Salmos por un cuadro

EPÍLOGO  (fragmento)

¡Al diablo con las promesas! ¿Cómo ocultar los sentimientos que me atenazan el alma? Veo el desprecio que  le dispensáis y no puedo menos de gritar:
 ¡Dejadla! 
¡Dejadla sola alcanzar la sima por la que se precipite!
 ¡Que nadie pretenda dañarla con miradas de desprecio, que ya su alma está muerta! 
¡Que su cuerpo ya está derrotado y ni siquiera sus vencedores encuentran ya botines de guerra!
 ¡Que nadie intente castigar la carroña!
 ¡Dejadla que se lleve su miseria a la tierra, que en ella hay siembra de mariposas!
 No, Raquel. No consentiré que la sombra robe el brillo de tu recuerdo. Yo puedo acabar con tu dolor y con la miseria que exhibes, bien a su pesar, o a su desprecio.
  
  
Y el viento se levanta en huracán furioso, llevando espumas corrosivas. Ahí estoy yo, alimentándolo… no puedo evitarlo.
  
  
Altera mi sangre el verte
 desecho humano.
Es mi alma,
estómago envenenando.
Vomito hiel.
 De tu primera dulzura,
 sólo un recuerdo.
  
Así fue:
  
Escondido en las sombras, como una sombra más, esperaba el momento. Al fin iba a tener contacto físico con Raquel y quería aprovecharlo para mi satisfacción personal, si así podía llamarlo. Pero, fiel a mi promesa, no será tampoco en esta ocasión que manifieste cuales fueron mis sentimientos, porque poco importan, y en este caso concreto soy extremadamente egoísta; los quiero todos para mí, buenos o malos..

Raquel, como cada día —mejor cada anochecer— que su maltrecho cuerpo se lo permitía, abandonaba la chabola y con las primeras luces de las farolas se adentraba en la ciudad. Se dirigía en primer lugar a un centro de asistencia de indigentes. No era éste el que regentaban sus amigas las monjas, a las que, por cierto, llevaba tiempo sin visitar. Y no lo hacía porque, aunque no se lo dijeran expresamente, Sor Inés le recordaba que quizá todo lo que le estaba pasando, o mejor decir sufriendo, lo era en castigo por sus pecados. No le molestaba a Raquel tanto la idea de que el Señor aplicaba su justicia con excesiva severidad; Raquel odiaba que fueran las personas, en este caso las monjas,  las que se lo señalaran con aquellos argumentos que más le hacían imaginar a un dios caprichoso, intransigente y cruel.
Raquel tomaba la sopa caliente que daban en aquel centro y se guardaba el bollo de pan para el desayuno. Luego salía en dirección al Parque de las Flores; el único en la ciudad que no se cerraba por la noche. 
Raquel se olvidaba de su miseria en aquel lugar y agradecía a las flores que hubieran guardado parte de su perfume para ella. Raquel caminaba por los pasillos entre parterres y macizos e imaginaba que las flores exhalaban su perfume a su paso como expresión  de admiración por su comportamiento en la vida. Le bastaba que lo reconocieran las flores y pensaba que nadie tenía derecho a juzgarla, y si  Dios y los hombres lo hacían, y lo hacían tan severamente, siendo tan crueles en la aplicación de sus penas, eso era un problema de ellos. Raquel sólo admitía el juicio de su conciencia, y no podía estar en mayor paz con ella.
Todo eso lo pensaba yo por ella, o quería que así fuese. Ahora terminaba el pensar, el imaginar, el querer… estaba ante la realidad.
Tuve que armarme de valor. También me preocupaba el que pudiera asustarla. Raquel siempre esperaba que en cualquier momento se iba a topar con el señor del bigote e imaginaba la escena llena de violencia. De todas formas y desde que María murió, Raquel había dejado de rehuir el encuentro, aunque le preocupaba el desconocido método que emplearía para consumar su venganza, y algunas veces hasta prefería que cuanto antes, mejor.
 Desde luego que yo no me parecía al señor del bigote y supuse que después de la primera alarma se tranquilizaría.
 Lo de armarme de valor quizá merezca la pena que lo explique, aunque sólo sea para no confundiros. Y lo voy a hacer con un ejemplo. Imaginaos que amáis platónicamente a un ser del sexo contrario —también, también si es del mismo sexo— y que en vuestra idealización habéis sublimado sus virtudes hasta hacer de ese ser un paradigma único. Por las razones que cada uno de vosotros os habéis impuesto, nunca tuvisteis contacto real y físico con ese ser al que creéis amar profundamente desde las imágenes que de él os habéis formado. Ahora vais a tener la ocasión de comprobar si estabais en lo cierto o, por lo contrario, la imagen ideal se rompe hecha añicos en mil pedazos ante la real y verdadera que van a constatar vuestros sentidos. Esa eventualidad ¿no os llenaría de zozobra? Pues lo mismo me sucede a mí y ese es el valor que necesito para vencerla.

