
Mientras mantenían esta conversación, Albert le había cogido de una mano y la atraía para llevarla a colocarse encima. Cuando Rosa se había, por fin, colocado a horcajadas, intentó encontrar una postura cómoda sobre la pelvis de Albert. Para Albert, al parecer, aquel segundo acto era prematuro y no terminaba de ponerse en forma. Ella esperaba que el maestro hiciese buena la teoría, pero pasaba el tiempo y allí no parecía funcionar. Rosa había pasado de hacer sexo como medio económico, con alguna excepción, a la estimulación manual solitaria, por lo que carecía de recursos para levantar aquel muerto. Desistió de permanecer en aquella incómoda postura y se tumbó a lo largo y al costado de Albert.
—Es que es pronto —se disculpó Albert —tapando su fracaso con la sábana.
—Tú lo dices todo. Bueno, pues si te parece, tratamos de dormir un rato y luego probamos.
—¿Tampoco a ti te apetece, ¿verdad?
—¡Joder, ¿qué quieres que diga, que no me apetece? No trates de minimizar el fracaso, no sé si sólo tuyo o también mío. Si no me apeteciera, ¿de qué iba a estar aquí tumbada, oliéndote? Primero me declaras inepta y luego intentas echarme el muerto, ¿De qué vas, tío?
—No te enfades. Anda, ven aquí. Aunque te pones más guapa cuando te enfadas.
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Albert hizo que se acercara más a él para luego hacerla girar hasta ponerla de costado y tenerla de frente. En esa postura la atrajo hacia sí y acercó su boca a la de Rosa, que no apartó la suya como en la ocasión anterior. Albert no intentó besarla, pareció querer tantear su disposición. La mordisqueó con suavidad en los labios y ella entornó lo ojos, sin mover a un lado la cara. Luego hizo lo mismo en el mentón, en el cuello, en los pezones… Le susurró al oído palabras que nunca nadie le había dicho, y Rosa comenzó a jadear. La miraba con los párpados entornados para captar mejor su silueta desenfocada, mientras le mostraba su fortaleza masculina apretándola fuerte contra el pecho, para enseguida ir aflojando lentamente. Rosa respiraba libre y profundo, disponiéndose a una nueva sensación, a una nueva iniciativa de Albert, que ella misma intentaba provocar al moverse cadenciosa, suavemente todo su cuerpo, adaptado al de él. Si se retrasaba, le reclamaba con la boca abierta como un pajarito que espera el alimento del pico de sus progenitores. Cuando él le hablaba, era para decirle: “eres única, hermosa, divina, diosa”. Ella a todo decía “sí, siii”, como un quejido postrero, mientras clavaba sus uñas en la insensible espalda de Albert.
Ambos, de forma espontánea, natural, estaban desarrollando un rito ancestral: el del hombre seductor y la mujer seducida. Por encima de posturas sofisticadas creadas por la imaginación de los hombres, la pareja había encontrado en lo más primitivo del sexo, el juego erótico, el cortejo previo al coito explosivo y terminal.
Durmieron tantas horas seguidas, que amanecieron al nuevo día ya entrada la mañana. Ella con el brazo por encima de él, a la altura del hombro; él con el brazo sobre la cadera de ella. Ambos de frente, como si aquella postura no catalogada fuese la llave para entrar en el paraíso. Se despertaron al unísono, por un ruido furtivo en el pasillo. Albert miró a Rosa y le pareció que tenía los ojos más bellos del mundo. Eran 136
tan bellos, que ahora no le importaría morir a su mirada. Rosa miró a los ojos de Albert, y los encontró, simplemente, acogedores de todas las orfandades que ella padecía.
Y así fue, como se diría en la Biblia, que ambos se conocieron, y ya sólo fueron hombre y mujer, carne y espíritu. Un logro que los uniría más allá de cualquier contingencia.
Se levantaron, no se ducharon porque ya lo habían hecho después de tan romántica sesión en la que, en la comedia de la vida, habían hecho un ensayo general con todo. No hubo aplausos, pero los actores quedaron convencidos de que su actuación había sido inmejorable.
Albert devolvió a su amada al nido de donde procedía. Por el camino le dijo algunas cosas que sonaban a compromiso.
—Creo que me he enamorado de ti, pero vayamos despacio, porque no querría lastimarte. Tu situación es tan extraña, que no entra en mi cabeza. Deberás ser tú la que la aclare, y si te intereso, puedes estar segura de que estaré esperándote. Ah, y otra cosa: prométeme que nunca más vas a volver a usar tus ojos de esa forma tan especial; bueno, aclaro: ni para matar ni para enamorar a otra persona que no sea yo. —No te prometo nada. Cualquiera usaría el arma que tuviese a mano para sobrevivir, para defenderse. Si los utilizo, te prometo que será en una situación límite. Y en cuanto usarlos para enamorar a otro, como dices, no seré yo el que los utilice conscientemente, pero si otro los ve así… ¿Qué quieres, que lo fulmine?
—¡Ja,ja! Eres grande. No sé dónde me meto, pero, ¡qué coño!, la vida sin aventura es una mierda.
