Doña Clara

Doña Clara José D. Díez

Inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual de Andalucía, España

© José D. Díez

PRIMERA PARTE

Tierras de Castilla. Un pueblo que quiere vivir en el olvido. Gentes sin nombre que yo debo nombrar de alguna manera por suponer que han existido y quizá existan. Buenas y malas gentes, que de todo hubo, hay y habrá en la viña del Señor; viejas gentes que olvidaron el pasado y nuevas gentes a las que nadie les cuenta la historia. Todo lo demás seguirá hundiendo sus raíces en la noche de los tiempos, en la férrea voluntad de perpetuar la diferencia en lo absoluto; cosas eternas como el campo extenso, uniforme, plano y feo durante casi todo el año que se divisaba al otro lado de la empalizada…

Pero… siempre queda alguien que arrastra sus traumas de juventud, como páginas sueltas, traspapeladas de su vida. Recordar no siempre es añorar. Contar, no siempre significa estar orgulloso del pasado. Cuando ahogan los recuerdos, mejor es hacer de ellos historia.

Y yo voy a contarlos para que dejen de ser sólo míos.

 

Esta historia comienza cuando, desde la atalaya situada en el crisol de mi memoria, puedo ver que… por poco tiempo algo hermoso sucedía en aquellas tierras de baldío: reventaban de vida; era como un regalo de la naturaleza, seguía luego una orgía; las plantas, los animales, las gentes, todo parecía entrar en celo al unísono, embarazándose los unos de lo otros, sin respeto a las especies…

Como cada primavera, aquel campo ya no se vestía de escarcha cada mañana, sudario blanco de un largo invierno de muerte, y se llenaba de una vida breve, una vida plena de brillos y colores. Era aún el atardecer y el sol oblicuo, cansado de navegar por el mar del cielo, todavía arrancaba los últimos tonos de las cosas, estrujando los alientos de la vida que se consumía en su propia urgencia.

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Como en un flash intermitente, siento el deslumbre de los brillos en la piel tersa y reluciente de unos caballos que, en irisaciones cambiantes, del negro al marrón metálico, trotaban en el picadero libres y hermosos, piafando sobre el suelo, como si quisieran hacer notar su presencia.

Y más que ver, me parece poder tocar los colores que aquí y allá surgían en prodigios de belleza; prados ondulantes, como un espejismo de un mar imposible. Y los viejos olmos despertando de su letargo, ahora de verde y plata, saludando con el cimbreo de sus ramas, portando sus hojas como pañuelos, y el viento como un susurro de bienvenida. Y para romper con esa nueva y sobria visión, aquí y allá, adornando caminos quebrados y tierras pobres, macizos de tempranas flores silvestres, y nieve en los tempraneros almendros. Todo parecía contribuir a vestir la tierra de lujuriante esplendor; era como una novia virgen con mil úteros, presta a ser fecundada con mil espermas diferentes.

Las personas que allí vivían también deberían tener motivo para la esperanza, pero no todas se preñaban de buena esperanza, porque, para muchas, sus almas secas ya no reverdecían, calcinadas por los estragos a que habían sido sometidas.

Os recuerdo, Marta, María. Yo era más joven que vosotras y nadie para vosotras, pero, ¡tantos ecos de vuestra vida llegaron a mis oídos; tantas veces os vi de cerca e inalcanzables! ¡Tantas veces os imaginé y os sufrí sin ninguna recompensa, sin ningún consuelo que mi solitaria ilusión!… Ahora, uniendo recuerdos a mi imaginación preñada de mil experiencias, cicatrizadas las heridas de un cuerpo y de un alma joven, pretendo escribir vuestra historia; o mejor, dejaré en gran parte que la contéis vosotras; también, naturalmente, la de doña Clara, vuestra madre, pues sin ella nada habría sido sorprendente y pienso que digno de ser transmitido. Ella será el centro de un pequeño universo y vosotras sólo los cuerpos sometidos a su ley, y en el que rara vez brillaréis con luz propia, y cuando lo hagáis, no será el brillo de lo nuevo, porque todo en vosotras será viejo renovado.

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Pero esta historia no podrá ser completa y bien que lo siento. Cuando decimos que vivimos la vida de los demás, escribiéndola o leyéndola, lo que queremos decir es que evocamos algunos retazos, determinados aspectos que nos impactan por su singularidad. Nadie podría saberlo todo de alguien y supongo que a nadie interesaría todo. Así pues, recordando sólo desde que empezasteis a perturbarme y hasta que os desvanecisteis en el pozo de mi memoria, vosotras y yo vamos a vivir por segunda vez un poco del tiempo… vivido, soñado, sólo imaginado…, ¡qué importa!. Como en todas las historias, doña Clara, Marta, María, algo hay de verdad en ellas, también de imaginación y mucho de claroscuros, pero nunca de ellas se podrá decir que son mentira. Desde el instante que pueden ser verosímiles, quiere decir que bien pudieron ocurrir. Desde el momento en que alguien las puede imaginar, quiere decir que alguien bien pudo forjarlas. No importa tanto que la imaginación no coincida con hechos reales, en este caso sucedidos, pero si se engendran en mi mente, nadie podrá decir que son mentira, porque sin testimonios que los contradigan, me basta con afirmar que yo os he traído al mundo, y para probarlo, aquí estáis, para bien o para mal, como venimos todos a existir. Es así que la historia de una vida se vuelve verdadera en la medida en que ésta puede ser contada. Pasado el tiempo, todos seremos historia si hablan de nosotros o nada, pero, y repito, nadie, nadie podrá decir de nosotros que fuimos mentira, aunque debo añadir que no sé si la historia sirve para algo, quizá sólo por eso que se dice y yo me aplico, que quién no la conoce, está obligado a repetirla. ¡Por favor, nooo!

Cierro mis ojos de hoy, Marta, María, y veo con los ojos de entonces que mirabais absortas por la ventana. Yo andaba por allí, rezagado de las gentes que habían abandonado vuestra casa, y es que cualquier ocasión propicia la aprovechaba para ¿espiaros? No; para sentiros cerca y alimentar mi deseo juvenil sin otro cauce, sin otro alimento del que nutrirse que mi imaginación solitaria. Las preguntas me las hago ahora; entonces no

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conocía las palabras: ¿Os sentíais confusas y algo vacías aquel día? ¿Dos jóvenes campesinas como vosotras podíais sentiros confusas y vacías? ¿Y por qué habríais de estarlo? ¿Y por qué mirabais absortas? ¿Qué mirabais que no hubieseis visto antes?… Difícil aventurar una hipótesis… sobre los pensamientos, pero…

Quiero suponer, Marta, María, que soñabais que aquella primavera que ya se apuntaba, también para vosotras debería traer algún cambio si no esperado, sí presentido. Era la fuerza de la sangre que anticipa los sentimientos, mientras que los pensamientos no fluyen en las angosturas de la ignorancia.

Aprendiz de taumaturgo para los hechos que no se me alcancen, Marta, María, sitúo el comienzo de esta historia cuando rondabais los diecisiete años y ya aparentabais ser dos mozas llenas de promesas… para los mozos de vuestra edad; no para mí por ser mucho más joven que vosotras y por otras razones que no voy a desvelar como una confesión explícita. Esas promesas se concretaban, en primer lugar y porque yo así lo estimo, incluso ahora, en vuestra belleza serena, campesina, sin artificios; cuerpos bien formados, algo exuberantes para las modas exquisitas que hoy se imponen y se valoran. En segundo lugar, porque pertenecíais a una buena familia, no con muchos posibles, pero sí bien asentada en sus recursos. Y en tercer lugar, porque nadie podía decir de vosotras que erais ligeras de cascos; burda expresión para significar que erais castas, o lo parecíais. No teníais mucho en la cabeza porque eso no contaba y ni valía la pena que vuestros padres se hubiesen molestado en buscar la forma de llenarla de saberes. Como todas las jóvenes de aquel lugar, estabais predestinadas a ser esposas, madres y dueñas de la casa; algo que pareciera suficiente para justificar vuestra existencia según los designios de Dios, y para cuyos cometidos y por exigencia de los tiempos que corrían, con saber leer,—despacio— escribir —con faltas— y las cuatro reglas —usando el ábaco de los dedos—, disponíais de todo lo necesario para no ser estigmatizadas con la definición de analfabetas; de vuestro paso por la

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escuela obligatoria, sólo confusión que raramente evocabais para situaros en la vida y su misterio.

Marta, María, vivíais en una casa de campo, grande, de seria hidalguía, sin blasones. Pero por respeto a los mayores, permitidme que os deje de momento y atienda a vuestra madre, con la cual vivíais. Tú, doña Clara, mujer enjuta y espigada, de sonrisa renuente y enmarcada de arrugas prematuras, habías alcanzado ese tratamiento por ser la única hija de un gran alcalde en la memoria del pueblo: Don Ricardo Balbuena, Hijo predilecto de… y que él mismo se hizo tratar de don por sus vecinos y en razón de haber sido nombrado Jefe Local del Movimiento. Fuera por respeto a su memoria o por irónica chanza, que el detalle no lo recuerdo, el caso es que a ti, doña Clara, y ya fallecido padre, —madre lo había hecho mucho antes— a partir de que fueras dejado atrás la edad de mozuela y te hicieras una mujer respetablemente casada, —digo respetable, porque esos pecadillos en los que caíste, como aquel que no quiere la cosa, se olvidaban después del santo sacramento del matrimonio— las gentes del pueblo espontáneamente te dispensaron el dicho trato; tú, no hace falta asegurarlo, parecías aceptarlo con cierto orgullo y lo llevabas con dignidad, aunque por contra he de decir que a tu marido le parecía molestar tal distinción y solía burlarse de ti, o así sonaba, pues él te llamaba también y con frecuencia “doña Clara”; pero debía ser por despecho, pues que a él lo habían seguido llamando simplemente Mauricio, o para distinguirlo de algún otro Mauricio, usaban de un apodo poco favorecedor: Mauricio “el Braguetas”. Esto último venía, perdóname doña Clara, por el buen partido que había conseguido dejándote preñada, a ti, la hija única y nada tonta del alcalde, y que, qué remedio, el mozo contigo hubo de casar por imperativo de la costumbre y eso que llamaban los más sabidos, “la reparación del honor mancillado” —de tu padre, supongo.

Pero, doña Clara, ya ves que, aunque la primavera se presentaba prometedora, tú no parecías tener otro motivo de esperanza que el de haber quedado viuda de un recuerdo que, con la ayuda de Dios, preferías

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no recordar. Cuento estas cosas, Doña Clara, porque es de justicia; muchas de nuestra obras son fruto de un árbol que otros plantaron. Decía que te habías quedado viuda de Mauricio a una edad en la que cualquier mujer cambiaba pronto el luto por un señor y, en aquel lugar, viudo a ser posible, aunque para ello tuviese que someterse a la ignominiosa y ancestral cencerrada. No iba a ser éste tu caso, mujer, que para ti la experiencia del matrimonio en la cama había sido un continuo tormento, y nada te debía hacer suponer que con el cambio de hombre las cosas te fueran a ir mejor. Tú nunca explicaste con razones, incomprensibles seguramente, y a tus muchos pretendientes, por qué preferías seguir con el prestigioso estado de viuda recatada y enlutada de riguroso y perpetuo negro.

Pero yo lo sé.

Tu esposo, doña Clara, un labrador rudo, muy hombre en cualquier otro caso, y ni siquiera tú lo ponías en duda, fue para ti, mujer, un semental violento, el macho que te montaba sin poder hacer tú otra cosa que cerrar tus piernas, hasta que desfallecías ante sus poderosas acometidas y finalmente te abandonabas en un continuo quejido, que a él excitaba más, ¿verdad?, y procuraba con todas sus fuerzas que acompañara desde el principio hasta el fin en su brutal acto de poseerte. Debía suponer, el muy cretino, que tú gozabas más con la penetración violenta y sin mayor miramiento, y que eso era en fin de cuentas una manifestación de su hombría.

Que esto era así, sería porque he de revelar para que se comprenda, que tú, doña Clara, padecías de un raro mal que los médicos llaman vaginismo, y en tu caso, extremo y muy doloroso, —problema del que intuyo la razón por lo que más tarde tú misma desvelarás— y la penetración sin delicadeza ni ternura, sin preparación previa que te dispusiera, te producía un intenso tormento, y, en consecuencia, tus quejidos no eran de gozo, como pensaba tu marido. A ti, pobre mujer, que en tal tesitura te encontrabas, de nada te valía decirle a tu marido que te hacía daño, que lo hiciera más despacio y con cuidado. Si en alguna

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ocasión él condescendía, la ausencia de tus lamentos, doña Clara, le exacerbaba de tal manera, que seguidamente se volvía más violento, pensando, seguramente, que él no cumplía como era debido a su condición de hombre. Y sucedía, doña Clara, que una noche sí y otra también, cuando tu marido daba por satisfecho el deseo y pasaba del último ¡aag! a los ronquidos, tú, doña Clara, dolorida y exhausta permanecías silenciosa, y algo dormitabas entre espasmos convulsos, hasta que el canto del gallo te anunciaba que había amanecido de nuevo y, entonces, aprisa debías pensar que era menester salir pitando de la cama, no despertara la bestia con ansias renovadas.

Hora, doña Clara, todo ese sufrimiento al que Dios te había condenado, había terminado y no te pasaba por las mientes probar mejor suerte.

Cuando tu marido, doña Clara, se despeñó por un barranco con el carro y éste le aplasto la cabeza y como consecuencia murió en el acto, tú no le lloraste ni para cubrir las apariencias, que en esto de llorar con fingimiento, supongo se han de tener muchas tablas cuando no acude el sentimiento.

Mientras el cadáver de Mauricio estuvo expuesto en la sala de la casa, recuerdo que deudos y amigos lo miraban, y todos alababan el buen parecido y hasta su buen semblante de hombre recio, y es que no se podían creer aquel milagro, después de que el veterinario del pueblo, buen amigo del fallecido, le hubiera hábilmente recompuesto la cara y cabeza, totalmente desfiguradas por el accidente. Tú, en cambio, doña Clara, parecías mirar aquel cuerpo con desasosiego. Te debía parecer imposible que todo el sufrimiento hubiese acabado, ¿verdad?, y seguro que dudabas si estaría muerto del todo, inerme para siempre, incluso la enorme verga que tanto dolor te había causado, y también aquella boca lasciva —dientes incluidos— con la que te había llenado de babas y mordiscos desde la frente a las ingles cada vez que yacía contigo.

Pero, y vuelvo con vosotras, Marta, María, tampoco debisteis sentir la muerte de padre. No es que hubiese sido un mal padre —entiéndase cruel—. Probablemente nunca desarrollasteis ningún tipo de afecto filial,

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porque él tampoco supiera dispensaros un auténtico afecto paterno. Quizá fuera porque con vosotras nunca pasó de ser un padre baboso y besucón, los brazos de un pulpo agobiante y manos pegajosas, que gustaba con demasiada frecuencia comprobar cómo os iban creciendo las tetas y si vuestras carnes estaban blandas o prietas. Marta, María, por eso lo habíais rehuido en vida cuanto pudisteis y esa pudo ser entonces una buena razón para entender ahora vuestro despego y la poca aflicción por su muerte.

Cuántas veces y por razón de lo anterior, tú, doña Clara, siempre estabas alerta, y eran otros tantos malos ratos y sobresaltos los que pasabas. Vigilabas los libidinosos pensamientos de tu marido para que no fueran más allá con tus hijas, y estabas presta a ofrecerte a la descarga violenta que tú deberías padecer y porque, según tú, así Dios lo había dispuesto. Y lo hacías bien, doña Clara, porque cuando esto ocurría y observabas los ojos encendidos de sangre de tu marido, tú siempre estabas al quite y te insinuabas de una u otra forma para desviar la intención, el incipiente e imprevisible malsano deseo de aquel hombre primitivo y brutal.

Aparte de estas sensaciones póstumas que habían dejado huella en vuestros sobrecogidos ánimos, aquel esposo y padre que yacía inmóvil, objeto de vuestras presencias interrogantes y desconfiadas, ya decía, no parecía despertar en vosotras el sentimiento de dolorida aflicción por la muerte de un ser supuestamente querido. Tan sólo para el funeral os enlutasteis de riguroso negro, por suponer un duelo ante los demás y por los demás exigido para no ser pregonadas en los corrillos de la maledicencia.

Así que, llegado el momento de la muerte y ya frío de ardores, lo enterrasteis en buena hora, como el que entierra un perro muerto de rabia y del que se acabó la rabia una vez muerto. Y enterrado.

Como de los recuerdos no guardo una secuencia lógica, no he dicho en su momento, y ahora lo digo, que tus hijas, doña Clara, eran mellizas, de unos diecisiete años, nacidas por el posible menos doloroso procedimiento de una cesárea. Tú, madre, cuando estuviste de parto, te

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negaste a dilatar, tal debió ser el horror que te produjo el sólo pensar que a través de aquel imperceptible agujero —uso tu expresión— deberías dar paso a tamaña monstruosidad. No obstante, me parece recordar haber escuchado, la comadrona lo intentó por todos los medios: untamientos, compresas calientes y todos los demás oficios que estaban al alcance de su experiencia. Pero no hubo modo, y finalmente, ante el peligro inminente de muerte, debiste ser trasladada de urgencia al hospital más cercano. Luego, doña Clara, alguna mala lengua llegó a insinuar si no serías algo machorra, cosa que no te ocupaste de desmentir y sí, hasta cierto punto, confirmar con tus actos y sentimientos.

Y considerando suficientes los precedentes y circunstancias apuntados, salvo que algo notable me quede en el tintero por mor de mi propia urgencia, retomo el hilo de está historia que comienza a ser singular, precisamente con la muerte del Braguetas, que tampoco a mí me mueve a honrar su memoria.

Aquella misma tarde, después del sepelio y cuando la casa se quedó vacía de visitas, de familiares y del muerto, tú, doña Clara, te reuniste con tus dos hijas para hablarles.

Doña Clara, después de la muerte prematura de tu marido, y sin que por tu cabeza pasara la idea de buscar recambio, tenías por necesidad, y mejor pronto que tarde, que replantearte la nueva situación de la casa, y digo de la casa conscientemente, porque así era que vosotras sólo erais servidoras de ella, a veces guardianas hasta las últimas consecuencias, en ocasiones sus víctimas. Últimamente, el campo que poseíais había ido dando paso a un monocultivo: el pastizal. Aquel hombre que fuera tu esposo, había decidido por sí solo que el campo no daba para otra cosa que la cría de ganado, y gran aficionado que era a los caballos, se había especializado en la cría de estos. Cuando murió reuníais una buena cuadra con diez hembras y dos garañones o sementales, unos cuantos potrillos que aún no tenían edad para ser vendidos y un percherón castrado, que milagrosamente se salvó del accidente, para tirar del arado, del carro y de

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una especie de carretela que utilizabais para llegaros al pueblo del que vosotros erais vecinos y que estaba a una legua de la casa que habitabais; os llamaban genéricamente los Balbuena, y, muy a pesar de Mauricio, así os siguieron llamando.

Decía, doña Clara, que te dirigiste a tus hijas, —también había quedado dicho que se encontraban mirando por la ventana— y sacándolas de su ensimismamiento, les dijiste:

—Hijas, ¿qué os distrae? Pareciera que estáis papando moscas. Venid a la mesa, que os de hablar un asunto de mucho interés.

Y os sentasteis en torno de la mesacamilla de la sala, en donde poco antes el cuerpo yacente de vuestro marido y padre había permanecido en velatorio de cuerpo presente, obligado por la costumbre, pero, a buen seguro y como ya he dicho, rodeado de vuestras impaciencias y temores.

—¿Qué has de decirnos, madre?

Eras Marta. Más lista que tu hermana, pero sólo porque parecías más dispuesta; para todos, más espabilada.

Y tú, Doña Clara, mujer inhibida por la prepotencia de tu marido, siempre sumisa y callada, parecías tener, ahora que éste había dejado de dar la larga sombra que os cohibía, mucho y no sé si sabio que decir, que eso va en gustos y exquisiteces varias, pero, en todo caso, sí resplandecer con luz propia. Y así empezaste:

—Pues, ahora que nos vemos solas, vais a ver lo que he de deciros, que parece bueno el momento y apremia la situación. Por principiar, y con lo que no debéis olvidar para no estar confiadas, veis que siempre la vida y la muerte andan juntas, hijas…, y hasta parece que se confunden bajo la misma capa de dolor, así que menos alegrías y más estar a lo que se debe estar. Con vuestro padre, la muerte se alejará satisfecha por algún tiempo de esta casa y… pero dejando detrás una señal para volver más tarde, que siempre es así y más vale que uno no se pregunte quién lo dispone. Pero mientras no vuelva, todos los días amanece, y ya veis que nos hemos quedado solas con nuestras vidas y lo que ello supone de difícil situación

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para la casa. Así que, como de vosostras discurrir, lo que se dice discurrir, nada de nada, yo me estoy pensando todo el día cómo debemos hacer para seguir adelante, a pesar de las muchas complicaciones que se nos presentan con la muerte de vuestro padre, que, ¡válgame Dios!, aunque vosotras no me habéis de entender, a propósito viene lo que se suele decir, que el mal se ha ido, pero queda la herida.

—¿Cómo, si no? Algo habrá que hacer, ma.

Eras María. Taimada y siempre sorda, lo cual no significaba que lo fueras; para todos, algo corta.

—A eso iba, pero con más juicio del que de vuestra edad se espera para enfrentarse a las situaciones difíciles, que mal se defiende quien no tuvo nunca problemas, como os pasa a vosotras. La vida, zagalas, ya trabajosa de por sí, se nos ha puesto muy cuesta arriba con la muerte, así de repente, de vuestro padre, y aunque vosotras no os hayáis percatado, como ya estoy viendo… Con la viudedad que me queda podría malvivir yo, pero para las tres va a resultar escaso; diría más, ni para un mal guiso diario. Claro es que tenemos la finca y la casa, que podríamos vender por muy buenas pesetas y luego irnos a la ciudad por ver de encontrar allí mejor conveniencia que la de quedarnos aquí a la sopa boba, pero yo no tengo otra maña que la propia del campo y el dinero que no produce pronto se ha de acabar; que agua en cesto, se acaba presto, y quien gasta y no gana, de qué va a comer mañana, como se suele decir con mucho tino y verdad. Eso pienso y por lo que mí toca. Y en cuanto a vosotras, pues ya veis que ni oficio ni beneficio, salvo que…

—¿Y si nos ponemos a trabajar? —preguntaste, Marta, interrumpiendo a madre—. Podíamos…

La madre interpretó que ponerse a trabajar había de ser para otros, ya que a eso de trabajar para uno mismo se le llamaba de otras formas como bregar, laborar, trajinar, afanarse, o simplemente ponerse a la faena. Muy difícil deberían ponerse las cosas, para que toda una hija de un alcalde, a

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más de llevar con orgullo el tratamiento de doña, consintiera en ser una jornalera, baldón inadmisible también en el caso de sus hijas. Así que, como era de esperar, a doña Clara no le gustó la idea y claro lo expresó.

—¿He de entender que para otros? —interrumpiste, doña Clara— Pues si es así como pensáis, os diré que ni por pasar hambre, que trabajando por cuenta ajena, poco se gana y mucho se pena, hijas. Y eso otro que aunque mal suena, bien se entiende, y también se suele decir: que quien arrienda el culo, no puede cagar cuando quiere. Por lo que a mí tiene, ¡Dios me valga!, yo no estoy para encontrar un trabajo cualquiera y me asusta meterme en negocios para los que no tengo el hábito… Por otro lado, ¿qué se puede esperar de vosotras?; la única cosa a vuestro alcance sería que os pusierais a servir, por recordar lo que suelen hacer las hijas de por aquí y que pronto se quedan sin padre y sin perro que las ladre. Pero, ¡cuitadas de nosotras seríamos!, por no decir gallinas; eso es como si a las primeras mal dadas nos aviniéramos a ser unas desgraciadas y con la vergüenza de haber echado por tierra el buen nombre de esta casa, que es la nuestra y Dios sea en ella. Así que quitaos pues eso de la cabeza, que ninguna hija que lleva el nombre de los Balbuena ha de rebajarse a tal punto y para que en el pueblo se rían de nosotros los de siempre, los que envidia cochina nos tienen y arrastrados nos quisieran ver.

—¿Qué, entonces, que no parece que salgas de la estacada? —volviste a preguntar, Marta.

—Más te valiera escuchar a tu madre. Si tienes un poco de sosiego, os diré lo que he pensado. Lo que se me alcanza, así de pronto y dejando a un lado la pena del momento, y no por lo que os figuráis, es continuar con este negocio que vosotras medio conocéis y me parece que os agrada; aunque una cosa es verlo y otra bien distinta sufrirlo. Pero, bueno, todo se andará del modo que la circunstancia manda. De esa manera haremos lo que es obligado hacer, según Dios ordena a todo bien nacido, incluidas las mujeres, he de suponer, y que no es otra cosa que seguir en la sagrada

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casa que nos cobija y nos vio nacer, haciendo los posibles y también los imposibles por mantenerla y, si pudiera ser, prosperarla. Todo ello con los arrestos que no nos han de faltar y si con afán nos ponemos nosotras mismas a la faena. Y que no se me olvide que también con la ayuda de Dios, claro está, que ya se dice que Dios cuida del nido de todo aquel bien nacido, y si nosotras lo somos, pues nadie se atrevió a ponerlo en duda, su ayuda no nos ha de faltar.

—Claro que sí, ma, dinos qué hemos de hacer nosotras, según tú entender —dijiste, María, cosa extraña, al parecer interesada en el tema, o porque nada espolea la desgana que el verle las orejas al lobo.

Tú, madre, continuaste con ritmo monocorde, como un notario leyendo un testamento.

—Ya tenemos a Antonio a nuestro servicio y, aunque algo retrasado, que Dios nos lo conserve, que él puede y brega, y no lo hace mal, con todo lo que supone mayor esfuerzo y aquellos asuntos que más desagrado da este oficio. Para cuando fuera de necesidad, podemos pagar algunos jornales, sólo los necesarios y forzosos, que sería cuando haga falta trabajar la finca en el tiempo de la siembra y de la siega, principalmente. Y yo creo que si vosotras participáis en aquello que fuera preciso y yo os ordene, todas a una, llevando una vida acomodada a las circunstancias, quiero decir con tino y sin tirar de largo, y siempre mirando de frente, con la ayuda de Dios, vuelvo a repetir, y por nuestros merecimientos, con eso será suficiente, y no me cabe la menor duda que saldremos adelante, ¿no os parece? Y no me contestéis con alguna sandez, que no estoy para perder el tiempo.

—Claro que sí, madre. Nos pondremos a la tarea y ya verás que hemos de poder llevarlo. Padre, que en paz esté, va a ser echado en falta, pero sólo ha de ser mientras nosotras nos hagamos a las faenas, ¿verdad, María?.

—Yo, lo que tú digas, ma —dijiste, María, que volviste al despego que siempre mostrabas cuando intuías mayor trabajo a la vista.

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Entonces, Doña Clara, algo debió hacerte reflexionar, que dejaste de mirar de frente a tus hijas y ahora mirabas hacia la mesa con expresión abatida, y hasta tu voz cambió de tono. Te limpiaste con el mandil la moquilla que destilaba tu nariz, y dijiste sin mirar a tus hijas:

—Padre, Marta, y esa es otra, no estará en paz por algún tiempo, que ha de pasar por el purgatorio y pagar por el mal que me causó. Así se lo he pedido a Dios, y me ha de escuchar por la mucha fe que tengo en él —y volviendo al tono anterior, miraste a tus hijas y dijiste—: Esto, no es que venga al caso, pero ya que lo has mencionado, creo que si no lo digo, reviento; que ya dicen que las penas se alivian cuando se cuentan.

—No parece que hayas sentido mucho la muerte de padre —dijiste, María—, pues no te vimos llorar ni un solo momento en el velatorio. Tía Isabel, a propósito de esto, comentó que hay que ver lo entera que está Clara, que ni una lágrima ha echado por su marido.

A ti, doña Clara, no pareció gustarte lo que acababas de oír y, como ocurre en estos casos en los que se hace lo contrario de lo que se debe, o más bien de lo que se espera, lejos de venirte abajo, levantaste algo más la voz para hacerte entender y quizá despejar las dudas, o falsas interpretaciones que se suscitan ante los comportamientos no acordes con lo esperado, dando así paso a insidiosas murmuraciones.

—¡Vaya, vaya! Seguro que lo decía con segundas. ¡Buena víbora está hecha vuestra tía Isabel! No me preocupa lo que piense. Cada cual con sus cosas y sus razones, que mal ajeno a nadie importa un bledo. Y que no tenga la desfachatez de echármelo en cara, o le tendré que decir cuatro verdades, que ésa aquí viene y se come mi pan, y luego va y se caga en el portal… Pero vosotras también lo habéis advertido, al parecer, y razón tenéis de preguntarlo, y por hijas mías que sois, os debo una explicación. Para que lo sepáis y no vistáis de santo al diablo, vuestro padre, zagalas, me dejó el alma seca, que es la que llora, y como está seca, pues no puede llorar por más que parezca lo propio y lo que todo el mundo espera. Yo sé que van a murmurar que si esto, que si lo otro y que si Clara pareciera

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querer quedarse viuda, pero pronto habrán de acabar esos rumores de que algo trama la viuda, que ya dejó de llevar al difunto flores. Por ellos mismos verán que ningún otro espera ni yo he de buscarlo y que llevaré luto a perpetuidad para que en ello vean mi disposición verdadera, aunque no supongan la pena. Tampoco a vosotras se os vio muy dolidas, que digamos y por lo que yo me apercibí. Yo sé por qué, pero de eso no quiero hablar, que hay cosas que mejor punto en boca.

Marta, María, disteis un respingo ante el cambio de tono, ahora firme y exaltado de vuestra madre. También porque, aun con lo mucho insinuado por madre, vosotras os habíais quedado a dos velas en un asunto que prometía ser de mucha enjundia.

—¿A qué dices eso? —preguntaste, Marta.

—¿El qué? —preguntaste, madre, que querías saber cuál de las muchas cosas que acababas de decir, tu hija no entendía.

—Lo del alma seca, que es la que llora, y como está seca…. —te adelantaste a aclarar, Marta, con cierta socarronería en tu expresión.

—¿Era eso? Y haz el favor, Marta, de no tomarte a chirigota lo que digo —y tú, doña Clara, volviendo al tono afligido, dijiste—: Pues, aunque vosotras no os apercibierais, porque nadie os dio vela en ese entierro, habréis de saber que sufrí mucho por causa de vuestro padre, Dios lo perdone, pero, como digo, después de haberlo paseado algún tiempo por el purgatorio, para que vea lo que es sufrir, que he de decir que la bestia parda de vuestro padre no sufrió ni cuando se hernió. Y si no le pido a Dios el infierno para él, sea porque vea que no le quiero tan mal como para que le meta de donde ya no se sale por los siglos de los siglos, amén.

La insospechada revelación de vuestra madre, Marta, María, lejos de aceptarla como algo que debisteis suponer íntimo, picó vuestra curiosidad y ya no hicisteis nada por reconducir la charla al tema principal que os había congregado.

—¡Anda! Eso nunca nos lo contaste. Todo parecía que iba bien con vosotros, o a mí me lo pareció —volviste a decir, Marta.

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Tú, doña Clara, como ocurre también en estos casos, ya no pudiste sustraerte a la curiosidad de tus hijas y también dejaste a un lado lo que era de tu interés hablar. Pero antes trataste de justificarte por tanto tiempo de resignación silenciosa.

—Hay cosas que no se cuentan a las hijas, pues para eso está el disimulo y el saberlo llevar con resignación, que si hablas mucho y a destiempo, luego van a decir que es cuento.

—¿Qué te hacía? —fuiste tú, María, la que en esta ocasión preguntaste, picada por una curiosidad creciente.

—Cosas que mejor quisiera olvidar —contestaste, madre, con aspecto afligido y evidentemente pareciera que haciéndote de rogar.

—¿Qué cosas? ¡Anda ya, ma! Que padre ya está muerto y nos lo puedes decir, pues a lo mejor no es para tanto y abultas la cosa —insistías, María, que debías pensar haber encontrado en aquella charla un filón que te motivaba, hasta el punto que parecías otra.

Tú, doña Clara, después de un breve silencio en que habías permanecido mirando hacia abajo, levantaste la vista y dijiste con cierta parsimonia, no exenta de firmeza:

—Está bien. Y vuestra madre nunca exagera, habéis de tenerlo presente. No era de esto de lo que yo pretendía hablaros, pero bien está que aproveche la ocasión de deciros algunas cosas que os han de concernir como mujeres que sois, o a punto de serlo si se dan las circunstancias. Porque sois mayorcitas, debéis saber lo que nadie mejor que vuestra madre para decirlas, no vaya a ser que por ignorantes vayáis a caer de bruces en el mismo problema, que hasta que es padecido, el mal no es conocido, salvo, claro está, si se dispone de una madre como la que vosotras tenéis y que a Dios debéis dar siempre gracias para que él me lo tenga en cuenta, pues que de vosotras no he de esperar pago en moneda parecida.

—Pues venga, di ya—urgiste, María, que parecías estar en ascuas e impaciente ante tanto rodeo de tu madre.

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—¡Calma, mujer! Dejando de lado otras cosas que vosotras no ibais a comprender, primero voy a haceros una pregunta, y no, no pongáis cara de tonta, que a mí no me la dais. Vosotras habéis visto a los garañones cubrir a las yeguas, ¿no?

No dejaba de ser curioso —y por eso me complazco en contarlo— el que en aquel tiempo y lugar, sobre todo en un tiempo no tan lejano que yo sitúo al principio de los cincuenta , las relaciones sexuales de las personas se ocultaran a cal y canto, e incluso hablar de ellas, de tal forma que oficialmente no existían, —el sexo estaba descalificado por la moral católica, y las costumbres se acomodaban a ella en todas sus manifestaciones públicas— aunque, naturalmente, se hiciesen o pensasen cosas en ese sentido a impulsos del instinto, pero a eso, fuera del matrimonio, se le llamaba,— parte de un cesto más amplio— y por la religiosa observación de la conducta de muchos, pecado de pensamiento o de obra; el resto de aquellas buenas gentes, pero menos cultivadas, lo despachaba llamándolo genéricamente cochinadas. Tanto celo se ponía en el ocultamiento,, no ya en zonas rurales, sino en la general sociedad de entonces, que ni siquiera el diccionario de la R.A. daba entrada a segundas y terceras acepciones relacionadas con la palabra “sexo”. No, al menos, en los manuales de uso popular de la época que han caído en mis manos y que así rezaba: Sexo. Condición orgánica que distingue el hombre de la mujer, al macho de la hembra, y punto, nada más, por lo que nadie sabia cómo llamar a esas cosas por su nombre, o al menos con un nombre apropiado. Más terrible y apocalíptico era leer en manuales de ¡divulgación médica! — los populares “El médico en casa”—, recomendaciones de este tenor: “ El uso de las funciones de la generación debe ser moderado y queremos poner en guardia contra los excesos venéreos. Ante todo, el hombre no debe usar demasiado pronto de sus fuerzas generatrices. El adolescente está sujeto a las excitaciones y a las tentaciones; no siempre resiste como convendría que lo hiciese para su salud, para no impedir su

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desarrollo físico e intelectual. Muy a menudo, una precocidad perniciosa o prácticas viciosas conducen, por ignorancia de las consecuencias, a un ataque grave a sus facultades. El onanismo, puesto que hay que llamarlo por su nombre, es el peligro de la juventud… —qué diferencia con los peligros que hoy acechan a la juventud— Una vida activa, un uso frecuente de la hidroterapia, un ejercicio regular, un trabajo de espíritu bien entendido, la vigilancia de las lecturas y de las frecuentaciones, y por encima de todo, buenos consejos que se dirigen a la razón, tales son los mejores medios de evitar estas prácticas nefastas. Si el niño o el adolescente supiera que se expone a las peores afecciones, que atrofia su inteligencia, altera su memoria, amenaza su razón al mismo tiempo que sus sentidos más útiles, la vista el oído, es probable que no hubiese que deplorar, en la mayoría de los casos, consecuencias muy irremediables…”1 Y sigue hasta recomendar —nunca demasiado— a los viejos “la más absoluta moderación”, que si bien se interpreta, debía querer decir que se abstuvieran del todo. Llámese a esto educación sexual y añádanle el pecado mortal y por consiguiente la condenación eterna que la Iglesia le aplicaba, salvo para “las funciones generatrices” en el seno del matrimonio, por supuesto, y ya tienen los lectores para sacar sus propias conclusiones. Pero cuidado; no os llaméis a engaño; aunque siempre con la mosca detrás de la oreja, a cualquier oportunidad la pintaban calva; cualquier ardor se apagaba de mil maneras; y los viejos presumían entre los viejos de que todavía “eran capaces”, y hasta manejaban estadísticas. La verdad que no recuerdo que hubiese menos imbéciles entonces que ahora. Pero es verdad que nadie se hubiese atrevido, en las escuelas por ejemplo o en los círculos más o menos sociales, a plantear estas cosas, ni siquiera como parte de una formación necesaria. No sucedía igual con la sexualidad de los animales en los ambientes rurales, a la que se asistía con toda naturalidad e incluso hasta se hacían bromas en presencia de menores, y a los que no se les impedía la observación, aunque si las preguntas. Doña Clara, sabia como decía que

1 “El médico en casa” Doctores Fournol, Heiser y Samné. Edit. Labor.

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era, pero inhibida por los convencionalismos entonces vigentes, debió entender de repente, aunque tengo mis dudas en los términos, que aquello no era sino producto del atraso, la ignorancia y no sé si también de la hipocresía, y que ningún provecho traía para sus hijas el no estar al tanto. Pero quizá no; quizá doña Clara no era tan sutil y sólo atendía al provecho o mal provecho, según las circunstancias, que “esas cosas” podían inferir a las personas.

—¡Pues claro! —respondiste, Marta, con cierto aire de suficiencia.

—Sí que lo hemos visto; muchas veces —respondiste a tu vez, María, y con no menos desparpajo.

Y así, doña Clara, seguiste diciendo después de obtener la respuesta que esperabas.

—Me figuraba que lo habíais visto, aunque padre os mandara para dentro cuando la cosa. ¿Por la ventana, verdad? Pues los hombres, salvando el tamaño, claro está, hacen eso mismo a las mujeres, pero, ¡ojito!… y no anticipéis que os tengo por tontas; quiero decir que… aunque no sea para quedarnos preñadas a propósito. Entonces, la pregunta, bueno, otra pregunta que os quiero hacer es: ¿lo habéis hecho vosotras alguna vez con algún mozo y que yo no sepa? Vamos, en confianza…

—¡Nooo!… —contestasteis las dos, mirándoos sorprendidas la una a la otra, quizá por la inesperada forma de hablaros de vuestra madre.

Doña Clara, prototipo de madre de la época y del lugar, hasta entonces había llevado a rajatabla el principio de las buenas costumbres, que refiriéndose a ciertas cosas y en presencia de menores los comentarios se acallaban con un “¡chiss, que hay ropa tendida!” Cuando una madre se avenía a hacer ciertas recomendaciones a sus hijas en materia sexual, que diríamos ahora, generalmente lo era después de casadas y poco antes de la noche nupcial, lo cual, y aunque en la mayoría de los casos ya resultaran

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superfluas, no dejaban de sorprender a las atónitas jóvenes, tanto a una minoría que creían saberlo todo sobre esas cuestiones, como a las que no sabían nada de nada, que eran la mayoría. Como todo en relación al sexo era prosaico, una de las clásicas advertencias era, por ejemplo, que cuando esa noche se fueran a la alcoba y luego a la cama, no olvidaran ya de entrada de decirle al marido que les daba miedo y que cuando la cosa ya no tuviera remedio y fuera a más, —son las expresiones que se usaban— no dejaran de chillar haciendo ver que les dolía, de esa forma ellos estarían persuadidos de ser los primeros, cosa importante para tener de ellos el debido respeto y estima posterior. Así, ni más ni menos, con esas palabras y sin más aclaraciones. Algunas entendían lo que sus madres querían decir y en su momento, si se daba el caso, procedían con los remilgos y posteriores chillidos aconsejados por sus madres respectivas. Probablemente obtenían el efecto esperado. Pero algunas, menos espabilidas, lo entendían mal, y los temores ya los empezaban a manifestar al entrar en la habitación, y los chillidos nada más meterse en la cama, con lo cual algunos novios dudaban si sus novias estarían bien de la cabeza. Y lo que era un consejo se convertía en un inconveniente, ya que muchos aquella misma noche, ante la incomprensible actitud de sus jóvenes esposas, se marchaban de la pensión o de la alcoba nupcial confusos y desesperados, y se iban de putas.

La cosa, grave en apariencia, presumiblemente irreversible y digna de ser tratada por algún psicólogo, lógicamente tenía remedio casero a la siguiente noche, en la que el recién titulado marido, después de reflexionar y haber comentado el incidente con algún amigo íntimo y ya curtido en el trato con mujeres, hacía lo que éste o estos le habían sugerido y que, a saber: era que le diera dos hostias a la novia cuando empezara a chillar, al menos si chillaba que fuese por algo. Todo funcionaba como previsto y la esposa ya no se quejaba más que cuando se tenía que quejar, salvo casos como el de doña Clara y del que ella misma nos está dando razón cumplida.

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Doña Clara, anticipándose a la oportuna ocasión, estaba en otro asunto bien distinto, como se ha de contar.

Así continuaste, doña Clara, creyéndote la negación de tus hijas.

—Lo suponía, que esas cosas no pasan desapercibidas a una madre. Ahora pregunto, más que nada para comprobar por dónde va vuestro desarrollo. ¿Lo habríais querido hacer en alguna ocasión que se os haya presentado, así como quien no quiere la cosa?

Doña Clara, por supuesto que ya estaba al tanto en eso del desarrollo de sus hijas. Ya tenían la menstruación, que eso era el desarrollo en las jóvenes. Pero ella preguntaba, no si lo habían alcanzado, sino por dónde iba, cosa bien distinta y sutil.