Raquel, quizá fatigada, se sentó en un banco del parque, al lado de una farola que lucía apagada. Raquel  casi parecía un bulto sospechoso para alguien que no supiera intuir quién o qué era aquella figura inmóvil, que más bien parecía apostada para asustar a algún confiado transeúnte.
 Me puse a andar hacia ella a ritmo de paseo; no quería que pensara que iba a por ella de forma predeterminada. También reflexioné si debería llamarla por su nombre, dándole la ocasión de pensar que la conocía, o si debía intentar entablar conversación con ella como si el encuentro hubiese sido fortuito y el de dos seres perfectamente desconocidos entre sí. Concluí que emplearía la táctica intermedia del te conozco pero no sé de qué y luego esperaría el discurrir del encuentro y acomodarme a cada  situación. Aun así, no era un sistema perfecto y estaba lleno de riesgos, pero no tenía ya tiempo para diseñar otro mejor.
 Cuando llegué a su altura, ella levantó la cabeza, que se apoyaba apesadumbrada con el mentón clavado en su pecho. Me miró y pude percibir el brillo de sus ojos empañados en lágrimas. Fue para mí un momento de máxima emoción. ¿Cuáles deberían ser mis primeras palabras: ¿hola?, ¿te pasa algo?, ¿nos, conocemos?, ¿me puedo sentar a tu lado?… Dejé que fuera mi instinto el que decidiera.

— Hola —dije con voz cálida, casi un susurro, y parándome frente a ella. Quise esbozar una sonrisa amistosa, pero  fue un rictus doloroso. Debió ser la proximidad de Raquel y su aspecto de desecho humano que voy a evitar describir en detalle. Sí puedo decir que superaba a todo lo imaginado o pensado sobre Raquel.

— No soy una puta, si es lo que usted supone— dijo entonces Raquel, como si para ser puta no se necesitasen un mínimo de cualidades.

— No, no busco nada de eso. ¿Puedo sentarme?

— Siéntese, si quiere, pero le advierto que tengo el SIDA; quizá debiera llevar un cartel que lo dijera —dijo Raquel con naturalidad y un poco de cinismo, corriéndose a continuación a un extremo del banco.

— Gracias por advertírmelo, pero no tengo miedo a eso —dije sin ser verdadero.

— Que no tiene miedo, dice… Querrá decir que no se arriesga a cogerlo. Sí, por hablar conmigo  o estar a mi lado  no le voy a contagiar.

Lo dudaba. Raquel tenía el aspecto de contaminar el aire, pero no era esa mi preocupación; yo seguía amando aquel ser repelente, con no sé qué clase de amor, con no sé qué clase de afecto. Volví a utilizar las artificiosas palabras que intentaban explicar lo inexplicable.

— Tengo la impresión de que te conozco de algo, aunque en otras  circunstancias.

— Sí, debió ser en otras circunstancias, pero me pica la curiosidad de saber qué queda  de mí que todavía puede hacerle recordar. Yo a usted no le conozco de nada ¿Es usted médico, sacerdote, farmacéutico, quizá…?

Raquel era consciente de su deterioro, y con el recuerdo borroso de lo que había sido, también parecía haber olvidado a las personas con las que había tenido trato en una u otra circunstancia; en realidad, llevaba mucho tiempo sin verlas, o le parecía mucho tiempo a Raquel. Desde luego a mí nunca me había visto, ni siquiera imaginado. Raquel vivía esa situación en la que las personas sólo tienen tiempo presente. Me pareció fácil forzarla a entrar en el mundo de entelequia del que, hasta entonces, sólo yo había participado.