—Te voy a pagar el servicio, porque a lo mejor no cenas.
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—Ni lo pienses, guapa; soy un caballero, no un gigoló. No te he prestado ningún servicio, hemos salido juntos.
—Pero insisto. Mira te voy a dar algo que no es dinero y te demuestre que me has hecho muy feliz y lo recuerdes.
Rosa buscó en su bolso de mano. Sus dedos tropezaron con el tubo donde transportaba el dinero que hubiese devuelto a su tía. Hizo un amago para sacarlo; pensaba darle el tubo y que se encontrara con su contenido cuando la dejara. pero lo dejo en el fondo del bolso y siguió buscando. encontró el anillo: una sortija con un brillante en el centro. Lo extrajo y se lo puso en la palma de la mano. Él lo miró, atendíó a la conducción del vehiculo, lo volvió a mirar y, finalmente se lo devolvió. Mientras miraba de frente a la carretera, le dijo:
—Gracias, no puedo aceptarlo. Pienso que ese anillo lo obtuviste follando cuando eras una medio quinqui; tú me dijiste que era así como obtenías tus caprichos. O quizá lo robaste. Dime que no te lo regaló tu papi.
—Olvídalo, me lo has devuelto y no voy a insistir.
—¿No te das cuenta que si lo acepto estoy declarando que soy tu chulo?
—Que lo olvides. Tengo algo de dinero. Pertenecía a mi tía, pero ha muerto y yo soy su única heredera. Es dinero bueno. ¿Tampoco lo quieres?
—No. Ya te he dicho que no me debes nada, salvo que quieras pagarme tú por los servicios prestados.
—No, sólo quería que no perdieras el día de ayer.
—Veo que tienes mente económica. No perdí ningún día, te encontré a ti. Déjalo ya, y hablemos de otra cosa. ¿Te veré mañana?
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Rosa estaba encantada con aquel hombre. No había sido un momento de ensoñación. Otro hombre que la quería para él, aunque diferente a don Ernesto, éste la quería como era, y no trataba de cambiarla.
Claro que sí. Rosa le prometió que se verían al día siguiente, que fuese a la finca de don Ernesto sobre las diez de la mañana, que le estaría esperando. Pero le puso una única condición: tenía que aceptar aquel dinero, no consentía que por estar con ella, perdiese las ganancias de su trabajo. Él se hizo el remolón al principio, para al final aceptarlo.
Parados frente al portón, Rosa se volvió hacia Albert y le acercó su boca. Sorprendentemente, Albert esquivó aquella oferta-demanda de un beso y Rosa sólo pudo rozarle la mejilla. Se separó, y antes de bajarse del coche, le miró de forma sostenida. Albert debió sentir tal turbación, que cerró con fuerza sus párpados, como si hubiese penetrado un rayo insoportable de luz en sus ojos. Sólo acertó a articular dos palabras: “Adiós, Rosa”.
Cuando el taxista partió, Rosa llamó por el interfono. Le abrieron el portón y caminó despacio por el sendero que la conducía a la casa. “Quién quiere que mi vida esté escrita?”, pensó. Segura de que la fatalidad era la cuna en la que se mecía, antes de llegar a la rotonda, frente a la casa, se volvió para mirar atrás y, con lágrimas pugnando por salir de sus ojos, ahogada en su propia impotencia, pronunció un casi inaudible: “Adiós, Albert”.
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Capítulo 17
La puerta de la casa estaba abierta; Rosa llegaría de un momento a otro. Pero nadie esperaba, como era habitual en el servicio, todo el de la casa a su disposición. Rosa estaba tan abrumada con sus pensamientos, que no lo echo en falta. Quería llega lo antes posible a su habitación privada y cerrar la puerta, no le interesaba lo más mínimo qué sucedía a su alrededor. Ya dentro, abríó de par en par la ventana que daba al ala este de la finca. Al fondo se divisaba el muro que la circundaba. Al otro lado de ese muro estaba la carretera por la que se accedía. No se veía, ni se veía el portón, que quedaba algo más a la izquierda, oculto detrás de unos árboles frondosos, como una cortina espesa. Pero Rosa sí podía ver por encima, con el cielo de fondo. Apoyó sus manos en el marco de la ventana y miró a un punto en el que se podía imaginar la situación del portón. Luego fue lentamente levantando la mirada hasta el borde superior de aquella cortina vegetal. De la espesura, o de detrás de la espesura, apareció un bulto negro que se fue elevando. Se pudo distinguir a un pájaro, sin precisar su especie. A una altura en la que ya sólo estaba enmarcado por el azul del cielo, aquel pájaro tomó la postura del vuelo en suspensión, como hacen algunas aves de rapiña para otear el suelo en su búsqueda de algún animalillo al que cazar. Rosa fijó su mirada en aquel ave. La mantuvo por largo rato. De pronto, alrededor del pájaro apareció un halo blanco que a Rosa no le era desconocido. ¡”Nooo”!, salió de su garganta, como un rugido ahogado. Lo repitió intermitentemente, hasta que el pájaro modificó su estático vuelo y se dirigió al horizonte inmaterial. Cuando ya sólo era un punto oscuro casi imperceptible, Rosa cerró la ventana, se sentó en el borde de la cama y dejó que su medio cuerpo cayera sobre ella. Con los dedos de las manos apoyados sobre las cuencas de sus ojos, Rosa dejó pasar el tiempo, un tiempo que no le pertenecía.