Hacer algo como quien no quiere la cosa era una artificiosa expresión, muy común, y para significar que habiendo alguien hecho algo queriéndolo, podía decir haberlo hecho sin querer, con lo cual el pecado era menor, y si la cosa era compartida, la culpa del otro.

—Yo no me lo he pensado —dijiste, María, mirando a tu hermana.

Entiéndase que cuando alguien dice algo así, significa que no puede por menos de haberlo pensado. Quizá, María, mejor se habría expresado diciendo que hasta ahora no le había interesado o simplemente decir que “eso era pecado”, como le habían enseñado en la catequesis . En cualquier caso, las dos expresiones implican saber de qué se habla. Esto, que pareciera obvio, me atrevo a señalarlo como necesario para dejar claro que, por un medio o por otro, los jóvenes de la edad de Marta y María sabían lo que tenían que saber sobre la sexualidad, y que no iba más allá de que una se lo pasaba bien revolcándose con los mozos —el resto era instinto—. Sabían también de las consecuencias, pues de éstas siempre, salvo fisiologías adversas, el resultado que se seguía era el de quedar preñadas

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sin remedio, al minuto o menos. Un temor éste, que mantenía castas a ultranza a muchas; mejor decir vírgenes, ya que la que más la que menos, ya antes de casarse habría pasado por la incompleta satisfacción de algún revolcón o cercanía al pecado. A partir de las bendiciones, tanto del cura como de la sociedad de la que participaban, la sexualidad era una rutina similar a la del resto de los animales y que de ningún modo podría ser calificada de “experiencias amorosas” con las implícitas variantes producto de la facultad humana que llamamos imaginación —no existía la expresión hacer el amor, con todo lo imprecisa que es esta expresión—. ¿Que había excepciones? Quizá, pero ninguna viene a mi memoria.

—Nos tenemos que casar, ¿no? —añadiste tú, Marta.
Y a lo que tú, madre confiada, dijiste:
—No es mala vuestra disposición, pero hacerlo o no hacerlo no

depende de estar o no casadas, ya lo sabéis o lo supongo.
—¿Pues de qué depende? —preguntaste tú, Marta, más por dar

firmeza a tu suposición anterior o a tu velado intento de parecer inocente. Tú, madre, como cualquier madre, dudando entre aceptar la inocencia de tus hijas o reprocharles que te estaban tomando el pelo, decidiste seguir instruyéndolas, quizá porque, después de aceptar la premisa de su inocencia, algo les tenías que decir que tú sí estabas segura que ellas no

sabían.

—¿De qué depende, dices?… Así que de qué depende, ¿eh? No sé si creer lo que oigo, pero puede que sea así en vosotras, que para algo habrá servido teneros atadas cortas. Os lo diré, entonces, con palabras de las que luego no tenga que arrepentirme. Veréis. A veces las circunstancias, las ocasiones, un descuido, un dejarse que se empieza por probar y no se sabe cómo ha de terminar, ocurre que algunas mujeres terminan dejándose hacer de los hombres antes de que se dé el caso de estar casadas. ¿Estáis en ello? Venga, que no puedo ser más clara.

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No necesitaba ser más clara, doña idem, que eso de dejarse hacer por los hombres era la expresión fina que hoy se ha transformado en otra más abrupta y sonora, y no es joder, en la que seguramente estáis pensando, que hoy se utiliza más como sinónimo de fastidiar a alguien, sino en follar, ¿de acuerdo?.

—Eso sí, con decir que muchas se casan preñadas… —dijiste tú, Marta, naturalmente traicionándote a ti misma, si habías intentado parecer inocente.

—Pues será por gusto, digo yo —dijiste tú María., naturalmente sin referirte a placer concomitante con el acto de quedar preñadas.

Tú, madre, sabia que eras, después de dejar sentado que a ti no te la daban con queso y que más sabe la puta vieja por ser vieja que por puta, seguiste intentando llevar el agua al molino que molía tu trigo. Y así, dijiste:

—Claro, muchas se casan preñadas. Claro, claro, así es como andando el tiempo resulta y en toda tierra de garbanzos crecen habas, y como vosotras, nada de nada, pues nada sabéis de cómo se llega a eso, ¿verdad? Aunque ya veo que el diablo jugando está con la natural curiosidad y que pronto o tarde vais a querer probar qué tendrá el agua que todos la bendicen. Pero ¿por gusto, dices tú? ¿Qué sabéis vosotras de gusto, jodías? ¿Qué creéis vosotras que sienten las yeguas cuando el garañón las monta y les mete ese más de medio metro de verga, mal señalar?

—Pues vaya con la comparación. A mí me asusta de sólo el verlo —dijiste tú, Marta, como no podía ser menos.

—A lo que mí se me alcanza, pues las yeguas no parece que se quejan, sólo cocean cuando no están en celo, y a entonces parece como que no se dejan —dijiste tú, María.

Tú, María, obviamente eras más sutil, porque para eso eras menos espontánea que tu hermana. Pero tu observación denotaba ya algunos conocimientos en la materia, aunque de momento sólo fuese relacionada con los caballos.

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A ti, doña Clara, se te iluminó la cara al escuchar a tu hija María.

—¡Justo!… Tú lo has dicho, María, que has dado en el clavo. Pues esa, esa es la diferencia, muy a favor de las yeguas, claro: las yeguas sólo se dejan cuando están en celo, eso es, que por ahí debí empezar, y ya habéis visto que hasta el garañón parece que las respeta si ocurre que no lo están, cosa que por desgracia no ocurre con la mujeres, que, de grado o por fuerza, siempre han de tener que estar dispuestas para cuando a al marido se le antoje, y pobres de ellas si mucho se resisten, que encalladas las espaldas de algún vergajazo, ellos siempre encuentran a otras que se sacrifican por los cuartos que reciben a cambio.

Seguro que tú, doña Clara, no te habías percatado de todo lo que acababas de decir, pero como eras sabia, se ha de confiar que saldrías airosa del lío en el que pareció que te habías metido.

—¿Y cuándo nos viene a las mujeres eso del celo? —preguntaste tú, María, que ya empezabas a ser selectiva en tus preguntas y en tus inquietudes.

—Esa es buena pregunta. Pues veréis. Las mujeres nunca estamos en celo a tiempo fijo como le pasa a las yeguas; debe ser el hombre el que nos lo incite con sus sobeos. Y malo cuando eso no ocurre…, que es siempre, porque… habéis de saber…

No recuerdo si por entonces ya corría de boca en boca la sentencia famosa del Dr. Marañón y más he de dudar que doña Clara, ni de lejos, hubiese participado directa o indirectamente de la sabia doctrina de tan eminente precursor de la moderna-vieja sexualidad.

—¿Y qué pasa si no lo hace? —impaciente preguntaste tú, Marta, interrumpiendo a tu madre.

Y tú, madre, respondiste desde tu experiencia, que no ciencia:

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—La mujer, para qué deciros, lo pasa que es horrible; con decirte que es como si la atravesaran con una estaca. Las yeguas, vosotras lo habéis dicho, cuando no están en celo tienen el recurso de cocear ¿no?, pues las mujeres ni eso. Y de poco valen los ruegos y la desgana, que ellos lo achacan siempre a que nos gusta hacernos las remolonas. Buenos son ellos para andarse con cumplidos.

Tú, doña Clara, parecías haber centrado el tema dejando claro que la mujer estaba en inferioridad respecto de las yeguas, pero había algunos flecos que tus hijas querían que les aclarases. Y fue primero Marta la que expuso una contradicción con lo que acababas de señalar.

—Casi todas las noches, también en otras ocasiones, te hemos oído chillar, ¿te dolías, o lo estabas pasando bien? A nosotras nos daba que las mujeres cuando chillan haciendo eso es que se lo están pasando bien, o a mí me lo ha parecía, ¿no, tú? —y tú, Marta, te dirigiste a tu hermana en busca de apoyo sobre una convicción anteriormente compartida en la intimidad de vuestras charlas.

—También a mí me lo parecía, porque no parecían chillidos como los naturales cuando una se duele de algo —dijiste tú, María, con una observación evidentemente motivada.

— Y cuando… pues, por un decir, en ocasión de venir a esta casa tío Manuel y tía Teresa, que hay que ver los ayes de la tía cuando se acostaban, ¿verdad tú? —dijiste tú, Marta, dando un codazo a tu hermana y sonriendo con picardía, impropia, desde luego, de tan seria aula.

—Sí, ma, con unos ayes que no parecían unos ayes.

Obviamente, las chicas sabían de sonidos lo que había que saber, no en balde en el campo resulta imprescindible distinguir la muy heterogénea variedad de sonidos de la muy heterogénea variedad de animales domésticos; era parte del ruido ambiental, una especie de lenguaje que todo el mundo sabía interpretar; las gallinas llamando a sus polluelos, las gallinas después de haber puesto sus huevos, los gallos despertando el

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amanecer, los perros avisando de algún intruso, los gatos peleándose por las hembras, los burros esperando algún consuelo lejano, los cerdos avisando de su hambre insoportable, los caballos porque estaban contentos… En la ciudad sólo hay personas y coches, y con el permanente run- run de los coches, nadie sabe distinguir cuando alguien se queja o está disfrutando. Pero las hijas de doña Clara, si ésta no lo evita, le van a estropear la idea a la madre…

—Ya, ya. Vuestros tíos. Ya veo que vuestra naturaleza va por delante de vuestra experiencia. Pues he de señalar que para vuestra madre no era el caso, y no habéis de fiaros de lo que parece. No sé cómo lo hacían vuestros tíos y ni me interesa, que también eso depende de muchas circunstancias y cada cual sabe lo que carga su costal. Lo que yo os digo es que vuestro padre, por si no lo sabíais, era un animal con albardas, sin miramiento ni nada que no fuera ir a lo suyo. Así que, el caso es que siempre que me habéis escuchado dolerme, no era por gusto, precisamente, vaya que no, y tomarlo como os lo digo: era porque sufría de lo lindo; pero mucho mucho, muchachas. Y hay otra cosa que vale para el general de los casos y que sólo alguno se salva: habéis de saber que los hombres, por de natural suyo, sólo se preocupan de darse gusto para ellos mismos y sin mirar más allá de sus narices. Vosotras todavía andáis en ciernes y poco sabéis de esto y de lo que a los hombres se refiere, que menudo asunto; pero podéis estar seguras, porque os lo digo yo, que cuanto más se conoce a los hombres, más se admira a los perros, ¡vaya que sí!, que ya me habría de gustar tener la ocasión de conocer a la mujer que dijo eso; ¡cómo lo tuvo que pasar, la pobre!

Yo confiaba en ti, doña Clara, porque, sabia que eras, después de apercibirte que tus hijas no eran tan inocentes como pareciera en un primer momento, quisiste quedar claro que las apariencias engañan y que tu caso sólo tú sabías de qué naturaleza era. De paso, rompiendo los moldes más avanzados del feminismo beligerante, sentenciaste —o asumiste como

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propio— que los hombres debían ser puestos en el sitio que les correspondía, que no era otro que por detrás de los perros en la escala de la estima. El dicho, sí, te venía como anillo al dedo. Pero, mujer, tampoco había que generalizar. Ya ves que hasta tus hijas se sorprendieron.

—Pues, aviadas estamos. Nunca oímos semejante cosa —dijiste tú, María.

—¿Por qué se casan las mujeres, pues que parece que todas las mozas andan en busca de eso? —preguntaste tú, Marta.

Tu pregunta, Marta, era difícil para cualquiera que no fuese tu madre, y si como tu madre lo hubiera puesto tan difícil.

—Por lo poco, siempre yerran, porque el que no sabe, es como el que no ve. Creen estar más amparadas, pero eso va en suerte; también por los hijos, la gente…., y seguramente, ya lo veis, porque no tienen una madre que les diga las cuatro verdades como tenéis la suerte de tener vosotras. Y como el que no sabe es como si estuviera ciego, por eso es que andan como perras ciegas, buscando a tientas un amo que las engorde, y, para colmo y encima, porque quieren que las respeten las gentes como señoras de fulano de tal o de cual, que no sé yo a quién se le ocurrió semejante al revés de lo que dijo Dios.

Te contradecías, doña Clara , o sería que por ser unas perras las jóvenes que en esos afanes andaban, lógicamente estimaban más a los perros.

—¿Y no es así que aciertan haciéndolo, aunque sea por eso? —preguntaste tú, Marta, con tu lógica, que no me atrevo a suponer en cuales razones se apoyaba.

—Por esas cosas, pues yo no sé si tienen remedio, pero en el pecado va la penitencia, y debe ser por el castigo de Dios que ocurran los otros males.

Y, como era inevitable, metiste a Dios en la cocina, o en el salón, doña Clara. Complejo se te presentaba el asunto.

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—¿A qué castigo de Dios, ma? —preguntaste tú, María, que para ti y para tu hermana, y los jóvenes como vosotras, todas las cosas de Dios eran esotéricas. Veamos cómo lo entendía vuestra madre.

—Pues cuando dijo eso de “multiplicaré los trabajos de tus preñeces y parirás con dolor tus hijos”, que no se me olvida por haberlo leído en el misal muchas veces y hasta muchas veces soñando. ¿Entendéis lo que eso quiere decir? Lo de parir con dolor seguro que sí, pero lo de multiplicar los trabajos de tus preñeces…, eso quiere decir, ni más ni menos, que mujer preñada, para pocos trotes. Porque, por si eso fuera poco, la mujer, preñada o no, ha de sufrir al hombre que le tocó en desgracia en cualquier hora que a él se le antoje, y también sin estar encelada o sin venir a cuento de que convenga para quedarse preñada. Peor que los animales, porque, claro, para más inri, sin que ella, como antes decía, pueda cocear cuando no le tiene cuenta hacerlo, como ya veis que hacen las yeguas. Y suerte tienen algunas con tener maridos que tienen presente algunas recomendaciones que Dios les hizo, como el dejarnos tranquilas cuando tenemos el mes, por eso de no padecer de algunos males que les acarrea, pero pocos hay de esos, que los hombres no suelen hacer ascos y sólo se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena.

¡Naturalmente, doña Clara!… Se comprende. Semejante desgracia de las mujeres no podía ser sólo imputable a los hombres. En el castigo divino, Dios se paso con vosotras.

—¿Y por qué no? —preguntaste tú, María, que no habías tenido ocasión todavía de medir tu capacidad de cocear y comprobar la respuesta.

Tú, doña Clara, ya parecía seguro que habías encontrado la fuente particular de tu sabiduría.

—¡Inocente!… Pues porque también Dios dijo lo de que “tu marido te dominará”, que, como la misma palabra lo expone, viene a querer decir que hará contigo lo que le dé la real gana. Ya veis, a eso me refería en lo de señora de tal. Veréis. Todo eso, para que lo entendáis, lo dispuso Dios porque Eva, que era la mujer de Adán como sabéis, se comió una

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manzana a pesar de haberle advertido Dios que era mala y que no la comiera. Ya veis la jera, por una manzana…

Desde luego, doña Clara…, no fue mala la jera, si bien se mira y sin decir amén.

—Eso ya lo hemos sabido de cuando la escuela, y bien raro que se me hizo —dijiste tú, María, que como antes decía, así os sonaban esas cosas. Pero no tenías por qué avergonzarte; sigue pareciendo raro.

Sólo tú, doña Clara, parecías haberle encontrado el sentido practico que comportaba toda tu filosofía de la vida.

—¿Qué tenía la manzana? —preguntaste tú, Marta, y añadiste una casi blasfemia, involuntaria como todas las blasfemias—: Yo llegué a pensar si sería que Dios le había puesto veneno y, claro, lo que era bueno para una cosa, era malo para la otra. Pero como luego parece que no se envenenaron, pues tampoco yo lo entendí. A lo mejor es que esa manzana Dios, que era un roñoso, la quería para él y se enfadó porque se la comieron.

¡A lo mejor!…, Marta.

Y tú, madre, explicaste a tus hijas el insondable misterio como sólo tú podías hacerlo: sin explicar nada.

—Cuida tus formas de hablar, Marta, que no fue por eso que dices. Y no me extraña que no lo entendierais a vuestra edad; tampoco lo entienden muchos ya mayores. Parece ser que Dios dice las cosas para el que pueda entender, que no está al alcance de todos, por más que se hagan cruces y recen muchos rosarios; también para el que quiera, que no todos están en disposición. Con los zoquetes Dios no cuenta y allá se las componga cada uno. Pero, bueno, el caso es que eso fue lo que dijo, y así nos van las cosas a las mujeres desde entonces y para lo que resta, que Dios no dice una cosa hoy y otra mañana.

¡Algún punto habría que rebajar el nivel de tu sabiduría, doña Clara!

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En realidad, la sabiduría rural siempre habría que entenderla en el sentido practico y utilitarista extraída del crisol de la experiencia ancestral; por supuesto, que meterse en teologías —o que las teologías se metieran en uno— siempre dañaba de alguna forma esa experiencia y muchas cosas se hacían a contrapelo. Aunque esto tampoco podía considerarse un mal endémico, ya que los hombres sólo se acordaban de Dios cuando blasfemaban, y las mujeres, aunque frecuentaban más la iglesia, eran devotas de esto o de lo otro y rezaban largas y monótonas novenas, raro era que sus sentimientos y consiguientes acciones fuesen consecuentes con sus exteriorizaciones de religiosidad. Lo del pueblo profundamente religioso, como mínimo era una exageración y formaba parte del uniforme obligatorio de la época. Pero doña Clara era un ser paradigmático…

—¿Quieres decir que nosotras no tendríamos que casarnos? —preguntaste tú, María, que ya era hora de ir sacando consecuencias.

Pero vuestra madre no estuvo fina en la contestación; no, doña Clara.

—La cosa tiene más mandanga de lo que vosotras os figuráis. Vuestro padre no consintió que hicieseis estudios en la ciudad, porque decía que eso os ablandaba los sesos, y con vuestros cuerpos y vuestra poca destreza de entendederas no podéis esperar más que un cafre como vuestro padre, que por aquí no los hay de otra clase. Sí que debe haber hombres finos por ahí, según yo me figuro, y que habrán de tener consideración con ellas, pero por lo que digo, esos, si los hay, no están a vuestro alcance, como habréis de suponer.

Aunque profundizando en tu pensamiento, Doña Clara, no te pasaste diciendo lo anterior; lo que tú conocías, era lo que era; lo que tú imaginabas, era una entelequia. ¿Quién no ha tenido propensión a idealizar cualquier cosa alguna vez?

—¿Qué les pasa a nuestros cuerpos, madre? —preguntaste tú, Marta, que estabas orgullosa del tuyo, como lo estaba tu hermana del suyo.

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Pero tú, doña Clara, conocías la vanidad del momento que se troca pronto en frustración, o pensaste que no era bueno echar confites a los cochinos. Veamos.

—Que no son finos, con perdón, y eso es por la vida que habéis llevado y que también lo da el campo. Ahora tenéis dieciocho años y estáis lo que se dice hermosotas y lozanas para esos bestias del pueblo, que aprecian las carnes bien dispuestas y mejor si son tiernas, pero vuestras carnes van a crecer sin concierto a poco que pasen algunos años; luego empezarán a arrugarse, pues bien parece que las personas de campo se agostan a la par que la tierra. O fofas, que no sé yo qué es peor. Ya veis cuántas casan de por aquí con mozos de la ciudad; más bien ninguna, que dicho sea de paso. A las de ciudad no les pasa lo mismo, que hasta hacen carrera y son señoritas, pero de verdad.

No se comprende bien esa disquisición tuya, doña Clara, entre mozos del pueblo y señoritos de ciudad; quizá lo que tú pretendías fuera que tus hijas empezaran a tener aversión a todos los hombres: a los unos por bestias y a los otros por inalcanzables. Habremos de seguir escuchando tus sabios argumentos.

—¿Y qué pasa cuando se arrugan o se ponen fofas? —volviste a preguntar tú, Marta, que, ¡pobre de ti!, no intuías lo que pasaba.

Y tú, doña Clara, sin estropajo en tu boca, hiciste honor a tu nombre.

—Para entonces, como os diría el espejo, ya no os conoce ni la madre que os parió, y que Dios me perdone la expresión. Va de que el hombre que os haya tocado en matrimonio sólo verá en cada una de vosotras un agujero en el que meter la verga cuando le convenga. Sí, eso he dicho, que a las cosas hay que llamarlas por nombre. Y entonces os pasará lo que a mí, que sufriréis y no sabréis cómo evitarlo. Aunque, bueno, pues que como dice el refrán, que a quien mucho tememos, muerto lo queremos, será hasta que Dios se apiade de vosotras y se lleve a vuestros maridos, si se lo pedís con fe, como ha hecho con el mío después de muchas noches de súplica y pedírselo con devoción, que ya veis que Dios nos escucha y se

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compadece de nosotras y por eso habréis notado que hay mas viudas que viudos.

También es así ahora, doña Clara, pero no sabíamos que esa era la razón de tan…

—Las mozas del pueblo no deben saber esto que tú nos cuentas, pues andan todas detrás de los mozos y con un afán… —dijiste tú, María, y que efectivamente era así.

Con un afán… y con una necesidad vital; casarse era situarse en la honorable categoría de mujer de… —o señora de…—, quedarse soltera, un sanbenito cruel que los demás se encargaban de hacer patente con el desprecio o la mofa. Pero doña Clara no lo veía así y quizá nos lo explique.

—Ya lo sabrán por ellas mismas, que el tiempo aclara las cosas, aunque no las mejora. A veces ocurre que al principio los hombres se avienen a ser algo considerados y saben poner la cosa en su punto. Bueno, esto último puede que no lo entendáis, o sí, ¿eh?. Pero ya digo… Y vosotras, pues ya veis la suerte que tenéis de que yo os lo advierta, que sobre advertencia no hay engaño, y que si la abuela me lo hubiese dicho a su tiempo, otro gallo me habría cantado. Pero aquellos eran otros tiempos y nadie sabía de la misa la media; todos ciegos. Madre, vuestra abuela, además es que no tenía muchas luces y hacía cosas sin tino, creía que con cerrar la puerta, a salvo estaba la casa de ladrones. Eso ya sabéis de qué va, que puede que la idea no sea tan mala si la acompaña otra razón que yo he de tener en cuenta cuando convenga. Pues como os decía, hijas, eso es lo que pasa. Casi todas no ven mejor solución que casarse, porque si no lo hacen, pues parece como si todo el mundo las señalara con el dedo: “ahí va la solterona esa”, dicen, y como comprenderéis a nadie le gusta que la señalen, porque ya sabéis eso que dicen luego de que mujer señalada, o puta o nada.

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—Pues eso sí que es como dices —dijiste tú, Marta, y añadiste tu preocupación lógica—. Pero según tú, pues ya ves el panorama que nos espera, si no casamos.

—Tiento es lo que hace falta y no precipitarse. Tú, Marta, no digas no al tuntún sin saber por qué no. Yo lo que os digo es lo que os digo, que para hacer poco y malo no hace falta salir temprano, y ya llegará el momento de que cada cual con cada cuala.

—Si es por prisas, prisas no tenemos, ¿a que no, tú? —dijiste tú, Marta, dirigiéndote a tu hermana, seguramente buscando apoyo.

—Y todo lo demás que habéis de tener en cuenta, que nada de lo que os digo es en balde. El caso es que, es verdad, casi todas parece que terminan casándose por todo lo que digo y porque nadie las predice de lo que han de pasar, y por eso caen en la trampa. Pero si os fijáis, mirad sus caras al poco de estar casadas y tener el primer hijo: se les termina la alegría que tenían de natural cuando mozas y se vuelven aviejadas y gordas enseguida.

Tengo que confesar que no acabé de ver claro tu propósito, doña Clara. Sí parecía obvio que intentabas indisponer a tus hijas a unas relaciones que tú considerabas prematuras, pero viniendo de una mujer tan sabia como tú, cualquier afirmación pareciera una conjetura.

—¿Tú sabes que nos pretenden dos zagales del pueblo y a mi hermana y a mí nos hacen? —inquiriste tú, Marta, y añadiste—: También nos gusta cuando en el baile nos cogen por el talle y nos aprietan contra ellos, ¿verdad, tú?

—Una vez nos hemos dejado besar, y eso nos gusta. Pero de lo otro… —completaste tú, María.

Lo otro, el cura del pueblo les había dicho que era un pecado de los gordos, que llevaba a los las que caían en él al eterno llanto y crujir de dientes; las madres que se atrevían llamándolo cochinada, poco o ningún

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efecto como una prevención anticonceptiva. Por razones de descrédito ante la sociedad, inconveniencia o por temores religiosos, la barrera resultaba poco eficaz, pues que los mozos, a base de ser considerados y saber poner las cosas a punto, — a punto de caramelo, decían— hacían caer a las jóvenes en el pecado… y en la cama —rara posibilidad—, en el pajar, en el prado, o simplemente apoyadas contra los muros de la iglesia, sombríos, solitarios… y útiles para jugar al frontón durante el día y para lo otro al caer la tarde. Luego que el cura impartía perdón y penitencias, —a nadie se lo negaba— lo otro se hacía más llevadero si ellas conseguían librarse de que sus barrigas, pasado algún tiempo, dieran un cuarto al pregonero.

—Yo no… —dijiste tú, Marta, interrumpiendo a tu hermana.

—Di la verdad y no seas mentirosa, Marta, que tú también lo has hecho, y bien que te gustaba, según tú decías; me refiero a lo de los apretones y nada más, ma, no te vayas a pensar.

—Eso sí; nada más, madre —dijiste tú, Marta, para quedar claro hasta dónde habíais llegado en ese asunto.

Habría que creerlas. Ya habían confesado más de lo que era habitual entre madres e hijas. Tanto es así, que la escena pareciera sacada fuera de contexto.

Tú, madre, las habías escuchado suspicaz y colocándote de medio lado, apoyando tu antebrazo en la mesa. Si cambiar de posición y sin mirar a tus hijas, dijiste, más pareciendo una reflexión:

—¡Vaya, vaya! Sí, claro, y también los besos. Y por abreviar, los mozos os habrán metido la lengua hasta las anginas, ¿no? Y seguro que ya os habrán metido las manazas entre las piernas, u otra cosa que me callo. Pues de eso he de hablaros, que ya se dijo eso de que abracijos no hacen hijos, pero sí preparatijos. Vais muy deprisa, mozas, y deberíais saber que echar confites a los cochinos, es desatino. Mira tú por donde… no suponía

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yo que ya anduvieseis en esas. No, si ya se dice que sangre nueva con poco calor hierve, y vosotras no ibais a ser menos.

—¿Qué nos puede venir? —preguntaste tú, Marta, y no era fácil la pregunta.

—¿Que qué os puede venir? —preguntaste tú, doña Clara, sin cambiar de postura y mirando a tus hijas con expresión de desconfianza.

Tú, doña Clara, te quedaste en un silencio que les pareció a tus hijas interminable.

Vosotras, Marta, María, permanecisteis expectantes, recomponiendo vuestras figuras para no perderos ningún detalle de madre, una madre desconocida para vosotras. Pero no intuíais lo que la sabiduría de vuestra madre podía dar de sí.

—Venga, dinos ya —dijiste impaciente, María.

—¡Válgame Jesús bendito, que hijas más lelas! Yo os lo diré, pues ya estoy viendo que os hace falta y pronto, que lo que no ocurre en un año, ocurre en un rato. Veréis. Cuando os dejéis hacer eso que decís que os gusta, en cualquier momento vais y os espatarráis y, entonces, pues ya veréis en qué queda todo eso. Pero para que no tengáis que lamentarlo, yo os lo voy a decir, después no digáis que vuestra madre no os lo predijo… ¡Vaya, vaya!… ¡Cualquiera lo diría! No suponía yo que andabais ya en esas. Bueno, que a mal conocido, pronto remedio. Pues como os decía, si os dejáis sobar, en cualquier momento vais y os espatarráis, que será cuando vuestra vagina, que al decir del veterinario así se llama ese agujero que tienen las yeguas, y yo supongo que así ha de llamarse el de todas las hembras y en ellas incluyo a las mujeres, pues empiece a escurrir una cosa como saliva que os moja las bragas. Lo mismo pasa a las yeguas, valga la comparación, que se mean y se espatarran cuando las olisquea el garañón. Y cuando eso pasa, ya todas vuestras fuerzas os dejarán como a gallinas con un aire, o aleladas, por mejor decir, y ya en ese trance no vais a ser dueñas de vosotras, y lo que quiero decir es, sin voluntad para poner coto, y sí las lelas que se dejan hacer por el macho a su placer. ¿Qué pasa

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luego? Pues que de resultas de eso, termináis preñadas, porque eso es lo que pasa, pero no en lo que termina, desgraciadamente, y que no voy a repetir.

Todo muy propio, excepto el léxico que se emplea, diréis; ¿no hubiese quedado mejor no utilizar esa horrible palabreja, espatarrar; ese asqueroso humor llamado saliva; esas eufónicas pero impropias palabras: sobar, mear, agujero; esas expresiones como mojar las bragas, quedarse como gallinas con un aire? Doña Clara no ha tenido suerte con el escribidor de su historia, con la cantidad de excelsos que andan por ahí, capaces de describir esas cosas con bellas palabras, eufemismos líricos, todo como corresponde a la descripción global que hoy en día se utiliza profusa y abusivamente: hacer el amor. Pero esta expresión no se conocía por entonces, ya digo; ni siquiera los poetas la utilizaban, ¿o sí?. Y menos mal que por allí había alguien que a ese agujero lo llamaba vagina, que la palabra no es que sea muy poética, pero, al menos, denotaba un cierto nivel cultural. Doña Clara no era impermeable a utilizar —¿sinónimos?— que procedieran de una autoridad como el veterinario, aunque, como ya veis, tampoco tenía claro si lo de las yeguas era vagina y lo de las mujeres agujero. Pero las cosas eran así, se decían así; al menos así las recuerdo… y así las expreso, no sin cierto reparo, aunque pareciera que estoy haciendo absurdamente ciencia antropológica de costumbres tan recientes.

—Bueno, eso pasa, ma —dijiste tú, María, quedándote en actitud pensativa.

Pero pronto, tú, madre, la sacaste de sus reflexiones.

—Sí que pasa, en un principio, que, para variar, no todo lo que bien empieza, siempre bien acaba; no en estos asuntos, tenedlo por seguro. Y es que pasado el tiempo ya no ha de ser así. Vuestros sementales, que no maridos, con las prisas y las vergas duras y así de grandes, mal señalar, ciegos de…, bueno, de no sé qué, que vete tú a saber, os meterán esa

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tranca en el cuerpo, arrancando todo lo que encuentran a su paso, con el dolor que eso supone y que vosotras no os podéis figurar.

Obviamente, doña Clara, te estabas pasando. Se te puede disculpar semejantes expresiones si se tiene en cuenta tu poca instrucción y la carencia en aquel tiempo y lugar de expresiones alternativas para explicar la misma idea.

—¿Siempre pasa así? —preguntaste tú, Marta, que no estabas muy convencida, no ya de lo que había dicho tu madre, sino de lo que tú quisieras que fuera.

—Pues casi siempre, o a menudo. Porque ocurre que antes de que la mujer se acomoda al gusto que ellos sienten, ellos habrán dado por terminado lo que el ansia les pedía, y cual glotones, ni comen ni dejan comer, a juzgar por lo pronto que terminan.

Eso era y es cierto… casi siempre. Ya decía que tú, doña Clara eras una mujer sabia, aunque ahora… empiezo a pensar que en obviedades.

—¿Y eso duele? —volviste a preguntar, Marta, adoptando un aire de preocupación.

—¡Anda ésta!… ¡Pues claro, pazguatas!… ¡Qué os figuráis!… Sentiréis mucho dolor mientras ellos se lo pasan de lo lindo y por lo que parece. Y no penséis que ahí acaba la cosa. Luego el otro mal trago que sólo las mujeres pasan, y que ya os dije cuando lo de los trabajos de las preñeces: tendréis que llevar por nueve meses en vuestras barrigas la cría que os han hecho, con el fastidio que eso supone, y la tendréis que echar al mundo por el mismo sitio que os metieron la verga. ¿Os figuráis tal cosa? Eso, para qué deciros, es horroroso, y se le pone a una las carnes de gallina de sólo pensarlo.

Bueno, doña Clara, ya está dicho, eras un caso clínico. Puede que esa fuese tu única experiencia, así que dejémoslo pasar con nuestro sentimiento de lástima por ti.

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—¿Lo pasaste mal con nosotras para darnos a luz? —preguntaste tú, María.

—¿Que si lo pasé mal? No, mira tú, fue de partirse de risa de las cosquillas que sentí. Para que lo sepáis, a vuestra madre la tuvieron que rajar la barriga para teneros, y fue porque, del miedo que tenía, me resistí a que fuera por donde es natural. Como poco, ya habéis visto cuando paren las yeguas, la raja que le tiene que hacer el veterinario en la mayoría de las veces. Así que si eso es lo que queréis, pues que sea; ya sabéis en qué queda todo, y no digáis luego que vuestra madre no os lo haya advertido. Y espero que, aunque no parezca propio que una madre hable de esto a sus hijas, el buen Dios me lo ha de premiar, porque yo os lo digo con mi mejor intención y como corresponde a una madre enseñar a sus hijas, que a eso se llama escarmentar en cabeza ajena, lección barata y buena para vosotras.

Pareciera mentira, doña Clara, que unas hijas con la edad de Marta y de María aún no supieran que habían nacido mediante cesárea. Pero era así en tu caso, y quizá tuviera una explicación medianamente aceptable. Recordemos que el parto de tus chicas tuvo que ser por ese procedimiento, quizá clínicamente inevitable, pero que para ti, doña Clara, fue por la voluntad contraria a que fuese de forma natural, y esto tú, andando el tiempo, lo tuviste por vergonzoso, ¿verdad? Los médicos sabrán si la fuerza de la Naturaleza se impone a la voluntad de oponerse a ella, pero tú, doña Clara, parecías ser una mujer paradigmática en muchas cosas y bien lo pudiste ser también en ese caso. Con aquella conciencia tan atormentada por pecados inconfesos, no era de extrañar que la vergüenza de no haber sido una mujer como Dios mandó en su momento, tú, doña Clara, debiste no encontrar oportuno contárselo a tus hijas y, sobre todo, con todas las verdaderas razones, según tu entender, que se dieron para el caso. Cabe preguntarse si tus hijas nunca vieron la cicatriz que te quedara y preguntaran qué era aquello. No es raro que ellas jamás te

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vieran completamente desnuda. Pero tenías que salir del atolladero en el que te habías metido.

—Pero, según tú, Dios dijo que habíamos de pasar por eso, ¿o no? —dijiste oportuna, Marta.

—Es que Dios dijo las cosas para advertirnos y que tomemos medidas. Pero para eso es menester leer mucho el misal, que allí lo dice bien clarito. Aunque yo, para mi desdicha, ya empecé tarde. Ya veis las monjas, ellas que leen las cosas de Dios, no pasan por ese trance y viven que da envidia.

—¿Qué medidas? —preguntaste, María.
La pregunta de tu hija, doña Clara, te dejo fuera de juego.
—Pues… como a mí ya de poco me habían de servir, para no

mortificarme pasé por alto esa parte. Pero vosotras estáis a tiempo, así que aplicaos en leer el misal, que por allí encontraréis muchas cosas que os han de ayudar.

Nadie te negará a estas alturas tu sapiencia, doña Clara…, para salir airosa de las comprometidas preguntas de tus hijas.

—Algunas parecen que son contentas de casadas; no todas, sea dicho, lo deben pasar como lo has pasado tú —dijiste tú, Marta, en una observación bastante obvia para no desentonar.

—Eso, eso. Y hay mujeres que viven de los hombres haciendo eso con ellos; mismamente la Carmela. Si lo pasaran tan mal, pues harían otra cosa, ¿o no? —dijiste tú, María, recordando aquella excepción palmaria.

Las “niñas” te estaban saliendo respondonas, doña Clara. A ver cómo sales de tu propia trampa.

—¿Vosotras me habéis visto quejarme hasta ahora, así, dicho por mí? Me habéis escuchado porque no lo he podido evitar y porque dormís pared por medio; pero, ¿quién más lo conoce? Nadie lo sabe, y yo no he ido por ahí haciéndome la mártir, más bien simulando que todo parecía ir bien. Sólo las mujeres que conozcan lo mismo que yo, seguro que no pensarían como

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vosotras, y para sus adentros me tendrán la misma lástima que se tienen por ellas mismas. Todas, todas nos callamos los sufrimientos que vienen de eso, como es fácil comprender. Y en cuanto a las otras, las mujeres de mala vida de que habláis, a parte de que se callan como putas tuertas que son casi todas, por poco ninguna se deja meter la verga, porque para eso son de la profesión, como se suele decir, y les hacen otras cosas a los hombres para que queden tranquilos.

Tu sabiduría, doña Clara, parecía no tener límite, salvo que no eras consciente de la curiosidad sin límite de tus hijas.

—¿Qué les hacen? —preguntaste tú, María, que no aceptabas las medias respuestas.

—Pues… en situación apurada, cosas que gustan igual a los hombres y ya se quedan tranquilos.

—¿Como qué? Anda, dinos—volviste a preguntar y a demandar, María, ante lo que continuaba siendo una respuesta incompleta.

Tú, doña Clara, ya no podías dejar sin terminar lo que habías empezado, porque seguro que sabías que tus hijas habrían terminado sabiéndolo por otros medios, y tú eso no lo querías, ¿verdad?.

—Pues… ¿cómo os lo diría para que lo entendierais?… No sé si debo, aunque ya de puestos… Como que se la sorben, o que se la soban; la verga, claro. Dios me perdone por lo que acabo de decir. Hasta que se van de eso que echan y ya se quedan tranquilos. Y si no, mirad cuántas se quedan preñadas, que más bien pocas, por lo que yo sé. Pero algo malo han de pasar, que también mirad la cara que tienen las que se emplean en ese oficio: veis que se aviejan antes de tiempo y antes que las que se casan; por el mucho trajín que llevan, debe de ser, y porque más envejecen las penas que las canas, según me figuro. Y aunque las veáis tan peripuestas, apenas fingen las arrugas a base de potingues, porque si se las ve al natural, parecen de una vejez que da lástima de verlas. Si vais y le preguntáis a una de esas si querrían cambiar de ocupación, ninguna va a decir que no, pero claro está, si les dieran mejor oportunidad, pero ni por

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esas, que se les cierran todas las puertas por lo mal visto que está ese oficio por todo el mundo.

¿Quién podría argumentar mejor? Aunque argumentar no siempre es sinónimo de acierto, doña Clara.

—Eso sí, aunque, pues no parece que pidan hacer otra cosa y sí que se las ve siempre muy peripuestas, como tu dices —dijiste tú, María, que ya venías demostrando estar mas interesada que tu hermana en el tema.

—Porque ¿quién las va a querer ofrecerles otra cosa, sabiendo del pié que cojean? Yo creo que ya se acomodan, como el que tiene sarna, que es para siempre, por más que se rasque. Y en cuanto a lo de ir siempre tan acicaladas, pues eso es para dar gato por liebre, como os podéis figurar.

¡Bueno, mujer!… Era cierto que entonces solo había dos clases de mujeres que hacían del sexo su herramienta de trabajo: las llamadas queridas y las mujeres de mala vida; y sería por esto que llevando mala vida, ya se sabe…

—¿Cómo sabes tú eso, eso que dices que hacen? —volviste a intervenir, María, que no dejabas de dar puntada sin hilo.

—Vuestro padre me lo contó, que todos los hombres saben de eso y más, que para eso son hombres y antes han sido cocineros que frailes.

¡Claro, doña Clara!… Nunca se dijo de las mujeres haber sido antes cocineras que monjas. Ahora, sin embargo, habría que pensarlo.

Había que ir concluyendo, porque ya era difícil intuir lo que de aquella lección-conversación se podía sacar en claro. Tus hijas, doña Clara, quisieron saber.

—Y, entonces, ¿pues qué tenemos que hacer nosotras, según tu parecer? —fuiste entonces tú, Marta, la que preguntaste, como queriendo ya cosechar lo sembrado o recapitular sobre lo escuchado.

—Lo primero no dejaros sobar con esa facilidad; ya lo harán, quieras que no, si ellos se empeñan, aunque la cosa no es lo mismo. Porque si os gusta que os lo hagan, ya lo dice el refrán: a mal consentido, ajo y agua. Es

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así que os encelan, os atontan y… ¡zas!…, os abrís de piernas sin daros cuenta y sin ya fuerzas para que podáis evitar que os hagan lo que quieran y que no hace falta repetir.

“¡Abrís de piernas!”… quedaba más fino que espatarrarse, doña Clara. Esto me hace dudar de tu limitado léxico.

Pero yo estaba errado; la curiosidad de vosotras, Marta, María, no estaba enteramente satisfecha.

—¿Qué decías que hacían las mujeres esas? —preguntaste tú, María, erre que erre.

—¿El qué?

—Sí, para que no tengan que meterle la verga y se queden tranquilos —espetaste, María, sin encomendarte a ningún santo.

Tú, doña Clara, te quedaste un momento mirando a tu hija; como si no la conocieras, o quizá buscando una contestación suavizada con algún eufemismo casero. Pero no…

—Que le sorben la verga, ya lo decía; que se la chupan, vaya, o se la soban hasta que se corren. Que Dios me perdone, vuelvo a repetir.

¡Sí, Dios te haya perdonado, doña Clara, que, repito, te estabas pasando!

—¿Y qué es eso de que se corren? —preguntaste más que curiosa, María.

Bueno, lo de curiosa si que es un eufemismo; María estaba, lo que se dice, salida de madre.

—Ya me extraña que vosotras no sepáis eso, con la de marisabidillas y deslenguadas que hay por ahí.

Sí que era extraño, doña Clara, porque el tam-tam elemental y primitivo funcionaba.

—Pues nadie nos lo ha contado —dijiste tú María, mirando a tu hermana y haciendo el gesto de ignorancia con la expresión de toda tu cara.

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Puede que tú, María, lo que querías eran detalles precisos e intuías que tu madre era la mejor maestra. Si ella se empeñaba en sacaros de la ignorancia, nada mejor que aparecer ante ella casi como tontas. Vuestra estrategia estaba dando resultados.