— No, no soy nada de eso. Te parecerá extraño, pero yo debo ser algo así como la personificación de tu destino.

Raquel me miró esbozando una sonrisa, como advirtiéndome amablemente que no gastara ese tipo de bromas con ella, y menos con ese tema. Para rematar su mensaje, me advirtió:

— Cuidado con qué palabras juega, Señor, que eso que acaba de decir puede ser peligroso para usted.

Raquel tenía razón, y aunque yo tenía otro concepto sobre el destino, seguí su idea.

— Tienes mucho que reprocharle a tu destino, ¿verdad? —añadí yo, como queriendo que viera que coincidía con su sentir.

— Pues aunque usted no lo crea… ¡cof, cof…!, tengo cosas buenas… ¡cof, cof!..! que agradecerle y otras evidentemente malas que reprocharle, como… ¡cof, cof…! usted dice. ¡Vaya con la tos!   Perdone.

— Tranquila. Tienes un buen constipado.
 Raquel me miró con sus ojos enrojecidos por el espasmo.

—¡ Vaya destino de pacotilla que es usted! Esto no es un constipado; esto, en nuestro exclusivo argot se llama…   bueno, es algo más que un catarro.

No, no era un simple catarro, pero Raquel no quiso provocar más lástima de la que ya pudiera provocar con su imagen.

— Lo creas o no, no estoy aquí por casualidad. Tú es que llamas destino a todo lo que te sucede y te ha pasado…

—¿ Y no es así?

— No. Eso en todo caso se llama sino, fatalidad, y yo de él no soy responsable. Destino, en cambio, significa final del trayecto… la meta que se alcanza.

—¿ Es usted la muerte? —preguntó Raquel, esta vez sin sonreír, pero tampoco alarmándose.
 La pregunta no era del todo cínica; Raquel podía tener ese tipo de presentimiento.

— No soy la muerte. La muerte no es el destino de los hombres ni de los otros seres vivos. La muerte no es nada, todo lo más la oportunidad para que otros vivan a nuestra costa… si queda algo de nosostros.

— Entonces, ¿qué es el destino?  —preguntó Raquel con naturalidad, como si estuviera complacida con aquella charla atípica.

— Yo creo que el destino de los hombres es dejar una cierta huella, o señal, para que otros que vienen detrás sigan el camino trazado… como en una carrera de relevos —dije yo, sin estar muy convencido de aquella definición un tanto literaria.

— Y ese camino…. ¿adónde conduce?

— Quiero creer que al hombre finalmente libre, que…

Era una proposición grandilocuente para Raquel y agradecí que me interrumpiera. También me sorprendió que comenzara a tratarme de tú. Significaba que me aceptaba como algo próximo, seguramente relacionado con su existencia.

— Pues crees mal. No digo que algunos hombres no faciliten el avance hacia ese y otros objetivos, pero la mayoría de nosotros no dejamos ningún tipo de huella; más bien caquitas en el camino que los demás deberán saber sortear.

Raquel me recordaba que así era, si renunciaba a mi propia fantasía.

— Pero ese no será tu caso. Yo estoy aquí para contar la historia de tu vida.

—¿ Qué tiene de importante mi vida?

No supe deducir el significado de aquella pregunta. La respuesta que le di era demasiado obvia.

— Ejemplar. Tu vida ha sido ejemplar para los hombres y debe ser contada.

Raquel me confundió aún más.

—¿ Te burlas de mí? ¿Qué sabes tú de mi vida? Oye, sabihondo, dime antes una cosa que me interesa mucho: ¿también ha sido ejemplar para Dios?

Creí percibir que Raquel, a pesar de parecer escéptica, estaba totalmente integrada en aquel mundo de delirio que yo representaba. Ella, no obstante, jugaba a parecer interesada en utilizarme como adivino al que no se le toma demasiado en serio, pero del que agrada escuchar que responde a preguntas que nos hemos hecho alguna vez. Pero la pregunta que me acababa de hacer comprometía una respuesta que no podía ser dogmática, ni siquiera para procurar  una fácil satisfacción a Raquel, tan merecedora de ella.

— Sinceramente, no lo sé, pero todo hace sospechar que lo que hagamos le tiene sin cuidado, a pesar de lo que digan por ahí algunos.