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Alguien llamó con golpes de nudillos sobre la puerta. Rosa regresó al presente y se incorporó a la posición previa.
—Pasa —dijo, con los brazo lacios, abatidos entre sus piernas. Era Vicky.
—Hola, señorita Rosa. Le traigo malas noticias.
—Ya me da igual, buenas o malas no me pertenecen.
—Es que hace poco que llegó el jardinero, como acostumbra, y nos ha dicho a todos que frente al portón había un taxi aparcado, y como no podía pasar con la furgoneta, se ha bajado para ver si había alguien dentro, porque nadie atendía al claxon…
—Y allí había un hombre, el taxista, muerto, ¿verdad? —interrumpió Rosa.
—¿Cómo lo sabe?
—No importa. Habéis llamado a la policía o algún sitio para que se hagan cargo de él? —Sí, señorita, y creo que ya se lo han llevado. ¿Es el taxista que…
—Sí, el el taxista que me trajo.
—¿Y qué le ha podido pasar, al pobre?
—Yo no puedo responder a ninguna pregunta, Vicky.
Mientras este diálogo tenia lugar, Rosa no cambió de posición; parecía un ser sin ningún recurso para enfrentarse a la fatalidad. Tampoco tenía capacidad para movilizar sus sentimientos. Albert había supuesto en algún momento un salvavidas en su naufragio personal, y tampoco el destino se lo permitía. Pero, ¿por qué era tan cruel que la utilizaba incluso para modificarlo a su capricho? ¿Quería cargar sobre sus espaldas todo lo que de malo le sucedía? Sus ojos, malditos ojos. Pero también había alguien más que dirigía aquella insignificante vida, poniéndola en un espacio temporal que le impedía aferrarse a nada consistente. ¿Era don Ernesto? “¿Hasta que punto 141
soy su criatura en exclusiva?”, se preguntaba Rosa utilizando un pensamiento lógico que a continuación se quedaba suspendido de la última sílaba, sin, como ella suponía, una respuesta coherente. Vicky volvió a hacer el milagro de, por un momento, devolverla al presente.
—Señorita Rosa, tengo que decirle algo si me promete que no va revelar que se lo he dicho.
—Te lo prometo, habla.
—Don Ernesto se ha enterado dónde fue usted ayer y que ha pasado la noche en un motel con el,,, taxista.
Rosa, esta vez, cambió de postura. Se puso de pie y se dirigió a un sofá para sentarse en él. Vicky la siguió sin moverse del sitio y solo girando el cuerpo para no perderla de vista. Luego que Rosa se sentó, miró a la doncella.
—¿Y eso qué puede importar? Soy libre de hacer lo que quiera, al menos hasta que él llegue.
—Sí, señorita Rosa. Pero es que el taxista ha muerto, y si no ha muerto de muerte natural, preguntará la policía y vendrá hasta aquí.
—¿Y qué hace suponer que no ha muerto de muerte natural?
—Don Ernesto se enfadara mucho si la involucran a usted.
—Se enfadará con la policía, supongo, porque nadie podrá suponer que tengo algo que ver con su muerte.
—Ya, eso creo, pero es que alguien la vio a usted dentro del taxi, antes de bajarse. —¿Cómo que me vio, qué vio? ¿Quién me vio?
—Cristina la vio por el vídeo del portón.
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—¿Qué vio? ¿Que dice Cristina que vio? —preguntó Rosa de forma imperativa, y levantándose como un resorte.
—Quizá no deba decirlo. Yo sólo quería advertirla y estoy hablando demasiado.
—Te lo ordeno, Vicky, habla.
—Bueno, pero no diga que se lo he dicho yo. Me lo prometió.
—¡Habla!
—Dijo que la vio mirarle como a ella, que él cerró los ojos. Luego, que el Taxista puso el coche en marcha para irse, pero al poco volvió y se quedó en el mismo sitio. A través de la ventanilla vio cómo tenía como espasmos, cada vez más fuertes, hasta que comenzaron a disminuir. Dice que finalmente se inclinó para apoyarse sobre el volante y quedar inmóvil.
—¿Quién más conoce esto que me cuentas?
—Creo que Cristina sólo me lo ha dicho a mí.
—¿Y tú por qué me lo cuentas, si Cristina no quiere? ¿Te cae mal Cristina?
—No muy bien. Entramos juntas y ella ya cobra mucho más que yo.
—Ha comentado durante mi ausencia lo que le sucedió.
—No creo, yo no le he oído comentar, pero sé que la tiene miedo.
—¿Después de haberla salvado?
—Sí, pero ella dice que enfermó porque usted le echo mal de ojo y que luego se arrepintió.
—¿Y tú crees eso?
—Yo sólo la vi curarla.
—¿Cómo se enteró don Ernesto de todo lo relacionado con mi salida?