—Pues habéis de saberlo, que es cosa importante. Veréis. Todos los machos, después de meter la verga en la vagina esa, y en un momento en que parecen volverse locos de gusto, escurren por el agujero de la verga una cosa como moco, que es lo que preña a las hembras, porque si no ya me diréis cómo lo iban a hacer. Dicen que es como la semilla que se mete en la tierra, que, pues lo mismo, pasado el tiempo que corresponde, pues nace el fruto. ¿Entendéis esto de la semilla? Venga, ¿que decís?

—Y qué vamos a decir, ma… Nos dejas de un aire —dijiste tú, María, no teniendo nada que decir.

—Esas cosas nosotras no las sabíamos, madre, aunque bien que nos hacíamos la pregunta —dijiste tú, Marta, inédita hasta entonces en ese tema.

—Esas cosas, como otras, a su tiempo, que saber y comer, con orden y a su tiempo han de ser. Por ahí vuestro padre tenía un libro de la cría del caballo. Ahí lo explica mejor que yo, y con muchos santos que parece como si lo vierais de verdad. Podéis mirarlo, si queréis. Bueno, yo os lo daré, que lo tengo guardado con llave porque no cayera en vuestras manos antes de que la edad os lo hiciera necesitar. Deberéis poneros al corriente de muchas cosas, si vamos a seguir con el negocio de los caballos, y de paso vais a aprender cosas de la vida para vosotras, antes de que la vida os las enseñe a trompazos.

Así era, doña Clara: lo primero era lo primero y si de ello se aprendía algo para el propio consumo pues, miel sobre hojuelas.

—¿Y eso qué tiene que ver; lo de escurrir ese moco que dices? —volviste, María, al tema del que parecías querer saberlo todo, o porque el tema te excitaba, ¡vete a saber!…

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—Sí tiene que ver. Cuando eso acaece, ya os habréis apercibido que el garañón ya no presta más atención a la yegua hasta que se pasa algún tiempo, y la deja tranquila hasta que pare y vuelve a tener el celo. Pues con las personas, ni parecido y para peor. Yo también me digo que qué animales somos que ellos son como personas y nosotros como monos, al decir del veterinario en más de una ocasión. Y no le falta razón, no, que por algo ha tenido estudios.

Ni a ti, doña Clara, para usar tal sentencia.

—¿Y a los hombres les pasa lo mismo? —seguiste, María, preguntando.

¡Qué lejos y olvidados quedaban los asuntos de la hacienda y su continuidad ante el reciente infortunio!

—Igualito, hijas. Bueno, miento; igual, igual no, que a los hombres les dura poco la calma y se les junta el hambre con las ganas de comer. A poco que te descuides, ya están otra vez dale que dale. Ya os decía que, como las mujeres no tienen el celo, los hombres no han de esperar, y lo hacen cuando les viene la gana, o el antojo, que de todo hay en la viña del Señor.

Desde luego, doña Clara; hay de todo.

—¿Y se vuelven locos de gusto, aunque no metan la verga? —preguntaste, María, —¿quién iba a ser?

—Pues esas cosas a vosotras ya no os debían interesar, pero, bueno, ya de puestos, digamos que sí. Quién más, quien menos, parece que les favorece más, por lo que he podido oír.

¡Cuidado, doña Clara!…

—¿Cómo es eso de que les favorece? —volviste, María, a preguntar ante la incompleta respuesta de tu madre .

Tú, madre, ya parecías comenzar a querer terminar aquel tema que tú nunca pensaste fuera a ir tan lejos, y debió ser por eso que pusiste cara contrariada.

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—Quiero decir que les sienta mejor a sus caprichos, ¡leñe!. Y tú, María, ya está bien de preguntar, que parece que te refocilas con el asunto. No preguntas tanto para otras cosas que también te habrían de espabilar.

En efecto, tú, María, parecieras haber salido de un largo letargo y tu aplicación en la lección magistral de tu madre te hubiese hecho acreedora a una buena nota. Pero los listillos de la clase no gustan al maestro…

—Y por eso lo prefieren a lo otro, ¿no? —pareciste, María, sentenciar, sin darte por aludida.

—Bueno, niña; yo no sé por qué lo prefieren, sólo sé que algunos lo prefieren, que yo no tengo razón para saberlo, y lo digo por haberlo escuchado.

Conclusión previsible.

—¿Y por qué no hacías tú eso con padre? —preguntaste María, sin inmutarte y ya metiéndote en camisa de once varas.

Tú, doña Clara, te enfadaste, pero después de los desahogos de rigor, continuaste en maestra de tu, tus hijas..

—¡Esta niña ya es para cogerla del pescuezo y retorcérselo!… ¡Habráse visto…! Porque… ¡Vaya con la pregunta!… Tú, María, te estas saliendo de la parva, ¿eh?…

—Pues no nos dejes a medias, que tu has empezado.

Está bien, y no te pases de la raya, ¿eh?. Porque…, porque a él le gustaba verme que me doliera, por eso. Y basta ya de preguntas, que una cosa es lo que tenéis que saber y otra bien distinta ser entrometidas. Ya habéis sabido de ese asunto todo lo que yo tuve que aprender con el mucho sufrimiento que tuve que pasar. Y sanseacabó; ya no preguntéis más, que no pienso seguir hablando de esto, como si fuera para mí un plato de gusto. Con tanto palique, ya se nos ha ido el santo al cielo. Voy a preparar algo de cena. Vosotras ir a ver si Antonio le ha dado de comer a los caballos y si ha extendido la paja. Llevar algo para que cene y que se arregle por hoy —y tú, doña Clara, te levantaste seguida de tus

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satisfechas hijas y te dirigiste a la cocina, mientras exclamabas en un postrero y largo desahogo.: — ¡Qué tranquilidad se respira en esta casa, hijas, no suponéis bien!…

—Sobre todo después de que se ha ido la familia —dijiste tú, María.

—Sobre todo, hijas, que los muertos y las visitas, a las veinticuatro horas apestan.

La historia de doña Clara y sus hijas, Marta y María, sólo acaba de comenzar. ¿Piensan que es una parodia? Pudiera parecer cómica para el observador de hoy y urbano de toda la vida. No lo será tanto para muchos otros que, como el que esto escribe, desarrollaron sus primeras vivencias en ambientes rurales y tiempos parecidos. Pero mi intención de trivializarla, por ver de encontrar en ello mi propia terapia, no debería continuar y también dejar de jugar a cínico en la acepción sarcástico o irónico, que, por otra parte, tanto esfuerzo cuesta el mantenerse. Aunque también, por respeto a los que sigan interesados en esta historia y con ella evoquen —de oídas, se entiende— circunstancias parecidas, intentaré continuarla dejándome llevar de mi propio ánimo, que ya los lectores podrán advertir, si la siguen, lo poco festivo que se ha de sentir por lo que he de contar.

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SEGUNDA PARTE

En un anejo al establo, con más modestia que pobreza, también vivía Antonio, el caballerizo, un mozo de unos veinte años en apariencia, aunque él no sabía a ciencia cierta cuándo había nacido y, me atrevo a asegurar, ni tampoco de quién. Era algo falto de entendimiento y corto de ideas, si bien, listo como el hambre para las pocas cosas que suponían la rutina del quehacer diario, y con el que justificaba lo que comía, vestía y el alojamiento que recibía a cambio. Tampoco tenía familia próxima y la más alejada, de saber de su existencia, lo ignoraría. Él, a pesar de todo —o más bien de poco— parecía ser feliz en la casa de los Balbuena, pues siempre trabajaba contento y nada le hacía quejarse ni exigir más de lo que le daban.

Seguramente andaba preocupado por las consecuencias que para él y para la casa tendría la muerte del amo y no sabría qué podría hacer él o que iniciativa tomar y ofrecérsela a su ama. Era de esas personas que siempre esperan a que alguien piense por ellas y más en esta circunstancia, imprevista y brutalmente modificadora de la rutina a la que estaba acostumbrado.

Marta y María se acercaron al cuartucho donde Antonio esperaba, como cada día, a que alguien de la casa le llevara la cena, —generalmente lo hacía doña Clara— que no sabiendo cuándo sus amos terminaban, no era cosa de importunarlos insinuando que, habiendo terminado la faena, lo que él deseaba era cenar y meterse en la cama. Y esperaba paciente, entretenido en dar grasa a algún arnés o jugando a la brisca con un compañero imaginario, como era el caso en aquella ocasión.

—¿Qué te haces, Antonio? —preguntaste, Marta, al entrar—. Te traemos algo para que cenes.

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—¡Cómo huele esto, válgame Dios!… —observaste, María.

—Hola, señorita Marta y señorita María. Pues ya ven, haciendo tiempo hasta la cena —dijiste, Antonio, después de una mirada rápida a las jóvenes y vuelta a mirar el juego.

—¿Y a qué juegas? —volviste, Marta, a preguntar.

—A la brisca. Es el único juego que me sé. El amo, que en paz descanse, me lo enseñó.

—¡Anda ya! Eso se juega con otras personas, tú —le aclaraste, Marta, como queriendo establecer la normalidad desde tu privilegio.

—No, si ya lo sé, pero es que un servidor juega con uno que se llama Pedro; ese de enfrente —dijiste, Antonio, desde tu privilegio a usar la anormalidad.

—¡Vamos anda! Ahí no hay nadie, tú —interviniste, María, diagnosticando un fenómeno abstracto.

—Sí que lo hay; ese que tiene esas cartas —dijiste, Antonio, desde la magia de tu imaginación sin prejuicios.

—¿Y cómo las mueve? —preguntaste sonriente, María, pensando, seguramente, que con tu pregunta habías pillado al muchacho que tú sentías te estaba superando.

—Las muevo yo —dijiste, Antonio, y sólo te falto decir, “naturalmente”, para haber aniquilado a tus normales interlocutoras.

Y tú, María, miraste a tu hermana a la vez que te atornillabas la sien con el dedo índice, porque fuiste incapaz de aceptar que habías perdido.

—¡Anda tú, que estás bueno!… Le harás trampas —dijiste, Marta, sin date cuenta que cuando uno a solas engaña, sólo se engaña a sí mismo.

—No gago trampas, señorita Marta, algunas veces hasta me gana —¡bien por ti, Antonio! En ese juego de inteligencia, ganaste tú.

Hasta aquí nadie se atrevería a asegurar que Antonio era un retrasado mental, salvo los que ya habían dispuesto que el muchacho lo era; quizá

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porque era humilde, sumiso, retraído y estaba sólo en el mundo, al albur de quién hubiera llegado primero para explotarlo. Era analfabeto, lo cual suponía para todos un peldaño menos en la escala de la normalidad.

—Bueno, bueno, que parece que estás de burla —dijiste, Marta, haciéndole un mínimo de justicia al atribuirle ese claro signo de inteligencia. Y preguntaste dándote por vencida—: ¿Has atendido ya las cuadras y como es debido?

—Sí, señorita Marta. Como ahora que el amo se ha marchado, ¿qué van a hacer con los caballos? Porque me lo pregunto todo el día.

Parecías confirmar, Antonio, lo que yo antes había supuesto: el temor a que aquel tinglado de los caballos acabaría con la muerte del amo y entonces… pues tú tendrías que buscar otra cuadra, ya que era el único oficio que conocías, o tendrías que aprender otro, muy a tu pesar, pues me consta que amabas los caballos, te entendías con ellos mejor que con las personas y hasta en ellas —las yeguas— encontrabas algún especial consuelo .

Nadie con más luces hubiese pensado distinto. Un tonto no se preocupa de su futuro, así que, con las limitaciones implícitas a su humilde condición y carácter no menos humilde, convengamos que Antonio no era de ningún modo un subnormal; el rango de la normalidad es amplio y en él caben hasta los que con frecuencia hacen o dicen tonterías.

Tú, Marta, intuiste la preocupación de Antonio y le transmitiste el acuerdo esbozado en familia.

—No te apures. Todo ha de ser igual. Vamos a seguir llevando esto de criar caballos y tú vas a quedarte, ¿verdad, María?

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—Vas a estar de perlas ahora. Nosotras no te echaremos regañinas, como padre, pero para eso has de trabajar duro —dijiste, María, utilizando la palabra apropiada para quien trabajaba para vosotras.

—El amo era bueno conmigo. Algunas veces tenía un pronto, pero era cuando yo hacía alguna cosa malamente.

—¿También era bueno cuando te daba zurriagazos con la fusta y te zurraba la badana? Que yo lo he visto más de una vez —apuntaste, María, como queriendo que Antonio no echara de menos al amo y se uniera a vuestra indiferencia.

Más de una vez; muchas veces el amo se ensañó contigo, Antonio, justificándose con su frase más feliz: “¡ven acá, mamón, que yo te enseñaré a ganarte el pan!…” Así debías, Antonio, entender la ira de tu amo, que no era otra para ti que la consecuencia de su deseo de enseñarte. Lo cierto era que el amo, de natural violento, solía descargar cualquier frustración contra tu espalda a falta del humilde lomo de un burro en el que restallar su fusta, porque, ya ves, a los caballos los mimaba en extremo, ¿verdad?, o blasfemaba si estaba solo. Era el comportamiento de un hombre para quien la manifestación permanente de su hombría era una pulsión vital y no una premeditada postura de tiranía para conseguir respeto. Pero bueno, Antonio, lo hemos dado por muerto y enterrado y no se volverá a hablar más de él, salvo que se precise como referencia.

—Él me enseñó este oficio, y yo es que soy algo zopenco para entender a la primera, pero sólo en algunas veces —dijiste, Antonio, ocultando tu humildad bajando la cabeza.

Tú, Marta, trataste de animarlo con palabras que no sonaban nuevas sino las primeras, aunque…

—Te vas a portar bien, ahora que hay más necesidad de ti, que ya te habrás apercibido de la situación. Y otra cosa que ya te vamos a decir y que yo y María habíamos pensado, ¿verdad, María? No nos gusta que vivas apartado de esta manera, como si fueras un leproso. Diremos a madre que comas con nosotras, pero has de tener que cambiarte más a

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menudo de ropa y no andar con esos cochinos andrajos; hueles peor que las cuadras, Antonio, y eso es de mucho desagrado para tenerte cerca.

¡Marta, Marta! Algunas expresiones fueron impropias…, crueles.

No era extraño que tú, Marta, tuvieses ese rasgo de humana compasión. Marta, tú era una joven impulsiva, a veces desabrida, pero de buen corazón. Pero puede que en este caso concreto mintieras y tú y tu hermana no hubieseis tenido antes esa inquietud respecto de Antonio, entre otras razones porque con el padre vivo habría sido inútil plantear ese tipo de lástima, ¿verdad? La problemática situación que se os presentaba con la muerte de padre, pudiera indicar que Antonio era la clave para la continuidad de vuestra casa y todo era bueno para que el chico no se viniese abajo con lo que inevitablemente le esperaba. Aun así, me resisto a pensar, Marta, que fueses capaz de tal sutil y provechosa estratagema envuelta en el terciopelo de la solidaridad.

—De nada vale; el olor debe pegarse a la ropa, señorita Marta.

—¿Es que no te lavas? —preguntaste, María, demostrando haber ignorado a aquel muchacho hasta entonces.

—La cara, las manos, algunas veces los pies si me se entrecuecen los dedos y me dan llagas, pero eso mayormente por el verano —dijiste, Antonio, seguro pensando que habías cumplido en ese menester.

No, no era una situación propia de retrasados mentales y no debe inducir a pensarlo; quizá con la instalación del agua corriente en las casas las cosas empezaron a cambiar para aquellos que descubrieron la ducha, pero, incluso así, muy pocos se lavaban parcialmente (excepción de manos y cara) en una palangana, y completamente casi ninguno en tiempo desapacible; sólo en el verano, y después de las duras faenas, alguno decía refrescarse chapoteando en el corral con el agua de un barreño y desnudo de medio cuerpo para arriba. Ir aseado era asunto a tener en cuenta los domingos y fiestas de guardar; consistía en lavarse el cuello, la cara, la cabeza con jabón, aclararse ésta con una solución de agua y

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vinagre para suavizar el pelo o atacar la caspa, y ponerse una camisa limpia, calzones limpios y ropa de domingo. Las mujeres lo mismo, con las variantes de ropa propia del sexo. La limpieza de cintura para abajo no era integral sino selectiva y de tarde en tarde: ellos y ellas se limpiaban el sexo con un paño húmedo cuando el vello púbico se convertía en un amasijo de pelo y semen, o cuando se sentían escocidos en la entrepierna, a la que seguidamente se aplicaban polvos de talco. Las pelotillas de excremento, fijadas al bello anal, habrían de caerse por si solas con el tiempo, si antes no eran arrastradas por la piedra higiénica con la que se limpiaban el culo. Las mujeres usaban, en algunos casos, el agua de colonia a granel; los hombres, sólo después de afeitarse para evitar se enconaran los inevitables cortes. Y esto, que pareciera una exageración, supongo quedará avalado si me remito a la obra ya citada “El médico en casa”, en donde se puede leer esta perla increíble: “La utilidad de los baños de limpieza es incontestable; se deberán usar una vez por semana. Ahora bien; en París, la estadística suministra como término medio dos o tres baños por año y habitante” No sigue el autor o autores explicando si por venir de París (no obstante), quizá su primera recomendación estaba siendo sometida a riguroso estudio sobre los posibles efectos secundarios, por lo que debiera tomarse con reservas. Y no es extraño que estas recomendaciones, lo mismo que otras en libros religiosos, conformaran los hábitos de muchas de aquellas gentes; una casa que se preciara de estar al día, debería contar con ese libro o similar, en el propósito ampuloso y casi eufemístico de disponer a mano de una “Gran Enciclopedia Práctica Ilustrada de Medicina e Higiene”

Como el olor que todos despedían era uniforme, difícil era distinguir quién era limpio y quién sucio, salvo aquel que trataba con caballos o cerdos de forma habitual, que el olor a estos animales siempre impregnaba de un tufillo desagradable para los demás y difícil de evitar. Los problemas que Antonio manifestaba haber tenido con los dedos de los pies eran bastante comunes, y a los que en lugar de prevención por vía de la limpieza, lo que todo el mundo sabía era de remedios caseros para que

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cicatrizaran las llagas; menos sabían cómo evitar y luego curar el uñero, o uña que se incrustaba en la carne buscando espacio donde crecer; lo normal era que siempre terminara en acceso purulento y la inevitable intervención del médico rural, después de recomendar una previa limpieza a base de poner los pies en remojo, en agua y sal, para ablandar las costras.

Y tú, María, empezaste a instruir a Antonio, muy puesta, no sé si en ama de aquel muchacho o en de cultura muy superior por haber leído “El médico en casa”.

—Pues no es por ahí que vas a seguir. Tienes que lavarte todo el cuerpo, por lo menos cada mes, o cuando te pongas ropa limpia. Si no lo haces, no podrás comer con nosotras, y tampoco se te acercarán las zagalas. ¿Tú no andas con ninguna?

Eso no era instruirle, María; a eso se llama condicionar algo que en sí mismo era necesario.

Pero, ya entonces, había excepciones que en cualquier caso no hacían más que confirmar la regla. Marta y María eran dos jóvenes limpias desde los cánones de limpieza que pudiéramos llamar normales hoy día, aunque sin la exageración por defecto de los franceses de hoy día. Los Balbuena, no sólo tenían ducha en la casa, sino una especie de bañera hecha con medio tonel,—quizá copiado de los que se veían en las películas del oeste— todo herencia del innovador abuelo de las jóvenes y padre de doña Clara. El baño era obligado una vez a la semana, domingos por la mañana y antes de ir a misa. Eso sí, dispensadas si tenían la regla, no fuera que se le cortara y les diera un mal aire. Doña Clara, un domingo sí, un domingo no, con la misma salvedad antes apuntada. Aunque el olor a caballo era un perfume familiar en aquella casa, pues hasta por la ventanas y puerta que daban al corral se colaba, el verdaderamente insoportable era el que formaban la mezcla de los dos aromas: el de los caballos propiamente y el

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de las personas que no se aseaban, sobre todo cuidando de usar ropa distinta para estar con los caballos y para estar dentro de la casa. El difunto amo nunca descuidó este detalle. Por todo ello, Antonio no es que oliera a caballo, es que a ese olor, él le había añadido el suyo propio, y hasta la mezcla había adquirido la condición de solera añeja. Si había de compartir con las amas algún lugar al lado de éstas y en la casa, Antonio debería introducir algún cambio en su hasta ahora descuido en materia de limpieza y atuendo. La observación de María en relación con las zagalas debía ser por otro motivo, aunque no se me alcanza otro que lo que mal huele, mal sabe. Esperemos aclararlo.

Y tú, Antonio, contestaste a la pregunta que acababa de hacerte María.

—Pues hasta el presente, no he tenido la ocasión. Las zagalas dicen que soy tonto, pero porque no me han visto trabajar, que si no… —dijiste, Antonio, sin levantar la vista de las cartas, y porque no mirando a las chicas te debías sentir más seguro.

—Ellas sí que son tontas. No saben lo que se pierden. ¿Te gustaría tener una novia? —dijiste, María, sonriendo a tu hermana, con el gesto de la burla gratuita.

—Claro, señorita María, ¿a quién no? Aunque, pues ninguna parece mirarme con buenos ojos, a lo que yo veo.

—¿Y para qué querrías? ¿Qué le ibas a hacer? —volviste, María, a preguntar, centrando más la intención de la encuesta.

—No sé. Todos los zagales tienen una novia, luego algunos casan si se tercia.

—Pero eso es porque huelen bien, no como tú, que eres un marrano —dijiste, María, creo que sin ánimo de ofender.

—Yo, a decir verdad, no me huelo, debe ser por la costumbre.

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—Esas no son razones que convenzan. Pues has de lavarte, aunque sólo sea para que a nosotras no nos des asco —dijiste, Marta, sin que pudieses utilizar otra expresión menos abrupta.

—Prometo lavarme, aunque sea con la manguera de lavar los caballos. —¿Te vas a lavar ahora? —preguntaste, Marta, mirando a tu hermana. —Es que no tengo ropa de cambiarme, sólo la de los domingos.
—Eso no es dificultad; tienes toda la que ha quedado padre y que a

nosotros ya no nos sirve para nada —interviniste, María, y a continuación te dirigiste a tu hermana diciendo—: Marta, por qué no vas a casa y traes una camisa limpia y unos pantalones de padre, que en paz descanse. Y también trae unos calzones, y unos calcetines y zapatos. Se me ocurre que hoy Antonio debe cenar con nosotras, díselo a madre.

—Bueno. Aunque madre tendría que saberlo antes de que lo ofrezcas, no vaya que le desagrade.

— Pues vé y díselo. Seguro que ha de gustarle y si no, pues ya habrá otro día menos señalado.

—Por mí no lo hagan, que me da un poco de vergüenza y yo no sé comportarme.

—Vas a aprender, Antonio —le tranquilizó María—. Eres como de la familia y no podemos consentir que vivas así.

—Gracias, señorita María, pero yo vivo la mar de bien, no crea, que yo con poca cosa me las arreglo.

Tú, Marta, al parecer aceptaste la iniciativa de tu hermana, una desconocida María que nunca antes se hubiese atrevido a ordenarte hacer cualquier cosa.

—Vuelvo enseguida, pero tú, María, no le vayas a ofrecer el oro y el moro —y te alejaste, Marta, hacia la casa.

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La humildad se confunde con la simpleza por aquellos que son simples. Antonio era humilde. Ellas eran simples, pero no con la simpleza del tonto, sino con la de aquel que menosprecia al que le sirve con humildad.

Ya a solas, tú, María, y tú, Antonio, conversasteis en estos términos:

—Mientras viene Marta, vamos a echar un vistazo a las cuadras para ver cómo está todo. Ahora, ¿sabes?, somos nosotras las que debemos vigilar que todo esté como es debido; bueno, madre también, y la que más, así que nos tienes que hacer caso en todo lo que te mandemos.

—A mandar, señorita María. Todo está bien, señorita María, pero vayamos, si gusta.

—Oye, Antonio, ¿nunca has estado con ninguna zagala?

¿Querías, María, quedarte a solas con Antonio con algún especial propósito?

—No sé a qué me pregunta , señorita María.

—Quiero decir, si nunca has estado, ¿cómo se dice, acostado con alguna en un pajar, o tenerla bien apretada como se hace en el baile?

—¿Yo? No, ninguna vez. Las zagalas me toman por tonto. Algunas veces, por las fiestas, me he ido por el baile, pero me da vergüenza sacar las mozas a bailar. De seguro de que no quieren bailar conmigo.

—¿Es que tú sabes bailar?

—No, no pienso que me se dé muy bien. Pero sé cómo se agarra a las zagalas. Y se da un paso a un lado, luego otro paso al otro, y así…

En aquellos tiempos y lugar, sólo los bailables regionales eran sueltos (así la jota con la que terminaba el baile); todos los demás eran los llamados de “agarrao”. Poco tenían de danza lúdica, y más bien era la forma oficiosa y consentida de meterse mano y de pegarse el calentón los mozos y las mozas, ante las miradas de muy heterogéneos mirones y mironas y muy variados los efectos que éstas producían según fueran

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madres, padres y demás especies familiares de los mozos y mozas, o de los vecinos, invitados, etc., y que aquí no se van a describir por respeto al compromiso de suponeros, queridos lectores, capaces de aventurar los motivos. Más adelante os contaré de la especial “liturgia” que acompañaba a estos bailes.

—¿Tampoco has llegado a besar a ninguna? —seguiste, María, obsesionada con el mismo tema.

—¡Qué va, señorita!… Ni siquiera lo he pretendido.

—¿Ni le has metido la mano por debajo de las faldas, aunque no se dejara? Eso no me lo creo, tú.

—Que no, señorita María, no se crea. Yo soy una persona pero que muy formal, y como no tengo novia…

Tú, Antonio, no distinguías entre ser formal con las mozas y tener alguna de novia.

En realidad, la expresión al uso entre unos y otras era que ir de formal una pareja suponía tener intenciones de matrimonio, después del convenido noviazgo, salvo que otras circunstancias precipitara el ir al altar; no existía el ligue ocasional y sin compromiso, ya que para esto había otra expresión que ha perdurado para muy variadas circunstancias, y que venía en decirse, “llevar al huerto”, en uso incluso en medios no rurales y por los que no saben o han visto nunca lo que es un huerto. Esto en ellas era muy mal visto, a las que pronto todo el mundo llamaba zorronas, o algo peor: guarras (los más finos, cochinas). Lo cierto es que —naturaleza obliga— se hacía lo que se podía y se simulaba bastante bien. Lo que Antonio quería decir, probablemente, era que él no era el tonto del pueblo, que éste sí se acercaba a las mozas desprevenidas para meterlas mano donde pudiera. La afrenta, que no pasaba de un teatral enfado, se resolvía

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con una pedrada o un palo al sátiro, mientras éste corría riéndose y babándose de satisfacción por su hazaña.

—¿Tú me darías un beso a mí, si te lo pido ahora? —preguntaste, María, no sé con qué intención, y me sorprendiste.

—Claro, señorita María. Es usted como una hermana. Pero usted no se va a dejar que le de un beso.

—Claro que me dejaré. Me das un poco de asco con ese olor a cuadra, pero, anda, dame un beso. Aquí, Antonio, en la cara. Pero antes pásate la manga por la boca, por si tienes babas.

—Es usted muy buena conmigo.

Ciertamente, resulta difícil hacer lirismo del anterior pasaje, y nunca un beso pedido por una mujer a un hombre debió ser más despreciado, —igual si hubiese sido al contrario— pero Antonio tampoco distinguía entre un beso con condiciones y la posibilidad de demostrar un sentimiento fraterno que hasta entonces se le había negado o nadie se lo había insinuado. Por eso él lo agradece.

Tú, Antonio, te acercaste tímidamente, manteniendo la distancia de medio metro. Primero te restregaste la boca con la bocamanga del mono por dos veces, luego besaste fugaz la mejilla que te ofrecía María. A continuación volviste a tu postura de humilde mirar hacia abajo, porque no era orgullo lo que sentías. Y tú, María, aún te pasaste la mano por la mejilla, al tiempo que hacías un gesto de teatral desagrado, como si de aquella concesión a Antonio no hubieses obtenido lo que esperabas.

—Ya has dado un beso a una zagala, pero no se lo digas a nadie, ¿eh?; vaya a ser que luego la gente hable y diga cosas malas de mí —seguiste, María, y yo sin entenderte.

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—Como usted mande. No se lo voy a decir a nadie, señorita María. Es usted muy buena conmigo.

—Anda, déjate de cumplidos. Oye, ¿qué has notado cuando me has dado el beso?

—Un tembleque en las piernas.
—¿Sólo?
—¿Había de pasarme más?
—No; sólo era por preguntar —y al fin, María, comprendí el porqué de

aquel gesto.

María pareciera estar en fase de verificación de las enseñanzas recibidas poco antes por la madre; probablemente ha quedado convencida de que un beso en esas condiciones no da para explosiones de deseo. Antonio ha besado a alguien que él considera de la familia, y si le han temblado las piernas, digo yo que habrá sido de sana emoción.

—Me voy a lavar todos los días, para que la señorita me deje besarla —dijiste, Antonio, cuando te habías repuesto, expresando así tu satisfacción y esperanza de que aquello se convirtiera en algo habitual.

—Tampoco hace falta que seas un besucón baboso. Te dejaré besarme cuando a mí me haga, ¿has entendido?

¡María, María, no eras capaz de inspirar ni una bella palabra! Te culpo por el cruel lenguaje, que te nacía de cualquier víscera, menos del corazón.

—Conforme, señorita María. Y la señorita Marta, ¿me va a dejar que le dé un beso?

—No sé. Le diré que te deje, pero no te hagas muchas ilusiones.

—¿Y la señora? Es que hoy, con lo del amo, pues querría que viera que es como una madre para mí.

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—Vale, se lo diré también, pero ya sabes que madre está muy dolida por haber perdido a padre y no creo que esté para esas cosas, que parecen más bien zalamerías. Ella, a su manera, también te quiere, estoy segura.

Alguien te puede querer, pero si ese alguien te considera inferior no le demuestres que tú también le quieres, porque lo puede considera abuso de confianza.

—Yo las quiero a ustedes como si de mi familia.

—Oye tú, no te aceleres por que te haya dejado que me des un beso, que no es para tanto.

—A la familia se le da besos.

—Sí, Antonio, pero más bien cuando las despedidas. También cuando alguien de la familia llega después de mucho tiempo, pero eso son besos de cumplido, mayormente. Cuando beses a una zagala, sin venir a cuento, eso es para otra cosa.

Tu, María, decías cosas extrañas a la vez que suenan familiares.

—¿El qué, señorita María?

—Pues… para otra cosa, hombre. Ya lo sabrás cuando te llegue la ocasión.

Tú, Marta, volviste de la casa con un hato de ropa en la mano, señal de que madre estaba conforme con lo que le habíais propuesto. Te encontraste a María y a Antonio parados delante de la caballeriza y les confirmaste con la falta de tacto que tenías pero que tampoco ofendía:

—Madre ha dicho que bueno, que le parece bien, que para que no se note que hay una silla vacía.

Cuántas veces admitimos a alguien a nuestro lado para llenar un vació que nos deprime o asusta; qué pocas veces lo admitimos en nuestros corazones, aunque estén vacíos y asustados. Y qué claro lo ha expresado

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Marta. A ella habría que agradecerle que nos ilumine de tantas y tantas falsas apariencias que, cuando se aclaran, siempre terminan hiriendo nuestras desprevenidas almas. —¡Qué horror! Me arrepiento de pensamiento tan cursi.

—Ya ves, Antonio, que vas a ir mejor con nosotras, pero habrás de saber ganártelo —dijiste, María, sin dejar resquicio a la duda de tu intención.

—Y podrás ir al pueblo, limpio como el jaspe, y buscar novia —dijiste, Marta, pero no sé si con sana intención.

—¿Sí?
—Y ahora, ¡ala!, a lavarte bien. ¿Tienes jabón?
—¿Jabón? El de lavar los caballos, señorita Marta.
—Valdrá para la ocasión. Venga, desnúdate en los abrevaderos, y a

ponerse guapo. Vas a ver que hasta te vas a sentir a gusto —ordenaste, Marta, pero seguí sin saber si con sana intención.

Tú, Antonio, te dirigiste a los abrevaderos, situados en el interior de la pequeña nave que guardaba los caballos. Te siguieron Marta y María, que se miraron sonrientes, con una evidente complicidad de pensamiento, y que en aquel momento no pude calificar en su intención y alcance.

—¿También han de venir? —preguntaste, Antonio, mirando para atrás.

—La primera vez es que te vamos a ayudar, Antonio. No estamos seguras de que te sepas lavar como Dios manda —dijiste, María, mirando a tu hermana con el mismo gesto sonriente.

Y yo seguía incapaz de comprender vuestras intenciones.

—Me da un poco de reparo si ustedes están presentes.

—Somos como familia, ¿no? Como hermanos. Los hermanos no se dan vergüenza —dijiste, María, con espúreas razones.

—Bueno —dijiste inocente, Antonio, y los tres penetrasteis en el establo.

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Al lado de los cuatro abrevaderos, también había una manguera con la que se refrescaban y lavaban los caballos.

—Venga, quítate esa apestosa ropa y métela en uno de los pilones, que se vaya ablandando para que luego la laves —dijiste, María.

¿Malicia de ellas; inocencia de él? No tan claro; puede que sea algo distinto de lo que induce a imaginarnos. Tened paciencia.

Tú, Antonio, sin más reparos, te fuiste despojando de la ropa y haciendo lo que te habían dicho. Lo cierto es que, a pesar de no haberte bañado nunca, ni siquiera en verano, tu cuerpo sonrosado, Antonio, no mostraba la suciedad que era de esperar, salvo tus pies, renegridos de costra añeja, con unas uñas enormes en los dedos, curvadas hacia abajo con aspecto de muñones, pero milagrosamente no incrustadas en la carne. También en tus codos era visible una costra negruzca y cuarteada. Pero el resto de tu cuerpo mostraba un aspecto aceptable. Puede que las sudadas que te causaba el trabajo hicieran el efecto de lavarte la piel, trasladando la suciedad a la ropa. De tu cabeza no se podía colegir su estado y lo que en la periferia guardaba. No hacía mucho que el barbero, que venía a casa para arreglar al amo, te había metido la máquina del cero a todo el cogote y hasta la coronilla, dejando indultado una especie de cepillo erizado que no me atrevo a asegurar si fuera natural o de los asustados cabellos por los huéspedes que albergaban.

Vosotras, Marta, María, lo observabais sin recato, entre sonrisa y sonrisa, mientras tú, Antonio, las mirabas de reojo y con algo de timidez o recelo. Ya desnudo, como madre te trajo al mundo según se acostumbra a decir, te tapabas con las manos tus genitales, y supongo que eso no lo aprendiste, por lo que me preguntó por qué. Tú, María, sorprendentemente cambiada de tu timidez habitual, o porque ya habías llegado a un mayor grado de intimidad con Antonio, no lo dudaste un instante, cogiste un balde

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llenó de agua y muy resuelta te pusiste manos a la obra. Te acercaste a Antonio y le dijiste:

—Venga, buen mozo, ¿estás listo? Al principio puede que sientas el agua fría y te dé escalofrío, pero si te restriegas en seguida ya no la vas a sentir. Marta, prepara el jabón.

—Haría bien tener una esponja —indicaste tú, Marta, que por primera vez habías dejado cierto protagonismo a tu hermana.

—¿Hay por aquí una esponja —preguntaste, María, dirigiéndote a Antonio.

—Ahí hay una, señorita María, es casi nueva —y tú, Antonio, le mostraste el estante situado encima de los abrevaderos.

—¿La de lavar los caballos? —volviste a preguntar, María, y sólo por preguntar, pues ya debías suponer que no había otra.

—Es que no hay otra. Puede valerse de ella, que dura mucho —dijiste tú, Antonio, que debiste suponer que a María le podía preocupar gastar contigo algo que pertenecía a los caballos.

Tú, María, dejaste el balde en el suelo y te acercaste al estante a coger la esponja, mientras ibas diciendo en voz baja:

—Que dura mucho… Vaya entendederas las tuyas. La voy a enjuagar bien y valdrá. Marta, remójalo primero, que le he de echar el jabón.

Hiciste, Marta, lo que te decía tu hermana, y vertiste el balde por la cabeza de Antonio. Pronunció, Antonio, un ¡ay!, por el escalofrío que le produjo el contacto inusual con el agua fría, y le hizo retirar las manos de sus genitales para frotarse el pecho, pues que, ahora que lo pienso, hasta entonces él los había venido cubriendo por un instintivo pudor.

—No seas quejica, Antonio. Frótate bien todo el cuerpo por delante, María te restregará con la esponja por detrás.

Torpemente, Antonio, comenzaste a frotarte el pecho y los sobacos, sin que te decidieras a explorar otras partes del cuerpo, y mientras esto hacías,

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resoplabas y resoplabas para ayudarte a soportar el frío. Marta observaba tu torpeza y se decidió a intervenir.

—María, dame la mitad de tu esponja. Este mozo no las ha visto más gordas.

Tú, María, que ya estabas en plena faena frotando a Antonio toda la espalda, hiciste dos trozos de la esponja y le entregaste uno de ellos a tu hermana.

—Ve que no lo haces bien, Antonio. Aprende cómo se hace para la próxima vez. Ya no eres un niño que ha de necesitar que le ayuden.

—Sí, señorita Marta.

Y te pusiste, Marta, a frotar a conciencia al muchacho por delante, sin recatarte en llegar a ninguna parte de su cuerpo.

—Da buena espuma este jabón —dijiste, Marta, por todo comentario, seriamente ocupándote de tu tarea.

—Y no huele mal. El bote dice que es antiparásitos. Eso debe ser para las pulgas, ¿no? —dijiste, María, desde tu privilegiada condición de alfabetizada.

—Y puede que para los piojos. No vendrá mal. Este hombre estaba desastrado —dijiste, Marta, sin detener tu labor.

Y tú, María, que te habías quedado leyendo la etiqueta del bote, te incorporaste a la faena con la otra mitad de la esponja y comenzaste a frotar a Antonio en los espacios que te dejaba tu hermana. Mientras, comentaste, como si aquella idea te hubiera surgido de repente:

—No está mal este Antonio. No me lo pensaba con estas hechuras. Siempre lo vi con el mono y me lo figuraba por dentro como el palo de un espantapájaros.

Y como en un acto espontáneo, levantaste, Marta, con una mano el flácido pene de Antonio y te quedaste mirándolo en perspectiva, luego dijiste:

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No, no era malicia ni inocencia. A veces nos dejamos llevar de nuestros maliciosos pensamientos para suponer libidinoso y propicio cualquier momento. Las cosas pueden surgir espontáneas y no necesariamente calculadas.

—Esta verga arrugada no parece que dé miedo, ¿no te parece, María?

Y tú, María, dejaste de enjabonar para observar lo que te mostraba tu hermana.

—No te fíes, Marta. Ya ves que a los caballos ni se le nota, y luego ya ves lo que da de sí.

—De los cataplines sí que parece estar bien —dijiste, Marta, mientras mostrabas todos los genitales de Antonio en la palma de tu mano.

—Pues eso debe ser lo principal para ser un buen semental, que alguna vez se lo oí a padre, aunque, pues ya ves, a éste de poco le han de servir—dijiste, María, como el experto que rechaza un caballo cojo para semental.

Tú, Marta, seguiste enjabonando con persistencia los genitales del muchacho; quizá te sentías a gusto jugando con ellos.

—¿Ves, Antonio, cómo se hace? Esta parte la tienes que tener siempre bien limpia, por lo que pueda pasar.

—¿Qué puede pasar, señorita Marta?

—Pues, hombre, que le hagas a una zagala, y eso que suele pasar, ¿o es que no entiendes? No, no creo que tú entiendas.

Y casi irreconocible de tanta espuma, tú, Antonio, permanecías estático, con los ojos cerrados para evitar que te entrara en ellos el jabón. Preguntaste, quizá por demostrar que sí entendías:

—¿Lo que hace el garañón con las yeguas?

—¡Eso no! —exclamaste, Marta, parando el frotar para darte un respiro. Enseguida añadiste—: ¡Uf, qué calor!… Eso no lo debes hacer, Antonio. Le

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darás mucho dolor a la zagala y ya no querrá estar más contigo. Pero a lo mejor te hacen otras cosas que también te dan gusto.

—Eso sí, a que lo pienso. Pero a mí no me se pone de grande como al garañón.

—¡Pues no faltaba más!… ¿Cómo se te pone? —preguntaste, María, experta en repreguntar cuando las respuestas u observaciones de los demás eran incompletas

—Más pequeña.

—¿Cómo de pequeña?

—No sé —y tú, Antonio miraste a un lado y a otro con los ojos semicerrados, quizá buscando un objeto de comparación. Sí, eso era—. Como ese mango de la tornadera, algo más delgada, y ni parecido, sobre todo a lo que hace a la largura.

—¡Pues menos mal, tú! ¿Y cuándo se te pone así? Nos dijiste que no habías tocado a ninguna zagala —seguiste tú, María, demostrando que sólo sabías parcialmente de los hombres.

—Cuando me da por pensar. Y también cuando veo a los garañones cubrir las yeguas —dijiste, Antonio, demostrando que no sabías nada de las mujeres.

Marta, la palabra fue tuya.

—Pues eso es muy gordo y debe hacer daño a las zagalas, ¿te figuras? No lo debes hacer… Ahora esto se está hinchando. ¿En qué estás pensando, Antonio?

—En nada, señorita Marta, se lo juro. Es que me da gusto que usted me frote.

—¿A ver? —dijiste, María, y te pusiste delante para observar—. Sí que se está hinchado. Sigue frotando, Marta. Vamos a ver como se le pone del todo.

—Sigue tú, María; a mí se me están nublando los ojos, que no sé que me pasa. ¡Jesús, qué sofoco!…

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—¿Te estás encelando? —preguntaste, María, tú que siempre querías respuestas.

—No sé. Sigue tú, anda —dijiste, Marta, y abandonaste la tarea retirándote unos pasos, mientras te abanicabas con la mano.