— Y si eso fuera así, ¿por qué cojones nos trata a algunos como, como….? Bueno, no sé cómo, pero muy mal; ya me ves…

Raquel seguía aferrada a su fe, lastimada por mil heridas por las que sangraba su incertidumbre. Mi respuesta tenía que ser coherente, si quería explicar tanta incoherencia.

— Es su juego. Se entretiene haciendo estas cosas.—dije yo, sin pensar en el efecto que le causaría.

—¿ Lo dices porque lo sabes o es que sólo te lo crees?

No podía  alimentar más la fantasía de Raquel. Desgraciadamente yo no era ningún emisario divino y no era tiempo de superchería.

—¿ Y quién lo puede saber? Las múltiples cosas que por ahí se dicen, sólo son creencias; nunca tuvimos evidencias.

— Puestos sólo a creer, ¿qué me asegura que lo que dices de mí es algo más que una creencia tuya? ¿A quién más, aparte de a ti, puede interesar mi vida y  para qué?

Estaba claro que Raquel nunca había pensado en los demás como proyección final de su comportamiento; era algo íntimo  que no necesitaba compartir  y del que esperar aplauso. No obstante, quise hacerle una mínima concesión  a su vanidad, la vanidad del humilde que no se resigna del todo a que su humildad pase desapercibida, o quizá provocar su aparición por primera vez, no lo supe en aquel momento.

— Eso no lo puedo asegurar, pero lo que si te aseguro es que pondré todo mi empeño en que esa vida tuya  no pase desapercibida. Sería un despilfarro intolerable que nadie tuviera la ocasión de mirarse en el espejo de tu vida y examinar luego su conciencia.

— Oye. No sé quién eres ni de donde vienes, pero me suena bien lo que dices. Aunque supongo que eres un periodista, o un escritor que ha visto en mí un buen argumento para su próxima obra o reportaje, ¿me equivoco? ¡Espera! Y que una vez ganada mi confianza, ahora me vas a pedir que te cuente mi vida. Pues no te la voy a contar, ni siquiera te voy a decir cómo me llamo…

Raquel jugaba a ser lo que quería ser y que se supiera; estaba siendo humana y yo tenía que aceptarlo.

— Tendré que escribir tu vida… ya no se lleva contarla en las plazas como lo hacían los juglares. Y no necesitas contármela; la conozco.

—¡ Ah! ¿Sí? Demuéstramelo. A ver, ¿cómo me llamo?

— Te llamas Raquel
.

Raquel no movió un solo músculo de su cara que denotara sorpresa.
 Pero Raquel seguía jugando y ella lo sabía.

— Ya sabía yo que te estabas inventando un historia. No me llamo Raquel, aunque me gusta ese nombre.

—¿ Que no te llamas Raquel?

— No señor, no me llamo Raquel. Otra prueba. Yo tenía una amiga que se murió, ¿cómo se llamaba?

— Se llamaba María.

— No das una, amigo. Mi amiga no se llamaba María.

En esta ocasión, sí pude apreciar un tono de poca firmeza al pronunciar ella misma el nombre de su amiga. Pero no cedía en su empeño de ocultar su personalidad, a pesar de que era evidente que debía sentirse en un mundo irreal, en el que esperaba más y mayores sorpresas.

— Ahora la que intenta burlarse de mí eres tú —dije yo, intentando demostrarle que no aceptaba del todo su juego de ocultación a toda costa.

— No me burlo. Sigamos. Dime algo de mi vida, señor destino.

— Trabajaste en la casa de Doña Paquita y allí una compañera llamada Isabel te contagió el VIH.

Raquel endureció la expresión de su rostro.

—¿ Qué más?

—¿ Voy bien ahora?

— Tú sigue y no hagas preguntas.

— Conociste a María mientras estaban enterrando a su Manuel. La invitaste a vivir contigo en tu casa. Luego, todo lo que hiciste lo hiciste por ella, sacrificando tu vida por ella y su  niño. Otro detalle: el niño de María murió de forma trágica, ¿quieres más?