—Parece que había dado órdenes de seguirla a donde fuese, pero no sé quién la siguió.
—Pero de esa información sólo don Ernesto podrá disponer. ¿Por qué la sabes tú?
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—Cristina me lo contó. Ella recibía la información por teléfono de cada paso que la señorita daba y ella luego comunicaba con don Ernesto y se lo contaba. Dice que don Ernesto tomará medidas cuando regrese.
—Gracias, Vicky. Veo que me eres fiel, quizá la única persona en esta casa —y Rosa le dio un abrazo, procurando, deliberadamente, no mirarle a los ojos.
Rosa prefirió olvidar que también Vicky era partícipe en aquella sutil confabulación que le impedía tener una conexión con la realidad. Podía serle útil, si todos los demás seguían el pacto de sangre que les había impuesto don Ernesto. Rosa le dijo a la doncella que se retirara y que no dejara de contarle todo aquello que tuviera que ver con ella. A cambio, le prometió que algún día sería ella la que mandase en aquella casa.
Ahora, Rosa, se dispuso a pensar en la estrategia para contrarrestar el enfado de don Ernesto. Primero debió concluir por qué don Ernesto se había enfadado, si lo que había hecho no fue expresamente prohibido por él. A la conclusión que llegó le siguió un gran enojo. Ya era la segunda vez que le impedía elegir de quién enamorarse o, lo más simple, con quién irse a la cama. ¿Qué pretendía? A está pregunta sí podía darse una respuesta: la quería para él en exclusiva, y la quería en cuerpo y espíritu. La segunda cuestión parecía imprescindible. Al igual que Cristina, seguramente Vicky y otros la creían medio bruja, si no bruja de primer orden. ¿También don Ernesto participaba de la misma creencia? Quizá sí, y alguna explicación podía tener todo aquel montaje partiendo de ese supuesto. Se trataría de hacer compatible a la mujer extraordinaria, dueña de la vida y de la muerte, con una sobreprotección que le impidiese disponer libremente de todos sus actos. Rosa lo pensó así, aunque no dejo cerradas las puertas a otra posible explicación. Desde luego que sí pensó en que don Ernesto tenía todas 144
las claves. ¿Qué le diría cuando le planteara lo inconveniente de su “affaire” con el taxista y la visita a su antiguo origen? A lo segundo Rosa vio fácil convencerlo. Ya en otra ocasión le pidió permiso para hacerlo y entonces lo encontró prematuro. Pudo imaginar que con su libertad por una semana eso sería una de las cosas que haría. Y porque lo imaginó, previamente organizó la pantomima que luego se encontró. En cuanto al “capricho” por el taxista, ya no lo vio tan claro, salvo que fuese por celos lo que le hubiese irritado. Si así era, no le sería difícil revertir esos celos en mayor amor, si de ese sentimiento se trataba. Haber utilizado sus poderes para eliminar aquel obstáculo, eliminaba, también, todo peligro de perderla.
De todas estas reflexiones, aunque todas sin respuestas concluyentes, Rosa obtuvo la mínima tranquilidad que necesitaba en aquel momento.
Le quedaban tres días de libertad, luego lo imprevisible. Lo primero, esperar y ver si la policía la molestaba con preguntas incómodas. Esta duda quedó despejada hacia mediodía. Rosa puso la televisión en un canal local y a la hora de las noticias. En efecto, como esperaba, se dio cuenta de la muerte de un taxista. Allí se decía que los primeros análisis parecían apuntar a un infarto y que se descartaban causas criminales. Rosa se tranquilizó. Pero en su pensamiento surgió una pregunta: “El pájaro, ¿no tenía Albert que haber desaparecido de allí? Yo vi cómo el pájaro desaparecía alejándose. ¿O fue el momento en que su alma se alejaba de él?” Como en otras ocasiones, Rosa tuvo que aceptar que las respuestas no era algo que a ella le estuviesen permitidas.
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Pidió le llevaran algo de comer a su habitación y que fuese Cristina la que le sirviera el almuerzo. No podía ignorarla. A su favor tenía el conocer las cosas de ella que Vicky le había contado. Tendría que manejar esa información con cuidado.
Cuando alguien llamó a la puerta, Rosa, sentada de espaldas a ella en su escritorio, dijo: “pasa, Cristina”. Cristina apareció con una bandeja repleta de alimentos y bebida. Rosa no pudo advertir que también llevaba puestas unas gafas ostensiblemente oscuras.
—¿Le dejo esto en la mesita? —preguntó temblorosa Cristina.
—Sí, déjalo ahí —le dijo Rosa sin volverse, pretextando escribir algo. —¿Quiere algo más? ¿Me puedo retirar?
Rosa se volvió haciendo girar su silla. Cuando vio a Cristina de esa guisa, le preguntó:
—¿Te sucede algo en la vista?
—No sé por qué me pregunta, la señorita sabe muy bien lo que me pasa. No quiero que me vuelve a suceder.
—No seas absurda. Lo único que deberías tener presente es que fui yo la que te sané. —No digo que usted quisiese hacerme daño, lo que pienso es que sin quererlo me lo hizo.