Marta, hiciste un gesto con tus piernas, como si te sintieras incómoda. Y recordaste a tu hermana que madre ya te lo había advertido:

—Sí; me debo estar encelando. Se me están mojando las bragas; debe ser la saliva esa de que habló madre, ¿recuerdas?.

Y tú, María, de inmediato dejaste de enjabonar a Antonio para comentar con tu hermana las consecuencias previsibles. Antonio, ajeno a esa preocupación vuestra, permanecía quieto y con los ojos aún cerrados, cubierto de espuma de jabón.

—Pues algo habrá que hacer, antes de que nos abramos de piernas, como madre dijo —dijiste tú, María.

—¿Y qué hacemos?

—¿Oye, y si se la sorbemos para que se tranquilice? —se te ocurrió a ti, María, quizá pensando que el mayor problema era Antonio.

—¡Aag! A mí eso me da asco, tú.

—Se la lavaré muy bien —y tú, María, retornaste a frotarle de nuevo los genitales a Antonio—. Antonio, tú, esto se está poniendo más gordo que el mango de la tornadera.

—Es que me da mucho gusto que usted me frote, señorita María. Y también por lo que las escucho decir.

—¿No querrás metérnosla a nosotras, tú?
—No, señorita Marta. Yo no quiero hacerlas daño.
—Eso está bien. ¿Estás tranquilo? ¿Te puedes aguantar?

—preguntaste, Marta.

—No sé, señorita. Si me dejan…

—¿Dejarte qué, tú? ¿Qué vas a hacer? —preguntaste, María, algo alarmada.

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—Si me dejan, en un momento voy y se lo hago a Princesa.

—¿A la yegua? —volviste a preguntar, María, mirando con cara de sorpresa a tu hermana, no menos sorprendida.

—Por lo que yo me sé, a ella no le hago daño y no se queja.
—¿Y cómo lo sabes? ¿Ya lo has hecho otras veces?
—Muchas veces, señorita Marta. O algunas veces, que no me acuerdo. —Pero, ¿cómo lo haces? Es bien difícil que llegues allí.
—Es que me subo en un taburete y ya llego.
—¡Anda! Bueno, bueno. Hazlo, si quieres. ¿No te dará una coz?
—No pienso, señorita Marta. Princesa nunca se puso nerviosa.
—¿Te gusta hacerlo con Princesa? —preguntaste, María, ignorando

que en realidad Antonio no tenía otras posibilidades.
—Es que yo creo que Princesa me tiene ley. Y también porque la

ocasión es que está para tener celo —dijiste, Antonio, dejando caer tu mano sobre la cabeza de María, quizá deseando que alguien que no fuese Princesa también te tuviera ley.

—¿Estás seguro de que no está con el mes? Mira que se te puede caer el pito a cachos —preguntaste y observaste, Marta, seguramente recordando las palabras de madre.

—Pues yo de eso no entiendo, señorita Marta.

—Pues venga. ¡Y deja ya de tocarme, que me estás poniendo nerviosa!… —y tú, María, dejaste de frotar, y quedaste bien claro que, al menos tú, no eras alternativa en aquel instante.

—¿Van a mirar?

—Queremos ver cómo lo haces. Yo creo que estás queriendo reírte de nosotras.

—Que no, señorita Marta. Le juro que no me río de ustedes. Van a ver que no.

—Pues vamos. Y ten cuidado, no te vaya a cocear y te deje lisiado —dijiste, Marta, para prevenir un accidente de lo que intuiste un riesgo.

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—Venga, Antonio, demuéstralo —dijiste, María, animando a Antonio con el tono de tu voz.

¿Quién podría añadir algo sutil a este pasaje? ¿Quién lo mancharía con eufemismos? ¿Quién podría necesitar algún tipo de puntualización, aclaración de circunstancias o de hechos, metáforas, prolijas descripciones del ambiente o de los gestos? ¡La imagen!… ahí está, nítida. ¡Los personajes!… ahí están, coherentes en su simpleza. Todo lo que se hubiera añadido habría sido superfluo. ¿O son cosas mías?

Y tú, Antonio, enjabonado hasta las cejas, como un muñeco de nieve, te fuiste a buen paso hacía el almacén, quizá para no tener a tus amas más tiempo en la duda. Pronto saliste portando el taburete que utilizabas para cepillar los caballos y se verá que para lago más. ¡Qué figura tan extraña la tuya, Antonio! Seguidamente te dirigiste a la yegua de nombre Princesa y colocaste el taburete detrás de sus cuartos traseros. La acariciaste pasándole la mano derecha desde la grupa hasta las piernas y la izquierda a lo largo del vientre. La yegua te lo agradeció con un resoplido. Te subiste al taburete de un ágil brinco. Tu verga, dura y enhiesta como un ariete, quedaba ahora a la altura apropiada, y tú, Antonio, después de cogerle la cola con una mano y manipular la vulva de la yegua con la otra, la penetraste en busca del calor húmedo que necesitaba tu pene, mientras cerrabas los ojos y gemías sonidos guturales liberando la tensión de tu sangre. Hiciste, Antonio, dos o tres movimientos de vaivén, profundos y acompasados, instintivos, mientras exclamabas, ¡ah, aaah!, y te retiraste con la lengua fuera, intentando agradecido —¿enamorado?— lamer la grupa de la yegua sin conseguirlo, porque el taburete perdió el equilibrio y a punto estuviste de dar con tus huesos en el duro suelo. La yegua se portó bien contigo y no te coceó; verdaderamente te tenía ley, Antonio

Y vosotras, Marta, María, habíais estado contemplando aquel número circense de Antonio con los cuerpos envarados de sensaciones que os

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recorrían la espina dorsal. Se os cortó la risa. Tú, Marta, te mordías el labio inferior. Y tú, María, entornabas los ojos. Erais todo cuerpo en presencia de un extraño campo eléctrico que había vuelto locas a vuestra neuronas. En algún resquicio dejado a vuestro entendimiento, no debíais saber qué os estaba pasando y encontraríais nuevo lo que estabais sintiendo.

—Ya estoy tranquilo —dijiste, Antonio, cuando te habías bajado del taburete, quizá para tranquilizar a tus amas.

Pero tus amas estaban lívidas y apenas podían articular palabra. Tú, Antonio, esperabas alguna nueva instrucción. Fuiste tú, María, la que le dijiste, al fin:

—¡Uf!… Anda, lávate otra vez esa parte, te vuelcas el balde para quitarte el jabón y vístete. Nos vamos a ayudar a madre a terminar de hacer la cena. Ven cuando estés adecentado… Vamos de aquí, Marta, que ya no resisto más el sofoco que tengo.

—¿Con qué me seco? —preguntaste, Antonio, inútil por ti mismo para resolver problemas nuevos.

—Apáñatelas con lo que pilles —dijiste, María, incapaz ya de seguir instruyendo al muchacho.

Y salisteis, Marta, María, de aquel recinto, pidiendo que el aire fresco de la noche os aliviara.

Ya en el patio, Marta, María, os abanicabais la cara con las manos mientras comentabais.

— ¡Uf, qué lo he pasado mal!… —exclamaste tú, Marta. —¡Jesús, qué mal rato!… —exclamaste tú, María.
¿Por qué, Marta, María, decíais que lo habíais pasado mal? —Y eso sin metérnosla.

Pero, ¿de verdad que fue dolor? Soy un hombre y no lo sé, ¿podéis aclararos?

—Estuve en u tris de decirle que lo hiciera. Todo parecía como si lo quisiera, ¿y tú?

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¡Ah, ya entiendo!…

—Yo eso no llegué a pensarlo. Ese es el peligro de que nos habló madre. ¡Qué mojada estoy por ahí abajo!…

—Y yo también. Me he de cambiar las bragas en llegando a casa. —Este Antonio es como un animal, ¿has visto lo que ha hecho?
—La yegua no quedará preñada, digo yo.
—No, no creo. Aunque era grande para nosotras, para Princesa debía

ser pequeña; ni siquiera se enteró. —Terminó pronto.
—Sí, muy pronto.
—Y él parecía que se moría de gusto. —Sí, eso parecía.

—¿Le gustaría a la yegua?

—Anda, dejemos ya la conversación; el sofoco no se me va a ir. Y vamos, que madre se va a pensar que hemos estado haciendo algo y le dará por preguntar.

—No se lo diremos, ¿verdad?
—Yo creo que no. No sé cómo lo iba tomar.
—Se enfadaría con nosotras y más con Antonio, tenlo por seguro. —Claro, con Antonio sí. Es que lo que ha hecho es de ser un animal,

¿tú viste?

—El hombre está como una regadera. ¡A quién se le ocurre!…

—Sí, a nadie en su sano juicio se le ocurriría semejante cosa. Parecía de circo, allí subido.

—Nos tenía a nosotras y no quiso intentar. ¿Por qué no lo intentó? —¿Te habrías dejado?
—No, que va. ¡Aquello tan grande!… ¿por dónde se mete?
—Por ahí abajo. Y cállate ya, rica, que no consigo sosegarme. —Ya me callo. ¡Qué mojada estoy, rediez!…

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Y penetrasteis en la casa, y con el rubor en vuestras caras sin haber desaparecido del todo. Nada sería igual para vosotras a partir de aquel descubrimiento, aún sin perfiles, y, me atrevo a pronosticar, después de haberme dejado aturdido vuestro diálogo, que sólo semilla de sentimientos nuevos.

Tú, doña Clara, cuando las viste entrar, miraste a tus hijas y trataste de encontrar respuesta a la pregunta que te debías estar haciendo.

—¿Dónde habéis estado tanto tiempo?
—Por ahí, tomando el fresco —mentiste, María.
—Pues a juzgar por vuestras caras, o hace mucho frío o mucho calor.

¿Por qué estáis tan aborrajadas? Vamos, decidme la verdad.
Y vosotras, Marta, María, os mirasteis, como buscando la respuesta

una en la otra.

Fuiste tú, Marta, la que, con una media verdad, respondiste:

—Es que se nos ha puesto así de lavar a Antonio. ¡Ha dado trabajo, el condenado!… ¡No veas, madre, cómo estaba de marrano!… ¿Verdad, María?

Y tú, María, volviendo a ser la que siempre habías sido, no contestaste.

Tú, madre, te secaste las manos con el delantal. Luego preguntaste con expresión de preocupación.

—¿Queréis decir que lo habéis lavado vosotras, como se lava a un niño?

Fuiste tú, Marta, la que volviste a contestar. Y tú, María, te acercaste al fogón, seguramente para no ver de frente a tu madre. Tú, doña Clara, dialogaste sólo con Marta y en estos términos:

—Es que él no sabía; sólo se lavaba los sobacos y de allí no pasaba, madre. Le hemos enseñado cómo se hace para que la próxima lo haga él.

—Ya. Le habéis enjabonado bien y frotado por todas las partes, ¿no?

—A conciencia, madre. ¡No veas cómo estaba, el pobre! ¡Y cómo olía!… —dijiste Marta, falsamente divertida.

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Pero tú, madre, no parecías dispuesta a compartir el entusiasmo con que tu hija se explicaba.

—Y digo yo, ¿decís que no ha pasado nada? No me lo creo.

—¿Qué habría de pasar, madre?

Tú, madre, adoptaste un aire de tranquila apariencia e inquisidora mirada.

—Digo yo que, puede que… ¿También le habéis lavado la verga y los bolos?

—Claro. No hemos dejado ninguna parte sin restregarle —afirmaste, Marta, dando a tu respuesta todo el tono de naturalidad de que fuiste capaz.

—¿Y a él no le ha pasado nada, decís?

—Pues, no ¿Qué le habría de pasar, madre?

Supongo, doña Clara, que ya te estarías cansando de tanto cinismo, y por eso fuiste por derecho.

—¿No se le ha puesto dura, dura y grande? Ya sabéis a qué me refiero. —¿El qué? —preguntaste Marta, ya sin convicción en tu inocencia. —La verga, no te hagas la tonta.
—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Lo suponía, tan solo. ¿Y qué más ha pasado? ¿Os ha querido hacer algo?

—No, madre. Dijo que no nos quería hacer daño, porque nosotras ya le habíamos advertido que no hiciera eso a las zagalas.

—Eso, ¿qué es eso? Explícate, anda.

—Pues… que no se la metiera a ninguna zagala, por eso que tú nos dijiste.

Pero tú, madre, no pareciste darte por satisfecha, y algún detalle debía tener importancia para ti, que preguntaste:

—Buen hombre ese Antonio. ¿Le escurrió moco por la punta?

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—No lo vimos.

Tú, madre, te diste cuenta de que María trataba de esquivar el interrogatorio y la llamaste. La querrías tener de frente, para cotejar coincidencia de gestos y palabras.

—María, ven acá, que contigo también va el asunto… Decidme, ¿no estaba nervioso? Y vosotras, ¿no estabais nerviosas?

—Un poco —dijiste, María, bajando la cabeza.

Y tú, doña Clara, levantaste la voz, estabas visiblemente alterada. Pusiste los brazos en jarras y dijiste:

—O sea, que se le puso dura, os pusisteis todos nerviosos y no pasó nada más, ¿es así?

—Así es, ma, palabra de honor —contestaste tú, María.

—Bueno, no sé si creeros. Se habrá quedado sobándosela, o… ¡Debéis tener más cuidado, condenadas! Antonio se puede desbocar si os tomáis esas confianzas con él. Va a pensar que queréis que os la meta y puede perder el juicio más de lo que ya lo tiene perdido. Aunque, pues vosotras, tal para cual.

—No es expuesto, madre. Antonio nos tiene mucho respeto —dijiste tú, Marta, ya más tranquila, al percibir que madre se quedaba satisfecha.

—Y por lo que me figuro, vosotras lo habéis pasado mal, ¿no es cierto?

Y tú, Marta, con expresión sorprendida, quizá con la intención de dar coba a tu madre, afirmaste:

—¡Sí!… ¿Cómo lo sabes?

—Pareces una lela con esa cantinela. ¡Cómo lo sabes, cómo lo sabes! Vuestra madre sabe todo lo que se tiene que saber, y ya me empieza a fastidiar que lo pongáis en duda. Pues, como sin segundo no hay primero, vuestra madre os asegura que habéis estado jugando con fuego. Si él hubiese puesto intención en metérosla, pudiera ser que vosotras no hubieseis puesto reparo y ahora sería tarde; lo habríais pasado muy mal y

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encima habríais quedado preñadas. ¡Y preñadas de un tonto, válgame Dios!… —dijiste, madre, echándote las manos a la cabeza.

—¿Las dos? —preguntaste inocente, Marta.

Y tú, madre , te sentaste apoyando tu cabeza sobre el alto respaldo de la silla que utilizara siempre tu marido cuando se sentaba a la mesa, mientras mirabas al techo y exclamabas:

—¡Ay Jesús, Jesús, qué problema con estas hijas!…, que no sé si son tontas del bote o se lo quieren hacer. ¿Las dos, dices? Poco tiempo, para el caso. Posible sólo la primera que se hubiese espatarrado hoy. Está visto que sois la inocencia misma, y eso es lo malo, que os coja desprevenidas.

—Y si eso duele, ¿por qué se quiere? —preguntaste, María, que observaste a tu madre más tranquila y querrías aclarar un contrasentido.

Y tú, madre, sin cambiar de postura, preguntaste por algo al que tenías que dar una respuesta comprometida:

—¿Quieres decir, que te la meta?
—Sí. ¿Por qué se quiere? — insististe en preguntar, María.
Tu, madre, te incorporaste y ahora miraste a tus hijas de frente. —Luego vosotras habríais querido que os la metiera, ¿no?
—Yo me puse muy nerviosa. También tú, ¿verdad María?
—Sí, muy nerviosas.
—Nerviosas, decís… Esa no es la expresión. Os pusisteis enceldas, eso

fue lo que os pasó, que lo que los ojos curiosean, el corazón lo desea, aunque más que el corazón, yo diría otra cosa. Entonces, pues ahora ya sabéis de qué va eso, pero no olvidéis lo que también os dije sobre lo que de ello resulta. Porque disteis con Antonio; con otro cualquiera, ahora estaríais listas y arregladas. ¡No sé para qué os digo yo las cosas!

—No te preocupes, ma. Sabemos guardarnos —dijiste, María, sin darte cuenta de que esa afirmación no gustaba a madre.

—¡Vosotras qué vais a saber guardaros, so pazguatas!… ¡Ay, si no fuera porque vuestra madre está en todo!… Dejaos de tomar a Antonio

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como si fuera un semental, si no queréis que un día ocurra lo peor, que lo que se empieza por ver de que va esto, no se acaba a los nueve meses. Me parece… Creo que tendré que intervenir yo para que eso no suceda, que lo que es por vosotras…

Y tú, madre, te levantaste, dirigiéndote al fogón. Tú, Marta preguntaste, sospechando que Antonio iba a pagar el disgusto de tu madre.

—¿Qué vas a hacer, madre? Antonio se ha portado bien con nosotras, no le riñas.

Y tú, madre, seguiste operando en el fogón, y sin volver la cara, dijiste:

—Las que se han comportado mal sois ustedes. ¿No se os ocurre pensar lo que habéis hecho? Uno por tonto y vosotras por ignorantes… ¡Válgame el Señor! Por eso y por esta vez no os lo tendré en cuenta a ninguno. Yo me cuidaré de que no tengáis peligro de aquí en adelante.

—Ahora ya sabe cómo lavarse; no va a necesitar que le ayudemos —dijiste, Marta, creyendo que ayudabas al propósito de madre.

Y tú, madre, te volviste y te dirigiste a tus hijas, mirando primero a una y luego a la otra.

—Lo malo es que vosotras habéis entrado en su cabeza y eso puede ser expuesto, que abierto el cajón, convidado está el ladrón. Cualquier día le da la vena y puede hacer lo que no queréis. Aunque, ahora que lo pienso, tampoco estoy muy segura de vosotras, así que, lo dicho, yo me ocuparé de que ese asunto no traiga la ruina a esta casa. Y ahora, la cena está lista. Llamad a ese buen mozo, que debe venir como un ángel… ¡Jesús, Jesús!… —exclamó doña Clara, volviendo a su tarea en el fogón.

Fuiste tú, Marta, la que desde una ventana de la casa que daba al patio, llamaste a Antonio para que viniera.

Y tú, Antonio, entraste al poco en la cocina con la cabeza baja, arrastrando los ojos por el suelo, y pienso que por timidez, que no por vergüenza.

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Y tú, Doña Clara, le miraste sin severidad. Tenía Antonio buen aspecto con la ropa de tu marido, para alguien que lo hubiese visto antes, y eso a pesar de caerle algo grande; en realidad la chaqueta pareciera colgada de una percha, las bocamangas tragándose la mitad de las manos, los pantalones con pliegues forzados a la cintura por el cinturón apretado y algo arrastrando los bajos. Fuera por la ropa, que quizá a ti, doña Clara, se te representó por un momento tu esposo y, por primera vez, una lágrima asomó a tus ojos. Pero bien podía ser por otro motivo bien distinto que no se me alcanza.

Vosotras, Marta, María, también mirabais tímidas al suelo, ¿como presintiendo la bronca? No, eso ya lo había descartado madre; sería porque no sabíais de qué hablaría madre con Antonio y esa presentida circunstancia os daba un cierto apuro. Pero pronto os disteis cuenta de que allí no había pasado nada, ¿verdad? Es que madre sabía que callar lo que se piensa es de mucha sapiencia, que recuerdo habérselo oído.

—Pasa, Antonio. Estás muy majo —dijiste, doña Clara, mirándole de arriba a abajo—. Y levanta esa cara, hombre, que no te vamos a comer. Te sienta muy bien la ropa de mi marido, que en paz… Habrá que hacer algunos arreglos, que resultará más económico que hacer que eches carnes. Bueno, anda, siéntate.

Tú, Antonio, levantabas y bajabas la cara intermitentemente, mientras saludabas:

—Buenas. Le acompaño en el sentimiento, doña Clara, que no tuve ocasión en todo el día.

Sorprendiste, Antonio, a tu ama.
—Eso está muy fino, mira tú ¿Quién te enseñó ese cumplido? Respondiste, Antonio, sin levantar la vista:
—Lo dicen eso cuando se muere alguien.

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—Y se da la mano. Mejor un beso. A las mujeres de confianza se les da un beso —y tú, doña Clara, te acercaste a Antonio y le ofreciste la mejilla, diciéndole—: Anda, dame un beso.

Antonio, le diste un beso tímido y fugaz, y ¿te ruborizaste? No, eso solo ocultaba tu gratitud. Debiste sentir una satisfacción grande, besar a la señora, como una madre para ti recién encontrada.

—Son ustedes muy buenas conmigo, doña Clara, y las señoritas Marta y María, también.

—Claro, claro, todas, todas somos buenas contigo, ¡faltaría más!… Tú también lo eres con nosotras y más que lo vas a ser, ¿verdad? Aunque te hemos de ayudar, vas a tener que trabajar por dos ahora que falta el amo, pero a cambio alguna cosa va a ir en tu mejora, y para muestra ya has visto qué detalle el de traerte a comer a nuestra mesa, que ya se dice que no es criado quien come a la mesa del amo.

—Pues así ha de ser, señora, y cuente conmigo. Trabajaré duro para que no se note que el amo se ha ido —dijiste, Antonio, ya incorporado a la normalidad que se respiraba en aquella cocina.

—Sí, mejor que no se note. Y nosotras, como digo, te vamos a compensar por ello. ¿Estás a gusto así de aseado?

—No me hago. Pero si ustedes están a gusto conmigo porque esté así, me lavaré todas las tardes con la manguera.

—Y te has de cambiar de mono —interviniste, Marta. —¿Sabrás hacerlo tú solo? —preguntaste, doña Clara. —Creo que ahora sí.
—Bueno, siéntate a la mesa.

Te sentaste, Antonio, y jugabas con la servilleta que tenías delante, sin atreverte a mirar a tus anfitrionas.

Marta, María, vosotras en silencio, quizá por temor a decir alguna inconveniencia, ayudasteis a madre a poner los cubiertos.

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Y tú, madre, en silencio, quizá sin saber qué pensar, acercaste a la mesa una sopera humeante. Todo normal, con las luces y sombras propias de la convivencia. Probablemente no era lo que estabas pensando, pero al fin rompiste aquel silencio espeso.

—Hoy y antes de acostarte —dijiste, doña Clara—, has de cambiar la ropa de la cama, que no se me ocurre cómo debe de estar. Todo lo que quites lo metes en un barreño con un poco de jabón que luego te voy a dar. Recordadme que le dé sábanas y una manta limpias.

Y te sentaste, Doña Clara, aparentemente tranquila.

—Si, ma, algo habrá que hacer para que Antonio parezca una persona —dijiste, María, que más valía tarde que nunca.

—¿Cómo es el estado de las yeguas, Antonio?
—Bien —dijiste, Antonio, pero no habías comprendido la pregunta. —Hay cuatro yeguas preñadas, ¿no?
—Tres, seguras, doña Clara. Una parece que todavía quiere garañón. —¿Cuál?
— La Princesa.
—Ya —dijiste, doña Clara, mirando suspicaz a tus hijas, y

continuaste—. Pues habrá que procurárselo antes de que se le pase el celo. El amo que en paz esté, bueno, o como tenga que estar según Dios lo haya dispuesto, dejó por ahí el cuadernillo en el que tenía apuntado los días en que cada yegua se ha de servir del macho; ya miraré yo, que seré yo quien se ocupe de ese menester y de otros a partir de ahora.

—No se preocupe la señora, yo sin apuntes me las huelo. Mañana voy a arrimar el garañón a la Princesa, que hoy no parecía lo propio, con tanto ir y venir las visitas.

—Te las hueles…Claro, claro, te las hueles. Tengo oído que Princesa siempre fue difícil para recibir el garañón; se mueve mucho y al macho le cuesta pillarla, ¿lo podrás hacer tú sólo?

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—Ya me enseñó el amo cómo se ayuda en ese menester y ya lo venía haciendo yo en su lugar, que él me decía que lo hiciera para aprender.

—Ten cuidado cuando se la cojas, sobre todo los pies, no te vaya a dar un pisotón. No se qué haríamos sin ti, si te mancaras un pie…, con el tiempo que eso tarda en curar…, cuando cura, que ya se suele decir lo de que un pie lastimado, nunca del todo curado.

—Descuide, señora, ya, ya pongo atención.

—Toda es poca, Antonio. Y vosotras, mucho cuidado; no hagáis cosas que son propias de los hombres y a ellos corresponde, que también Dios le dijo a ellos lo suyo.

—Ya nos cuidaremos, madre —dijiste, Marta.

—Mañana tendréis que ir al pueblo a hacer unos recados. Con tanto gentío como ha venido al entierro de vuestro padre, la alacena se ha quedado a dos velas. Que todos mucho, mucho sentimiento, pero a ver lo que se cae en la andorga.

—¿Nos podemos llevar la camioneta? —preguntaste, Marta.

—¡Ca! Vosotras, ¿qué os figuráis? No os vayáis a creer que muerto padre, todo el monte es orégano, ¿eh?… ¡Ni hablar!… Os pueden pillar los civiles. Además, ese trasto está para pocos trotes, que tiene más años que Matusalén y creo que anduvo hasta en la guerra. Más nos valdría venderlo, que ya no sirve ni para llevar los potrillos a la feria. Si acaso para cargar pienso. Un empeño de vuestro padre para presumir, que eso se le daba bien. Ya veo que juicio no os sobra, pero yo os enderezaré, que ya vais teniendo edad de tener cordura.

Tú, Marta, pareció que habías dejado atrás tu disposición a no contradecir nunca a tu madre.

—No empecemos, madre. Pues al pueblo, padre ya nos dejaba conducir; eso sí, siempre con él. Y nunca nos dijeron nada los civiles. Uno de ellos es muy simpático y creo que María le hace.

—¡Tú métete en tus cosas, Marta!

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—¿Y a ti qué te parece, María?
—Yo no le hago caso, ma, que los civiles me dan un poco de respeto. —La verdad que sí, que mete el alguacil en casa y tápale los ojos.

Puede que no quede otro remedio y os tengáis que casar, pero vuelvo a lo de antes: para sufrir, cuanto más tarde, mejor que mejor. Sois muy jóvenes todavía y también hacéis falta aquí, ya lo estáis viendo. Y para hombres, con Antonio tenemos harto sobrado, y éste no nos da problemas; digo yo que no ha de dar problemas si yo me ocupo de que no los dé. Los maridos siempre mandan más que las mujeres y terminaríamos siendo sus criadas, aunque la finca sea nuestra, y si no, ya veis lo que mandaba yo cuando vuestro padre vivía. Además, luego vienen los hijos y poneros viejas y arrugadas, ya decía. Y, volviendo a lo dicho, todo eso porque los hombres se las saben todas como buenos tramperos, y primero os encelan con sus sobeos y luego os dejan preñadas para cazaros, no lo olvidéis, sobre todo a mozas de buen ver y mejor esperar como vosotras. Y eso es para siempre, que el cura os dice eso de que hasta que la muerte os separe. Con suerte y si se lo pedís a la Virgen, algún mal paso y se rompen la crisma. Pero es menester no pensar en la suerte, que cuanto más se piensa en ella, más tarde viene.

Doña Clara, reiterabas los conceptos, y pienso que con la intención machacona de que tus hijas los asimilaran, desconfiada de que una vez fuese suficiente.

—¡Ma, que está Antonio presente!…—exclamaste, María, sensible ante las expresiones impropias de madre.

—¡Qué ha de saber este cuitado de lo que hablo!…

Doña Clara, perspicaz doña Clara, fallabas como suelen fallar los inteligentes al valorar las posibilidades de entendimiento de los torpes.

—La verdad que ya tenemos suerte con Antonio. Es casi un hombre y no da esos sinsabores y problemas de los que tú nos hablaste —dijiste, Marta, y debo aclarar el sentido de tus palabras.

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Es de suponer que Marta no quería situar a Antonio en una escala inferior del reino animal. Probablemente y carente de sutileza en el uso del lenguaje, lo que quería decir era que Antonio aún no había alcanzado la edad de ser hombre. La madre, sin embargo, deja las cosas en su sitio, aunque en mal lugar… para los hombres, como ya era su reiterado criterio.

—¡Ojito, vosotras, que los problemas vienen solos!… Antonio es un hombre para todo lo que los hombres nos hacen mal, y vosotras dos mujeres. Se necesita poco para que venga el problema, que el diablo sólo tiene a aquel con quien cuenta.

—¿Qué problema, ma? —preguntaste, María, de nuevo interesada en dejar conceptos a medias de ser explicados.

—Ya sabéis… Según para que cosas, manteneos lejos, que la escopeta la carga el diablo.

El ruido de la succión de la caliente sopa acompañaba rítmicamente aquella tranquila charla de familia.

Tú, Antonio, habías asistido mudo a aquella conversación, apenas levantando la vista del plato y apenas comprendiendo otra cosa que la señora te veía como un peligro para sus hijas. Sin levantar la vista de la mesa, dijiste coordinando perfectamente:

—Yo quiero mucho a las señoritas y no pienso hacerlas nunca nada malo.

Y tú, Doña Clara, le dijiste conciliadora, quizá porque creíste en su disposición, si sólo dependía de él:

—Me lo supongo, Antonio, que contigo no va la cosa, que es para ellas y ellas saben a qué me refiero.

—¡Qué cosas supones, ma!… Como si nos faltara el buen gusto —argüiste, María, con cara de ofendida.

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Faltarle a alguien el buen gusto no significaba tener un carencia estética; en este caso no era otra cosa que la razón, a tener muy en cuenta por las mozas, de quiénes, como mínimo de su categoría, podían pretenderlas. Mal expresado, no significaba que aquello que la madre suponía, ellas estuviesen de inmediato dispuestas a hacerlo con otros que no faltaran al buen gusto exigido. La madre, sin embargo, suponía, y suponía bien, que la naturaleza en cuestiones como las que a ella le preocupaban mandaba más que los prejuicios y muchas veces obviaba el interés; por eso ella habría de pensar cómo arreglar que la naturaleza perdiera su fuerza y, en ocasiones, su ceguera.

—Ya pensaré cómo hacer para estar seguras, que en estas cosas, más vale prevenir que tener que remediar más tarde.

Pronto disteis cuenta de la sopa y de algunos restos que habían quedado de la comida de medio día y que tú, doña Clara, habías ofrecido a los familiares que habían asistido al entierro.

Tan pronto terminasteis de comer, tú, Antonio, te levantaste y dijiste:

—Yo, con el permiso de la señora y de las señoritas, me he de ir a dormir. Hoy no ha habido siesta y estoy desde las seis hecho un azacán, con el tanto trajín como ha traído el día.

Y tú, Doña Clara, sin levantarte, autorizaste a Antonio a ausentarse.

—Está bien, Antonio. Vete a descansar. Cuando el sol ya empiece a apretar, ten la carretela enganchada para que Marta y María puedan ir al pueblo.

—Sí, doña Clara. Con su permiso. Que pasen ustedes buena la noche —e hiciste, Antonio, ademán de marcharte con una ligera reverencia.

—¡Espera!… Anda, Marta, trae un juego de cama para Antonio, de los que veas más gastados. Y una manta. También un calzón y una camiseta de tu padre. ¿Qué llevas debajo, Antonio?

—Sólo lo que ve, doña Clara.

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—Anda, Marta, vés a por lo que te he dicho. —Sí, ma.
Y tú, Doña Clara, seguiste dirigiéndote a Antonio.

—¿Tienes un mono limpio? ¿Dónde tienes el que te trajeron los pasados reyes? Convendría que lavaras el que has estado llevando, pues ya me imagino la costra que debe acarrear.

—Lo tengo que no lo he estrenado porque me daba no sé qué el mancharlo. El otro lo dejé en ablando en el pilón, como me dijeron las señoritas.

A ti, doña Clara, no pareció gustarte lo que Antonio había hecho, te acercaste a un arcón y le dijiste mientras lo abrías y sacabas de él una bolsa:

—¡Vaya ocurrencia la vuestra! Pues lo sacas del pilón, vaya a ser que se ponga malo algún animal. Coges todo lo sucio y lo metes en un barreño para que se ablande. Le echas dos puñados de jabón… Espera, que te dé el jabón… De este jabón, dos puñados, ¿comprendes?, y lo remueves bien hasta que salga bálago. Déjalo por toda la noche, y por la mañana, después de frotar la ropa un poco, la enjuagas con dos aguas nuevas y la tiendes al sol a secar, ¿has entendido?

—Creo que sí —dijiste, Antonio, supongo que por complacer a tu ama.

—A ver, repite lo que te he dicho, pues no estoy yo muy segura de que lo hayas entendido —dijiste, doña Clara, presintiendo que Antonio no había memorizado la secuencia de la operación.

—Cojo la ropa y la tiendo al sol… No, primero la meto en el barreño y luego la tiendo al sol…

Y tú, Doña Clara, negaste con la cabeza y le interrumpiste su confusión evidente.

—No has entendido, a lo que se ve. A ver. Te repito. Coges la ropa y la metes en el barreño cubierta de agua, echas el jabón y lo remueves todo

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hasta que salga bien de bálago y la dejas así toda la noche. Anda, sólo eso. Yo mañana haré el resto. ¿Lo has entendido ahora?

—La meto en el barreño y le echo el jabón hasta que salga bálago… —quisiste sin éxito repetir, Antonio.

Tú, María, decidiste intervenir con una propuesta.

—Déjalo, ma, que ya ves que no se le queda en la mollera. Yo iré para irle diciendo lo que tiene que hacer.

—Está bien, María. Este hombre tiene que aprender a valerse por sí solo. Procura se fije bien, que ya se me pasó el tiempo de cuidar de críos.

—Aprende rápido, pero sólo cuando lo ve hacer y presta atención —dijiste, María.

—Yo recogeré la cocina, mientras tanto —dijiste, doña Clara. —Vamos, Antonio.
—Buenas noches, doña Clara.
—Buenas noches, Antonio.

Y tú, Marta, llegaste en aquel momento con el hato de ropa y preguntaste a madre:

—¿Está bien ésta?

—A ver… Había otros juegos algo más gastados, pero, bien, vale ésta. No hay que tirar de largo. ¿Cómo duermes en la cama, Antonio?

Tú, Antonio, no pareció que habías entendido el sentido de la pregunta.

—Bien, doña Clara; me coge el sueño nada más caer. Como se dice, como un lirón.

—Me refiero a qué te pones para dormir, hombre de Dios.

—Con el calzón y la camiseta, señora.

—Está bien. Mañana habré de mirar la ropa del amo, que en paz esté, por decir lo que se dice en estos casos, y te arreglaré un baúl con la que se pueda aprovechar, para que te mudes cuando debas.

—Toma, Antonio —dijiste, Marta, entregándole el bulto de ropa para que lo transportara, sin duda pensando que era su obligación.

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—Vete con tu hermana y mostradle lo que tiene que hacer con la ropa sucia. Y mucho ojo, vosotras, con lo que hacéis.

—Sí, madre —dijiste, Marta, sin dudarlo.

Y los tres salisteis de la casa y en dirección al cobertizo donde tú, Antonio, dormías y quizá soñabas con cosas que te igualaban a los demás seres humanos… Perdóname, Antonio, no debí decir quizá; ¡con qué facilidad somos injustos!…

TERCERA PARTE

Doña Clara se quedó ordenando la cocina, mientras sus pensamientos, inevitablemente preocupados, debían estar buscando una salida a un imaginario problema que podía venir por sus hijas y por Antonio, todos juntos y no por separado. De repente dejó todo y se quedó mirando un cajón que el marido había habilitado para las medicinas de los caballos. Se dirigió a él y lo abrió. Lo miró sin tocarlo, como si no hubiera definido bien lo que había pensado, y luego de un breve momento, se decidió al fin. Rebuscó entre las cajas, frascos y tubos algo concreto. Cogió un frasco oscuro y se acerco a la luz de la lámpara para leer un rótulo que tenía adherido: “Cloroformo”. Estaba casi lleno. Lo apretó contra el pecho y, después de depositarlo en la encimera, volvió al cajón. Siguió rebuscando. Encontró una caja metálica, cromada, y dentro una jeringuilla. Puso el frasco y la caja con la jeringuilla encima de la encimera y volvió a buscar en el cajón. Pareció que al fin había encontrado lo que buscaba desde el primer momento: un escalpelo que el marido utilizara para sajar la vulva de las yeguas cuando el parto se presentaba difícil y la hora era intempestiva para llamar al veterinario. Puso el instrumento encima de la encimera y se quedó pensando. Volvió de nuevo al cajón y buscó algo que debió recordar. Un pequeño frasco, que no parecía haber sido utilizado antes, apareció en sus manos y volvió a acercarse a la luz. Doña Clara leyó: “Pantocaína”. Lo

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depositó sobre la encimera y luego, con un paño de cocina, lo envolvió todo. Pareció pensar unos segundos y regresó una vez más al cajón. De él extrajo un botellín de alcohol y un pequeño frasco de una disolución antiséptica. También una bobina de hilo de seda y una aguja de sutura, que por ser utilizada con los caballos era especialmente grande. Deshizo el envoltorio y, ya todo, lo volvió a envolver con el paño. Seguidamente lo depositó en el cajón y cerró éste. Luego terminó con los últimos detalles de poner en orden la cocina, y seguramente pensando que si había de hacer lo que había pensado, no sería por falta de medios.

Marta, María, ibais delante de Antonio. No habría sido de otra manera; tú, Antonio, siempre caminabas detrás de tus amos. Cuando estos, sólo en alguna ocasión, te dispensaban la conversación, tú trotabas un poco y te ponías a la misma altura, atento y hasta complacido.

Comentasteis, Marta, María, mientras caminabais.

—¿Has visto, María? Parece raro, tú. Eso que dice madre parece raro, ¿no? ¿Qué dices tú? —dijiste, Marta.

—¿El qué te parece raro? —preguntaste, María.
—Todo eso que dice de los hombres y de las mujeres.
—Ella sabrá, pues para eso lo da la experiencia.
—Por pensar, María, pienso que madre nos quiere meter el miedo en el

cuerpo, ¿no te parece?
—¿Para qué? No lo creo…
—¡Qué tonta eres, María!… Madre querría que nos quedásemos para

vestir santos, así siempre estaríamos con ella para lo que ella quisiera disponer. Si nos casamos, a ver, tiene miedo que vengan otros hombres y manden, o que nosotras nos vayamos y la dejemos sola. ¿No te parece con sentido lo que digo?

—Puede.

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—¿Qué piensas hacer tú?
—No sé. ¿Qué quieres decir?
—¿A ti te da miedo eso que dijo madre?
—No sé.
—¡Qué corta eres, María!… No sé, no sé. ¿Es que no sabes decir otra

cosa? Vamos, di algo, mujer.
—¿A ti no te da miedo?
—Ya te lo diré cuando lo haya probado.
—Pues eso mismo, ni mas ni menos, que parece que quieras buscarme

la lengua.
—¿Qué me quieres decir? No te enfades.
—Que cuando lo pruebe, te lo diré yo también.
—¿Lo vas a probar? ¿Y si duele?
—Ya veremos.
Y entrasteis en el cuarto de Antonio. Tú, Marta, retiraste la ropa que,

alborotada, medio cubría la cama.

—¡Cómo huele esto, Antonio!… —Dijiste, Marta, tapándote la nariz.

—Ya lo decía, señorita Marta, que el olor se pega a todas partes, pero cuando se acostumbra uno, ya no se apercibe.

—Lo que se pega es la mierda. ¿Cuánto tiempo que no cambias la ropa de la cama, Antonio? —apostillaste, María, preguntando a continuación.

—No me acuerdo, señorita María.

—¡Jesús!… Anda, que a mí me van a dar ganas de devolver, coge tú mismo esa ropa para echarla a lo sucio… ¡Eso está más negro!… ¡Qué atropos, válgame Dios!… —exclamaste, Marta.

—¿Dónde hay por aquí un barreño, Antonio? —preguntaste, María.

—Mejor que lo pienso, ¡ni hablar de lavar eso, María!… ve que la mierda está encostrada y no habrá agua que la ablande. Mejor haremos en tirarlo, o quemarlo, pues ropa usada no ha de faltar.

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—El jergón no está muy bien, que digamos, pero puede dispensarse. ¡Eres un cochino, Antonio, mira que vivir así!… —dijiste, María.

Y tú, Antonio, mirabas hacia abajo, callado, quizá avergonzado, seguro que sin comprender bien por qué te regañaban las señoritas. ¡Si tú no tenía queja!…

—Dame esa ropa limpia, Antonio —ordenaste, Marta.

—Mira cómo lo hacemos nosotras. Algún día, sin que te des cuenta, vamos a venir para ver si haces las cosas como Dios manda, que no te queremos un haragán para la forma de vivir.

—Sí, señorita María.

Y tú, Marta, comenzaste a hacer la cama, mientras instruías al chico.

—Primero se pone esta sábana más pequeña…, luego ésta más grande. Pero la pequeña bien metida por aquí, por debajo del jergón, para que no se te arrebuje cuando des vueltas. Y luego ya la manta. Si te entra frío, puedes acucharte con la manta, metiendo esta parte que cuelga por debajo del jergón. ¿Entendido?

—Sí, señorita Marta; lo he entendido. Ya lo haré bien, no se tome más molestia.

—Bueno, pues ahora desnúdate y métete en la cama —dijiste, María.

—Antes, que saque todo esto al patio, ¡yo no quiero ni tocarlo!… —dijiste, Marta, mirando con aprensión el montón de ropa.

Y tú, Antonio, después de hacer un bulto con la ropa, la sacaste del cobertizo.

—¿Sabes lo que estoy pensando, hermana? —preguntaste, Marta, antes de que regresara Antonio.

—No. ¿Qué estás pensando?
—Que vamos a ponérsela tiesa.
— ¡No me digas! ¿Otra vez? ¿Y luego?
—Ya veremos. Habremos de estar a la que salte. —¡En qué quedamos!… ¿Vas o no a espatarrarte?

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—Te digo que ya veremos, María, pues me estoy acordando de lo que dijo madre. A ver lo que hace Antonio sin la yegua.

—¿Y cómo piensas ponérsela tiesa?

—Ya se nos ocurrirá algo. Pienso que le gusta que le manoseen los bolos. ¿Te acuerdas de antes?