Raquel, abrió los brazos, inclinada sobre su regazo, mirando al suelo, como admitiendo su destino, y dijo:

—¡ Vale, vale! Dicen que poco antes de morir alguien se encarga de pasarte la película de tu vida y que te sirve para hacer balance de lo que has sido. Tú dices que no eres la muerte , pero sí el final de mi trayecto, y te dispones a imprimir mi huella en un libro. Adelante con tu historia. Yo no te voy a confirmar si esa que cuentes es la mía. Todo esto pareciera estar sucediendo en otra dimensión y, ¿sabes lo que te digo?, que no me extraña no ver a nadie de aquellos que suponía me iba a encontrar. Mejor. Así no tendré que dar explicaciones a fantasmas, ni tampoco pedirlas cuando ya es demasiado tarde. Puedes decir que si volviera a nacer, quizá no hiciera lo que hice, aunque sigo sin tener claro qué es lo que debería haber hecho. Y es que es un empeño difícil ese de querer encontrarnos a nosotros mismos, y también inútil, pues que el destino de cada uno siempre lo escribe otro.

Raquel calló de repente y también se quedó inmóvil. Me pareció que se había vaciado por completo y que sólo quedaba de ella la cáscara. Su confesión, no por esperada, dejó de sorprenderme. Raquel no jugaba con las palabras fáciles de la demagogia que acompaña a las grandes declaraciones y que nunca tendrán la ocasión de ser verificadas con actos. Quise asegurarme.

—¿ Quieres decir que te arrepientes?

—¡ No digas bobadas!… Sólo se vive una vez y de nada vale arrepentirse. Tú, que dices ser mi destino, dime si podía haber llegado a este destino por otro camino.

— Tienes razón. No. Sería otro el destino.

— Y otra la persona. Somos lo que somos: héroes o villanos; bonitos o feos; sanos o podridos…; sus juegos, o juguetes, como tú dices. Oye. Dices que estoy en el final del trayecto, ¿verdad? Supongo que eso quiere decir que va a ser aquí mismo y en cuanto te alejes de mí…

A Raquel no le quedaba nada. Su ejemplar vida ya sólo exhalaba una señal: el fétido hedor de su aliento. Pareciera que su alma la había abandonado. Ni siquiera le quedaba una mínima incertidumbre como horizonte al que encaminarse. Un minuto más de aquella vida y ya sería el más cruel de los ensañamientos.

— Sí, Raquel, así es. ¿Puedo preguntarte cuál es tu última voluntad?

Raquel ya no dialoga conmigo; está totalmente ausente. Con voz entrecortada, dice:

— Te he dicho… que no me llamo Raquel. Sí,… tengo una última voluntad: cuídate de que me queden bien tapadita … y luego le das un talego a los enterradores,  que sea novecito…

Salmos por un cuadro
  
2, 1. Repicad campanas, desplegad el palio, sembrad de flores el camino. Abrid ventanas, salid a los balcones y exhibid banderas y brocados. Abrid los templos, los palacios, las ostentosas mansiones y ofrecedle vuestra mejor bienvenida. Porque el Hombre Supremo ha salido de la sombra. ¡Aleluya!
  
2, 2. Gritad loores, aleluyas, quemad incienso, montad vuestra mesa con el mejor mantel, servid los mejores manjares y vinos, preparad vuestra cama con ropas perfumadas, porque el Hombre que salió de la sombra viene a vosotros y alguno tendréis la suerte de que se aloje en vuestra morada. ¡Aleluya!
  
2, 3. Lavad su pies lacerados, ungidlos con bálsamo oloroso y besadlos, porque es el último hombre pintado en negro y vuestra última oportunidad de redimiros ante la Humanidad. ¡Aleluya!
  
2, 4. ¡Oh, Dioses de la Reencarnación!, seáis  por todos invocados, porque sois vosotros los que queréis que no quede ningún hombre sufriendo sobre la tierra. Tomad, entonces, el cuerpo del Hombre Supremo, del último pintado en negro por el Tirano. ¡Aleluya!
  
2, 5. Desaparezcan ya los dioses de la idea que nos es próxima. Cesemos de quemar incienso, de rituales patéticos, de alabanzas, porque el Hombre Supremo ha llegado y ya no hay más que temer. ¡Aleluya!
  
2, 6. Hombre Supremo. Te amaré por encima de todas las cosas. Sólo tú me darás la medida de lo que me amo a mí mismo. ¡Aleluya!

Esta obra  se encuentra editada en formato digital y en 2ª edición  en
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© 1997

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