—Sí, eso puede suceder. Tú no quieres hacerme daño y , sin embargo, me lo haces. Lo que dudo es si estás dispuesta a remediarlo, como hice yo contigo.
—No sé qué hago yo mal ni sé como hacer para que usted no se sienta mal.
—Si lo sabes, y si no, yo te lo diré. Lo primero que quiero es que me cuentes todo lo que sucede en esta casa y que me pueda afectar.
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—Yo recibo órdenes de don Ernesto, hago lo que él me dice que haga, y si alguna cosa le afecta, es a él a quien debe pedirle explicaciones. En lo demás, también usted me ordena y hago lo que me pide.
—Está bien. No quiero que desobedezca a don Ernesto, pero sería todo más fácil si unos y otros no maquinarais cosas raras a mis espaldas.
—¿Me puedo ir ya?
—Puedes irte, y no olvides quitarte esas gafas horrorosas al salir; mis ojos se quedan aquí.
La entrevista le supo a poco a Rosa. Algo confirmaba sus sospechas: don Ernesto daba órdenes y los demás las cumplían. Sólo había un error de cálculo: a Vicky no le había prohibido contar lo que otros le contaban. Rosa tendría que cuidar a su mensajero.
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Capítulo 18
En la casa, el servicio no se dedicaba enteramente a sus quehaceres. Como Rosa suponía, todos, en mayor o menor medida, estaban ya enterados de lo sucedido con el taxista. Unos por haber sido informados por el jardinero, otros por Cristina, y algún intimo de Vicky por esta misma, aplicándole la cantinela de no se lo digas a nadie. Era, pues un secreto a voces, con la particularidad lógica de al ser una noticia envuelta en consideraciones esotéricas, daba rienda a a la imaginación de todos con un denominador común: “Rosa, esa bruja que vive con nosotros, es mala, poseída por el demonio, no estamos ninguno seguro a su lado”. Porque Cristina ya se había encargado de propalar la especie de haber enfermado de muerte de una mirada de Rosa. Ella había visto aquellos ojos tenebrosos en los que creyó caer como en un pozo sin fondo cuando Rosa la miró. Todos aceptaron la sugerencia de Cristina de no mirar directamente a los ojos de la señorita, menos Vicky, que prefirió adoptar la estrategia de ganarse sus favores.
Cinco personas se habían reunido en la cocina convocadas por Cristina. Era el lugar que nunca visitaba Rosa, por lo que lo que allí debiera pasar, se quedaría entre aquellas paredes. O eso se quería creer.
Cristina, Vicky, el jardinero, la cocinera, y la limpiadora y encargada de la lavandería, se sentaban en torno a la mesa donde habitualmente comían, pues todas eran internas, excepto el jardinero, que se ausentaba cada noche para ir con su familia, fuera de la casa.
Aquello parecía un velatorio. Todos, excepto Crisitina, de grado o por fuerza, estaban allí sin saber exactamente de qué iban a tratar, aunque sospechaban que Cristina les iba a comunicar algo importante y relacionado con Rosa. Se comprendía, pues, el estado de ánimo. Fue Cristina la que inició la sesión.
—Os he pedido que vinierais porque la cosa es grave. No podemos dejarnos llevar del esperar y ver si a mí me toca. Tres personas, que yo sepa, se han visto afectadas por la mirada de Rosa: yo misma, la gobernanta y el taxista. Afectadas seriamente, porque hay otros muchos casos no tan graves en los que Rosa a utilizado esos endemoniados poderes que posee.
—A ti te curó —interrumpió Vicky.
—Sí, me curó porque le convenía. Pero eso no me deja tranquila, porque en otra ocasión puede que le convenga dejarme morir. No digo que sea ella la que quiere hacer el mal, pero estoy segura que ella es el instrumento de algún demonio que lleva dentro.
—Don Ernesto lo debe saber, porque si no es así, yo no comprendo nada de lo que nos ha ordenado en relación a Rosa. Aunque no sé qué pretende con ello, porque mira que es difícil que la señorita se crea esa trola —apuntó el jardinero.
—¿Y qué podemos hacer? — preguntó la cocinera.
—Quemarla, a las brujas se las quema, no hay otra forma de acabar con ellas —dijo la limpiadora.
Todas las miradas se volvieron hacia quien había hablado. Su propuesta no era brutal. Todos en la intimidad de sus pensamientos habían, alguna vez, configurado a las bruja sardiendo, aunque procediese no de hechos reales y si de las historias alguna vez leídas o escuchadas.
—Lo que decidamos aquí deberá ser llevado a cabo en los tres días que quedan para que vuelva don Ernesto.
—Lo que hagamos, lo que hagamos, ¿y qué le vamos a decir a don Ernesto — pregunto Vicky, y continuó— No le podemos dejar al margen. Todos sabemos lo que la señorita representa para él, así que lo que le hagamos se volverá en nuestra contra. Sin la señorita, aquí sobramos la mitad, por no decir todos. Recordad que esta casa don Ernesto la habilitó para acoger a la señorita, así que si desaparece, se volverá a su piso en la ciudad.