—¡Sólo de pensarlo se me están mojando otra vez las bragas!…

—¡Anda ya, exagerada! A lo que veo, para mí que tú te vas a espatarrar antes que yo. Pues has de tener cuidado, no te vaya a quedar preñada porque, a ver qué haces luego.

—Eso sí, pero… y si, como dice madre, nos quedamos lelas…

—Habrá que andar con tiento.

Y volviste, Antonio. Te quedaste parado, como esperando la siguiente orden.

—Desnúdate, Antonio.

—Si eso ya lo sé hacer, señorita Marta. Por mí ya se pueden marchar, que se toman muchas molestias.

Tú, Marta, insististe.

—Queremos ver que te quedas en la cama y no te vas por ahí, con Princesa otra vez, o al pueblo en busca de la Carmela, que hemos oído que lo hace con cualquiera por los cuartos.

—Yo no tengo un real. El amo dijo que me guardaba el jornal para cuando fuera mayor y no pueda trabajar.

—Ya sabemos eso. Pero algo habrás sisado cuando padre te mandaba a hacer algún recado, ¿no?.

—¡Se lo juro que no, señorita María!…

Y empezaste, Antonio, a desnudarte despacio, mientras mirabas dónde poner la chaqueta y la camisa.

—Anda, ponla aquí, en la silla.—dijiste, María. —Yo me acuesto con la camiseta y el calzón.

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—Ya te oímos. Ahora te pondrás el limpio que te ha dado madre. Bájate ahora el pantalón, a ver si estás encelado —dijiste, Marta.

—No. Estoy tranquilo —y tú, Antonio, te bajaste el pantalón hasta las rodillas.

—¿A ver?… No, no lo estás —observaste, Marta. —¿Quieres que te demos gusto? —interviniste, María. —No hace falta. Estoy tranquilo, señorita María.
Y tú, Marta, te acercaste al muchacho mientras le decías:

—Te lo haremos para que no pienses y luego te vayas por ahí, con la Princesa, o al pueblo con la Carmela. Podría hacértelo al fiado y luego tendrías que sisar para el pago.

—¡Yo no siso, señorita Marta!…
—Ya lo has dicho, pero si piensas, a lo mejor…
Mientras esto decías, Marta, tú, María, te habías acercado por detrás de

Antonio, le cogiste los testículos y comenzaste a jugar con ellos. Tu miembro joven, Antonio, inevitablemente se fue hinchando de nuevo y pronto alcanzó las proporciones de la erección completa. Tú, María, entornabas los ojos mientras cogías, soltabas el sexo de Antonio y lo cogías de nuevo con avaricia, como un niño coge un juguete nuevo y que la excitación le impele a romperlo en lugar de disfrutarlo con calma. Tal era así, que en ocasiones, Antonio, te quejabas con un ¡Ay! corto, aunque no hacías nada y te dejabas. Y tú, Marta, te mordías la lengua mientras mirabas a tu hermana con lascivos ojos, muy abiertos y brillantes, como puertas abiertas a la imagen que ponía en marcha sensaciones nuevas en el imperio de los sentidos. Y en una reacción involuntaria, instintiva, te llevaste una mano a la entrepierna, buscando, quizá, calmar el ardor polarizado de tu sangre. Y como atraída y no satisfecha con la imagen, te acercaste a Antonio para sentir la realidad a tu alcance, y con la otra mano le cogiste un pellizco de la prieta carnosidad de sus nalgas, a la vez que aproximabas tu cuerpo hirviente al del muchacho. Y tú, Antonio, doblado

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por la tensión, con el mentón clavado en el pecho, mordiéndote el labio inferior, en silencio, te dejabas hacer sin ofrecer colaboración activa. Luego, tú, María, con algún pensamiento gestado recientemente en tu mente, te pusiste frente al chico, te agachaste y con los ojos cerrados a la repulsión, acercaste la boca al pene, lo tocaste con la punta de la legua e hiciste un gesto como esperando la nausea. Tú boca se convirtió en vagina y los jugos te impelieron a procurarte de inmediato el alimento que calmara tu apetito. Y como náufrago hambriento, súbitamente introdujiste el glande en tu boca, y tu garganta, como la de una serpiente boa, se dilató para deglutirlo entero. Tú, Marta, que seguías observando a tu hermana con la mirada prendida, robada la imagen y guardada en tu memoria, soltaste la nalga de Antonio, reculaste ciega en busca de refugio para tu cuerpo desfalleciente y te dejaste caer de espaldas en la cama con las piernas abiertas al deseo, la falda subida hasta la cintura, refrigerando tu cuerpo de incandescencias internas. Así permaneciste por un momento, los ojos cerrados y anhelante tu corazón. La experiencia abortada por cancerberos del alma, te indicó el camino nunca antes andado del todo y tus manos bajaron hasta la entrepierna. Con la mano izquierda, de las dos la más desconocida para tu cuerpo, te pusiste a frotar violentamente, cada vez más violentamente tu vulva por encima de la braga. Así, durante unos minutos, recorriste el camino ya andado hasta donde el pecado podía convertirse en mortal, el abismo que en otras ocasiones habías rechazado después de haberte atraído como un misterio. De repente, como si aquel abismo te succionara, lanzaste un quejido y te quedaste exhausta, con los ojos cerrados, muerta de tan intenso vivir o morir de amor, que decían los antiguos. Habías llegado, por fin, al final del camino, sin preocupación por la condenación eterna. Mientras tanto, tú, Antonio, siempre con el mentón pegado a tu pecho, gemías con sonidos guturales que te acercaban a tu ancestro primigenio. Y tú, María, con los ojos cerrados y con el miembro inverosimilmente deglutido en tu boca y garganta, abrazabas con fuerza las piernas de Antonio para que se estuviera quieto en su tímido vaivén de

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caderas, que te hacía temer la pérdida de la presa. Así algunos minutos, eternos minutos que no cuentan con la medida del tiempo. Cuando, Antonio, envarado, expelió un gutural ¡aag! de estertor postrero y su pene eyaculó dentro de tu boca, tú, María, ante el extraño humor en tu paladar, te retiraste empujando a Antonio con violencia, haciendo ascos y escupiendo, mientras te levantabas furiosa y le dabas una sonora bofetada al muchacho. Tú, Antonio, seguiste con el mentón clavado en el pecho, sin reaccionar a la nueva sacudida a que había sido sometido tu cuerpo, porque tu cuerpo ya estaba insensibilizado a las sensaciones menores.

—¡Este cabrón me ha echado los mocos en la boca!… —exclamaste enfurecida, María, aún escupiendo mientras te acercabas a tu hermana, que aún seguía tumbada, con los ojos cerrados y cuerpo inerme.

—¿A qué saben, María? —preguntaste, Marta, a tu hermana, con voz quejumbrosa y sin incorporarte de la postura de abandono total en el que había quedado tu cuerpo y espíritu.

—No sé. Algo raro que me ha dado mucho asco. Pero yo quería seguir y éste lo ha estropeado. ¿Y tú por qué chillaste?

—No me pude contener —dijiste, Marta, incorporándote.
—¿Te has hecho daño? Y también acezabas, ¿por qué acezabas? —No fue por eso. Debió pasarme como a Antonio esta tarde cuando se

la metió a la yegua. Sentí un gusto, ¡uuy!, y me salió por ahí abajo un montón de saliva, que pareció como si me meara.

Y tú, Marta, te fijaste en Antonio, que seguía con el mentón aún clavado en el pecho, mirando al suelo, sin moverse del mismo sitio. Te dirigiste a él dándole unas palmaditas en el hombro y le dijiste con voz conciliadora:

—Anda, Antonio, acuéstate ya. Ya sabemos que no vas a salir del cuarto.

Pero tú, Antonio, estabas dolido y exteriorizaste tu sentimiento que te dolía más que el tortazo.

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—La señorita María no me quiere; me ha pegado.

—Perdona, Antonio. Es que no tenías que haberme echado eso en la boca, que me ha dado mucho asco, comprende.

—Es que no me pude sujetar.

—Bueno. No ha pasado nada, hombre. Pero otra vez avisa que te va a pasar. Acuéstate, anda —concluiste, María.

Y tú, Antonio, te acostaste desnudo, sin osar mirar a las dos jóvenes. Ellas te miraron por un instante, y fue Marta quien, ya desde la puerta, se dirigió a ti y te dijo.

—No digas a nadie, ¿eh?… Si eres de ley con nosotras, otro día a lo mejor te dejamos hacer para prevenir que tengas que ir con Princesa, pues eso que haces, hombre de Dios, es más bien de animales… —y tirando de tu hermana, le indicaste—: Vamos ya, María, que madre va le va a dar por pensar.

Y las dos salisteis del cobertizo. Os asustasteis de ver una sombra que cruzaba el patio y penetraba en la casa.

—¿Has visto? —preguntaste, María—. ¿Has visto aquella sombra? —Sí que la vi. Creo que era madre, ¿quién, si no?
—¿Tú crees que nos vio?
—No sé. Puede.

—¿Y qué nos va a decir? ¡Vaya papeleta la nuestra, si nos ha visto!…

—Yo seré la que le diga que eso no duele, que cuando se quejaba era porque le daba gusto.

—No lo sabemos, Marta; que a nosotras no nos la ha metido.

—Estoy segura que no duele, hermana. Tú la tenías tragada entera, ¿a que no te dolía?

—Un poco sí, aunque a lo mejor no es lo mismo.

—Yo pensé que la tenía metida por ahí abajo y no sentí otra cosa que mucho gusto. Madre nos ha mentido para que no nos quedemos preñadas y nos tengamos que casar, eso es lo que es.

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—Pues es una buena razón, ¿no?

— ¡Vete a saber qué tiene en la cabeza!… Ya nos cercioraremos en qué anda su molondra.

—¿Qué le decimos, a tu parecer? No me creo que tú vayas y le digas eso.

—Primero ya veremos lo que dice ella. Pero si ella nos regaña, se lo voy a decir, ¡ya lo creo que se lo voy a decir!… y a ver qué dice ella, entonces. Anda, atúsate el pelo, que lo tienes alborotado.

Pero lo cierto es que vosotras, Marta, María, probablemente conscientes de haber hecho algo que estaba mal, entrasteis en la casa temerosas de enfrentaros cara a cara con madre.

Y tú, madre, estabas en la cocina lavando los platos que habías dejado en el fregadero. No te volviste cuando entraron tus dos hijas. Ellas te miraron, quizá esperando alguna reacción violenta tuya.

Y fuiste tú, Marta, más resuelta que tu hermana, hasta para disimular, la que dijiste:

—No hemos lavado la ropa de la cama, madre; estaba muy guarra y no creo que se la pudiera blanquear. Es mejor para quemarla.

Y tú, madre, te volviste y miraste sin delatarte primero a una, luego a la otra de tus hijas. Había en tu rostro un rictus serio, aunque no severo.

—Está bien. ¿Ha quedado Antonio a gusto?

—Si, ma, muy a gusto, como los caballos cuando se les cambia la cama. Le hemos enseñado cómo se hace la cama y él la hará la próxima vez —dijiste, María, mientras mirabas a la hermana con alivio reflejado en tu rostro.

Y tú, madre, por lo que fuera, no tenías ganas de conversar con tus hijas.

—Pues íos a la cama. Mañana hay que madrugar. —¿Quieres que te ayudemos? —preguntaste, María.

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—No. Esto ya está para terminar. Yo también me iré luego a la cama; estoy muerta de cansancio del trajín del día.

—Pues hasta mañana, ma —te despediste, María.

—Con Dios, hijas.

Y vosotras, Marta, María, os fuisteis a vuestro cuarto, seguro convencidas de que la madre no os había visto.

Doña Clara, tú no tenías prisa por irte a la cama; esperabas ese silencio que ensombrece el alma. Terminaste de fregar y de colocar todos los cacharros en el sitio respectivo; eras mujer de orden y dominabas el tiempo. Te secaste las manos con el delantal y te fuiste al cajón de las medicinas, lo abriste, te quedaste mirando al grueso envoltorio, y lo cerraste con violencia, quizá pensando a qué extremos te ibas a ver obligada. Después de echar una ojeada panorámica a toda la cocina y apagar la luz, te fuiste a tu dormitorio.

Antes de penetrar en el dormitorio, doña Clara, volviste por tus pasos y entraste en la sala. Te dirigiste a un armario empotrado. En sus estantes había algún trofeo que consiguiera tu cuadra, alguna figura de barro o porcelana, una radio de capilla y unos cuantos libros, todos forrados con papel de periódico. Abriste con la llave que portabas una de las vitrinas y miraste los títulos escritos sobre los lomos de los libros, cogiste uno y te lo llevaste contigo a la habitación, apretado contra tu pecho, como solías hacer con el misal. Sentada en el borde de la cama, abriste el libro y buscaste no sé qué, pasando páginas de una en una con la ayuda del dedo índice previamente humedecido con la lengua. Cuando creíste haber encontrado lo que querías, miraste con atención las profusas imágenes y dibujos y leíste los pies de los mismos. Luego volviste algunas páginas atrás y leíste el texto con mucha calma, releyendo algunos párrafos que debiste pensar no los habías comprendido del todo.

Dejaste, doña Clara, de leer el texto y volviste a fijarte en los dibujos que mostraban paso a paso las fases de la operación. Te quedaste un buen rato observando alguna imagen concreta, y cerrando los ojos de vez en

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cuando, pareció como si quisieses memorizar todo lo que estabas viendo, para ti, seguramente, más fácil de entender que los textos. Al fin, asintiendo con la cabeza a la comprensión que tú misma te habías exigido, dejaste el libro en la mesilla y trataste de dormir.

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CUARTA PARTE

En la casa de doña Clara la referencia para levantarse, cualquiera que fuese la estación del año, fue siempre la misma para sus moradores: a la salida de sol para Antonio y el difunto amo, las ocho del reloj de la sala para doña Clara y sus hijas. Según la época del año, ese momento podía o no coincidir; ahora coincidía, más o menos. Marta y María se hicieron las remolonas hasta que la madre les retiró la ropa de abrigo de sus camas, y aunque fuera marzo, el frío de la mañana las movilizó de inmediato. En la comarca todavía hacía frío hasta que el sol apretaba, ya bien entrada la mañana.

Antonio, más cansado que de costumbre, quizá por el trajín a que había sido sometido por unos y los otros el día anterior; pudiera ser por el regalo que le proporcionaba aquel estado de pureza física, le costó despegarse de aquellas sábanas limpias, suaves y flexibles al tacto, pues las que venía usando hasta entonces, más que sábanas, cueros parecían.

Antonio se despertó, como siempre, a los primeros cantos del gallo y primeras luces del día que penetraban por la ventana, pero pareció quedarse un buen rato pensando con sus elementales pensamientos en todo lo que había sucedido el día anterior. Seguro que pensaba en las zagalas, Marta y María, las señoritas para él. Me atrevo a pensar que le tenían trastornado el buen y casto sentir que hacia ellas había tenido hasta entonces. Las imágenes se mezclarían confusas. Es muy probable que Antonio se complaciera en la imagen de Marta, espatarrada en la cama y frotándose el sexo con el violento vaivén de su mano, y pensaría en aquel quejido final que, a buen seguro, le debió obsesionar. Y luego María y todo lo que le hizo, nuevo para él. ¿Por qué no podía pensar Antonio, como cualquier otra persona normal, en eso o en cosas parecidas? Y seguro que pensó, como él había hecho antes con las imágenes de las yeguas y los garañones —cuando le daba por pensar, ¿lo recordáis?— única visión del

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sexo que hasta entonces tenía. Y fue de tal modo la excitación que sintió, que el miembro se le volvió a encabritar.

Estaba complacido manipulando la verga, cuando, de repente, debió pensar en las palabras de Marta al despedirse: “si eres de ley con nosotras, otro día, a lo mejor nos espatarramos para ti y para que no te veas obligado a ir con Princesa.” Antonio pensaría en irse en busca de Princesa como en otras ocasiones si continuaba sobando la verga, y esa oferta de la zagala y el deseo de complacerla debió ser más fuerte que el instinto.

Se levantó con cierto quebranto del cuerpo y se puso el mono nuevo; también debió ser una obsesión para él el aparecer aseado ante sus amas.

Como cada mañana, Antonio calentaba agua en un sencillo infiernillo de petróleo, le echaba un par de cucharadas de café, previamente molido, y dejaba que cociera. Mientras esto sucedía, se cortaba una rebanada de pan de una hogaza, casi siempre endurecida, y la untaba con la manteca roja de un tarro que contenía farinatos cocidos en esa misma manteca, y que doña Clara preparaba especialmente para él en el tiempo de la anual matanza. Colaba el café y le añadía gran cantidad de azúcar, pues era especialmente goloso. Este era su desayuno habitual. Como excepción, algunas veces, sobre todo en invierno, se hacía unas sopas de ajo. También, cuando alguna yegua estaba criando, se procuraba un culito de leche, que ordeñaba sobre el gran tazón utilizado para tomar el café. Sobre todo le gustaba ordeñar la yegua los primeros días después del parto. Utilizaba el calostro como sustituto de la manteca roja sobre la rebanada de pan, a la que añadía gran cantidad de azúcar. Esto le debía saber a gloría al bueno de Antonio, a juzgar por la satisfacción que mostraba cuando lo comía. Ahora no había ninguna yegua recién parida y el desayuno fue el ya descrito.

Como había retrasado sus tareas por causa del gozo y pereza que le había ocasionado el disfrute de la cama y el cuerpo limpios, también porque se complaciera en sus pensamientos, se dio prisa en esta ocasión, y después de tomarse el café de un sorbo, salió del cuarto con presteza,

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comiendo aún la rebanada de pan. Tenía que enganchar el percherón a la carretela y quitar el polvo a ésta para que las señoritas la tuvieran lista cuando ellas dispusieran.

Marta y María, ya lo decía, también tuvieron pereza para levantarse, y fue la madre la que las debió llamar en reiteradas ocasiones.

Al fin, Marta y María, aparecieron por la cocina, repeinadas y engalanadas, no con sus mejores ropas, pero sí acicaladas para la ocasión. Ir al pueblo las motivaba, pues siempre mostraban gran contento, y al suspiro seguiría el deseo de encontrarse con los guapos galanes, que aunque los dos trabajaban, no era difícil que se apercibieran de su presencia, pues sus fincas estaban en el camino que las llevaba al pueblo. Cuando esto sucedía, los zagales dejaban sus labores respectivas y salían a la vereda para encontrarse con ellas y “pasar un rato con vosotras”, como ellos decían.

Doña Clara, tú ya les tenía dos buenos tazones de café con leche humeante, repletos de miga de pan, el desayuno habitual de tus hijas. Llegaron con caras de no haber dormido lo suficiente para sus naturalezas jóvenes y sometidas la noche anterior a los estragos del ardor que, como tal ardor, consume más que fortifica, al decir de los sabios de entonces y los que por sus votos se consumían al fuego lento de la llama del Espíritu Santo.

—Hoy se os han pegado las sábanas y la mañana ya no va a dar mucho de sí, por eso habéis de estar prestas y no entreteneros por ahí, con cualquiera que hace de su tiempo un rosario. —dijiste, madre, cuando tus hijas aparecieron en la cocina.

—Es que ayer fue un día de mucho trajín, madre. Yo tengo el cuerpo como si me hubieran molido a palos —Dijiste, Marta, diciendo la verdad.

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Tú, madre, dijiste con esa forma de decir que responde a lo que se tiene pensado, mas que a lo que en ese momento se piensa.

—Sí que fue cumplido el día, sobre todo para vosotras… que no estáis hechas a tales figuraciones—y te fijaste especialmente en María y a ella te dirigiste—. Y a ti, ¿qué te pasa en la boca, María? Parece como si tuvieras algún contagio. Déjame que te vea… Sí, eso parece… —y le miraste la boca de cerca, a un lado y a otro, moviendo la cara de tu hija cogida por la barbilla.

Quiero suponer, doña Clara, que no es que hubieras visto nada especial en la boca de María. Parecías tener la intención, calculada previamente, de comenzar a amedrentar a tus hijas por algo que debiste ver la noche anterior y que tú sabías no tener otra forma mejor de evitar que se repitiera.

—No me noto nada, ma —dijiste, María, tocándote la boca con insistencia.

Tú, madre, sabiendo como sabías que para remediar un mal imaginario hay que poner vacunas de miedo, y que no querías abordar el tema con franqueza temiendo por tu propia reacción una vez puestas las cartas boca arriba, seguiste.

—Será alguna muela picada y te viene un flemón. Tienes los carrillos, ahí, cerca de la boca, algo hinchados. Aunque puede que no sea de una muela… Ves de andar con cuidado, no se te vaya a enconar y se te tuerza.

—Pues yo no me noto nada, ma, y no me duele ninguna muela —dijiste, María, mirando interrogante a tu hermana y tocándote de nuevo la boca.

—Yatedigoquealomejornoesdeunamuela.Vaaser mejorquete pases por el boticario y te dé algo para enjuagártela —dijiste, madre, sin dejar resquicio a la duda.

—Le pediré algo —dijiste, María, preocupada más por tus pensamientos.

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—Yo tampoco le noto nada —interviniste, Marta, después de mirar sostenidamente a tu hermana.

Y tú, madre, diste un paso más en la intención de preocupar a tus hijas con una infección imaginaria. En esta ocasión añadiste tu airado disgusto por el entrometimiento de Marta.

—¡Tú nunca ves nada, Marta, y mejor te callas!… Ocurre que el contagio está empezando, y yo sí lo aprecio. Estas cosas, mejor prevenir que curar, así que no dejes de enjuagártela, por si acaso. ¡Y venga, daos prisa, que la mañana ya se os va ir entre ir y venir!…. Aquí os he apuntado todo lo que debéis traer. Ahora, ¡aligerar!…

Terminasteis, Marta, María, el desayuno en un decir amen, sin más deteneros a hablar con madre o entre vosotras, y salisteis al patio, donde ya Antonio mantenía por la brida al caballo enganchado a la carretela.

Tú, María, te tocabas con frecuencia el carrillo tratando de descubrir la anomalía, y la preocupación debió hacerte recordar cosas relacionadas con el día anterior: Antonio, la verga de Antonio, Princesa, y tu boca receptora de aquel moco que tanto asco te produjo. Puede que madre tuviese razón y estuvieras contagiada, debiste pensar, porque miraste a tu hermana consultándola con la mirada y expresión asustada. Marta te hizo un gesto de negativa y probablemente convencida de que, por alguna razón, madre exageraba, por eso te dijo:

—Madre te quiere asustar, y de paso a mí, eso es lo que es y no es otra cosa.

—¿Crees que nos vio?

Tú, Marta, no contestaste y sí le dijiste a Antonio cuando llegasteis cerca de la carretela:

—Hola, Antonio. Vaya que estás muy majo, con ese mono nuevo. Cuídalo, que hay que mirar por el ahorro.

—Si no me lo quito, pronto se ha de poner lo mismo, señorita Marta.

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—Oye, Antonio, ¿te duele la verga? ¿Te has notado algo raro? —preguntaste, María, que a pesar de la opinión de tu hermana, seguías preocupada.

—No, señorita María. Está normal, como siempre. ¿A qué me pregunta?

—Luego te la miras bien, para ver si tienes alguna buba por esa parte. Me dices lo que sea cuando estemos de vuelta, ¿entendido?

—Sí, señorita María.

—Te traeremos un buen jabón para que te laves bien, como las personas —dijiste, Marta, porque tu preocupación era otra, ¿verdad?.

—No tengo tabaco. Antes el amo me daba cigarros, pero ahora…

—Te traeremos tabaco. ¿Algo más? ¿Cuál tabaco? —preguntaste, Marta.

—Ideales va bien. Ya que son ustedes así de buenas, si me traen unos pectolines…Tengo algo agarrado el gaznate.

—¿Qué dices, tú? ¡No fastidies! ¿No tendrás calentura? —preguntaste, María, con sobresalto.

—Yo no me noto más que me pica algo el gaznate.

—¡Vaya por Dios!… ¿Y desde cuándo te lo notas? —volviste, María, a preguntar.

—Desde hoy mañana. Puede ser por el remojón de ayer. Uno no está acostumbrado…

—¡Uf!… Sí, puede que te resfriaras. Bueno, dame la riendas y aparta, que andamos tarde —dijiste, María, algo más calmada.

—Adiós, Antonio. No olvides todo lo que te dijimos ayer. Y cuidado con el garañón y Princesa, no te vayas a quedar lisiado.

—Pondré cuidado, señorita Marta.
—Vamos, Tronco. ¡Arre!
Y el carruaje se puso en marcha a un paso alegre. Tronco gustaba de

tirar de la carretela, sobre todo si vosotras ibais en el pescante; vosotras

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nunca lo fustigabais, sólo le decíais, ¡arre, Tronco!… ¿o soy yo el que supone que era así? Tan pronto salisteis del patio, tú, María, te dirigiste a tu hermana.

—Estoy muy preocupada, Marta, pero que muy preocupada, ¿te figuras?

—¿Por lo que ha dicho madre? ¡Bah!
—Sí, por eso. ¿De veras que tú no me notas nada? Anda, mira bien.
Y abriste, María, la boca cuanto pudiste y se la mostraste a tu hermana. —Te digo que no, María. Son figuraciones de madre, o mala idea, vete

a saber. Puede que nos viera, que te vio lo que hiciste a ese marrano de Antonio y le haya entrado la preocupación de que te ha venido el contagio; por eso dijo lo de mejor prevenir que curar.

—Y si lo vio, ¿por qué no nos ha regañado?

—¡Vete a saber!… Yo pienso que a ella lo que le apura es que nos vayamos a quedar preñadas. Mientras sólo sea eso que hicimos… Pero, tienes razón, ¿por qué no nos regañó? A lo mejor es que eso no es malo si se hace con las debidas precauciones. Recuerda que cuando nos habló de esas cosas, me pareció que eso no le importaba mucho, más bien como que eso es lo que había que hacer para dejar a los hombres tranquilos.

—Sí que le pediré algo para la boca al boticario, por si acaso. Antonio le hizo eso a Princesa y puede que no se lavó bien luego. Los animales tienen muchas enfermedades.

—Sarna con gusto no pica, hija. No te obsesiones y pide eso al boticario. Podemos si tú quieres pasar por el médico, más que nada para salir de dudas y que te quedes tranquila, mujer.

—Yo creo que sí, que nada se pierde.

—Pues si te salen bubas en la boca, la has fastidiado, hermana. Menuda papeleta. Ya no podré hacer lo que tú hiciste ayer. Porque, te gustó, ¿no? Parecía que no habías comido en una semana; ¡qué manera de tragar! ¡Ji, ji!… ¿No te atragantabas? ¡Ji, ji!

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—Mejor que te calles, Marta, por lo menos hasta que me vea el médico. Y no te rías, que parece que no te preocupa y te hace gracia la cosa.

—Pelillos a la mar… ¿Le vas a decir a don Julio lo que pasó? ¡Ji, ji!…

—¡Claro, rica, eso le voy a decir yo!

—Pues entonces como si nada. Es que si no se lo dices, él no puede saber si tienes peligro, ¿no lo comprendes?

—¡Qué cosas tienes, Marta! ¡Cómo le voy a decir que se la sorbí a Antonio!

—Que la tragaste, no que se la sorbiste, ¡ji, ji!…

—Yo no le voy a decir eso. Para algo es médico. Si no ve nada, entonces es que son figuraciones de madre. Me enjuagaré bien la boca, eso sí.

—Si salen los zagales a nuestro encuentro, no se te ocurra besar al tuyo, por si acaso se le pega.

—¡Que bruta eres, Marta!… Vaya una forma de darme sosiego.

—A lo hecho, pecho, hermana. Haberlo pensado antes ¡Arre, Tronco! —y tú, Marta, te pusiste a canturrear una estrofa de una canción popular, ¿o te la inventaste?

“Era una moza hermosa
como una rosa.
Se encontró un guapo mozo como un clavel.
Los dos hicieron cosas,
que hay que ver, que hay que ver”

—No me hace gracia, Marta. Mejor te callas, que ya sé adonde apuntas.

—Si quieres te canto esa de…

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“Qué tendrá la niña
que llora y llora.
No será que el niño
la deja sola, la deja sola”.

—Pues tampoco esa, que parece como si fuera por mí.
—Pues ya me callo, mujer, aunque pues el que se pica, ajos come. —Hasta que me vea don Julio, no estoy para esas bromas,

compréndelo. —¡Bueeeno!

Doña Clara ya parecía tener claro lo que debería hacer esa mañana en la que sus hijas estarían ausentes. La preocupación por sus hijas debía ser la que Marta había apuntado en un par de ocasiones. Sabía que un accidente podría ocurrir en cualquier momento y sus hijas sufrir de cualquiera del los males que ella imaginaba: una infección o que cualquier día les diera por probar lo que sus cuerpos pedían, por ser natural, y se espatarraran para que Antonio las envergara —pido disculpas por utilizar el léxico que emplea doña Clara, pero es que, honestamente, esa y otras expresiones me empiezan a gustar .

Supongo que doña Clara sabía, naturalmente, que no todas las mujeres padecían de su problema. El médico rural podría haber tenido conocimiento del mal que aquejaba a doña Clara si ella se lo hubiese expuesto, y si no solucionado por él mismo, sí podía haberle sugerido la visita a un ginecólogo de la ciudad, pero doña Clara, como ya he sugerido, debía tener por vergonzoso su problema y nunca se atrevió a contárselo.

Así pues, consciente de que sus hijas eran unas mozas normales y que era normal que a la ocasión propicia pudieran muy bien dejarse penetrar

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por los hombres, ahora la preocupación inmediata tenía que ser el resolver el problema que podía causarles un Antonio, que a fuer de bueno, o de tonto en opinión de todos, pero en cualquier caso inconveniente, constituía para ellas un juego siempre disponible al antojo de su sexualidad juvenil y llena de curiosidad.

La escena que había observado la noche anterior por la rendija de la ventana del cuarto de Antonio no debió sorprender a doña Clara. Si no armó un alboroto a sus hijas, debió ser porque consideró que esa no era la forma de evitar que se repitiera y todo aquello previsible que pudiera sucederse. Supondría que lo único que iba a conseguir riñéndolas, era que ellas procurarían hacerlo con la seguridad de no ser vistas por su madre. Doña Clara estaba segura que, ni entonces ni antes, Antonio había envergado a ninguna de ellas y, por tanto, de la preñez no tenía por que preocuparse hasta aquel momento.

Pero aunque eso fuese así, lo que había hecho María sí le debió preocupar, pero sólo por las posibles infecciones que esas practicas les pudiesen originar. El marido le había comentado las aficiones que Antonio tenía con las yeguas, o quizá solamente con la yegua Princesa, asunto al que doña Clara no le había dado mayor importancia hasta ahora e incluso festejado. Aunque se revisaba periódicamente el estado de salud de los caballos, también el marido le había comentado alguna vez que tal yegua padecía de alguna enfermedad relacionada con la vagina, lo que impedía, hasta estar curada, el apareamiento con el garañón. La limpieza de los genitales del garañón después del servicio era algo obligado, precisamente para evitar los posibles contagios de éste o de otras yeguas. A doña Clara le debió parecer que Antonio, por lo que hacía con las yeguas, podía estar en posesión de todas las infecciones que potencialmente los animales podían portar, y este pensamiento debió ser el que le hizo temer en el peligro que podía correr su hija María, por lo que había hecho y, sobre todo, por lo que debió suponer iban a continuar haciendo. De ahí lo de prevenir mejor que curar, dicho a su modo por doña Clara. En consecuencia,

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procurando, por un lado, que sus hijas se previnieran por ellas mismas metiéndoles el miedo en el cuerpo, ya que ella no podía estar en todo, su pensamiento vino en convenir en algo global y que llamándose peligro, globalmente debería poner remedio al que representara Antonio en lo sucesivo, por un motivo o por el otro, en aquella casa que, por otra parte, no podía permitirse prescindir de él. Y fue por eso por lo que debió decidir que esa mañana en la que Antonio y ella estaban a solas, mejor antes que después, mejor prevenir que remediar, debería impedir que pudiesen ocurrir los males que ella se imaginaba. “¡Válgame El Señor!”, decía de continuo doña Clara.

Doña Clara abrió el cajón de las medicinas, tomó el bulto que había dejado preparado la noche anterior y lo depositó abierto sobre la encimera. Ojeó todo de nuevo y abrió la pequeña caja cromada. La jeringuilla y la aguja hipodérmica que el marido había utilizado para inyectar Pantocaína en la vulva de las yeguas, antes de rajarla para facilitar algún parto que se presentaba difícil, parecía estar en buen estado. La aguja no era pequeña pero podría valer, debió pensar doña Clara. Era menester desinfectar todo bien y que no hubiera errores que escaparan a su exclusivo control. La misma caja se prestaba a tal operación, según había visto hacer en más de una ocasión. En la tapadera debería echar alcohol y en la caja agua que cubriera la jeringuilla, la aguja de inyectar, la aguja de suturar y el escalpelo. Doña Clara encendió el alcohol y dejó que el agua cociera por unos tres o cuatro minutos. Mientras hacía esta operación, doña Clara tomó un paquete de algodón en el que no había reparado la noche anterior. Le faltaba una buena toalla limpia, y fue a por ella. Cuando volvió, debió considerar que todo estaba listo. Trataría de recordar lo que había leído la noche anterior. El anestésico que había utilizado el marido con las yeguas serviría igualmente para su propósito. Ella utilizaría además el Cloroformo, que el marido sólo había utilizado en casos extremos. Y ya decidida, recordando los pasos que sucesivamente debería dar, envolvió todo y salió al patio.

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Antonio estaba atendiendo a Princesa y al garañón. Doña Clara se dirigió al grupo que formaban los tres seres, uniformes en instintos primarios o, al menos, eso debió pensar aquella mujer. Ella, sin embargo, también debió pensar que era una persona con plena capacidad de discernimiento; ella era una cosa, los demás, otra, incluso sus hijas, que sin ella, sus consejos y su vigilancia ya serían ahora unas perdidas o camino de serlo.

Cuando doña Clara salió al patio, tú, Antonio, tenías al garañón cogido por la brida.

—Antonio, ¿cómo va eso? Veo que andas con la Princesa y el garañón, ¿la ha montado?

—Ya la ha servido, señora. Ya no ha de haber problema y en unos meses Princesa tendrá un potrillo la mar de majo.

—Llévalos a la cuadra. No olvides pasear un poco a Princesa para que no expulse…

—Ya lo voy a hacer, señora. El amo me enseñó todo lo que hay que saber sobre la cuestión.

—Le has de lavar bien la verga al garañón, no te olvides también de eso.

—Sí que lo haré, señora. Ahora mismo, en el abrevadero y antes de que se le suba.

—Cuando termines, ven a tu cuarto, quiero decirte algo. Te espero allí. Voy a ver lo que se puede hacer para que vivas mejor y otras cosas que nos convienen a todos.

—Ya vivo muy bien, señora. Son ustedes todas muy buenas conmigo.

—No vuelvas a decir eso, Antonio, que somos como debemos ser. Somos como de la familia y hacemos contigo lo que debemos hacer y Dios

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manda —dijiste, doña Clara, como si quisieras quedar claro que no lo hacías por afecto.

—Descuide, señora doña Clara; no lo voy a decir más. Vuelvo al momento, doña Clara.

—Allí te espero, pues.

Volviste pronto, Antonio, una vez que finalizaste la tarea de pasear a Princesa y lavar los genitales del garañón. Parecías estar impaciente por no hacer esperar a la señora. Por esta y por otras razones conocidas, la visión del apareamiento de Princesa y el garañón no te produjo en esta ocasión erección alguna en la verga, ¿verdad?, y se podría decir que estabas completamente tranquilo a este respecto, como tú solías decir.

Cuando llegaste al cuarto, Antonio, Doña Clara estaba mirando distraída por la ventana. Sobre la cama y en la parte de los pies se extendía ordenado el inquietante instrumental clínico.

Al entrar, Antonio, miraste todo aquello, y seguro que no pudiste comprender el significado de tanto chisme extraño.

—Usted dirá, doña Clara.

—Antonio —dijiste, doña Clara, sin volverte, con la mirada perdida en el patio—, tú sabes que todas te queremos y queremos que vivas siempre con nosotras, que nunca te hemos dicho que esto era de paso y mientras conviniera, como se hace con los peones…

—Ya me hacía yo a la idea, señora, que me lo han demostrado sobradamente.

—La cosa es que algunos asuntos habría que arreglarlos para que el acomodo no traiga inconvenientes que ni tú ni nosotras queremos.

—Por mí, lo que usted mande. Yo creo que hago todo lo mejor que me se alcanza y no debía usted tomarse esas molestias.

—Ya, y no es que tenga queja, pero tú y las zagalas hacéis cosas… No está nada bien lo que haces con las zagalas, que yo lo vi ayer sin que os apercibierais.

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—Yo…yo… Le juro, señora, que yo no quería… —replicaste azorado, Antonio, y bajando la cabeza, añadiste—: Es que me cuesta contradecir a las señoritas.

—Claro que no querías, pero cuando ellas te tocaban sí lo querías, ¿no? O por lo menos te gustaba. Y no me digas que no, porque yo sé que es así.

—Yo ya me las apañaba solo y otras veces con la Princesa me quedaba servido, pero ellas me lo hicieron y ya no pude… Yo sólo me dejé hacer, por eso de no contradecirlas.

—Lo comprendo y no estoy enfadada contigo. Lo que pasa es que, y tú también lo debes entender, eso le puede hacer mucho daño a las zagalas. Puede ir de mal en peor. María tiene bubas en la boca, y si se la hubieses metido, un mal señalar, por ahí abajo y como hace el garañón con las yeguas, ahora estarían las dos preñadas. ¿Tú has visto que un hombre preñe a dos hermanas a la vez? Eso lo hace el garañón con las yeguas y porque son animales, mejorando lo presente, pero tú eres una persona… como de la familia. Además, es un pecado de los que Dios castiga con el infierno. ¿Tú has oído decir al cura cómo se pasa en el infierno? Pues es algo así como cuando se asa un cabrito, pero en carnes vivas. Bueno, que eso se acabó, es lo que quiero decir.

—Se lo juro que no lo voy a hacer nunca más.

—Sí, pero ellas te lo pueden pedir y tú no vas a decirlas que no, ¿verdad? Por no contradecirlas, claro está.

—No sé. Es que yo no sé decirles que no a las señoritas.

—Pues acabemos, entonces. Lo que tenemos que hacer es algo para que eso no ocurra ni por descuido. Fíjate que te tendrías que marchar de esta casa. Puede que hasta me pusiera muy enfadada y te arreara un trancazo que te rompiera la crisma.

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—Si la señora me manda, me voy para siempre. Mal será que no encuentre alguna otra cuadra en donde convenga mi oficio, que yo, de veras, doña Clara, que no quiero hacer mal a ninguna de ustedes.

—No, no. A ver si me entiendes, jodio. No hará falta eso de marcharte. Te vas a quedar con nosotras, pero tú no puedes ser un semental para las zagalas, eso sí lo comprendes, ¿verdad?

—No, no señora; quiero decir que sí lo comprendo.

— Me alegro. Pues entonces, lo que vamos a hacer es lo que hacemos con los caballos para que no se encabriten y se encelen. Tú ya sabes que les quitamos los bolos, eso lo sabes tú que es para eso, ¿no? Bueno, y si no lo sabes, te lo digo yo. Y ya ves que después ya no necesitan montar a las yeguas, porque se les quita la gana y ni las yeguas les prestan mayor atención. Tu no necesitas los bolos, porque tú nunca vas a tener una esposa y unos hijos; una familia, en otras palabras, que también en las personas viene de ahí. ¿Verdad que nunca habías pensado en eso? ¡Qué vas a pensar! Con la que arrastras desde que viniste al mundo, debes dar gracias al Señor de que siempre has de vivir con nosotras, y nosotras, mal que bien, ya somos tu familia. Nosotras te cuidaremos, pero, lo que te digo, las zagalas no pueden tener crías contigo, ¿lo comprendes? Vamos, di si lo comprendes.

—Si lo comprendo, señora. Que con las señoritas no haga lo que hace el garañón con las yeguas, para que no se queden preñadas.

—Eso es. Así me gusta. Pues, por si acaso la ocasión la pintan calva, ahora te voy a quitar los bolos. No te dolerá nada, Antonio. Te vas a dormir un rato, como un angelito, cuando respires de esto, y cuando despiertes… Pero… espera. Estoy pensando… que dejes este cuarto y te vengas con nosotras a la casa ya desde el presente. Ahora estamos solas y algunas veces en la noche, cuando oímos ruidos extraños, nos asustamos mucho. Antes estaba el amo y él nos tranquilizaba con su presencia, pero ahora estamos solas y las mujeres somos así. Así, contigo cerca de nosotras, nos sentiremos más seguras, ¿verdad que te gusta la idea?

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—Yo las cuidaré, señora, que nadie se atreva a rondar por aquí en la noche.

—Pues más vale que lo que haya que hacer lo hagamos ya en tu nuevo aposento, porque a lo mejor y por algún tiempo, que no ha de ser largo, necesites de reposo. Así que recojo todo esto y vámonos para la casa, ya verás qué bien te has de encontrar allí.

—Como usted me mande.

Ibas, doña Clara, a buen paso seguida de Antonio. Por una escalera de madera subisteis a un altillo de la casa, en el que había una pequeña habitación con un ventanuco que daba al patio. El recinto estaba limpio y disponía de una cama ya vestida, un viejo armario ropero y una mesa camilla cerca de la ventana, con una silla de madera maciza pegada a sus faldones. También una jofaina en un palanganero y en el suelo una vasija para agua. El cuarto había sido utilizado eventualmente con algún invitado de inferior rango y ahora tú, Doña Clara, habías dispuesto que fuera para dar cobijo a Antonio. El cambio era notable y a ti, Antonio, te debió costar creértelo.

—¿Aquí voy a dormir? —preguntaste, Antonio, al entrar.
—Pues Claro. ¿Qué te parece? Ya te decía…
—¿Todos los días?
—Todos los días. Ya te lo decía que te ibas a venir con nosotras. —Descuide, doña Clara, que no se lo voy a manchar. Vendré ya lavado

y con muda limpia que voy a dejar en el otro cuarto de antes —dijiste, Antonio, con cierto entusiasmo y sin que parecieras preocupado por lo que doña Clara te iba a hacer.

