Sólo es un cuento con moraleja: «Si no quieres tomarle gusto a una cosa, no la pruebes.»
Voy a contaros cómo me hice maricón. Porque habréis de saber que un maricón se hace; al contrario de un homosexual, que parece ser de nacimiento…
Hace algún tiempo, por motivos de trabajo, tuve que ir al Norte de África; a Tetuán concretamente. Mis anfitriones, árabes, son exquisitos a la hora de prodigar atenciones a sus invitados, más si estos son especiales. Yo era un invitado especial; gracias a mí iban a hacer buenos negocios en España. Ahorraré detalles de protocolo y demás. Después de cenar con ellos, me iba a retirar a mi hotel, cuando uno se me acerca y me dice: «Me gustaría ofrecerte mi Harem en prueba de amistad» Negarle a un árabe una oferta de hospitalidad es de mal gusto, así que le dije que encantado. Tenía una cierta curiosidad, todo sea dicho, por ver un harem de cerca.
Nos fuimos a una lujosa casa. Una vez dentro, me rogó que me pusiera cómodo. Ponerse cómodo allí es sentarse con las piernas cruzadas en una mullida alfombra y apoyado en los cojines que están por doquier. El moro hizo lo mismo. A una doble palmada suya, apareció un sirviente con una bandeja que portaba un juego de té. Me ofreció que tomara una taza, y me sirvió. A continuación hizo lo mismo con mi anfitrión. Se retiró el sirviente y aquel amigo comenzó a decirme que ofrecer el harem a un invitado es la mayor prueba de amistad, etc. Yo así lo entendí. Me preguntó si me gustaban las mujeres o los hombres, a lo que, obviamente y sin vacilar, contesté que las mujeres. Pero como allí hay que ser muy cuidado en las formas, también le dije que porque nunca había probado los hombres. Esta exquisita forma de no discriminar una opción que podía ser la de mi amigo, pareció complacerle, tanto, que se levantó para volver a sentarse más cerca de mí. Con los ojos encendidos por una, para mí, extraña razón, el amigo árabe me miraba muy fijamente, sostenidamente a los ojos, a la vez que no dejaba el dibujo de su sonrisa como adorno de su cara. Yo le rehuía esa mirada un poco nervioso, por estimar que aquel comportamiento era consecuencia de mi confesión ambigua anterior. Empezaba a dudar. En un momento, me tomo las manos con sus casi femeninas manos y me dijo: «Vas a conocer mi harem, y no sólo a conocerlo sino a disfrutarlo. Nada te está prohibido, amigo mío». Se levantó sin dejar de tener mis manos cogidas por las suyas y me ayudo a levantarme. Sin dejar de mirarme y de sonreírme, me condujo a una puerta adyacente. Me soltó un instante para palmear dos veces, y la puerta se abrió a un gran salón. Detrás de la puerta, un árabe joven, desnudo de cintura para arriba y sólo cubiertas sus partes con una tela blanca cruzada, sin dejar de sujetar la hoja de la puerta, se inclinó hasta formar un ángulo recto. Mi amigo me volvió a tomar de las manos y me introdujo en el aposento. Sinceramente, no dejé de mirar al sirviente que nos había abierto la puerta, porque era un ser absolutamente hermoso. Un efebo como se describe en la literatura clásica griega. No tenía un sólo vello en su cuerpo, salvo una incipiente barba. Mientras permanecía inclinado, una melena, digna de una diosa, caía grácil como una cascada rubia. Su cuerpo no tenía la apariencia viril, sino que sus formas eran redondas, tersas, casi femeninas, brillantes seguramente por aplicación de alguna crema imperceptible. Iba descalzo, en una estancia que aparecía completamente alfombrada. Traspasado el umbral de la puerta, se fue levantando lentamente hasta incorporarse del todo. Permaneció estático, con la vista baja. Yo le seguía mirando como el que mira una estatua del mejor apolo jamás hecho carne. En un momento, levantó sus cejas y me miró: su ojos azules parecían dos piedras preciosas, detrás de ellas se podía uno imaginar cualquier misterio. Mi amigo le farfulló unas palabras ininteligibles, y aquel bello ser partió hacía otra estancia que parecía contigua. Yo le seguí con la mirada, lamentando que desapareciera tan pronto. Mi amigo me miraba de soslayo y sonreía; sonreía siempre. Unos cojines de seda se extendían por el suelo a modo de asientos, pues tenían forma de media luna hueca. Mi amigo se sentó en uno de ellos mientras me atraía hacia otro cercano y me invitaba a que me sentara. Le pregunté qué hacía allí aquel joven tan hermoso y me dijo que era el eunuco de su harem. Comprendí al instante el porqué aquel joven tenía ese aspecto casi femenino. Mi amigo dio dos palmadas, y por la puerta por donde había desaparecido el joven, comenzaron a salir una, dos, hasta cinco mujeres de auténtico ensueño…