—Tienes razón, Vicky. Y esa propuesta de Lisa es un chiste de mal gusto. Hay otra forma menos comprometedora para nosotras. Se trataría de neutralizar ese poder que tiene y que fuera una persona normal.
Con esas palabras, Cristina daba a entender que era ella la que terminaría por imponer una solución que sólo ella había meditado previamente. Pero antes de exponer su plan, quiso saber qué pensaban los demás. Necesitaba un consenso total, que no tendría si alguno se manifestaba en contra de hacer algo, del tipo que fuese. También, porque así cada cual asumía su compromiso personal, lo que permitía, de una u otra forma, tenerlo unido a la causa general primero y a la común finalmente. No podría traicionar al resto contando a don Ernesto lo que allí se había decidido.
—¿Qué proponéis vosotros? —de nuevo intervino Cristina.
—Ni idea —dijo el jardinero
—Vale, eso significa que estás a favor de hacer algo —dijo Cristina.
—Pues si no se quema, no se soluciona —se reafirmó la limpiadora.
—También vale tu opinión. No hará falta quemarla. —intervino de nuevo Cristina.
—Si se comen o se beben algunas cosas, dicen que se expulsan los malos espíritus. Puedo buscar…
A Cristina también le valía aquel compromiso personal de la cocinera. La interrumpió.
—Faltas tú, Vicky —dijo Cristina, dirigiéndose a ella.
—Yo digo como Carlos: ni idea. Pero estoy en contra de hacer desaparecer a la señorita, del modo que sea.
—Muy bien, todos queremos hacer algo, aunque algunos de vosotros no sabéis qué se ha de hacer. Yo os diré lo que vamos a hacer, y veréis que mi propuesta se acomoda bien a cada uno de vosotros. Tened presente que ya no podréis traicionarnos contándoselo a don Ernesto, porque todos habéis manifestado no estar en contra, salvo en la puntualización que ha hecho Vicky y de la cual yo participo.
Todos se acomodaron en sus asientos y miraron expectantes a Cristina.
—Me he puesto en contacto con alguien que sabe de estas cosas. Tenemos que llevarle algo personal que use la señorita. Debe estar limpio y que se lo pongan algún lugar por donde salgan humores y penetren unos polvos que esa persona me proporcionará.
—Las bragas de la señorita. Yo se las lavo y se las llevo limpias —dijo la limpiadora. —No vale, no veo la forma de que penetren esos polvos. La persona que nos va a ayudar me dijo que si no tenemos nada mejor, un pañuelo puede servir. Habría que ponerles un poco de pimienta para que estornudara lo que serían los humores. El problema es que sólo se aplican para estornudar o limpiarse, no para respirar, y aunque penetre una mínima cantidad de pimienta en la nariz, se necesita que los polvos especiales penetren en cantidad suficiente hasta los pulmones y de allí a la sangre.
—Y qué pasa luego —preguntó Vicky.
—Se confía que los polvos hagan efecto y el maligno salga por el estornudo —contesta Cristina.
—Yo sé cómo hacerla respirar a través del pañuelo —dijo la cocinera.
—¿Como? —pregunto Vicky, que no quería ignorar ningún detalle.
—Si la señorita agarra un resfriado, le ponemos Vick Vaporub en el pañuelo y le decimos que respire los vapores para aliviarla —dijo la limpiadora.
—No nos vale. Tenemos el tiempo justo antes de que regrese don Ernesto, no podemos esperar a que la señorita se resfríe.
El jardinero escuchaba y sonreía cada vez que una de aquellas mujeres abría la boca. Cristina se dio cuenta y le interpeló.
—A ver, tú, de qué te ríes, ¿tienes algo mejor que ofrecer?
El jardinero se puso serio y comenzó a hablar.
—Lo primero, que no me gusta meter en este asunto a nadie de fuera de la casa. Lo segundo. Vamos a ver. ¿No decís que el problema está en sus ojos?
—Así es —responde Cristina.
—Pues dejaos de polvos y apliquemos la solución a sus ojos.
—¿Cómo? —preguntó de nuevo Vicky.
—Eso no lo sé. Yo digo lo que digo, vosotras encontrad el medio.
Aquellas mujeres, después de mirarse fugazmente, bajaron la vista para concentrarse en buscar de un medio que poder aportar.
—La señorita usa habitualmente colirio; cada poco tenemos que proporcionarle un envase —dijo Vicky.
—Vaya, menos mal, tienes ideas además de preguntas —dijo Cristina.
—¿Y qué se hace con el colirio? —preguntó la cocinera.
—Cambiarlo —dijo la limpiadora.
—Sí, se entiende eso, pero ¿cambiarlo por qué? —dijo Vicky, preguntando de nuevo. —Ácido sulfúrico. Un par de gotas y le deja el ojo como un huevo frito.
—¡No! — exclamó Vicky, y continuó— Dos errores: le quedará sano el otro y nos acusará del cambio.
—Tiene razón Vicky. No vale, aunque por ahí está la solución. Debe haber algún producto que haga efecto poco a poco, sin que se dé cuenta, y que vuelva opacos los dos ojos —dijo Cristina.