—Así me gusta. Pues ahora vamos al asunto, ya verás que ni te enteras —dijiste, doña Clara, mientras extendías encima de la mesa todo el utillaje que portabas envuelto.

—¿Qué tengo que hacer?
—Túmbate en la cama con las piernas abiertas.

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—¿Me tengo que desnudar?

—No hará falta que te desnudes del todo; sólo el pantalón y el calzón. Si es muy sencillo. Bueno, ya lo has visto hacer a los caballos.

Y tú, Antonio, comenzaste a desnudarte de medio cuerpo para abajo, mientras decías:

—Siempre me dio un poco de repelús cuando miraba.

—Pero ahora, ya digo, ni te vas a enterar. Así estás bien. Échate en la cama con las piernas bien abiertas. Ahora voy a echar de esto en la toalla y te la voy a poner en la boca. Tú vas a respirar con fuerza, bien hasta adentro, y te dormirás enseguida como si cogieras una mona bien gorda. En un santiamén habremos terminado. Sólo te quedará una pequeña desolladura, casi como un arañazo. Eso sí, hasta que cures tendrás que desinfectarla bien y a menudo, que no se te encone y la vayamos a fastidiar.

—Yo tengo buena encarnadura, doña Clara ; todas las heridas me se curan pronto.

—Mejor que mejor. Bueno, ahora te pondré la toalla y tú respira bien hondo…

—María me preguntó si tenía bubas en la verga, pero yo ya me miré y yo no veo ninguna…

—Claro que no, Antonio. Es que, por así decir, yo creo que llevas los bichos de Princesa en tu verga y luego esos bichos han prendido en la boca de María; pero ya arreglaremos eso, no te aflijas. Ahora respira… respira. Así, muy bien…Ya verás que ni te enteras…

Marta y María no se encontraron con los zagales. Debieron preferirlo. Según María, ésta iba a sentir algo de vergüenza de haberse encontrado con ellos. A Marta le daba igual, pues no había hecho nada, según también ella misma dijo. Lo primero que harían, llegando al pueblo y según habían

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decidido, sería ir a casa de don Julio, el médico rural. Estaría preparándose para ir a la consulta que le habían habilitado en la casa consistorial, y a María, según manifestó a la hermana, no le gustaba nada la idea de verse allí con gente del pueblo y tener que dar explicaciones.

Cuando llegasteis, Marta, María, efectivamente, el médico se disponía a salir.

—Buenas, don Julio. Si usted me dispensa un momento,… querría que me viera la boca.

—¿Qué te sucede, María?

—Pues verá usted que la cosa no parece de mucho cuidado. Resulta que mi madre dice que me ve la boca algo inflamada y que eso debe ser por alguna infección. Yo, la verdad, no me noto nada, pero, por si acaso, si usted quiere mirármela, saldremos de cuidado. Y luego, que mi madre dice que mejor prevenir que curar, pues si usted no tiene inconveniente, me receta algo para enjuagármela.

—¿Tienes alguna muela picada?
—Creo que no; todas están muy sanas y tampoco tengo dolor.
—¿Por qué no te acercas conmigo al dispensario?
—Es que tenemos prisa y allí habrá gente que querrá que la atienda

primero.
—Bueno, vamos a ver. Abre la boca y di ¡aah!…
—¡Aah!…
—Te pondré el termómetro. Cógelo con la boca, entre la lengua y el

cielo de la boca, y no lo muerdas… Tienes algo irritada la garganta, pero no aprecio infección alguna. Quizá esté empezando. Lo sabremos si tienes unas decimillas de fiebre. Más pienso que es una faringitis leve, pero en la boca no te veo nada.

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—Ayer tuvimos mucho trajín con el entierro de padre. Puede que se acalorara y cogiera frío, ¿no le parece, don Julio? —dijiste, Marta, como queriendo ayudar al médico a encontrar el diagnóstico.

—Puede ser. ¿Cómo está vuestra madre?

—Bien en lo que cabe, don Julio. Ya sabe usted, muy dolida por la pérdida de padre, que todavía lloramos su pérdida —dijiste, Marta, disimulando la verdad, como era tu obligación.

—Siento mucho lo de vuestro padre. Siempre me pareció un hombre cabal, muy trabajador. Es una pena que estas cosas sucedan. Espero que encontréis la forma de arreglaros.

—Así es la vida, don Julio. Madre está dispuesta a seguir adelante, que hemos de hacer frente a la situación y no amilanarnos ante la desgracia —seguiste hablando, Marta.

—Si, así es. Anda, dame ese termómetro… No, no tienes fiebre. No te preocupes; es solo una ligera irritación. Pasar por casa del boticario y que te dé esto; te haces gárgaras con él tres veces al día, después de las comidas.

Y don Julio, María, te escribió una receta que era para ti como una carta de indulto.

—Dios se lo pague, don Julio. No sabe usted la alegría… —Mujer, tampoco es para tanto. Que os vaya bien. —Hasta la vista, don Julio —te despediste, Marta.

Tú, María, no cabías en ti de contenta, y te debió parecer que la vida se habría de nuevo para ti, con todas sus posibilidades. No así tú, Marta, que debiste confirmar tu sospecha de que madre os quería amedrentar con aquellas cosas de los hombres, y tú creías saber bien porqué. Tampoco te agradaría la idea de quedar preñada tan joven, pero para evitar ese problema ya te cuidarías tú, aunque no supieras cómo. Supongo que pensaste que se podrían hacer otras muchas cosas, recordando lo que había hecho María y otras mujeres, según contó vuestra madre, y quizá

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volver tener aquel gusto que tan intensamente habías sentido la noche anterior. La euforia que sentía tu hermana, seguramente no le permitió otra cosa que disfrutar de aquel momento de alegría por sentirse sana.

Hicieron pronto los recados que la madre había apuntado, y después de pasar por el boticario, comprar unos pectolines y tabaco para Antonio, regresaron a casa.

Tampoco de regreso se encontraron con los zagales. Iban contentas, comentando las incidencias del día anterior y se rieron de un jovencito, hijo de un guadia civil, que siempre aparecía escondido detrás de un árbol cada vez que hacían el trayecto entre la casa y el pueblo, seguramente para espiarlas, escuchar su conversación o verlas de cerca. Y del padre, bien muerto y enterrado, ni rastro de pena o recuerdo parecía haber quedado en sus ánimos. Pues que, coincidiendo con aquel hecho luctuoso, nuevas ventanas se habían abierto y por ellas entraba un desconocido horizonte de vida, raro hubiese sido que hablaran de otra cosa. Aquel encuentro con el sexo, ya sin el temor a las consecuencias, debió constituir para ellas todo un acontecimiento, capaz por si solo de cambiar sus yermas vidas.

—Que susto me he quitado de encima, Marta. Llegué a pensar que se me iba a caer la boca a cachos y luego a morirme llena de bubas por todas partes, como los leprosos o así —dijiste, María, confirmando lo que yo había supuesto.

—Eso sí, si otra vez ocurre que hacemos eso, hemos de cerciorarnos que la tiene bien desinfectada; yo no me fío de los lavijos que se haga Antonio.

—¿Y cómo piensas desinfectársela? —No sé. ¿Qué te parece con lejía?

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—No me parece, que el olor a lejía me hace llorar, como cuando pico la cebolla. Yo creo que si se la restregamos bien con agua , jabón y estropajo, como hace el veterinario para desinfectarse las manos, que yo le pregunté un día para qué lo hacía, pues ya no habrá cuidado.

—Y luego nos enjuagamos con eso que te ha dicho el médico. —También, que no sea por falta de precauciones.
—Y si ocurre que nos la mete, ¿qué es la mejor forma para no pillar una

barriga?
—Eso ya no lo sé yo muy bien… Digo yo que si se orina a continuación,

se llevará el moco ese que dijo madre que es el que preña.

—Yo creo que lo mejor es no dejarnos, por si acaso.

—¡Qué rica eres, tú! Como si la cosa fuera tan fácil. Yo no me confío que me resista.

—Oye, ¿has pensado que esas cosas son un pecado y que has de decírselo al párroco cuando te confieses?

—Pues no había pensado, mira tú. Ahora que dices, no deja de ser una papeleta tenerle que contar eso al párroco. Cuando me confesé la última vez, le dije que me había dejado besar por un mozo del pueblo y…

—¡Anda ya, qué tonta! ¿Y qué te dijo?

—Pues me hizo muchas preguntas; total, por un beso. Imagínate si le cuento eso, ¡ji, ji!…, la cara que iba a poner, seguro que excomulga.

—¿Qué preguntas te hizo? Yo no le dije nada, porque yo no vi que fuera pecado. ¡Esas cosas no son pecado, mujer!

—Es que él me preguntó si tenía novio; por preguntar, supongo yo. Yo le dije que andaba en ello.

—También a mí me hizo esa pregunta. Yo le dije que no, porque yo creo que no tenemos novio. ¿Y qué te preguntó luego?

—Que si en la cara o en la boca; lo del beso, me refiero. Yo le dije que en la boca. Luego que si me metió la lengua. Yo le dije que sí. Que si me gusto poco, mediano o mucho. Yo le dije que bueno, que bastante. Luego

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me preguntó muchas cosas más que yo no sabía de qué iban por aquel entonces.

—¿Como cuáles?

—Es que ya no me acuerdo, Marta. ¡Ah, sí!… Que si me había mojado. Yo no le entendí y no le contesté porque no sabía a qué venía la cuestión. Ahora sí que lo sé.

—Pues vaya forma de querer saberlo todo. ¿Y se enfadó contigo?

—¡Qué va!… Estuvo muy cariñoso conmigo. Ya no me acuerdo lo que me dijo, algo así como que hiciera…; no, que pensara en la Virgen y no sé qué más, y que rezara tres padrenuestros y tres avemarías. Claro, que la lengua no es la verga; figúrate si le digo eso.

—Pues yo no veo mucha diferencia; más grande, eso sí. Puede que nos ponga alguna penitencia más grande y no vaya a más.

—Se la tenemos que medir a Antonio, por si nos pregunta, ¡ji, ji!, para lo de la penitencia, ¡ji,ji!

Y así fueron comentando cosas por el estilo, siempre riendo y haciendo broma de todo, como correspondía a su condición. Su conversación, de ingenua malicia, era para escucharla como un espía oculto y silencioso con pocas exigencias por lo sublime, como el jovencito que se escondía detrás de un árbol. Yo he preferido dejarlas hablar, porque tampoco importaba quién había dicho qué, ni daba para mayor glosa.

Cuando entraron en la finca y después de pasar el portón, se encontraron solas en el patio. Mostraron extrañeza de que Antonio no les saliera al encuentro para hacerse cargo de la carretela y ayudar a descargar, como en otras ocasiones. Miraron silenciosas a un lado y al otro, y hasta se pusieron de pie en el carruaje para localizarlo. Un presentimiento de que madre lo habría castigado se apoderó de sus ánimos. Fue, entonces, que la madre salió de la casa.

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—Pronto de vuelta, ¿eh? Cuando queréis, bien os dais prisa. Seguro que esta vez no habéis encontrado con quién entreteneros de palique.

—Dónde está Antonio —preguntaste, Marta, a madre.

—¿Por qué preguntas por Antonio? Nunca antes veníais preguntando por él.

—Se me hace raro que no nos haya salido a recibir para hacerse cargo de la carretela —dijiste, Marta .

—¡Ah, es por eso!… No se encuentra bien. Le he preparado una cama en el cuarto pequeño y allí se repone. A partir de ahora dormirá en casa, así estaremos más tranquilas.

—¿Qué le pasa? —preguntaste de nuevo, Marta.

—Tiene una herida —dijiste, madre, sin dudarlo y poniendo indiferencia en tu tono.

—¿Dónde? —preguntaste María, dando un respingo.

—No sé por qué te interesa. Una herida es una herida. No está de morirse, si eso te preocupa.

—¿Una buba? —volviste, María, a preguntar.

—No, no es una buba. Venga, que os ayudo a bajar eso. Le he dicho que se quede todo el día en la cama. Hoy os toca a vosotras arreglar los caballos; no pensaréis que con el paseo al pueblo ya lo tenéis todo hecho.

—¿Le has visto la herida? —volviste, María, a preguntar, con la alegría anterior aparcada de momento.

Y tú, madre, seguiste mintiendo con la tranquilidad de animo de que solías hacer gala cuando querías decir lo que ya tenías pensado.

—Os preocupáis de Antonio como si fuera con vosotras la cosa. Claro que se la he visto. Estaba muy flojo, y aunque tardó en decírmelo, al final me confesó que le mancaba ahí abajo, y como es tan corto, quise saber si

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la cosa era seria para curársela y que por ella no se nos averiara para más largo.

—¿Y qué era? —preguntaste, Marta.

—Una rozadura.

—¿Sólo por una rozadura? —preguntaste, María, más y más alarmada, ya que alguna vez habías padecido tú algo así y no por tan simple cosa hubiste de encamarte.

—Es que la tenía en sálvese la parte. O entre las piernas, mal señalar. Y, ¡hala!, se acabó de tanto molestarse por Antonio

—¿Se la curaste? —preguntaste, Marta, que también tú empezabas a no comprender, quizá a dudar.

—Claro, y bien curada, ya sabéis que me doy buena maña para esas cosas. No hay por qué preocuparse; mañana estará bien y volverá a las faenas como de costumbre.

—¿Podemos verlo? —preguntaste, María, que pensaste, seguramente, que así despejarías tus dudas.

—Luego le llevaréis una sopa; mejor que no coma fuerte, al menos hoy, así no tendrá que hacer del cuerpo, no vaya que se la manche y se le encone.

—¿Tendría que tomar medicinas? ¿Y si lo viera don Julio? —dijiste y preguntaste, Marta.

—No hará falta, que para cosas como ésta me valgo y me sobro, que lo que se aprende y no se utiliza, paja es. Ya, y por prevenir, le he dado una pastilla de las que se dan para las infecciones; bueno, un cuarto de pastilla tan solo, calculando su peso. No vamos a llamar a don Julio para cualquier cosa sin importancia y que nos suba la iguala .

—¿Qué quieres decir con eso de calculando su peso? —volviste a preguntar, Marta.

Y tú, madre, ya no podías imponer el silencio de la indiferencia; por eso seguiste.

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—En el cajón de las medicinas guardaba padre unas pastillas para curar las infecciones de los caballos. En una ocasión me dijo que a los potrillos no se le podía dar una pastilla entera porque eran muy fuertes, y que sólo se le daba un cuarto. Antonio, calculando a ojo de buen cubero, anda allá por el peso de un potrillo. Así que con eso ya no habrá cuidado, que no creo que don Julio lo fuera a hacer mejor; los caballos reciben menos atenciones y curan de cosas peores.

—Yo he ido a ver a don Julio, por lo de la boca, y dijo que no es nada de cuidado. Me ha recetado un potingue para hacerme gárgaras —dijiste, María.

—Mejor así. Y vámonos, aún no he hecho la comida.

—¿Has estado toda la mañana liada con Antonio? —preguntaste, Marta.

—¡Jesús, qué expresión! No digas que si he estado liada, que eso no suena bien; se dice ocupada, o atareada, pero no liada, que eso es para otras cosas… Pues sí, más o menos, porque también me estuve ocupando de arreglarle la habitación para que a partir de ahora duerma en la casa, por eso que os decía de sentirnos más seguras.

Y tú, Marta, miraste a María. Tú, María, miraste a Marta, como queriendo saber una de la otra si os podíais fiar de lo que la madre os había dicho. Querríais ver a Antonio enseguida. Si algo raro había ocurrido con madre, vosotras se lo sacaríais. Quizá por vuestras mentes pasó el que, aprovechándose de vuestras ausencias, madre le hubiera dado una paliza que lo habría deslomado. Porque no podíais pensar otras cosas, ¿verdad?

—Ma, yo quiero ver a Antonio. Le hemos traído tabaco y pectolines, pues nos dijo que le picaba la garganta —dijiste, María, deseosa de comprobar su verdadero estado.

—Está bien, pero no lo canséis con vuestra charla. Y venid pronto a ayudarme a colocar todo esto.

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Marta, María, dejasteis las bolsas en la cocina y subisteis a toda prisa al pequeño cuarto. Antonio yacía amodorrado en la cama. Nada más entrar, el chico abrió lentamente los ojos y os miró.

—Hola, señoritas. ¿Ya de vuelta?
—¿Qué pasa, Antonio? ¿Te has puesto malo? —preguntaste, Marta. —Un poco, pero la señora dijo que me se ha de pasar pronto.
—¿De qué te dueles? —preguntaste, María.
—De nada. Sólo que tengo como algo de modorra.
—Te hemos traído caramelos y tabaco, como nos pediste —dijiste,

Marta, acercándole una bolsa.
—Son muy buenas…
—Te dijimos que no dijeras eso nunca más, que ya suena a cumplido

que no te pedimos —dijiste, María, como si no os gustara parecer buenas para Antonio.

—Bueno. No lo voy a decir más.
Y las dos empezasteis a pensar que madre no había mentido.
—¿Qué tal tienes la herida? —preguntaste, Marta.
—¿Se lo ha dicho la señora? Me dijo que no hable de la herida.
—Pero eso es con otras personas. Ya ves que a nosotros nos lo ha

dicho —dijiste Marta, mientras mirabas a tu hermana, de nuevo pensando que madre no había dicho toda la verdad.

—Yo no me la vi. Estoy para pocos trotes, ya ven.
—¿Podemos verla? —preguntaste, María.
—Bueno.
Y tú, Marta, viendo que Antonio no se movía, retiraste la sábana que

cubría al muchacho. Antonio no llevaba calzones y lo que quedaba de sus genitales apareció ante vuestras atónitas miradas.

—¿Dónde están tus bolos? —preguntaste, María. —No sé qué ha hecho con ellos la señora.

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—¿Te los ha quitado? —preguntaste, Marta, con tono incrédulo.

—Ya no tendrán que preocuparse de que les haga daño. Se cuide la boca, señorita María, que no le salgan bubas. Siento que por mi culpa…

Marta y María se miraron mudas. Por sus mentes debieron pasar las imágenes de la castración de los caballos, aún potrillos, que habían visto en algunas ocasiones con más desagrado que compasión. La Madre había castrado a Antonio como se hacía con los potrillos. ¿Y por qué?, se preguntarían sin otro referente, ¿por castigarlo? Marta y María sólo sabían que a los caballos se les castraba para que fuesen más dóciles; los de monta para montarlos sin peligro y los de tiro para ser dedicados únicamente al trabajo. Y la reflexión parece obligada: de todas estas razones, ¿cuál o cuáles de ellas eran aplicables a Antonio? Ya damos por sabidas, y en esto no habrá controversia, cuales fueron las de doña Clara. Marta y María no tenían razones, sólo consecuencias. Pero, ¿que efectos podemos suponer que habrían de causar en los comportamientos posteriores de Marta y de María, si alguno? Marta y María, ya lo habían expresado, porque se lo habían escuchado en una ocasión al padre, que el tamaño de los bolos estaba en relación con la cantidad de bondad para ser un semental; también habrían escuchado, complementando así el significado general de los atributos masculinos, que un hombre que tenía muchos cojones (expresión exclusivamente masculina) era más hombre que el que no los tenía. Pero, este caso de castrar a una persona era para ellas nuevo y sólo tenían un elemento de asociación: los caballos que se castraban. Entonces, ¿sentirían él y ellas el mismo desinterés, como un animal macho castrado perdía atracción por sus hembras y el de éstas por los machos castrados? No nos queda otro recurso que echar mano de elementos asociativos. Y así, se podía esperar, como con otros comportamientos humanos, que el mimetismo, y no el instinto, se habría de imponer en aquella nueva relación entre las dos jóvenes y el chico. Para

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Marta y María aquel juguete que era Antonio pasaría a ser ignorado, no porque la sexualidad de las jóvenes lo ignorara, igual que las yeguas ignoraban a los caballos castrados, sino, al contrario que las yeguas en las que se impone el instinto, en Marta y en María debía ser por la extraña razón de no considerar ya al chico un hombre. En resumidas cuentas, hombre era para ellas un referente si sus atributos así lo conferían.

Tú, María, fuiste la primera en reaccionar.
—¡Madre me va a oír, vaya que sí!
—Mejor no le digas nada —dijiste, Marta, a media voz, llena de cordura

práctica—. Total, hemos perdido a Antonio; otros habrá para eso que hablamos, porque a éste ya no se le va a empinar más.

—No pensé que madre tuviera tanto coraje; ni siquiera se atrevía a acercarse a las yeguas cuando parían —dijiste, María.

—Lo ha hecho por nosotras, María, que lo que nos trae cuenta es que no nos quede preñadas. Anda, salgamos de aquí. Deja que Antonio descanse. Antonio, toma el tabaco y los pectolines. Descansa hasta que te traigamos la comida.

—Gracias, señoritas. No le digan a la señora que les he enseñado la herida, por si se enfada. Pronto me pondré bueno y las podré ayudar en las tareas.

Y las dos salisteis del cuarto, aún con la impresión reflejada en los rostros, pero también sin hacer de aquello una tragedia, porque, hasta ese momento, vosotras sólo sabíais que se castraban los caballos por algo práctico y no por castigarlos. En el rellano de la escalera, tú, Marta, detuviste la marcha de tu hermana y, después de respirar hondo como para darte fuerza, le dijiste.

—María: es mejor como que no sabemos nada de lo que ha pasado, ¿sabes?

—¿Por qué?

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—Si algún día Antonio se va de la lengua y se enteran en el pueblo, ¿sabes lo que puede pasar?

—¿Que va a pasar? Nosotras no hemos hecho nada.

—Sí que hemos hecho. Madre lo ha castrado por nuestra culpa y para prevenir que nos pase algo que perjudique a la casa. También a la gente le iba a dar por pensar que lo hacíamos con Antonio, y figúrate el panorama que se nos iba a presentar; ya podíamos despedirnos de casar. Ahora estoy segura de que ayer madre nos vio. Y también puede que si se enteran los guardias, nos llevan a las tres presas.

—¿Sólo por castrarlo? En ese caso se llevarán a madre.

—Ella sabrá arreglárselas, que a lo mejor nos echa la culpa, diciendo que si esto, que si lo otro. Nosotras no hemos visto nada, ¿entiendes?

—Como digas.
—Déjame que yo le hable, que a ti se te va anotar.
Y las dos terminasteis de bajar y entrasteis en la cocina.
—No está de cuidado, ¿verdad? —dijiste, madre, al verlas entrar e

interrogándolas también con la mirada.

Y vosotras, Marta, María, os esforzasteis en parecer normales.

—Algo cansado y con modorra, pero no parece que esté muy mal —dijiste, Marta, que, desde luego, sabías mentir mejor que tu hermana.

—¿Ha hablado con vosotras? —preguntaste, doña Clara, también con tono normal.

—Sí. Se ha puesto muy contento con el tabaco y los caramelos —contestaste, María, adoptando el mismo tono que tu hermana.

—Es muy agradecido. Este Antonio es una joya para nosotras y todas tenemos que mirar de cuidarlo; no encontraríamos nada mejor.

—Desde luego —dijiste, Marta, y añadiste sin necesidad—: y barato.

—¿Visteis a los mozos esos que os agradan? Aunque pienso que no, pues no habríais venido tan pronto.

—No, ma, no los vimos —dijiste, María.

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—Un día los invitáis a casa, para que los conozca. Al guardia no quiero ni verlo, que lo que vosotras necesitáis, cuando llegue el caso, es un hombre, no un guardia.

—Ni a los otros los verás, madre, que nos los espantas —dijiste, Marta, sin pensar que madre podía interpretar esas palabras en el justo sentido que tú las pronunciabas.

—Estáis muy equivocadas. Ellos también necesitan que les diga cuatro cosas, que a todos os trae cuenta no precipitaros.

—Que no, madre, que no —insististe, Marta.
—No son como Antonio —interviniste, María—, y no te harán caso. Pareció que tú, María, habías dicho lo último como un reproche velado.

Tú, Marta, te diste cuenta y trataste de evitar que tu madre se diera por aludida y sospechara.

—Déjalo, María. Yo no pienso decirles que vengan. Tú, madre, dices algunas cosas muy raras.

—¿Qué de raras?
—Esas cosas que dices de los hombres y de las mujeres.
—¿Que hacen daño?
—Y otras cosas. Nosotras es la primera vez que las hemos oído.
—¿Y quién mejor os las iba a decir que no fuera vuestra madre?
—Es que se nos hace raro que a todas las mujeres les pase lo mismo. —Ya os dije que eso lo dispuso Dios para las mujeres que quieran

meterse en esos asuntos, y cuando Dios lo dijo, lo dijo para todas. Y si no, ¿queréis comprobarlo? Vosotras creéis que no es como yo digo, ¿verdad? Pues deberíais verlo por vosotras mismas, que vuestra madre no miente. ¡Habráse visto, lo que una madre tiene que oír!

—Cuando llegue la ocasión, ma, que no tenemos prisa —dijiste, María.

—Para eso no hace falta que esperéis, que el saber no ocupa lugar, siempre que os aproveche para cosas prácticas de la vida.

—¿Y cómo, si no? —preguntaste, Marta.

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—Hay formas, y si digo que hay formas, quiero decir que, para el efecto, otras prácticas han de servir por igual. Mirad. Mal señalar, este rodillo de amasar es como la verga de los hombres. Si queréis comprobar que lo que os digo es como es, no tenéis más que metéroslo por ahí abajo. Luego ya me decís lo que sentís.

Marta, María, escuchasteis atónitas y reaccionasteis con aspaviento.

—¡Anda, ma, no exageres! Que malas cosas se te ocurren —exclamaste, María.

—¡Jesús! —exclamaste, Marta.

—A vosotras os puedo decir ya lo que me de la real gana. Menudas pécoras estáis hechas. Lo dicho, para salir de dudas, esta noche, en lugar de hacer otras guarradas, probáis con el rodillo.

Y vosotras, Marta, María, os mirasteis, luego mirasteis el rodillo. No le debisteis encontrar similitud con la verga de Antonio, la única que conocíais. Igual de tieso, sí, pero madre había exagerado un tanto, ¿verdad?

—No nos creemos eso que dices de que duela. Y ese rodillo no es lo mismo que una verga —te atreviste a decir, Marta.

Y a ti, madre, se te encendieron las mejillas, te pusiste en jarras frente a tus hijas y dijiste:

—¡Callaos, so guarras y deslenguadas!… Ya, ya sé que sabéis cómo son las vergas. ¡Habrase visto!… No volváis a decir que vuestra madre miente u os vais a condenar en el infierno. Sólo yo sé lo que vuestro padre me hizo sufrir. Una mártir, eso y no más que eso. Y vosotras, ¿creéis que traeros al mundo fue un plato de gusto? Pues vais a ver, que para prueba basta un botón —y tú, doña Clara te subiste la falda y te bajaste la braga dejando el vientre al descubierto— Mirad la raja que me tuvieron que hacer para que salierais de mi barriga, aún la tengo marcada… ¡Quién me mandará a mí, que con vosotras es como escribir sobre el agua!…

—No a todas las mujeres las rajan —dijiste, María, mirando al suelo.

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—¡No cejéis, seguid, condenadas!… Vosotras sois hijas mías y sois como yo o habéis de pareceros en lo bueno y en lo malo, que ya se ve que no os falta a quién pareceros en lo demás. Yo también hice lo mío cuando era como vosotras, pero ni pensar en esas guarradas que vosotras hacéis, que quién me mandaría a mí daros ciertas explicaciones. De ahí a lo otro, sólo hay un paso. Vais a ver que cuando lo probéis una vez al natural, ya será tarde y esa es la diferencia: os quedaréis preñadas y os tendréis que casar a gusto o a disgusto. Y una vez casadas, todas las noches, o cuando vuestros maridos quieran, lo pasaréis como yo lo he pasado. Y dar gracias a Dios que tenéis una madre que os previene, que seguramente él así lo habrá dispuesto, que si a mí me hubiese dado una madre que me hiciera esas recomendaciones, otro gallo me hubiese cantado. Ya veis que consejo tengo que para mí no ha valido, así que más vale que lo aprovechéis, desagradecidas.

—Me asustaste con lo de las bubas, y es mentira —dijiste tímidamente, María.

—¿Quién te ha dicho nada de bubas, tú? Yo no recuerdo haber dicho nada de bubas.

—Es que…
—Eso lo has pensado tú misma, a no ser que… ¿Qué te dijo don Julio? —Que no era nada, eso fue lo que dijo. ¿Verdad, Marta?
—¿Le dijiste lo que había pasado?
—No —dijiste, María, mirando interrogante a la hermana.
Tú, Marta, disimulabas. En realidad contigo no iba la cosa, ¿no era así? Y tú, madre, te dirigiste sólo a María.
—Claro que no se lo dijiste, ¡qué pregunta la mía! Puede que si se lo

digo yo, don Julio cambie de parecer. Porque… ¡Sois unas guarras, eso es lo que sois!, que eso que hacéis con Antonio, que a saber lo que hace Antonio por ahí, os puede acarrear una enfermedad que os desgracie.

—No se lo digas —dijiste, María, avergonzada.

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—¡Pues callaos ya de una puñetera vez, jodías!… No sabéis nada de nada, sólo figuraciones y una mala idea para con vuestra madre, que no parecéis hijas mías. Unas desagradecidas, eso es lo que sois —dijiste, madre, fuera de ti.

Verdaderamente, doña Clara, estabas fuera de sí, como pocas veces, si alguna, te habías puesto con tus hijas.

—Bueno, ma, no te pongas así, que pareces un basilisco —dijiste, María.

—¿Le llevamos la sopa a Antonio? —preguntaste, Marta, con la evidente intención de cambiar de tema.

—¡Ni se os ocurra!… No os consiento que entréis en la alcoba de Antonio. No estoy segura de que no vais a intentar alguna cochinada de las vuestras. Yo lo cuidaré. Sois capaces de desgraciármelo, ahora que tanta falta nos hace.

—Hablas, madre, como si Antonio fuese un caballo —dijiste, Marta, sin tener tú muy claro qué era Antonio para ti.

—Para vosotras era poco más; era sólo un semental, tal cual, que no otro provecho esperabais, y ya veis que si lo tenemos con nosotras es para el arreglo de esta casa, que si no, ya lo habría mandado por ahí, a escardar cebollinos, así que más vale que os vaya entrando en la mollera que eso que habéis hecho con él, se acabó, ¿entendido?.

—Ya no habrá que le haga eso —dijiste, Marta, sin darte cuenta de lo que tu expresión podía suponer.

Tú, madre, diste un respingo y preguntaste como si te hubiesen mentado la bicha.

—¿Qué quieres decir con que no habrá que le haga eso, Marta? ¿Qué quieres decir? Vamos, explícate.

Tú, Marta, advertiste tu error y trataste de arreglarlo.

—No, nada; nos ha dicho que ya no nos hará daño, ¿qué quiere eso decir?

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Marta, pareció que lo habías conseguido, porque tu madre se relajó, y suavizando el tono de su voz, dijo:

—¿Pero vosotras creíais que Antonio era un juguete? Eso se acabó, malas pécoras que sois. Le he dicho cuatro cosas y ya parece que me ha hecho caso, más de lo que vosotras me habríais de hacer, aunque me lo jurarais por la Santísima Virgen. Ahora lo que hace falta es que vosotras no le incitéis y se le vaya la mano sin querer. Seguro que se puso malo del calentón que le disteis ayer, que a saber lo que se hizo para aliviarse que hasta se hizo una herida.

—Pues él dijo que había quedado tranquilo, ¿verdad, tú? —volviste a decir, Marta, dirigiéndote a tu hermana.

—Sí, eso fue lo que dijo —dijiste con timidez, María.

—Dejemos esta conversación. Sois unas descaradas y unas simvergonzonas, hablando así a vuestra madre, con ese desparpajo de unas cualquiera. Y parecía que no se os movía la ropa, pero, ¡vaya, vaya con vosotras!

—Ya somos mujeres —dijiste, Marta, y quizá tenías razón.

—Sí, ya veo que ha empezado a pícaros. Pero para mí sois mis hijas y yo vuestra madre. Si vuestro padre viviera, no os atreveríais a hablarme así como lo hacéis. Y ahora, ya digo, hablemos de otra cosa, si no queréis que me sulfure más de lo que estoy y os de una tunda que os muela los huesos.

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QUINTA PARTE

Después de un largo silencio, la conversación, más bien escasa, discurrió pronto por las cosas triviales de la casa y los proyectos inmediatos que habían quedado aparcados desde que doña Clara lo intentara la tarde anterior. A nadie parecía interesar seguir discutiendo. Doña Clara asignó a sus hijas algunos cometidos que hasta la muerte del marido era ella la que las desempeñaba. Ahora ella debería estar más encima del negocio, ir a las ferias, comprar pienso y el forraje que necesitaban, y que la finca no alcanzaba a dar. También vigilar el buen estado de la cuadra y llevar las cuentas. Sus hijas deberían llevar las cosas de la casa. Ya hacía cuatro años que habían dejado la escuela y, desde entonces, sólo coser en casa, ayudar a la madre en las tareas domésticas de las que no se libraban con alguna argucia y se puede decir que poco más habían hecho. Como acababan de ver a una madre enfurecida, por si acaso no hicieron otra cosa que asentir a todo lo que deberían hacer a partir de entonces.

Esto de ir a las ferias una mujer, andar en tratos con los hombres, iba a ser algo que doña Clara debería afrontar y no dejaba de ser una novedad que no se sabía cómo iba a ser aceptado por unas rígidas y ancestrales costumbres. Doña Clara, en su firme voluntad de afrontar ese reto, probablemente lo tuvo en cuenta, pero también se diría que eso, lejos de ser una deshonra, demostraría a todos quién era la hija de Ricardo Balbuena, y que quedando en claro desde el principio que a ella los hombres, sin vínculos humillantes establecidos por Dios, no les tenía ningún miedo, todo se circunscribía a quién de todos era el más listo-lista y se llevaba el gato al agua. Las opiniones o juicios que cada uno se hiciera, ella pensaría que se trocarían pronto en la admirada aceptación de su coraje y ejemplo. Las mujeres nunca lo comprenderían y motivo les daría para que la despellejaran viva con sus afiladas lenguas, pero doña Clara casi no tenía tratos con sus vecinas y ya en otras ocasiones había dado

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muestras de no importarle demasiado los rumores que le llegaban de algún que otro comentario poco favorable.

Pero para Marta y de María, a la que los padres no habían permitido otra alternativa que la de ir creciendo biológicamente, esa vida no la encontrarían placentera y soñarían con algo diferente que, aunque sus voluntades no fuesen contingentes, si habían empezado a presentir. No había mucho donde elegir ni donde cultivar sus imaginaciones juveniles. Ahora, a la edad de poco más de dieciséis años y con aquellos horizontes ramplones que les ofrecía la vida rural, todos los sueños de unas jóvenes como ellas debían girar en torno a las relaciones con los mozos. Relaciones que, para Marta y María, habían tomado una nueva y brusca perspectiva en los dos últimos años. Sentirse cortejadas, algunos incipientes deseos sin sentido claro para ellas, algunos dolores de ovarios que ellas llamaban de barriga, consecuencia de calentamientos persistentes con esos mozos que las cortejaban, y hablar y hablar sobre eso y sobre cualquier cosa imaginable en sus mentes acotadas, consecuencia natural de las nacientes necesidades de sus floridas biologías, llenaban, a buen seguro, todos sus anhelos, sus desvelos y seguro que todas sus preguntas, siempre con respuestas más bien brutales, desde luego totalmente carentes de matices líricos.

La noche anterior debió significar para las dos jóvenes un nuevo punto de inflexión en sus pensamientos. La frase de Marta, “ya somos mujeres”, podría por aproximación ser verdad. Es cierto que eran vírgenes y si por atávica costumbre aceptamos que ese estado marcaba el ser o no ser mujer, —sí, sí, ya sé que se usaban otros, como el comienzo de la menstruación— pero aquel cualitativo acercamiento al sexo las tenía que haber proporcionado una sensación nueva: los hombres las hacían vibrar, y esto, debería, a mi juicio, marcar el ser o no ser mujer por sí solo.

Marta era más despierta que María; ésta siempre iba un poco a remolque de la hermana. Marta era más desinhibida, y esta forma de ser, lejos de traer algún provecho para ella, le hacía ser la encargada de todo lo

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que sus padres —ahora de la madre— esperaban de sus hijas. Así, si la madre necesitaba algo de ellas, a la boca siempre, y en primer lugar, venía el nombre de Marta: “Marta, haz esto; Marta, hay que hacer aquello”. También si se trataba de esperar mayor eficacia, era de Marta de quien se esperaba o a la que se pedía cuentas. Por todo esto, Marta era la responsable de lo que resultaba no ser del agrado de sus padres, aun habiendo sido hecho o dejado de hacer por las dos, o incluso sólo por María. También era Marta la destinataria de los parabienes, cuando algo que habían hecho complacía a sus padres. Marta parecía llevar esta prevalencia con la aceptación de ser más capaz que su hermana y no le debía importar que eso se tradujera en mayor responsabilidad, más trabajo, en suma. María era mas taimada, y en esta actitud provechosa, ella era consciente con cierta malicia. Nunca se le movía la ropa y siempre figuraba en la retaguardia de todo. Con frecuencia se aprovechaba de su desvaída actitud, quedando involuntariamente al margen de todo aquello de lo que no quería ser objeto o protagonista.

Las dos hermanas, a pesar de ser tan diferentes, se entendían a la perfección. Una por activa, la otra por pasiva, habían llegado a un gran equilibrio; sin roces, sin celos ni reproches, sin tener en cuenta los abusos con los que las personas seleccionan sus preferencias sin pensar en el posible daño que hacen.

Quiero suponer que ellas se habían figurado poder descubrir el sexo con un Antonio inocente y manejable en la intimidad de la casa, fiel a carta cabal, callado y siempre a mano, impulsadas por la curiosidad más que por capricho o deseos sexuales irrefrenables que, en todo caso, habrían de surgir de una posterior experiencia, si la ocasión se les presentaba.

Pero la madre se había instalado como un muro o encrucijada engañosa en el camino a una evolución natural de las jóvenes; unas veces con sus consejos claramente orientados a la prosecución de intereses superiores a la libertad de elección de las personas, como ese sagrado concepto de la casa, por el que incluso actuaciones estrictamente inmorales

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estaban permitidas y justificadas; otras veces tomando medidas primitivas, extraídas de la sórdida memoria de experiencias propias y de la próxima y exclusiva del hacer con los caballos. Los efectos, probablemente irreversibles, de sus miedos, preocupaciones y lo menos justificado de sus cuasi religiosos deberes respecto a la preservación de la casa a toda costa, ya se empezaban a percibir y a concretar en drásticas actuaciones de una dueña de la casa, ahora única responsable de que ésta siguiera para delante.

En consecuencia, —y me habéis de perdonar que reflexione de nuevo— ¿por qué, os preguntaréis, doña Clara hizo lo que hizo con Antonio? ¿Es que no había otra forma de solucionar su, bueno, no tan imaginario problema, que esa forma cruel e irreversible? Supongo que ella utilizó la referencia que le proporcionaba la práctica habitual con los caballos como la única a su alcance. Cualquier solución que nosotros entenderíamos racional no era contemplada, no podía ser contemplada, por la misma razón que los pueblos que llamamos primitivos y coetáneos nuestros se guían por otros, incomprensibles para nosotros, códigos de conducta. Sin acceso a otro tipo de información de las que calificamos como prácticas civilizadas, o simplemente actuales, las soluciones para doña Clara ella las extraía de su única experiencia en aquella simbiosis de ambiente rural y cría de ganado. Y eran así, las soluciones aplicadas a los caballos, la única referencia utilizable para solucionar algunos problemas similares que daban las personas. Y todas estas cosas, que nos pueden parecer a nosotros bien o mal, sólo representan un desfase en los medios con que cuentan las personas para su evolución social y cultural, —conceptos de una manifiesta relatividad, en cualquier caso— y en la que nuestro privilegio, digo bien, privilegio, que no derecho, es el de tener la tentación de juzgarlas como atroces y primitivas.

Y he de completar, aunque resulte reiterativo, algo que ya esbocé antes y que quizá quedó incompleto. La castración de Antonio, decía entonces, habría de suponer una situación determinante en la consideración de las

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jóvenes hacia el muchacho y por las razones que allí me atreví a exponer. Lo que ahora añado es que las posibles connotaciones con principios morales, o si habían mostrado preocupación por la justicia humana, todo eso eran confusos términos para ellas; ya lo había expresado parcialmente María: “¿Sólo por castrarlo?”, y ni siquiera lo asociarían a la mutilación, que mientras alguien no le explicara que incluso ese tipo de mutilación era en la ley divina y la humana de un consideración especialmente grave, ellas pensarían…. Bueno, creo que estoy dejando mi propósito inicial de no aventurar pensamientos.

Lo que sí parece estar claro es que Marta y María siguieron el ejemplo de las yeguas y los caballos castrados, probablemente y sin otros sentimientos superiores como el afecto,—ninguna consideración a la conmiseración o solidaridad— y dejaron ostensiblemente de prestar atención mínima al muchacho. ¿Qué otras razones les pudieron hacer cambiar radicalmente de actitud para con él, al que ya sólo le dirigían la palabra para darle órdenes o considerarlo como un invitado de piedra cuando todos se sentaban a la mesa para comer? Pregúntese el lector.

Pero Antonio, castrado de los atributos masculinos que de forma gráfica convenimos en ubicar en los testículos, y con las consecuencias de inhibición de la libido, no había sido, empero, castrado de sentimientos superiores que podemos encontrar en los afectos, inclinaciones asexuadas entre personas . Y así, la indiferencia de las zagalas Marta y María que a partir de entonces le habían dispensado, no le debió pasar desapercibida a Antonio y, por supuesto, no era recíproca, sólo por una razón: porque sus sentimientos hacia ellas no eran recíprocos. Y debió ser por eso que Antonio vivía sumido en la tristeza. Antonio podía sentir que ya no eran buenas con él, que no le querían, y sin más razonar en busca de los motivos, no sabría explicarse el porqué de esa actitud. No era exactamente una ventaja que tienen los tontos, que no saben por qué les desprecian o se ríen de ellos los cuerdos, pues que Antonio, también desde nuestro privilegio, ya hemos advertido que no estaba entre aquellos.

