¡Viva los novios!, gritaban los invitados al paso de la pareja recién casada por el pasillo formado. Ella sonría complacida del protagonismo que aquella pasarela le concedía y miraba a una lado y al otro, agradeciendo con la cabeza arriba y abajo. El novio miraba al frente, no sonreía, en su mente sólo había cálculo: cómo hacerse el amo de la empresa de su suegro, aunque lo veía difícil. La novia, hija única de un empresario de éxito, heredaría una fortuna de su padre; divorciado de su madre, había sabido romper con el vínculo del matrimonio sin detrimento de us bienes, unos heredados, otros ganados a pulso con su buen hacer en los negocios. Hombre pragmático no vio con buenos ojos el noviazgo de su hija con aquel joven. Pero la hija, como cualquier joven mal criada, era caprichosa, y se encaprichó, a primera vista, de aquel joven musculado, entrenador en un centro de fitness que, ocupado de ejercitar sus músculos a tiempo completo, su hermosa cabeza estaba hueca. A la joven se le hacía la boca agua y alguna parte más de su cuerpo cuando aquel joven, de mirada torva, la miraba de soslayo o la agarraba por la cintura para indicarle la posición correcta en el levantamiento de pesas. Al fenómeno le daba igual una u otra de aquellas jóvenes que se entregaban sin pudor a las manos de aquel pulpo; a éste sólo le importaba tenerlas incondicionales y calcular el futuro que podía brindarle alguna de ellas. Observaba el coche con el que llegaban al gimnasio y empezar a sacar conclusiones; un coche utilitario y la chica era apartada de su interés depredador. Pero la joven de esta historia aparcaba un coche de alta gama, y aquello ya era harina de otro costal. Por el coche, y nada más que por el coche, mister músculos le prestaba a su dueña atención especial en los agarres por la cintura. La joven, encantada de tanta atención, ya sólo esperaba que su entrenador le hiciese una proposición indecente. Pero los depredadores no tienen prisa, saben que su presa se está cociendo en su jugo, y que cuando más tarde en abrir el puchero, mejor y en su punto estará el guiso.
De nada le valió al padre decirle a su hija que aquel joven, del que estaba perdidamente enamorada, era un vulgar braguetero que la había elegido por el olor del dinero que tenía su padre. Ella, rebelde y hasta ofendida, le contestaba: papa, ¿no darías la mitad de tu fortuna por verme feliz? El padre asentía de mala gana con la cabeza, y luego de un silencio prolongado, cogía a su hija por las manos y le decía, casi susurrando: Querida hija, a parte del dicho el amor es ciego, tu padre no ha hecho su fortuna con inversiones ciegas en negocios aparentemente brillantes. Siempre procuré mirar más allá de la apariencia y de las corazonadas. En tu negocio del corazón has cerrado lo ojos a todo lo que no sea presente, un presente que te llena de ilusión y placer, pero ambas cosas no están garantizadas y debes estar preparada para `perderlas.
A la hija la admonición del padre le pareció un manual del buen gestor económico, y como la niña quería, se quiso casar y se casó.
El joven de la mirada torva no tenía motivos para sonreír a los invitados a la boda que aplaudían y los vitoreaban. Pocas horas antes, y ante notario, había aceptado a regañadientes firmar la separación de bienes. Los cálculos, así, quedaban rotos para el joven. El padre de la chica se cerró en banda a cualquier concesión económica sugerida por su hija, sabía que era la única forma de fumigar aquel insecto chupador. Y eso que el joven yerno no empezó pidiendo mucho: que su suegro les comprara el gimnasio y su hija comenzara a ser dueña de un negocio propio. Una estrategia que podía ser el primer paso para abrirse camino en aquella caja fuerte. Pero ni por esas, el padre sabía que en cualquier negocio el riesgo estaba bien, pero siempre calculado.
Y como nada de lo que intentó prosperó, el insecto comenzó a ir de flor en flor buscando néctares más propicios.
La joven comenzó a darse cuenta, le pidió a su padre consejo, y éste, lacónico, le respondió: divorcio.