Todas eran muy jóvenes, calculo que en torno a los dieciocho años. Esculturales. Iba vestidas con vaporosas sedas, permitiendo transparencias que apenas dejaban margen a la imaginación. El vientre, descubierto, tensado como la piel de un tambor, con una perla adherida al ombligo. Desde la posición más baja de la cadera, el cuerpo lo cubría un vestido, igualmente de seda, con una gran abertura que dejaba ocasionalmente al descubierto unas perfectas torneadas piernas. De facciones típicamente árabes: ojos negros, grandes, nariz diminuta pero suficiente, pómulos redondos, labios carnosos, pelo negro, ligeramente ensortijado y brillante y la tez de la piel algo oscura en relación con la europea más común. Yo no sabía a cuál mirar, de tan iguales en belleza como me parecieron. Cada una portaba una cestita de paja y en cada cestita un presente, seguramente para mí. Una llevaba uvas, otra dátiles, otra una especie de caramelos, otra requesón y miel… Cada una de aquellas mujeres se fue acercando, primero a mí, luego al señor de la casa, con su oferta respectiva y una sonrisa blanca, enmarcada por unos labios rojos que parecían sangrar. Después de hacer cada una su ofrecimiento, se retiraba a una especie de corro formado por cojines y situado al fondo de la gran estancia. Allí se sentaba formando una figura digna de un escultor posmodernista, y sin dejar de sonreír, miraba a mis ojos y retiraba la mirada con un gesto mezcla de vergüenza y picardía. Así las cinco, con variantes apenas perceptibles. Yo estaba encantado, y cambiaba con mi amigo miradas de complicidad. Él siempre me sonreía, sin decirme nada. Y yo esperaba que él marcara los ritmos que me permitieran algo más que aquella contemplación. Mientras picaba de una cestita y de la otra, el tiempo se me estaba haciendo ya largo de esperar que ocurriera algo. Los árabes, recordé, nunca tienen prisa, eso lo sabía, pero aquellas miradas, sonrisas y posturas cambiantes que me ofrecían aquellas cinco jóvenes, parecían despertar urgencias inaplazables en mí. Mi amigo debió advertir mi desazón y se dispuso a ofrecerme el siguiente acto. Dos palmadas, sonó una música que enseguida interpreté como una danza árabe. Las jóvenes se levantaron de sus cojines y comenzaron a danzar una de esas danzas sensuales árabes que había visto alguna vez pero, en esta ocasión, con el aliciente excitante de estar haciéndolo para mí. Mi imaginación siempre iba uno, dos pasos por delante de los acontecimientos, y ya me veía con esas mujeres entregado a todos los placeres para los que seguramente habían sido adiestradas. En el transcurso de aquella danza, con aquellos vientres epilépticos clavados en mi retina y masajeando mi cuerpo, se acercaban, se acercaban tanto a mi cara, que mi vista perdía la perspectiva, para mi cuerpo entrar en sintonía vibratoria con ellas. Tal era mi excitación, que intentaba mil posturas en aquel cojín, sin preocuparme de que mi amigo pudiera interpretarlas como actos poco dignos de un protocolo que desconocía, pero que en cualquier otro ambiente hubiesen sido tachadas de indecorosas. Ya no veía a mi amigo; toda mi voluntad se había convertido en deseo. Pero no sabía cómo ni cuándo podría alimentarlo. Aquellas jóvenes, después de dejarme hecho unos zorros, se fueron retirando al centro de la sala y formando un círculo compacto, mirando todas al interior, formando una especie de pirámide digna del alma del más poderoso faraón. Luego, aquella pirámide humana se abrió lentamente, semejando la apertura de una flor exótica. Del centro, emergió un cuerpo desnudo que culebreaba hasta quedar completamente expuesto a la visión. Enseguida le reconocí: era el joven eunuco.
Formaban las jóvenes en torno a él una materia tan subsidiaria, tan de comparsa con el bello joven, que, como en el teatro, sólo mis ojos estaban abiertos para que una sola imagen fuese incorporada a mi consciente: la de aquel joven, ahora protagonista central, desinhibido de su función servil, y que parecía expresar todos los efectos sexuales que un cuerpo sacude en su más alto paroxismo. Las cinco jóvenes se entregaban a una sola misión: adorar con sus manos, sus lenguas, sus pechos, sus cuerpos enteros a aquella figura. Un fondo musical, mas tenue, mas lento que el anterior, acompañaba a aquel cuadro, que, con mi imaginación, lo asimilé al deseo hecho figura plástica en tres dimensiones, más la música. En un momento en el que mi éxtasis debía hacer que pareciera una estatua, oigo una voz que parece venir en mi auxilio: “Seguro que ya tienes hecha tu elección; pide lo que quieras” . Medio sonámbulo, casi imperceptible, contesto: “Sí, quiero poseer a tu joven eunuco.”
Y así fue como conocí varón, y ya nada fue lo mismo desde entonces.
(JDD 2002)