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Y sin que lo dicho pretenda justificar lo injustificable o excluir otros supuestos, sirva para justificarme a mí mismo,—aunque en mi fuero interno presuma de no necesitar de tal justificación— por lo contado y por lo que me resta por contar, que, como a buen seguro diría doña Clara, cada cual echa sus cuentas, y unas veces va errado y otras acierta. Y tampoco hay que buscarle los tres pies al gato en una historia que para muchos quizá no tiene pies… ni cabeza. Como un engendro, vamos, pero resulta que los engendros existieron, existen y me temo que existirán. ¿Que no merecen ser evocados? Sí, si no fuera porque estas cosas no eran hijas de la naturaleza humana y sí producto de “ambientes” creados subjetivamente por una sociedad oscurantista que negaba de manera sospechosa la formación de sus individuos. Quizá habréis de seguir leyendo para comprender por qué digo todo esto y veréis que aunque sólo sea para someterlo a revisión y posible condena, sí vale la pena que se hable de ello.

—Madre, —dijiste, Marta— hoy es sábado y van a empezar las fiestas del pueblo, ¿podremos ir?

—¡Qué disposición la vuestra! ¿Es que ya se os ha olvidado que vuestro padre ha muerto, que casi está caliente? ¡Qué dirán de vosotras en el pueblo! Ya veo que juicio no os sobra, lo que no me figuraba es cuánto os falta.

—A padre ya se lo han debido comer los gusanos. ¿Hasta cuándo hemos de aparentar un duelo que ni tú ni nosotras sentimos? Pues nosotras estamos vivas, pero más bien pareciera que estamos muertas como él —dijiste, María, pareciendo sublime en tu última frase.

—También yo estoy viva, so pendones, y me conformo en la soledad de este retiro a que me obliga mi buen sentido. Ya sé a lo que queréis ir al pueblo, a que os soben bien y terminéis espatarradas con cualquiera. No, si me doy cuenta de que no puedo reteneros sin la ayuda de una padre que os bree, pero sabed que faltáis al respeto que debéis a vuestra madre. Eso Dios no os lo ha de perdonar, porque a base de contradecirme vais a poner

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en peligro esta casa y su buen nombre. ¡Qué van a decir de nosotras, cuando en el pueblo se aperciban de nuestra falta de sentimientos!…

Marta y María habían cumplido ya dieciocho años y no dudaban en enfrentarse a su madre cuando no estaban conformes con sus imposiciones, sobre todo cuando éstas intentaban restringir sus libertades de personas adultas que ya se consideraban. Probablemente también porque desde que la madre les había hablado tan claro, ellas se sentían seguras de poder contradecirla, y sobre la que, además, sospechaban oscuras intenciones. Quizá también, y como la madre decía, porque les faltaba un padre como Mauricio, al que no hubiesen osado plantarle cara.

Y tú, Marta, no te callaste ante las razones de madre.

—Y si hacemos eso, ¿qué? Tú dijiste que hacías eso cuando eras como nosotras y no pasó nada a la casa. Y si es por eso de quedarnos preñadas, pues no te preocupes, sabemos cuidarnos.

—¿Cómo es que sabéis cuidaros? Vosotras no sabéis nada de nada. La única que puedo solucionar eso soy yo.

Se veía venir, doña Clara. Para cuando no quedara más remedio, tú aplicarías la solución conveniente. Ya la habías insinuado.

—¿Cómo lo habrías de solucionar? Porque tú mucho, mucho hablar y a lo mejor no lo sabes —volviste a decir, Marta.

—Tú no cejes de buscarme la lengua. Ya veo que vosotras, erre que erre. La cosa es ir a las fiestas, sin pensar en lo que digan cuando os vean.

—A lo mejor sólo paseamos y no vamos al baile. Pero tú decías que nos ibas a contar las cosas que hay que saber y ahora parece como si ya te olvidaras. ¿Qué hemos de hacer para no quedar preñadas? —preguntaste, María.

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—Está bien, visto que otras razones no os entran en la cabeza y sois como agua de tormenta que no quiere cauce, os lo voy a decir. Hay algunas formas. Veis que tendríais que hacer lo que yo os dijera…

—Y si lo hacemos, ¿podremos ir al pueblo? —preguntaste, Marta.

Tú, madre, quizá pensando que argumentos no iban a ser suficiente para hacerlas desistir, te aviniste a sugerir los remedios que habían de evitar el verdadero mal que a ti preocupaba: que, como tú, quedaran tus hijas preñadas de alguien que tú no hubieras supervisado y dada tu conformidad.

—Podéis hacer lo que queráis, que de nada me vale hablaros de respeto. Vais a dar que decir, pero si os critican, allá vosotras. Siempre dirán las personas de bien que no es el caso conmigo el de que puta la madre, putas las hijas y la manta que las cobija, y que no hay árbol derecho al que no le salgan ramas torcidas.

—¡Déjate de jerigonzas! ¿Qué tendríamos que hacer para un por si acaso? —preguntaste María, que últimamente obviabas las consideraciones que no te interesaban.

—Pues ya os lo dije, u os dije cómo se principia a saber lo que hay que saber para no caer de bruces en la trampa, que es más fácil caer que levantarse. Lo primero es eso de que habéis de meteros por ahí abajo ese rodillo de que os hablé, para que sepáis lo que se siente, mayormente, que ya con eso alguna precaución habréis de tomar; y luego, por si aún llega el caso de que os enverguen, entonces os tendría que llenar el agujero de algodón para que el moco de los hombres no os preñe. Lo importante es que no os preñen, ¿sabéis?, que eso, si ha de llegar, ha de ser muy meditado y cuando y con quien convenga. Si os duele o no, eso es cosa vuestra y por la que yo no he de llorar después de lo ingratas que sois con vuestra madre.

—¡Qué empeño el tuyo con el rodillo! —dijiste, Marta—. ¿Es que no hay otra forma menos aparatosa?

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—¿Cómo se llama ese agujero por lo fino? ¿También lo nuestro se llama vagina, como la de las yeguas? —preguntaste, María.

—Así se debe llamar de la forma fina, y creo que ya os lo dije. No somos distinto de las yeguas; bueno, algo diferentes sí, y ya os lo dije también. Las mujeres se encelan con cualquier ocasión que se dejen sobar, no lo olvidéis, mientras que las yeguas sólo lo hacen a su tiempo, que también os lo expuse y ya veo que se os olvidan mis enseñanzas. Pero no desviéis la cuestión con que si son galgos o podencos. ¿Estáis de acuerdo en haceros eso?

—A mí me da miedo lo del rodillo —dijiste, María, y añadiste—: no sé si seré capaz de hacérmelo.

—El que algo quiere, algo le cuesta y no hay atajo sin trabajo. Pero si es por eso, yo os lo haré, que el efecto ha de ser el mismo. Puede que si lo hago despacio, y no como vuestro padre, que lo hacía a lo bruto… Se ha de romper una telilla que tapa el agujero y que tienen las primerizas, así luego se podrá meter el algodón.

—¿Cuándo nos lo vas a hacer? —preguntaste, Marta.
—¿Estáis seguras de que queréis ir de todas maneras?
—Sí que queremos, ¿verdad María?
—Llevamos meses aquí metidas, ma. Los mozos pueden encontrar a

otras —dijiste, María.
—Está bien. Ir a vuestra alcoba. Haré los arreglos necesarios.
—¿No puedes hacerlo con algo más pequeño, para empezar?

—preguntaste, Marta.
—Cuando os espatarréis la primera vez no tendréis dónde elegir; será

como es, y así es la verga de los hombres; bueno, de algunos hombres, que eso va con el desarrollo.

—¿Lo harás despacio? —preguntaste, María.

—Todo lo despacio que pueda, aunque no tan despacio que hasta os dé gusto… Íos ahora a la alcoba y esperáis a que yo vaya.

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Marta y María fueron al dormitorio, probablemente asustadas y esperanzadas a la vez. Ir al pueblo en fiestas era para ellas un deseo e ilusión crecientes. Pensarían que madre debía saber muchas cosas, y si eso es lo que se hacía para no quedar preñadas, sería que era así. El rodillo lo habrían visto enorme. Ellas no habían tenido ocasión de apreciar que por allí abajo tuvieran un orificio tan ancho y “¿hasta dónde ha de llegar?”, se preguntarían en algún momento. El rodillo era más largo que la verga de Antonio cuando ellas se la vieron tiesa, también más grueso, pero también concluirían que Antonio no era normal o completamente desarrollado, como había apuntado la madre. El pensamiento de que la madre pretendiera meterles todo aquel rodillo, debió producir en el vientre las chicas un dolor reflejo, porque…

Tú, María, dijiste a tu hermana:

—Yo no me dejo meter todo eso, Marta. ¡Ay, que dolor de barriga tengo de sólo pensarlo!

—Hasta donde llegue sin doler que no se aguante. Si nos duele mucho, se lo decimos a madre que no estamos dispuestas. Es que si no, María, no sabremos cómo duele, compréndelo. Tenemos que ver, llegado el caso, si nos dejamos hacer o no nos dejamos. Y también para eso del algodón.

—Eso sí.

Doña Clara fue a la cocina. Allí tenía todo lo necesario para casi todo. Tomó el rodillo, lo lavó con estropajo y jabón y lo depositó en la encimera, también la pastilla de jabón casero, hecho con grasas, placentas de las yeguas y sosa cáustica; era un buen jabón, capaz con cualquier suciedad y muy desinfectante. Tomó el paquete de algodón e hizo dos gruesa torcidas, bien prietas y firmes a base de muchas vueltas de hilo de seda formado con varias hebras juntas y de forma que quedará sobrante por uno de los

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extremos de aquella especie de gusanos gigantes. Luego embadurnó a conciencia el rodillo con la pastilla de jabón hasta comprobar que estaba convenientemente deslizante. Tomó una toalla y se dirigió a la habitación de sus hijas con el paso resuelto y pareciera que dispuesta a terminar ese asunto cuanto antes; un vecino de un pueblo próximo iba a traer de un momento a otro su yegua para que la sirviera uno de sus garañones. Esto proporcionaba a la casa unos dineros adicionales, pues era costumbre pagar por esos servicios.

Y vosotras, Marta, María, que estabais sentadas en el borde de la cama, al ver entrar a madre, os levantasteis al unísono, como por resorte.

—¿Quién va a ser la primera? —preguntaste, madre.

—Tú primero, María —indicaste, Marta.

—Tú siempre eres la primera para todo, Marta, así que también ahora —argüiste, María.

—¡Venga, que tengo prisa!… Van a venir y no quiero hacer esperar.

—¿Quién viene? —preguntaste, María.

—El Tomás Cornejo, ése que trae todos los años la yegua para que la sirva el garañón. Vamos, Marta, tú la primera.

—¿Con qué has untado el rodillo? —Preguntaste, Marta, mirando el seboso rodillo que portaba madre .

—Con jabón. Entrará mejor y os hará menos daño, aunque sea algo grande. Pero no olvidéis que los hombres no se la untan con nada, así que vaya lo uno por lo otro.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntaste, Marta.

—Bájate las bragas y espatárrate tirada en la cama; no ha de haber mucha diferencia con lo natural, más que la que obliga la situación.

T tú, Marta, hiciste lo que te dijo madre, menos abrirte de piernas; todo lo contrario, permaneciste con los muslos prietos uno contra el otro y presa de un temblor convulsivo. Madre, con el rodillo dispuesto, te advirtió:

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—Así no hay forma. Yo no os puedo encelar, como hacen los mozos para que vosotras mismas os espatarréis, así que ve tú, Marta, que tendrás que hacerlo con tu voluntad de ayudar. ¿Quieres o no hacer por la labor?

—Ya, madre. Con cuidado, madre —dijiste asustada, Marta, mientras hacías esfuerzos por relajarte.

—Lo haré como tiene que ser para que surta efecto. Yo le decía eso a vuestro padre y él se cegaba como un topo y no me hacía caso. Así está bien. No cierres las piernas, aunque te duela, que de eso se trata.

Y tú, madre, apuntaste el mango estrecho y redondeado del rodillo en la boca de la vagina. Hiciste un intento de penetrar esa parte inicial, como buscando el conducto. No fue difícil. Te paraste cuando creíste haber topado con lo que tú llamabas la telilla… porque dijiste: “Aquí está la telilla”. Y te dispusiste a seguir mientras decías:

—Aprieta los dientes y las manos, eso te va a ayudar. Ahora viene lo más laborioso…

—¡Madre, no metas todo eso, que me vas a mancar! —dijiste asustada, Marta.

—Yo sé lo que hay que meter. Haz lo que te digo, que no es el dolor el que manca; si por eso fuera, yo estaría reventada.

Y tú, Marta, apretaste los dientes y las manos, y mantuviste los brazos envarados por la tensión que produce el miedo. Madre sujetó el rodillo con firmeza y lo impulsó hacia dentro con fuerza sostenida y tú lanzaste un grito por el intenso dolor de la brutal penetración. Madre se detuvo un instante, quizá a contemplar el efecto.

—¡Ay!… ¡No, madre, no lo metas más, déjalo así!… ¡Aay!… ¡Que ya sé lo que duele!… ¡Jobar que si duele! —exclamaste, Marta, agarrando la mano de tu madre, la que manejaba el rodillo.

Y tú, madre, retiraste las manos de tu hija de un manotazo y volviste a hacer fuerza impulsando el rodillo hacía dentro, en las entrañas de tu hija.

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El rodillo penetró aún un buen tramo. Tú hija no soportaba más el dolor y su cara se llenó de gruesos lagrimones, mientras exclamaba:

—¡Aay!… ¡Ya no más, madre!… ¡Aay… cómo duele, madre!… ¡Basta ya, madre!… ¡Maaadre!…

Y tú, madre, quizá satisfecha del afecto que habías causado, extrajiste entonces el rodillo y te quedaste observando a tu hija que, exhausta, permaneció inerme en el lecho. Unas manchas pequeñas de sangre, que algún escritor lírico llamaría pétalos de rosa, se depositaron en la sábana.

—¿Qué, mentía vuestra madre? Ahora ya lo sabes, que más vale un hoy que diez mañana.

Tú, María, habías contemplado toda la operación cerrando y abriendo tus horrorizados ojos, temblando todo tu cuerpo de miedo. A duras penas conseguiste sentarte al lado de tu hermana, la tomaste de una mano y se la acariciaste, mientras con voz entre sosegada y lastimera, le decías:

—Ya pasó, Marta, ya ha terminado todo. ¿Cómo estás?
—Bien, María, bien. Ahora ya estoy mejor.
Mientras tú, María, consolabas a tu hermana, madre no perdía tiempo.

Cogió una de las torcidas que había confeccionado y comenzó a introducirla en la vagina de Marta a la vez que comentaba:

—Lo que queda es fácil y no ha de dolerte. Pero es importante que sepáis que no debéis sacaros esta torcida de algodón para nada, si no queréis que pase lo que pasa.

—¿Ni para orinar? —preguntaste, María.
—Pues ni para orinar. Esto no tapa el agujero por donde se mea.

Y tú, madre, seguiste introduciendo la torcida ayudándote con el dedo índice. Cuando consideraste que estaba bien colocada, con el extremo del hilo colgando medio palmo, le dijiste a tu hija:

—Ya está. Ahora ya sabes lo que se siente y es cosa tuya si quieres o no que tu mozo te envergue. Ahora tú —y te dirigiste a María.

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Y tú, María, desoyendo la orden de madre, le entregaste la braga a tu hermana. Pero Marta, con las piernas abiertas y sin poderse doblar, te pidió que la ayudases. Le pusiste la braga, le bajaste la falda mientras, vacilante, parecía que se iba a desplomar. La llevaste a una silla y la sentaste. Marta, con las manos agarrando sus rodillas, hacía esfuerzo cauteloso por cerrar sus piernas, mientras gemía de dolor. Tú, Doña Clara, observabas que el rodillo mantenía suficiente jabón, después de haberle pasado la toalla.

—¿Cómo hace de daño, Marta? —preguntaste, María, a tu hermana, mientras te sentabas recelosa en la cama.

—Mucho daño, hermana, como madre decía, pero ya hay alivio cuando termina.

—¡Pues claro que hace daño!… Esa es la cuestión que tenéis que tener presente, que como gato escaldado del agua fría huye, pues lo mismo espero de vosotras —dijiste, madre, y disponiéndote a comenzar de nuevo con tu otra hija.

—¡Yo no quiero que me lo hagas, ma!… ¡No dejaré que me enverguen!… Te lo prometo, ma —dijiste suplicante, María.

—Si no fuera porque aquí falta algo, te habría de creer, que la experiencia no se fía de la apariencia. Cuando te dejes sobar y te enceles, perderás la voluntad, y aunque para el dolor ya no habrá remedio, si no tienes esto dentro, seguro que te vas a quedar preñada. Sepas que tendrás que separarte de tu hermana, si el mozo prefiere llevarte a su casa. Y vas a ponerte vieja antes que ella, y luego tendrás que sufrir cada vez que se le antoje a tu marido. Ese y no otro es el panorama que te espera. ¿Es eso lo que prefieres?

—¿Quién te enseñó a hacer esto? —preguntaste, María.

Y tú, madre, dudaste un instante antes de contestar.

—Ya pase por ello… Madre, vuestra abuela, me lo hizo cuando como vosotras. Y no fue tan cuidadosa como yo, que ni lo untó con jabón.

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—¿Y qué pasó? ¿Por qué te casaste? —volviste a preguntar, María, quizá queriendo ganar tiempo o buscando una explicación.

—Es bueno que me lo preguntéis, porque así estaréis prevenidas de lo que nunca debéis hacer, que de los escaldados nacen los avisados. Un día vuestro padre me enceló tanto, que me espatarré como sin quererlo. Vuestro padre tenía una verga más delgada que el rodillo pero igual de larga. Se encontró con el tapón de algodón, y como no le entraba todo lo que él quería, yo me lo quité para darle contento. Quedé preñada en un santiamén y, que de resultas, hube de casarme como una oveja que parece ir contenta al matadero sin saber lo que le espera. Luego, ya veis, vinisteis vosotras y, como os dije, no dejé de sufrir hasta que Dios se lo ha llevado. Por eso os decía que no os teníais que quitar la torcida por ninguna circunstancia que os apremiara. Bueno, basta de preguntas, que está al llegar el Tomás y hay que atender al negocio.

Y tú, María, ante los argumentos de madre, decidiste dejarte hacer y te tumbaste en la cama.

—Está bien, ma, házmelo también a mí. Con cuidado, ma.

—Pues venga, bájate las bragas; ¿no querrás que te lo haga con ellas puestas? Y abre las piernas como tu hermana, ya ves que hoy no hay razón que te quejes como perro que ve alzarse el palo, que el miedo no está en pensarlo sino en probarlo.

María hizo lo que le decía la madre y pronto todo había terminado después de parecidas escenas de dolor. Habrían de pasar varias horas hasta que las dos jóvenes pudieron andar con normalidad. Y tan traumatizadas estaban, que ya no tenían interés por ir al pueblo y así lo manifestaron. No obstante, cuando se sintieron algo aliviadas, debieron comentar entre ellas las ventajas o desventajas de quedarse, o quizá fue por un sentimiento de rebeldía, y al final se fueron. Aunque, bien pensado, también puede que sólo fuera por alejarse de aquel lugar, de la madre, de Antonio, de tanto dolor y frustración como en aquellos momentos sentían

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por haber nacido mujeres. Fantástico, que hubiese sido por esto último, ¿no?

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SEXTA PARTE

Tomás Cornejo llegó cuando Marta y María ya habían partido. Dejó la yegua atada a un árbol, a la entrada del patio, por comprobar que todo estaba dispuesto para que uno de los sementales de doña Clara la cubriera. Pero Tomás, posiblemente, venía también con otras intenciones, aprovechando esa oportunidad que de otra forma nunca habría tenido con una doña Clara que hasta el momento poco se había dejado ver; nada desde luego en el pueblo de Tomás y poco en el que ella era vecina. Tomás y doña Clara ya eran conocidos, pues tiempo atrás, en que Mauricio vivía, él había venido con el mismo fin que ahora.

—Te esperaba más pronto, Tomás —dijiste, doña Clara, al verlo llegar, y continuaste—: Supongo que vienes a lo que vienes, ¿eh? ¿Dónde está tu yegua?

—¿A qué si no, doña Clara? No se me alcanza lo que quiere decir. La yegua la he dejado fuera, a la espera de que usted disponga.

— No, claro está y me alegro. No se entiende lo que no se oculta.

—¿Mande?… Claro, claro, tiene, tiene usted mucha razón… Me he cruzado con sus hijas, doña Clara y parecían muy serias, que hasta les costó devolverme el saludo —dijiste, Tomás.

—Cosas de ellas. No se lo tomes en cuenta, Tomás, que tendrían el mal día que todas las mujeres tenemos.

—Ya me gustaría que una de sus mozas se interesara por mi Braulio.

—Todavía son dos zagalas, y ya sabes que del interés de se pasa a la vicaría antes de que se piense y fuera del interés que trae cuenta.

—Tampoco estaría mal que emparentáramos, y no es indirecta. Ya estoy pensando en tener nietos para que se queden con las fincas cuando yo la palme. Como usted bien sabe, soy viudo y tengo un hijo único que en

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cualquier momento podría desgraciarse. Si eso ocurriera, ya sabe, todo para los sobrinos de mi mujer, que en paz descanse, que es que ni sobrinos tengo, ya ve usted.

—Sí que sería una desgracia. Podríamos hablar de eso, pero ahora a nuestro asunto. ¿Traes los papeles de la yegua?

—Sí, aquí los tiene. Mi yegua está sana como una rosa, doña Clara.

—Déjate de semejanzas. Tengo yo por ahí rosas que están llenas de bichos.

—Pues mi yegua no es el caso, doña Clara. Vea los papeles del veterinario —y le entregaste los informes, Tomás, mientras pretendías insistir—. Como una ro…

—¡Y dale con las comparaciones!… ¿Le diste el purgante para las lombrices? Que eso es ir al grano—preguntaste, doña Clara, mientras ojeabas los papeles.

—Hice como siempre, doña Clara, que aquí donde me ve, yo soy un hombre que nunca pone el carro delante los bueyes.

—No sé yo a que viene eso del carro y más vale que no lo piense. Pues, ¡andando! Antonio debe tener ya embridado el macho. Tú has de pellizcarle el hocico a tu yegua. Recuerdo que mi marido me dijo que había dado muchos problemas cuando la vez anterior.

—Es que es algo pequeña mi yegua para su garañón. Su marido, que en paz esté, tuvo que ayudar al macho cogiéndole la verga, con perdón. Yo no sé si lo sabré hacer, ¿usted me entiende? Y perdone usted que le hable así. No piense que le falto al respeto.

—No te preocupes, Antonio sabe hacerlo. Y déjate de cumplidos, que no me avergüenzan ciertas palabras, que no hay otras para llamar a las cosas por su nombre. Ves que aunque mujer, ya no soy una niña a la que hay que tratar con finezas y otras consideraciones.

Y tú, doña Clara, seguida de Tomás, os fuisteis derechos al establo. Antonio os salió al encuentro llevando al garañón de la brida.

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—Hola, Antonio, ¿cómo te va, muchacho? —saludaste, Tomás.

—Muy bien, señor Tomas. Aquí estoy muy bien, como de la familia. Ya le vi entrar y por eso saco el garañón. ¡Soo!… —trataste, Antonio, de calmar al nervioso animal.

—No sabes la suerte que tienes de estar en tan buena casa. Ese macho está nervioso como nunca lo vi. Va a ser difícil hacerse con él.

—Es que lleva mucho tiempo sin pillar a una yegua y ya debe haber olido a la suya.

—Pues vamos a ver si se porta con mi Canela. En la ocasión anterior me dio un potrillo muy majo.

—No era éste, señor Tomás; era el otro que dejé en el establo.
—¿Qué le pasa al otro?
—Comió mucha alfalfa tierna y tiene algo hinchada la barriga, por eso

no lo saqué. Pero éste es tan bueno o mejor, señor Tomás. El amo, que en paz esté, por poco que lo quería más para sus yeguas.

—Bueno. Cógelo bien y ten cuidado. Voy a por la Canela.
Y tú, Tomás, fuiste a por tu yegua.
—Antonio, háblale al garañón. Tú que vives más con él, te ha de

entender —dijiste, doña Clara.
—¡Soo, Molinero! ¡Tranquilo! Que te traen una yegua muy maja. —¿Estás seguro que te apañas solo? Mira que va a hacer falta ayuda. —Me lo sé, doña Clara. No se inquiete, que entre yo y el señor Tomás

nos hemos de apañar.

El garañón estaba preparado. A medida que la yegua se acercaba, se mostraba más nervioso y piafaba con violencia. Antonio lo mantenía bien sujeto por el ronzal, pegándole tirones de vez en cuando al bocado. A duras penas conseguía dominarlo; cuantos mas estrógenos de la yegua llegaban a su sensible olfato, más violento e impaciente se volvía. Doña Clara se mantenía a prudente distancia, observando. Cuando Tomás le acercó la

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yegua, el pene del garañón había alcanzado la erección máxima. Comenzó a mordisquear a la yegua en el pescuezo, luego la recorrió hasta la grupa. La yegua también se preparaba: ya había orinado y se había abierto de patas, señal para los criadores de caballos de que aquel era el momento en el que las yeguas se mostraban receptivas. Antonio alineó el garañón detrás de los cuartos traseros de la yegua, y reteniendo el ímpetu del garañón, le dejó que se acercara soltando rienda poco a poco. El macho le olió la vulva y se puso de manos buscando apoyo en la grupa de la yegua. El garañón era, efectivamente, demasiado grande para la yegua. La vulva y la punta de la verga del macho no se encontraban y ésta tropezaba una y otra vez con el cuerpo de la hembra. Parecía imposible que por sí solo pudiera conseguir penetrarla. Antonio se disponía a ayudar al macho en su empeño, cuando advirtió que el miembro del garañón había alcanzado un grosor inapropiado. En lo que iba a suponer un infructuoso intento, había peligro de que eyaculase fuera y entonces habría que esperar o quizá dejarlo para el siguiente día. Antonio, que ya había pasado por situaciones parecidas, decidió actuar como había visto hacer a su amo. Pidió a Tomas que sujetase el garañón, del que había tirado hacia atrás para que desmontase la yegua. Luego pidió a Doña Clara que sujetara la yegua para que Tomás se ocupara sólo del macho. Una vez que consiguieron, con gran esfuerzo de Tomás, mantenerlos separados, Antonio cogió la verga del garañón y la sacudió violentamente varias veces para que disminuyera el grosor, una práctica habitual en estos casos. Efectivamente, el gigantesco miembro volvió al grosor normal y quedó colgando. Cuando Antonio consideró que podía intentarse de nuevo, le dijo a Tomás que soltara algo las riendas para que se acercase a la yegua. Antes de que la situación anterior se repitiera, él debería dirigir la verga al lugar apropiado. El garañón no fue en línea recta hacia la yegua, pareciera que la quería volver a cortejar. El garañón comenzó a mordisquearla como en la ocasión anterior. Antonio estaba situado detrás de la yegua esperando el momento en el que él debería intervenir. Probablemente por algún exceso del macho

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en sus caricias, hizo que, súbitamente, la yegua levantara sus cuartos traseros y proyectara una violenta coz. Antonio había descuidado por un instante su posición de seguridad. Uno de los cascos se fue a estrellar en la frente del chico, y cayó desplomado como un fardo. Doña Clara dejó las riendas de la yegua, y ésta salió corriendo. Tomas dejó suelto el garañón, que salió detrás de la yegua…

Y como un trallazo que rompió el cielo, tú, Tomás, exclamaste: —¡Caagoendiós, la leche que le ha dao!
Y tú, doña Clara, echándote tus manos a la cabeza y mesándote los

cabellos, dijiste:
—¡Aay, Dios! ¡Que me lo ha matado sin remedio! ¡Virgen Santísima!

¡Antonio, hijo mío! ¡Ay, hay Señor!
Tomás, te agachaste en un intento de auxiliar al chico. Antonio

permanecía inerte en el suelo e incorporaste su cabeza, que sangraba abundantemente por la boca.

—¡La órdiga! —dijiste, Tomás, y añadiste—: Vaya golpe que le ha dado al pobre muchacho.

—¡Pero, dime, Tomás!, ¿está muerto? —preguntaste, doña Clara, fuera de sí.

—No sé, no sé. Parece que respira, pero esta sangre que le sale por la boca…, eso no es buena señal, doña Clara. Y esta bolladura que tiene en la cabeza… Por el síntoma, parece que lo ha descalabrao, doña Clara.

—¡Tenemos que hacer algo, Tomás! —casi gritó doña Clara. —Pues si está muerto, ya me dirá, doña Clara. ¿Qué se le ocurre? —¿Sabes conducir la camioneta? El médico…

—Sí que sé, que lo aprendí en la mili. No se me ocurría, ¡me cago en la leche! Debo ir a buscar enseguida al médico, vaya que esté vivo y se nos muera.

—¡Hazlo! ¡Rápido, que se nos muere!… ¡Ay Dios mío!

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—¡Mira que tener que pasar esto!

—¡Allí está, en le cobertizo! Las llaves están colgadas detrás de la puerta. ¡Date prisa, hombre!

Y tú, Tomás, dejaste la lacia cabeza de Antonio apoyada en el suelo y fuiste a toda prisa en la dirección que te había indicado doña Clara. Pronto la camioneta se dirigió al pueblo.

Mientras tanto, tú, Doña Clara, te habías arrodillado en cuclillas y habías colocado la cabeza de Antonio sobre tus piernas. Tratabas de limpiarle con los bajos de tu vestido la sangre que seguía manando abundante de la boca.

Doña Clara, como nunca te había visto, le hablaste con voz transida.

—No te nos mueras, Antoñito. Por Dios, no te nos mueras. Nos haces mucha falta. Qué será de nosotras ¡Ay, buen Dios, que desgracia tan grande si nos lo llevas! Llévate una yegua, o dos, pero no te lleves esta alhaja de zagal que está en la flor de la vida.

Mientras doña Clara seguía con sus lamentaciones, Antonio no reaccionaba. Tenía los párpados medio cerrados y aún dejaban ver el blanco de sus ojos, con sus pupilas mirando a la bóveda del cráneo . Respiraba entre borbotones de sangre. Parecía hacer esfuerzos sobrehumanos para que penetrara una brizna de aire en sus pulmones anegados de sangre inspirada. Así algunos minutos. De repente abrió la boca en un espasmo violento y la cabeza se inclinó a un lado, cesando el más mínimo síntoma de vida. Antonio ya no era Antonio, ni siquiera una cosa ni mujer ni hombre; era un juguete roto en el regazo de una mujer que lloraba, no sé si por su desgracia o la del joven.

Doña Clara se quedó con él joven y con él permaneció en la misma posición, ya callada, quizá intuyendo que Dios ya no escuchaba sus súplicas y nadie en la tierra sus lamentos. Ya no sangraba. Terminó, con una punta de su mandil, de limpiarle los restos de sangre que manchaban

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su boca y mentón, y lloró de forma espasmódica. Pasado algún tiempo cesó de llorar, y mirando al cielo, como si un rayo venido de él la atravesara, comenzó a chillar con lamentos histéricos y secos de lágrimas, reacción visceral postrera de la congoja. Luego de un tiempo, se produjo el silencio en aquel patio y todo pareciera que había muerto. Doña Clara, con la cabeza de Antonio apoyada en su regazo, con la mirada perdida, balanceaba adelante y atrás su cuerpo, como una Piedad recuperada en un lienzo o en una estatua, quizá tan falsa.

Media hora mas tarde llegó Tomás con don Julio, el médico. Los dos se bajaron del vehículo rápidamente y se dirigieron hacia donde estaban Antonio y doña Clara. Ésta, que pareció advertir la presencia, comenzó de nuevo a gemir, mirando al frente; sus oídos le habrían advertido que sus lamentos ya no eran del todo baldíos.

—¡Está muerto, está muerto!… Lo ha matado la yegua. Está muerto —dijiste, doña Clara, cuando los dos hombres se acercaron.

Y tú, Don Julio, médico rural, presto siempre a dar esperanza o certificar la muerte, te inclinaste sobre Antonio y le cogiste la muñeca. Luego le abriste uno de los párpados y seguidamente te levantaste para decir algo que no estaba en tus libros.

—Lo siento. Ya no se puede hacer nada. ¡Pobre chico!

Todos se quedaron un momento en silencio, como queriendo recomponer cada uno sus propias ideas, buscando quizá el significado a la muerte y cómo su evocación en cabeza ajena disminuye la esperanza en la vida propia. Fue Tomás el primero en hablar.

—Doña Clara, déjenos a nosotros. Ya ve lo que dijo don Julio, que ya no se puede hacer nada. No lo podemos dejar ahí, ¿a dónde dispone que lo llevemos?

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Y tú, doña Clara, no contestaste, seguías traspuesta, balanceando el cuerpo adelante y atrás. Tomás te zarandeó.

—¡Doña Clara! Mujer, que ya ve que nada se puede hacer. ¿A dónde quiere que le llevemos?

—A la casa, a la casa —contestaste casi inaudible, doña Clara.

—¿A su casa? —preguntaste, Tomás, que quizá no lo podías creer.

—¿Dónde, si no? Vivía con nosotras, que era como un hijo para mí —dijiste, doña Clara, y te levantaste con dificultad.

Los dos hombres se dispusieron a tomar el cuerpo de Antonio. Lo cogieron el uno por los brazos y el otro por las piernas y lo condujeron en dirección a la puerta de la casa que daba al patio. Doña Clara no parecía reaccionar y permaneció en el mismo lugar paseando en un círculo reducido, mirando al suelo, queriendo leer en él respuestas a tantas preguntas como se debían estar agolpando en su cabeza.

—Doña Clara, ¿díganos dónde lo ponemos? ¡Doña Clara!… —gritaste, Tomás.

—¿Qué? —preguntaste, doña Clara, reaccionando.
—¿Que dónde lo ponemos?
—En mi cama. Ponedlo en mi cama. Ya voy, ya voy. ¡Ay Dios mío, que

desgracia!… ¡Qué va a ser de nosotras! —y te dirigiste, doña Clara, en pos del cortejo, adelantándote para ir abriendo puertas.

Cuando los dos hombres llegaron a tu dormitorio, doña Clara, depositaron el cuerpo en la cama. Tú, Doña Clara, habías retirado previamente la colcha, que se me antojaba muy bella y antigua.

—Hay que amortajarlo. ¿Quiere que lo amortajemos? —Preguntaste don Julio, dirigiéndote a doña Clara.

—¿Decía usted? —preguntaste, Doña Clara, completamente ausente y sumida en tus pensamientos.

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—Que si quiere lo amortajo —dijiste, don Julio, y preguntaste—: ¿Tiene ropa limpia para él? ¿Una toalla y un barreño con agua para lavarlo?

Y tú, Doña Clara, reaccionaste de inmediato de tu postura ensimismada.

—¡No, no hace falta!… Yo lo haré, como lo hice con mi marido. Antonio era como un hijo para mí. Era como un hijo, pobrecito —y te interpusiste entre don Julio y la cama, con la evidente intención de evitar que tocaran el cuerpo del joven.

—Si quiere le ayudamos. Es mucho cuerpo para usted sola —dijiste, Tomás.

—Yo lo haré, yo lo haré. Lo hice yo sola con mi marido y pesaba más. No han de preocuparse.

—Como usted quiera. ¿Quiere que hagamos algo por usted? —preguntaste, don Julio.

—Sí, don Julio. Ya que han de volver al pueblo, pida al sepulturero que me mande un ataúd, que sea aparente. Avisen también al cura para el entierro. Y busquen a mis hijas por el pueblo, que dejen todo y vengan enseguida.

—¿Antonio no tiene familia? —preguntaste, Tomás.

—No, no tiene. Tiene una tía en no sé dónde, y unos primos, pero no se trataba con ellos; como él era así, no lo querían. Sólo nos tenía a nosotras, que lo queríamos como a uno más de la familia.

—¿Está segura de que no nos necesita? —te quisiste asegurar, don Julio.

—De veras que no, don Julio. Se lo agradezco mucho, pero es lo último que voy a hacer por él y prefiero hacerlo yo sola y que ustedes hagan lo que les digo. Es lo único que puedo hacer por él, como si fuera la madre que le falta.

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—De acuerdo, doña Clara. Haremos lo que nos ha pedido —dijiste, don Julio, y añadiste—: De camino pasaré por el cuartelillo de la Guardia Civil para dar el parte.

Y tú, doña Clara, miraste al médico con firmeza y tono contrariado, y dijiste:

—¿Por qué la Guardia Civil, don Julio? ¿Es que acaso se lo han de llevar? Ya ha visto que fue la yegua de Tomás.

—Bueno, yo no lo he visto pero lo creo; pero deben ser ellos los que se lo tienen que creer. Siempre se hace eso, precisamente porque su muerte no ha sido por causas naturales.

—Así que causas naturales, ¿eh? Ustedes con tantos libros siempre confundiendo. ¿Qué más natural que morir de una coz en la cabeza? Cuando se muere de esos bichos que nadie ha visto y ustedes dicen, a eso lo llaman morirse de muerte natural. Y cuando el carro, que todo el mundo lo pudo ver, aplastó a mi marido, eso no fue natural y por eso los guardias tuvieron que meter sus narices.

—Tiene usted razón, doña Clara. Pero ocurre que las personas, en ocasiones, también matan y normalmente lo hacen de forma violenta. No es el caso, repito, pero la muerte ha sido violenta y por lo visto ellos tienen que saberlo y nosotros la obligación de dar parte del suceso. No tiene más importancia y ustedes no son responsables.

—Haga lo que debe, don Julio. Lo que no quiero es que se lleven a mi Antonio para hacerle la utosia.

—No hará falta. Yo lo arreglaré.

—Pues no sabe lo que se lo agradezco, Don Julio, que se me hace muy duro el pensar en todo eso que les hacen.

—Comprendo, doña Clara. Sí que es desagradable para los deudos. Y tú, Tomás, y tú, don Julio, comenzasteis a retiraros.
—Mañana volveré para despedir el cadáver —dijiste, Tomás. —Tomás, ¿tú tienes una carreta?

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—Sí que la tengo, y muy maja. ¿Por qué me lo pregunta?

Tráela, si me quieres hacer ese favor, para llevarlo al cementerio, que a él le gustará más que si lo llevamos en la camioneta.

—La traeré, doña Clara, no se preocupe, y tirarán de ella dos bueyes.

Mientras los dos hombres se retiraban, tú, doña Clara, volviste a los lamentos.

—¡Que desgracia!… ¡Pobre Antonio! Tendrá un entierro bonito. Era un zagal bueno, que no se pueden ustedes figurar. No era para este mundo y Dios se lo habrá querido llevar con él.

—Resignación , doña Clara —dijiste, Tomás, parando tu marcha un instante.

—Nos vamos, doña Clara. Cuídese de no hacerse daño. Avisaremos a sus hijas para que vengan y le acompañen —dijiste, don Julio, ya en el quicio de la puerta del dormitorio.

—Dios se lo pague. Que no se entretengan mis hijas.

Pero, tú, Tomás, ya en la puerta que daba al patio, te volviste, entraste de nuevo en la habitación y preguntaste a doña Clara:

—No le he preguntado si podemos llevar la camioneta. Dejaré a don Julio y vuelvo a recoger la yegua.

—¡Qué cosas preguntas, Tomás! ¿Es que iba a permitir que fuerais andando? Vuelve y llévate esa maldita yegua y que no la vuelva a ver, que mira la desgracia que ha traído a esta casa.

—Mujer, la yegua no tiene culpa. Los animales no tienen culpa, que todo lo hacen por el instinto.

—Pero no quiero verla más, ¿comprendes? ¡Ah! Y otra cosa: me tendrás que pagar el servicio.

—¡Mujer! Se paga cuando la sirve, esa es la costumbre. Yo no tengo culpa…

—Ellos solos se aparearon. Ya ves, y sin necesidad de más atenciones. A buen seguro que tendrás tu potro dentro de once meses.

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—¿Es cierto eso de que la montó? Esa es una buena noticia, doña Clara, que todo no va a ser desgracia.

—Te aseguro que sí. Ya lo vas a comprobar. Espero que no me hagas alguna treta. Apunta bien el día, o ve que tu yegua no ha de querer semental.

—Descuide, doña Clara, que el día no se me ha de olvidar; si está preñada, le pagaré el servicio, palabra de Tomás.

—En eso confío, que luego, si te he visto no me acuerdo. Y por si no estuviera preñada, ya sabes, habrás de sacrificarla, como es costumbre hacer con el animal que mata a una persona.

—¿A qué viene eso, doña Clara? Esa costumbre es del tiempo de Maricastaña y cuando las personas no tenían muchas más luces que los animales.

—Pues sería lo justo, que no sé yo para que nos civilizamos. Anda, que don Julio espera. Y vuelve cualquier otro día, pero no con esa yegua. Mejor tráete a tu muchacho. Hablaremos, a ver qué se puede hacer.

—Muy bien, doña Clara. Le aseguro que mi niño le gustará.

—Anda, anda, vete ahora, que eso ya se verá.

Y, Tomás, saliste a reunirte con don Julio. Seguro que en tu pensamiento, una frase concentraba el sentir de aquel momento: no hay mal que por bien no venga.