Nadie aportó nada nuevo, por lo que Cristina les dijo que la reunión había terminado y que pensaran si se les ocurría algo para exponerlo en próxima reunión.
Vicky salió de la reunión porco convencida de formar parte de aquel grupo X. Ella creía verse favorecida por el amistoso trato de Rosa. Podía seguir así sin ningún peligro personal, tanto si venía de Rosa como si venía de participar en algo ilícito. Pero ser confidente de la señorita no era fácil en aquellas circunstancias, pues sus confidencias se traducirían en la inmediata reacción de Rosa. ¿Y si sólo la advertía de que estuviese alerta? Rosa era muy inteligente y sabría entender. Con esos pensamientos, se dispuso a poner distancia con el resto del grupo. Esperaría a ser llamada por la señorita en cualquier ocasión, pues temía estar vigilada por Cristina.
Fue por la tarde de ese mismo día. Rosa tampoco salió de su habitación y allí mismo pidió le llevaran de comer. Habitualmente era Vicky quien la servía, pero en esa ocasión Cristina se anticipó a su compañera y dijo que ella iría. Vicky insistió en hacerlo ella, pero no consiguió sino más firmeza en Cristina.
—¿Tanto te gusta ver a la señorita? —preguntó Cristina.
—Es que eso lo hago yo, no tú.
—Pues en esta ocasión lo haré yo.
Cuando la cocinera le hubo preparado la bandeja con las viandas, Cristina la tomó y se dirigió a la habitación de Rosa. En esta ocasión no se puso las gafas, pero tomó la decisión firme de no mirar en ningún momento a la señorita, y menos a sus ojos. Dejaría la bandeja en la mesa y saldría.
—Pasa —se oyó al otro lado de la puerta.
Cristina entró y directamente se dirigió a la mesa, donde deposito la bandeja. No se había vuelto para irse, cuando de nuevo la voz de Rosa la paró en seco, en una postura más bien cómica.
—No tengas prisa, Cristina. ¿Dónde esta Vicky? ¿Tienes lumbago? ¿Por qué no te enderezas y me miras.
—Vicky está indispuesta —dijo enderezando el cuerpo.
—¿Indispuesta? ¿Qué le pasa? —pregunto Rosa con un punto de alarma.
—Y yo qué sé. De pronto se sintió mal.
—Quiero verla inmediatamente —dijo Rosa dirigiéndose a la puerta.
—No está en la casa, Carlos la ha llevado a que la vea el médico.
Rosa interrumpió su intención de salir y se volvió hacia Cristina.
—Yo podía haberla atendido.
—No creo que sea como lo que a mí me hizo —dijo Cristina con la mirada hacia el suelo.
—Dime la clínica, llamaré —dijo Rosa, acercándose al teléfono y cogiendo el auricular.
—No sé la clínica. Carlos dijo que él se encargaba.
Rosa depositó el auricular con violencia en su base. Se sentó al lado de la mesilla, con la cara oculta entre las manos. Cristina permanecía cerca de la puerta, de escorzo en relación con Rosa. Súbitamente, ésta se levantó y de dos zancadas se vino encima de Cristina. La cogió por los hombros y la giró hasta tenerla de frente. Cristina permaneció quieta, con los ojos cerrados, a un palmo de la cara de Rosa. Rosa no encontró rechazo, aproximo sus labios a los de Cristina y la besó con furia, como si toda la pasión de que era capaz se hubiese concentrado en aquel momento. Cuando Cristina se vio libre de aquel beso, sus ojos se abrieron exageradamente. Parecían sus pupilas la de un pez cocinado. Rosa la liberó de sus garras y se fue a la cama. Se tumbó boca abajo, arrebatando con las manos la colcha y tapándose la cara. Cristina buscó la puerta a tientas. Cuando tuvo el pomo en su mano, abrió y salió temblorosa, vacilante, pero decidida a alejarse de allí.
Capítulo 19
Rosa ya no podía más. Todo a su alrededor era pasto de su maleficio. Ya no bastaba con mirar a alguien de esa forma especial con la que miraba a alguien que le molestaba, como a la tutora. También a quién podía dispensarle afecto, como a Albert, o, simplemente, simpatía, como a Vicky. Porque estaba segura de haber causado daño a Vicky, una joven sana que, de repente se había puesto enferma, poco después de estar con ella. Y, por si fuera poco, con Cristina había sentido unas irresistibles fuerzas interiores que la obligaron a emponzoñarla con su beso. Nada estaba a salvo a su lado, y aún no conocía el límite.
Se levantó de aquella postura en la que pretendía esconderse de sí misma y se fue al baño. Quería mirarse detenidamente y ver de averiguar alguna clave que supusiera el inicio de conocerse y, al menos, tratar de encontrar la forma de dominar aquellos poderes que por el momento se estaban convirtiendo en algo irrefrenable . Se miró en la imagen del espejo. Aquellos ojos, aparte de estar enrojecidos por el llanto, no mostraban nada nuevo que no conociera: que allí no había señales del alma porque, seguramente, ella no tenía alma. Su boca aún conservaba restos del rictus amargo por el que estaba pasando, y allí tampoco vio nada asqueroso con lo que, supuestamente, había vuelto a causar daño a Cristina. Expelió su aliento sobre el cristal y este se empañó sin que apareciera impresa ninguna forma extraña. Rosa se sintió incómoda por ver lo que esperaba ver; más que incómoda, ofuscada; ella hubiese preferido ver a un ser abominable, acorde con los efectos que causaba en los demás Pero lo que vio volvía a significar una realidad sin respuestas. “¡Noooo!”, gritó. Cogió un tarro de perfume y lo arrojó contra el espejo. Múltiples pedazos de cristal cayeron al suelo. Rosa los miró fugazmente y vio su imagen parcial reflejada en los pedazos: una imagen múltiple de una sola realidad; la realidad que parecía burlarse constantemente de ella.
Cristina, después de cerrar la puerta, escuchó por un momento detrás de la misma. Debió oír el grito de Rosa, porque ella misma, en tono mucho más bajo, pronunció: “Siii””. Y como si fuese un movimiento ensayado, con presteza se quito sendas lentillas opacas, de las utilizadas en los carnavales para vestirse de figura tétrica. Luego se fue de allí, segura de haber encontrado el medio para acabar con la señorita sin dejar rastro.
Rosa, por su parte, tenía la solución en el esotérico tratado de brujería que contenía el libro. Recordaba que estaba allí, aunque nunca pensó que habría de necesitarlo. Después de refrescarse la cara y apartar los pedazos de espejo a un rincón del baño, salió y se dirigió a la mesilla, donde estaba el libro.
Buscó pasando página a página en el libro sin índice. A medida que lo hojeaba acercándose al final, su excitación iba aumentando. Juraría que ya tenía que haber aparecido un dibujo que recordaba y que encabezaba el texto que buscaba. De repente, tuvo un sobresalto. Volvió a la primera página y vorazmente fue pasando hojas después de detener unos instantes la mirada en el texto. “¿Qué es esto?”, repetía a cada hoja que pasaba. Aquel texto nada tenía que ver con lo que ella esperaba ver: eran recetas de cocina convencionales, ni siquiera a base de ingredientes desconocidos y extraños. Rosa no quiso llegar hasta el final. Tiro el libro al suelo con tanta fuerza, que se desencuadernó en parte. Los sonidos que emitía su garganta no eran reproducibles: eran las de un animal acosado por invencibles enemigos y ella se consideraba derrotada. Exhausta, se tumbó en la cama mientras, ahora sí, se pudo escuchar: “¡Sal de mí, maldito Satanás!”. Luego, como si su cuerpo ya no pudiese más ser regido por el consciente, Rosa se durmió, o cayó en un estado de catalepsia.
Todo el resto del día y la noche se pasó Rosa sin dar señales de vida. A la mañana siguiente, se despertó sin recordar haber tenido algún sueño del que obtener alguna clave que abriera aquel cofre de despropósitos, de incoherencias psíquicas y materiales. Mientras despertaba del todo a una realidad que ni siquiera podía asegurarle nada concreto, Rosa fijaba algunas ideas elementales, como pronunciar su nombre: ”Rosa”. También el nombre del hombre-dios que la estaba recreando: ”Ernesto”. O con más esfuerzo de concentración, “tengo que salir de esto”. Apoyándose en esto último, le fue pidiendo al cuerpo que se pusiese en marcha sin desfallecer. Al principio se resistía, parecía querer la ingravidez de la cama. Poco a poco fue despegando hasta quedar erguido de medio cuerpo para arriba. La cabeza ahora le daba vueltas y tuvo que esforzarse en no caer de nuevo sobre la cama, cuan larga era. Culeando se acercó al borde, con un pie intentó tocar el suelo, algo que logró después de mucha vacilación. Comprobó que estaba firme y la animó a seguir. Luego apoyó el otro, y las piernas levantaron hasta la vertical aquel cuerpo inestable. Con pasos indecisos se dirigió a su escritorio. Se sentó y sobre una hoja en blanco, escribió:
“Me llamo Rosa, sin más. Mis padres me abandonaron y no quiero llevar sus apellidos. Cuando tenía dieciséis años, vividos en las Chabolas de San Antón, un hombre rico me adoptó o me compró. Quiso hacer de mí una princesa, y no reparó ni en medios ni en gastos. Para su mayor gloria, quiso borrar mi memoria. No sólo mi pasado, sino el presente que yo quería crear para mí misma. Ahora, que estoy dispuesta a acabar con todo esto, me planteo cómo hacerlo desde mi propia libertad. Las fuerzas que me rodean son poderosas y bien enseñadas, y tratarán de confundirme una vez más, por lo que no debo darles esa ocasión. Lo que si puedo hacer es arrastrarlas a mi fracaso como persona. y fundirlas en la nada que soy yo. Ernesto, o don Ernesto, cuando regrese, ya no podrá hacer otra cosa que poner sobre mi tumba: AQUÍ YACE ROSA, INACABADA. Sólo él comprenderá el significado.
El fuego quemó aquella casa, y sobre sus cenizas aún humeantes, unos cuantos pájaros negros revolotearon por algún tiempo, hasta desaparecer fundidos con el azul del cielo.