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SÉPTIMA PARTE

Marta y María llegaron al pueblo con sus cuerpos lastimosamente traumatizados. Por el camino estuvieron a punto de decidir volver a casa. Los numerosos baches del camino, que hacían saltar la carretela, eran otros tantos recordatorios dolorosos que las obligaban a exclamar ¡ay!. Según iban comentando, no tenían ánimo para esperar divertirse, no querían ver a sus amigas, y los mozos les producían una especie de pavor de sólo pensar en ellos. Pero también se daban ánimo y esperaban que una vez allí se podrían incorporar al jolgorio y quizá se olvidaran de lo pasado en la casa y de aquella sensación de seguir atravesadas; y lo comparaban con la imagen de cómo el padre había hecho con los cabritos o los corderos para ser asados en las brasas. En cuanto a la madre, tenían los sentimientos confusos, pues tan pronto decían que ella era buena con ellas y puede que con su mejor voluntad aquello que había hecho era por su bien, como que lo había hecho por su propio interés, como en alguna ocasión ya había pensado y dicho Marta. Pero, de una cosa sí parecían estar seguras: si necesitaban confirmación sobre lo que de verdad significaba ser envergadas por los hombres, la madre se lo había mostrado con creces. Aquello, en verdad, era horrible, decían, y no comprendían aquel afán de sus amigas por atraerse a los mozos. Y luego los noviazgos, más o menos largos, en los que, al contrario, ellas parecían felices y contentas, y que , a pesar de todo, también comentaron que alguna que tenía novio ya lo habría probado, aunque no lo hubiese confesado, y esto no les dejaba de sorprender. Como creyeron que no era difícil saberlo, se dispusieron a averiguarlo para saber si a ellas les había “dolido la experiencia”, en la propia expresión de las chicas.

Cuando llegaron al pueblo ya la animación era patente. Pronto empezaría el baile. Los vecinos y los forasteros consumían el tiempo entrando y saliendo de los dos bares abarrotados de gente. La procesión

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del Santo Patrón se acababa de encerrar, y los mozos charlaban y fumaban en corros, las mozas en grupos, no más de cuatro, paseando calle arriba, calle abajo, cruzando miradas furtivas con sus pretendientes o sus anhelos.

La llegada de Marta y María fue todo un pequeño acontecimiento y causaron cierto revuelo entre los jóvenes. Llevaban sin verlas varios meses, salvo las esporádicas ocasiones en las que las habían visto llegarse al pueblo para hacer compras y que, en todo caso, no era lo mismo que verlas en su disposición de incorporarse a las fiestas.

El luto era obligado por aquel lugar y no duraba menos de dos años para las hijas de un padre o madre difuntos y a perpetuidad para la viuda mientras no contrajera segundas nupcias. Los hombres viudos solían llevar un brazalete negro cuando se ponían la chaqueta y no más de un año. Luego, algunos continuaban con un botón forrado de tela negra en el ojal o corbata negra si se la ponían.

Quizá ocurrió que nadie esperaba tan pronto a Marta y a María; apenas había transcurrido un año. Tampoco iban vestidas de riguroso luto y sí con el llamado “de alivio”, pero unos y otras entre los de edad parecida, lejos de criticarlas, se alegraron sinceramente al verlas aparecer en el pueblo. Y poco les debió importar lo que pensaran las personas mayores, en el pronóstico que les había hecho la madre.

“¡Marta, María, que alegría nos da veros!”, exclamó una joven de uno de los grupos, a la que enseguida se unieron otras.

Las dos jóvenes miraban a todos con un aire desvaído. Los mozos se daban codazos para advertirse de su presencia. Marta y María eran dos mozas hermosas —y no hermosotas, como despectivamente las había calificado la madre—Con esa lozanía que da la juventud y el aire puro del campo, con aromas a heno y paja seca, prietas de carnes sin exceso, y adobadas de los rubores que dan a las mejillas las proteínas de unas comidas siempre caseras y con buenos y naturales nutrientes. Constituían un buen partido para cualquier zagal. La finca que doña Clara heredara de sus padres, de algo más de diez fanegas, no era muy grande, pero la tierra

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era buena, tenía agua propia de un pozo del que se sacaba y elevaba mediante una bomba eléctrica a un deposito situado por encima del nivel de las construcciones, y desde el que, por gravedad, se suministraba a la casa y al resto de la finca cuando era preciso regar los pastos. Una comodidad eso de tener agua corriente y que Ricardo Balbuena había inventado él solito, primero para la casa y luego para parte del pueblo; por eso y otras cosas había pasado a la posteridad como un gran alcalde.

Pero lo que más atraía a los pretendientes de las dos jóvenes era el establo, aquella caballeriza con diez hermosas yeguas y dos garañones, un valor añadido a la finca, que ya he dicho, había sido fruto de la iniciativa del marido de doña Clara. Era muy común que estas cosas fueran consideradas con prioridad a cualquier otra motivación, por ejemplo, el atractivo físico. Si las dos cosas se unían, como era el caso, no hay que decir que Marta y María eran el objeto de los sueños de muchos de los mozos de aquel lugar y de otros próximos.

Marta y María habían tonteado con casi todos, pero en relación con ciertas intimidades se iba produciendo la selección de forma natural, cercana a la que utilizan algunas hembras del mundo animal con sus mejores machos. Dos mozos de buen porte, con buenas fincas rústicas pertenecientes a sus padres, eran los que Marta y María tenían entre ceja y ceja. Ellos ya se habían dado cuenta, pues nadie más había conseguido sacarlas del corro central del baile, porque he de decir que allí el baile era “de fiado”, como allí llamaban, y que consistía en que todos podían bailar con todas acercándose a las parejas pidiendo con un “¿me permites?”, al que con gusto o con disgusto de ellas, el mozo que estaba en la posesión de su compañera se retiraba dejando a la moza en los brazos de la nueva pareja. Pero también era aceptado que los noviazgos empezaban cuando un mozo invitaba a la zagala a salir del corro y bailar cerca de las paredes, lugar exclusivo, por otra parte, para los noviazgos ya consolidados. Era convenido y aceptado, decía, que aquel territorio que era destinado a las parejas comprometidas, también valía para las que mostraban intención de

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comprometerse, y allí ningún otro mozo osaba intervenir. Así, más o menos, empezaban los noviazgos de forma oficial y pública. Como no había bailes más que durante las fiestas del pueblo, esta circunstancia a fecha fija daba lugar a los sueños de muchos y muchas esperando el momento en el que todo principiaba; en ellos, porque era la ocasión de acercarse a las zagalas, cogerlas por el talle con sus encallecidas manos y doblarlas contra sus cuerpos buscando algún roce furtivo de sus braguetas repletas contra los tiernos vientres de las mozas; en ellas, porque comenzaban a descubrir lo que significaban los mozos en la versión de hombres; sentían sus manos prietas como planchas incandescentes, el aliento con aromas a semental o fétido de muelas picadas. Y el sudor. Algunos se lavaban todo el cuerpo para la ocasión y olían a potrillos o terneros destetados; los otros, los que sólo se lavaban la cara, quizá el pescuezo para no manchar el cuello de sus camisas limpias, llevaban en la piel el olor a calostro atrasado. Estos, ni que decir tiene, quedaban para las mozas retrasadas en sus posibilidades de elección. Ellas olían todas a colonia de rosas u otros perfumes, que enmascaraban los naturales; pero a doña Clara se le olvidó advertir que tampoco en eso las mujeres se parecían a las yeguas.

Los mozos que rondaban a Marta y a María eran de los primeros. Dos jóvenes pulcros a la menor ocasión en que dejaban las faenas del campo. Dos chulillos cuando llegaban las fiestas del Santo Patrón, que ya habían descubierto el profuso uso del agua de colonia a granel.

Y en cuanto a las intimidades que antes apuntaba, la cosa con Marta y María no había pasado de un encuentro en un lugar sombrío y solitario, después de terminar el baile de las fiestas del año anterior. Todo empezó cuando Marta y María consintieron salir del corro. Luego, los dos jóvenes las acompañaron al lugar donde habían dejado la carretela. El lugar era propicio y el precedente del baile animó a los dos mozos: primero las manos, luego brazo por el hombro, después tomarlas por el talle, a continuación atraerlas hacia sus cuerpos, y se dejaron besar en un largo beso que les hacía parecer parejas siamesas. Durante buen rato las dos

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parejas se magrearon sin otro límite que la penetración y la negativa de las chicas a ir al pajar de uno de los chicos cuando uno de ellos lo sugirió. Se despidieron calientes y con sensaciones entre dolorosas y placenteras; nuevas para ellas y prometedoras para ellos si encartaba otra ocasión. Luego, todo lo interrumpió la muerte del padre de las chicas, excepto algún encuentro fugaz en el camino, que por ser a la luz del día no daba para más que para una conversación.

Los mencionados jóvenes estaban ahora juntos con alguien más, cuando aparecieron Marta y María en la plaza del pueblo. Todos y todas las saludaron quedándose donde estaban, pero ellos se acercaron con prontitud, abriéndose paso hasta la carretela, y agarrando de las bridas al percherón, después de saludarlas con un “¡hola, Marta, qué hay, María!” , tiraron del caballo y las escoltaron hasta donde se pudiera dejar el carruaje.

—¿Queréis que llevemos la carretela a mi corral?

Quien os preguntaba, Marta, María, era uno de los mozos, el que te hacía a ti, Marta.

—Sí, va a ser mejor. Estaremos más tranquilas, porque hay mucho cafre por aquí, a lo que veo—dijiste, Marta.

—Pues arreando, que no está lejos.
Y el cortejo enfiló una de las calles del pueblo.
—¿Vais a ir al baile?
Quien preguntaba ahora era el otro mozo, el que te hacia a ti, María. —No estamos muy decididas; es que es pronto para dejar el luto,

aunque lo llevamos en el pensamiento, claro —contestaste, María. —Podemos pasear, si lo preferís.
—Bueno —dijiste, Marta.
—Os veo muy apagadas.

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—¡No te fastidia, éste! No vamos a estar como bombillas —dijiste, María, con expresión de contrariedad.

—Mujer, como bombillas no, pero un poco más de contento; son las fiestas del pueblo.

—Si lo preferís, —os dijo el otro, callado hasta entonces— podéis ir con las amigas un rato; os dejamos, pero nos habréis de prometer que luego saldréis con nosotros.

—Hoy no vamos a bailar, eso si vamos al baile, que aún no lo hemos decidido —dijiste, Marta.

Los dos jóvenes, Marta, María, se alternaron en la conversación con vosotras.

—Está bien, como gustéis. Si os apetece algo distinto, nos lo decís, que nos haremos el cargo, pero si preferís a otros…

—¡Si preferís, si preferís! No preferimos nada, tú. No tenemos a nadie. Tampoco a vosotros, ¿lo habéis entendido? —dijiste, Marta, con cara de enfado.

—Era por no entrometernos, mujer; no te pongas así de enfurruñada.

—¿Quieres que metamos la carretela en tu corral? ¿Sí o no? Porque, a ver si lo hacías porque te lo has creído —preguntaste desabrida, Marta.

—Andas un poco resabiada. Pues claro que quiero, Marta. Ya sabes que estoy a tu disposición, para lo que gustes mandar.

—Pues vamos. Y lo que fuere sonará. No os hagáis muchos juicios — volviste a decir Marta, al tiempo que ponías la carretela en marcha, llevando los chicos a Tronco de las riendas.

—Nada, nada. No te preocupes. Pero que sepas que te aprecio, Marta, si es que te lo puedo decir sin que te enfurruñes.

—Y yo a ti, María, que no hemos salido con nadie desde que tomasteis el luto.

—Nosotras no lo sabemos, todavía —dijiste, María.

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—Nosotras también os apreciamos, pero sólo eso. Para lo otro, quiero decir para algo más, nos habréis de dejar algo de espera. Con esto de padre y tanto tiempo encerradas en casa se nos ha disipado un poco la alegría y el interés —dijiste, Marta.

—Mientras no prefiráis a otros…
—No os hemos dado motivos —dijiste de nuevo, Marta.
—Eso si. Bueno, ya hemos llegado. Bajad del coche, yo lo meteré en el

corral. Dejaré al percherón una bala de heno, para que se entretenga. —¡Sólo un poco, animal! Si le dejas la bala puede reventar de un atracón. Veo que sabes poco de caballos, tú. Tendrías que aprender… Bueno, quiero decir que es bueno saber de caballos, como de cualquier

otra cosa, ¿me entiendes? —dijiste, Marta.

—Te entiendo. Tú me enseñarás todo lo que sabes, Marta.

—Eso está por ver. Ya te dije que no corras de ligero.

—No insistiré más. Hoy no te veo para bromas.

—Pues eso.

Vosotras, Marta, María, os bajastéis y los jóvenes metieron el carruaje en el corralón de uno de ellos.

Las confianzas entre ellos habían llegado suficientemente lejos como para que, al salir y ponerse en marcha en dirección a la plaza, los mozos intentaran coger de la mano a sus respectivas pretendidas. Éstas, sin embargo, retiraron las manos con brusquedad. Los jóvenes se sorprendieron, pero lo debieron achacar a que había mucha gente por la calle y ellas querrían guardar las formas. Lo cierto es que Marta y María debían sentir por ellos, y en aquel momento, una cierta atracción mental cohibida por un rechazo físico, este último del todo comprensible, pues aún debían sentir en el cuerpo lo que ya sabían daban de sí los hombres y por eso de que gato escaldado, del agua fría huye. Ya no eran, probablemente, aquellos zagales objeto de sus deseos íntimos e incipientes, causas de sus

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vibraciones y sensaciones nuevas y extrañas, que no habían sabido hasta entonces dónde desembocaban. Ahora eran los estiletes que, imaginativamente, hurgaban en sus heridas, aún sangrantes y doloridas, y se imponía el instinto de prevención que se tiene ante el abismo que atrae y a la vez atemoriza. Marta y María podían estar, como la madre, castradas mentalmente, una forma de castración penosa y probablemente definitiva, y que no consistía en la inhibición del deseo, sino la indisposición a sentirlo y, consiguientemente, disfrutarlo; eso que los médicos llaman frigidez y que sus causas se extienden a una amplia panoplia de motivos, entre los que se encontraban los sufridos por las chicas. Pero quizá la cosa no fuese fatal y tuviese remedio pasado el tiempo y si, con suerte, quien las poseyera gozaba del don de habilidad para predisponerlas, aunque puedo aventurar que eso de la sexualidad que en las personas, como las flores, se hace especialmente vivo y apremiante por cada primavera, sería algo que ellas difícilmente pudiesen ya nunca sentir, salvo accidente benigno, ya digo, que las sacara de su paranoia.

Los cuatro jóvenes bajaban calle abajo, cuando otro mozo vino al encuentro corriendo, con síntomas de nerviosismo y gritando.

—¡Vosotras, que volváis enseguida a casa!
—¿Pasa algo? —preguntaste, Marta.
—¡Que el Antonio ha tenido un mal tropiezo, al parecer! Y… —¿Qué le ha pasado a Antonio? —preguntaste, María.

—Que una yegua lo ha debido matar… eso es lo que ha dicho don Julio… que viene de vuestra casa —dijo el chico, acezando como un perro después de correr una liebre.

—¡Dios mío!… —exclamaste, María, tapándote la cara con las manos.

—¡No puede ser!… Por todos los santos, ¿es una broma, tú? —preguntaste más entera, Marta, que sabías cómo las gastaban los mozos.

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—¡Joer, tú, que no es una broma!, que me lo ha dicho don Julio, que ha estado allí y nos ha mandado que os lo digamos para que vayáis con vuestra madre.

Y vosotras, Marta, María, os abrazasteis sollozantes. Vuestros compañeros se quedaron paralizados, sin saber qué hacer. Fue el joven que había traído el mensaje el que os hizo reaccionar a todos.

—Vosotros, pasmaos, ¿dónde está la carretela?
—En mi corral.
Y el joven que había traído la mala noticia, siguió diciendo a voces: —¡Pues andando, sácala, leche, que la madre se ha quedado mas sola

que la una!… ¡Rápido!…

Y los dos jóvenes deshicieron el camino andado a toda prisa, entrando de nuevo en el corral. El joven del mensaje se quedó a vuestro lado, Marta, María, que no podíais contener el llanto.

Y el joven del mensaje, os dijo:

—Ha sido la yegua de Tomas, que también ha venido acompañando a don Julio.

—Pero, ¿está muerto de verdad? —preguntaste, María—. ¿Del todo? —Eso es lo que han explicado al llegar al pueblo.
—¡Que desgracia, Dios! Si era muy bueno con los caballos. ¿Cómo

pudo ocurrir? —te lamentaste, Marta.
—Una coz, supongo yo. Y ha tenido que ser fuerte y en mala parte para

que lo mate. A lo mejor Tomas no le había quitado las herraduras a la yegua antes de llevarla al garañón, que dijo que estaban cubriendo a su yegua. Es que eso es lo que se hace, que yo sé de caballos la tira.

—¿De verdad? —preguntaste, Marta, enjugando tus lágrimas y que seguramente lo que decía el chico iluminó tu obscuro pensamiento de aquel instante.

—¡No te jode; pues claro, que serví en caballería, tú! Si queréis, un día voy por allí y os lo demuestro.

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—Ya lo pensaremos, que ahora ves que estamos con la mucha confusión —dijiste, Marta.

Pero el carruaje estaba fuera de nuevo y vosotras, Marta, María, os subisteis a él con dificultad, ayudadas por vuestros amigos.

Uno de ellos os preguntó:
—¿Queréis que os acompañemos uno de nosotros?
—No hace falta. Estamos bien, vosotros a lo vuestro —dijiste, Marta. —Como queráis. Yo lo siento mucho, Marta… y María. Ya nos

enteraremos cuándo es el entierro.
—¿Podemos hacer algo?
Y tú, Marta, sí que tenías algo que pedirles.
—Vais y preguntadle a don Julio si ha encargado un ataúd. Y si se lo ha

dicho al cura para lo del funeral. Buscad flores. Queremos que tenga flores. Queremos que vaya mucha gente al entierro. ¡Pobre Antonio!…

—Así se hará, Marta. Se lo diremos a todo el mundo. Y vais a ver que se ha de suspender el baile de esta tarde, te lo prometo.

—¡Qué menos! Dejadnos marchar —volviste a decir, Marta.
—No apretéis demasiado, ya nada se puede hacer.
—¡Arre, arre! — fustigaste, Marta, al caballo, y la carretela se puso en

marcha al trote vivo de Tronco.
Por el camino de regreso a casa, Marta, María, a juzgar por vuestro

silencio, debíais ir sumidas en pensamientos que no se me alcanzan. Rara fue la vez que intercambiasteis alguna frase, alguna palabra; sí, de vez en cuando, algún suspiro.

Pero llegando a casa, la realidad que se aproximaba hizo que comenzarais a hablar, y de haberos oído antes, bien podría haber aventurado de qué naturaleza eran vuestros pensamientos.

—¿Qué te Parece? Nos ha fastidiado Antonio con morirse. Vaya papeleta la nuestra ¿Qué vamos a hacer ahora? —dijiste, María.

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—Ya lo venía yo pensando. Puede que madre decida que casemos alguna de nosotras —contestaste, Marta.

—Pues yo me lo he de pensar.

—A mí tampoco me hace gracia, pero algún hombre sí que va a hacer falta.

—Vamos a ver qué dice madre.

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OCTAVA PARTE

Doña Clara había preparado a Antonio con la máxima atención, no exenta de cierta ternura. Si es común que haya de morir un ser humano para apreciarlo —quizá mejor decir honrarlo— como persona, a Antonio parecía haberle llegado el momento: dos mozas que lloraban por él; un pueblo que se disponía a suspender las fiestas por él; una mujer que se sentía un poco la madre de él. Y todo por un humilde zagal, al que unos lo habían utilizado como una bestia más y los más ignorado siempre, excepto para hacerlo objeto de alguna cruel burla. Pero no era para reconciliarse con los seres que así se portaban, porque sólo eran manifestaciones testimoniales para tranquilizar sus conciencias

Doña Clara desnudó como pudo el cuerpo de Antonio, mientras sollozaba y se lamentaba de la mala fortuna, sin que a ciencia cierta yo pudiera establecer si, en ese instante, era la de ella o la del pobre Antonio, porque también es verdad, y hasta frecuente, que la realidad no es la muerte y sí la vida que nos queda por vivir. En este sentido y aceptada ya la muerte como irreversible, los sentimientos espontáneos de aflicción, pronto dan paso a reflexiones sobre las consecuencias que la muerte ha de traer a los vivos. El caso es que ella se lamentaba continuamente, algo que no había hecho por el marido, por lo que muy bien se pudiera pensar que, de verdad y por algún instinto maternal básico, lo sentía por aquel joven, que aunque la vida no le había prometido casi nada, su cuerpo joven, ahora sin vida, tenía todo el valor de un símbolo prematuramente roto.

Doña Clara lavó todo el cuerpo, especialmente cuidadosa fue con la cara, en la que no quedó otro rastro que el de la frente algo hundida y amoratada. Prestó doña Clara una atención sostenida a lo que quedaba de los genitales de Antonio. Aquella cicatriz, que como él había dicho había curado pronto y bien, gracias a su buena encarnadura, prestaba un buen aspecto, y se debió tranquilizar cuando por su mente puede que se cruzara

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un pensamiento: se iría a la tumba y sólo ella sabría cómo iba. Si don Julio lo hubiese amortajado, ella estaría ahora en las miradas inquisidoras del médico y tendría que explicarse. Pero si eso hubiese ocurrido, pensaría doña Clara, habría dicho que ella no sabía nada, que habría sido su marido. No obstante, se diría a sí misma que así era mejor; las habladurías del pueblo no le habrían dejado vivir en paz.

Preparó uno de los trajes que habían quedado del marido y que ella ya había sacado del ropero con la intención de ofrecérselo a Antonio para alguna ocasión especial, una camisa y unos calzones completamente nuevos, igualmente del marido, y con gran esfuerzo lo vistió. Lo peinó, y no gustándole el aspecto de la frente, le anudó alrededor de ella un pañuelo blanco que ella se ponía los días de mucho calor. También le tapó los orificios de la nariz con algodón, pues un hilillo de agüilla sanguinolenta parecía continuamente escurrir por ellos. Y esperó sentada a que llegaran sus hijas, rezando unos padrenuestros y unas avemarías, también algunas jaculatorias que encontró oportunas, repasando las muchas que aparecían en los recordatorios de fallecimientos y aniversarios que encontró dispersos por el misal. Especialmente le pareció apropiada aquella que rezaba así: “Te pedimos, Señor, por un ser que tanto amamos en la Tierra, pero nos queda la esperanza de que por sus muchas virtudes, lo elegiste para el Cielo, desde donde ha de velar por nosotros. Amen”2 Y , mientras los recitaba, se balanceaba continuamente atrás y adelante, costumbre de doña Clara cuando le embargaba la aflicción.

Marta y María, cuando llegaron, se dirigieron a la casa corriendo. Cuando entraron en la habitación, prorrumpieron con lastimeras lamentaciones como: “¡Antonio, Antonio, hay que ver, pobre, que muerte la tuya, tan joven!” y otras expresiones por el estilo.

2 Anónimo

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Y tú, madre, clamaste la angustia que sentías.

—Hijas, ya estáis aquí. Gracias a Dios, que se me hacía muy dura la espera y a solas con el pobre Antonio. Mirad, mirad que la muerte ha querido visitarnos otra vez, que parece como si hubiese cogido gusto a esta casa.

—¿Cómo ha podido ser esta desgracia, ma? —preguntaste, María.

—El destino, hijas. El destino, que como nube negra ha entrado en esta casa y parece que no se quiere ir, que parecemos el rigor de las desdichas. Será que no somos buenas y Dios nos lo hace saber con estos castigos. Primero vuestro padre, ahora Antonio, que a lo que se ve las desgracias nunca vienen solas, hijas, y hemos de prepararnos para la siguiente —y tú, doña Clara, rompiste en sollozos.

Marta, María, os arrodillasteis a ambos lados de madre y sollozasteis también.

—¿Cómo fue, madre? —preguntaste, Marta.

—La yegua de Tomás, que coceó y cogió de lleno en la frente al pobre Antonio, descalabrándolo. Esa yegua malhadada, que no tendrá culpa porque sea un animal, pero que nos ha traído la desgracia a esta casa.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntaste, María.

—Bien está que lo preguntes, María, pero no he hallado la respuesta. Tengo la confusión metida en la cabeza; que no es fácil discernir con claridad entre tanta negrura. Puede que al final tengamos que vender y marcharnos. Con lo contentas que estábamos de poder seguir con el negocio, ahora que ya habíamos arreglado la ausencia de vuestro padre… Pero, ya veis, como se dice en casos parecidos, Dios da legañas al que no tiene pestañas. ¡Señor, Señor, qué te habremos hecho!…

—¿No podemos seguir nosotras solas? —preguntaste, Marta.

—No, hijas. Aquí se necesita un hombre. Hay cosas que a nosotras no nos es dado hacer.

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—Ponemos a jornal a algún zagal que lo pretenda. Uno en el pueblo parece dispuesto y sabe de caballos—propusiste, Marta.

—Esto no da para otros jornales que aquellos que son forzosos al comienzo de la estación. Si fuera como Antonio… él, por la comida y la cama y alguna cosilla que fuera de nuestra voluntad el darle como premio se arreglaba. Y qué trabajador. Siempre preocupado de tener todo limpio y ordenado, que se miraba en nuestra cara por ver nuestro agrado.

—Eso ya no se puede remediar, ma, que a lo que no puede ser, paciencia. Y lo de vender, alguna solución habrá… Tú piensa, a ver qué se te ocurre —dijiste, María.

—Así, de pronto… Tomás, el de la yegua que nos ha traído la desgracia, tiene un hijo único y que no es tonto, al parecer. Según me dijo es un buen mozo y muy dispuesto. Si así fuera y según yo pienso, la solución sería que una de vosotras casara con él, pero eso es cosa de vuestra incumbencia, que vuestra madre no os lo ha de imponer; no quiero para vosotras tanto sufrimiento como yo hube de pasar, y también porque no voy a decir una cosa ayer y otra mañana, que por lo que respecta a hoy, nada mejor se me ocurre en estos momentos tan tristes.

—Ya tenemos dos que nos pretenden, madre, y María y yo ya hemos hablado de no querer casarnos.

—Cuando no queda otro remedio, hijas, hay que hacer las cosas que hay que hacer, mal que nos pese a todas por los perjuicios que a cada una nos toque. Pero ya digo, eso vosotras sois las que tenéis que pensarlo y no tardar en decidir, que ya veis el panorama.

—No queremos padecer como tú con padre —dijiste, María.

Pero tú, madre, no estaba siendo enteramente sincera y no dejaste pasar la ocasión, que, por otra parte, ya se ve que te apremiaba.

—A todo se acostumbra y el cuerpo se encallece para el dolor. Al final Dios ha de premiároslo. Quizá el mozo de Tomás no sea tan animal como vuestro padre, que no hay dos sin tres, se dice, pero nunca se oyó decir

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uno sin dos. Hasta puede que tenga una verga pequeña que no os haga daño. Y hasta puede que sea cariñoso y bien mirado con la que case. Eso sí, si a una de vosotras le hace casarse con el hijo de Tomás, la otra no debe buscar hacer lo mismo con otro que apañe por ahí; que a un hombre solo, bien se nos ha de dar el traerlo a raya entre las tres, pero a dos…

—¡Qué afán tienes con ese muchacho de Tomás, madre! ¿Por qué ése y no otro? —dijiste, Marta.

—Es que es hijo único, ya os decía. La que se case con él heredará la finca de Tomás y no habrá que hacer particiones de la nuestra. Es un buen partido, Marta, reconócelo.

—Cásate tú con Tomás, ¿no has pensado en eso? —propusiste, Marta.

—¡No! ¡No más casorios para mí!… Ya tuve bastante y cumplí como era menester. Yo, mal que bien, tengo solucionada la vida. Sois vosotras las que tenéis que apañárosla. Pero una cosa si os digo y que debéis ir pensándolo, y es que a todas luces lo conveniente para todas es algo así como el hijo de Tomás.

—Deja que nosotras elijamos el muchacho que nos conviene —dijiste, María.

—Vosotras no sabéis lo que os conviene, que a cada una por separado os ha de hacer pensar un poco en las demás y en la solución para esta casa.

—No sabemos si alguna de nosotras le hace al zagal de Tomás —dijiste, Marta.

—¿Qué más puede pretender? Cualquier mozo se encoñaría de una de vosotras, o de las dos, si esto no fuera contra la ley de Dios, que no hay por ahí mozas de mejor ver que vosotras. Y ya no hablo del partido que sois, que todo el mundo envidia vuestra casa y las buenas rentas que da, haya lluvia o sequía, heladas o tiempo benigno.

—No conocemos todavía a ese de Tomás. Por lo menos deja que le echemos un vistazo y luego ya veremos —volviste a decir, Marta.

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—De eso me encargo yo. Pronto lo habréis de ver por aquí. Y tampoco vosotras vayáis a pedir peras al olmo. Ya veis que Antonio, con ser como era, bien nos arreglábamos con él.

—Bueno, —dijiste, Marta— dejemos eso para otra ocasión, que es que hay cosas que como se dice, cada cosa en su momento. ¿Le pediste a don Julio que mandara un ataúd?

—Sí, lo hice. Y que fuera aparente. ¡Pobre Antonio! ¡Mira que la vida es cruel con algunos! Mismamente con nosotras, que parece que no quiere dejarnos levantar cabeza —y tú, madre, volviste a sollozar.

—Hemos pedido a las mozas que reúnan flores y hagan un ramo o una corona —dijiste, Marta.

—Mira, eso no se me ocurrió. Habéis hecho bien, que Antonio se merece un entierro como el mejor. Algún dinero le tenía vuestro padre guardado y de él sin remedio habrá que tirar para los gastos y algún responso. Y una lápida para la tumba, que no se me hace dejarlo así, criando malvas como un desventurado…

—Y nos prometieron suspender el baile —añadiste, María.

—Qué menos. Era un hijo del pueblo como cualquiera, aunque él fuera así. Mira que morirse en las fiestas del Santo Patrón… Tan bueno era, que parece como si Dios lo quisieran tener en el Cielo… o en limbo con los infantes y los infelices, que a lo que me figuro allí han de estar de perlas.

—Últimamente andaba algo desvaído —dijiste, Marta.

—Porque vosotras parecía que no lo queríais, que yo me apercibí; él se daría cuenta y andaba triste por lo despegadas que parecíais con él. Él, ya veis, bien que os quería y os respetaba, que sólo que abríais la boca y ya estaba él dispuesto a complaceros.

—Ya no era el zagal de antes —volviste, Marta, a decir. —¿El de las guarradas?
—Estaba como apagado —añadiste, Marta.
—¿Le incitasteis a hacer guarradas?

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—Alguna vez le dijimos alguna cosa, como de broma, pero decía que no estaba de ánimo —contestaste, María.

—¡Pobre Antonio!… Yo le dije que os podía hacer daño, y eso le retenía a dar rienda suelta a sus instintos.

—Si, ma, sería eso, que, eso sí, él era muy mirado con nosotras —volviste a decir, María.

—Preparad algo de cena; yo me quedaré aquí, velándolo.
—Está muy guapo —dijiste, María.
—Le llegó la paz que todos esperamos. Todos están guapos en este

último trance. Será porque ya están en las puertas del Cielo, porque parece como si se les quitara el ceño que dan las amarguras de esta vida.

—¿También nosotras tenemos que velarlo toda la noche? —- preguntaste, Marta.

—Igual que a vuestro padre. No podemos dejarlo solo, al pobre, y para la última vez que va a estar por aquí. Nos turnaremos para dar alguna cabezada y rezaremos para que el Señor lo acoja en su seno y él desde allí pida por nosotras, que buena falta nos hace.

—Sí, ma. El Señor le va a perdonar… —dijiste, María.

—¿De qué habría de perdonar, María? —preguntaste, Marta, un tanto airada.

—De sus pecados. De lo que hacía con Princesa… —dijiste, María, sin haberlo pensado antes.

Y tú, madre, miraste a tu hija María, luego miraste a Antonio y callaste bajando la cabeza.

—Eran sus necesidades. Las necesidades no son pecado… —dijiste, Marta.

Tú, doña Clara, levantaste la cabeza, miraste a Marta y volviste a tu postura anterior sin comentar nada.

—Bueno, pues por si nos sisaba —dijiste, María.

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—Eso sí. El no necesitaba nada. Todo lo que pedía se lo dábamos, ¿verdad madre? —dijiste, Marta.

—Sí, hijas. Vivía como un príncipe con nosotros, y más desde que lo acogimos en casa como uno más. Y Dios no le tendrá en cuenta las demás cosas, que a los cortos de entendimiento, como los que se mueren niños, a pesar de ser de la piel de Barrabás, Dios los acoge en su seno sin pasar por el purgatorio, o como decía, todo lo más los manda al limbo, en el que se ha de estar igual de bien o mejor.

Madre e hijas se pusieron a lloriquear, como epílogo a tan sentidos sentimientos y evocaciones. Marta tiró del brazo de la hermana y se la llevó a la cocina. La madre se quedó alisando el traje de Antonio de alguna arruga, mientras decía palabras ininteligibles.

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NOVENA PARTE

El entierro fue al día siguiente por la mañana. Todo el pueblo esperó la comitiva a la entrada de la iglesia, donde el párroco ofició un réquiem. Las jóvenes del pueblo habían confeccionado una corona con flores silvestres y alguna de papel que añadieron para tupirla. Luego el cortejo se puso en marcha hacia el cementerio. Hasta la iglesia había sido transportado en la carreta que facilitó Tomás y que conducía su hijo, Braulio, que así se llamaba el mozo. Desde la iglesia, y hasta el cementerio, fue llevado a hombros, turnándose todos los jóvenes del pueblo, también Tomás, su hijo y algún otro voluntario de más edad. Fuera porque la muerte conciliaba la lástima de todo un pueblo por aquel zagal algo retrasado y sin familia y al que nadie tenía motivos de malquerencia ni envidia, o porque todos querían liberarse de algún sentimiento de culpa; quizá por el trato que unos y otros le habían dispensado alguna vez, el caso es que el entierro de Antonio marcó un acontecimiento que no era conocido en aquel lugar, de tan multitudinario como fue. Y la suspensión temporal de las fiestas en su honor. Muchos forasteros no comprendían aquella gran manifestación de duelo, precisamente porque el pueblo estaba en fiestas, y se preguntaban quién sería el muerto que tan unánime condolencia suscitaba. Después del entierro, las gentes volvieron a hacer lo que se hace siempre en estos casos: sentir un gran alivio por la buena obra de acompañar al difunto a la última morada y olvidar. Las fiestas continuaron aquella misma tarde, incluido el baile.

Pero para doña Clara, Marta y María, al decir de las gentes del pueblo, comenzaba a contar otro periodo de luto, que por el dolor que reflejaban sus semblantes, bien les pareció que querían mucho al zagal y que, de verdad, Antonio era como un hijo y un hermano para ellas, y no sólo porque así lo manifestaban doña Clara y sus hijas entre sus plañideros llantos.

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Después del sepelio, las tres regresaron a casa en la carreta de Tomás, con éste y su hijo Braulio conduciéndola.

El joven Braulio era un mozo bien parecido. Marta y María, en voz baja, decían mientras lo miraban, que no recordaban haberlo visto antes; sí les parecía que bien pudiera ser el zagalillo que habían visto hacía tiempo con su padre y con motivo de haber traído la yegua para el servicio del garañón, pero no recordaban si había sido el año anterior o dos años antes. Y comentaron también por lo bajo que en aquella ocasión, si del mismo se trataba, le habían encontrado esmirriado y no le habían prestado la menor atención. Ahora, comentaron, no era lo mismo y el que tenían presente había cogido hechuras de mozo fornido y hasta agraciado. Él iba sentado en el pescante del carruaje, bien tieso y circunspecto, ajeno a las furtivas miradas que doña Clara y sus hijas le echaban de vez en cuando. Era parco en palabras y no dijo ni pío en todo el trayecto. Cuando llegaron a la casa de doña Clara, ésta los invitó a tomar un refrigerio.

—Véis de enseñarle los establos a Braulio. Mientras, prepararé algo de comer y charlaré un rato con Tomás, que hemos de hablar de unos asuntos propios que son del común interés —dijiste, doña Clara, dirigiéndote a tus hijas.

—¿Quieres? ¿Nos puedes ayudar a cambiar las camas y dar de comer al ganado? —dijiste, Marta, dirigiéndote a Tomás.

—Claro. ¿Tendríais por ahí un mono que ponerme? Con estas ropas…

—Puedes ponerte el de Antonio, que no hace mucho que lo estrenó. Anda, vamos —le animaste, Marta.

Y los tres salieron de la casa ante las miradas visiblemente complacidas de doña Clara y de Tomás, que debieron ver en la ocasión un buen principio de lo que para cada uno de ellos, seguramente y por igual, estaban pensando.

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—¿Qué le parece el niño, doña Clara? ¿A que es un buen mozo? Y muy trabajador, se lo puedo asegurar —comenzaste a decir, Tomás, cuando estuviste a solas con doña Clara.

—Es un mozallón muy majo a primera impresión. El que haría falta en esta casa, que no sé qué vamos hacer ahora que tu yegua nos ha matado al pobre Antonio.

—Pues había pensado… Usted sabe que me hace mucha falta en mi finca, pero por él y por ustedes yo me las arreglaría. Soy, según se mire, responsable de la desgracia que las apesadumbra y no me importaría que se venga con ustedes, si casara con una de sus hijas, claro, que a jornal, pues qué quiere que le diga, doña Clara, a Dios gracias no nos hace falta.

—Eso de casarse lleva tiempo, Tomás. No corras de ligero e ignores los inconvenientes. Por principiar, hay que ver si le hace a alguna de mis hijas. Pero mientras tanto y damos tiempo al tiempo, sí que nos podía echar una mano para salir del atolladero, a la par que de esa forma se fueran conociendo.

—¡Faltaría más! Tiene usted mucho tino, doña Clara. Cuente con ello, doña Clara. Pero, a lo que iba, doña Clara: ¿no le hace la idea de que podíamos aumentar el negocio si juntamos sus intereses y los míos? ¿Qué le parece que dobláramos el establo?

—Nosotros ya tenemos bastante con el nuestro. Además, estarían las habladurías del pueblo… si entramos en tratos así, sin más ni más, ¿no lo comprendes?

—Por eso, me pregunto… ¿no ha pensado en contraer nuevas nupcias? Y usted perdone la indirecta.

—Nada de indirectas, Tomás, que ya me doy cuenta que vas al grano. Pues al revés te lo digo, para que me entiendas, y que te quede bien claro, que ni por esas, Tomás, que te veo venir. Quiero guardarle eterna memoria

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a mi marido, que en paz esté. Así que ya puedes arrear por otro camino, que en éste no cabemos los dos.

—No se ofenda, doña Clara. Se lo decía porque…

— Anda, anda, buena pieza estás tú hecho. Si no me ofende, y ya sé por qué lo decías. No se da el caso y más vale que te quites eso de la cabeza. Hablemos de otra cosa. ¿Tú tienes pastos? Me interesan arvejas y forraje, sobre todo.

—Arvejas no. Y forraje, no mucho. Tengo poco ganado. —¿No te interesaría aumentarlos y venderme el forraje? —Se puede hablar.
—Pues vés pensándolo, así no tendrás malas tentaciones.

Cuando Tomás comprendió que había fracasado con sus tanteos, la conversación discurrió entre los dos en parecidos términos, proyectando las relaciones de mutuo beneficio, únicas a las que, pienso, se prestaba doña Clara.

Y vosotras, Marta, María, llevasteis a Braulio a los establos. Después de enseñárselos de pasada, le recordasteis que se había ofrecido a ayudaros.

Fuiste, Marta, la que iniciaste este diálogo.

—Ahí está el mono de Antonio. Le dimos uno nuevo, pero él sólo se lo ponía en alguna ocasión; ya ves que está limpio. Te ha de ir bien.

—Me lo pondré. ¿Por dónde he de empezar? —dijiste y preguntaste, Braulio.

—Quítate ese traje, hombre, que no se te pegue el olor —dijiste, María. —Bueno. Si salís un momento, me lo quitaré.
—¿Tienes reparo de que nos quedemos? —preguntaste, Marta.
—Un poco. ¿Vosotras no?

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—Anda, no seas corto. Sabemos cómo sois los hombres, ¿qué te piensas, que nacimos ayer? —dijiste de nuevo, Marta.

—¿De verdad? ¿A cuántos habéis visto?

—Bueno, sólo a Antonio. Pero Antonio era como un hermano, ¿verdad, María?

—Sí, como un hermano, no te vayas a figurar otra cosa.

—Yo no soy vuestro hermano. A lo mejor no está bien que me desnude con vosotras presentes.

—No te escurras haciéndote el angelito. No vamos a mirarte mientras te cambias, que tampoco será para tanto —dijiste, Marta.

—Si es así… Pues poneos vueltas de espaldas.
—Venga. Ya no miramos —dijiste, María.
Y tú, Braulio, comenzaste a despojarte del traje sin apartar la mirada de

las jóvenes, que ya se habían vuelto de espaldas. María, súbitamente, se volvió y te pilló en calzones y camiseta. Tú, Braulio, te tapaste por delante con los pantalones, que aún estaban en tu mano. Marta también se volvió.

—Enséñanos la verga —dijiste, Marta, de sopetón.

—¿Decías, tú? —preguntaste, Braulio, poniendo cara de estúpido y colocándote también el mono delante, como si temieras te pudieran violar.

—Madre y tu padre nos quieren casar a una de nosotras contigo, ¿lo sabías? —dijiste, Marta.

—Algo me dijo padre —dijiste azorado, Braulio.

—Pues queremos ver tu verga. Anda, bájate los calzones —le ordenaste, Marta.

—¿Para qué queréis verla?

—Eso es de nuestra incumbencia —dijiste, María, que te incorporaste al diálogo.

—Es normal. Arrugada, para la ocasión, pero…

—Eso ya lo suponemos nosotras. Bájate los calzones, anda —dijiste, Marta.

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Y tú, Braulio, después de unos instantes de vacilación, hiciste despacio lo que te ordenaban. Tus genitales quedaron al aire. Las dos hermanas te miraron atentamente.

Y tú, María, dijiste dirigiéndote a tu hermana, ignorando a Braulio en su estúpido aspecto de esperar vuestro veredicto.

—No está mal de bolos ¿Qué te parece, Marta?
—¡Pse! Y la verga, ¿cómo será la verga cuando se le empina? —Normal —interviniste, Braulio.
—Mejor te callas, que nadie te ha preguntado —dijiste, María.
—Bueno, ya que dices, ¿cómo de normal? —preguntaste, Marta. —Pues normal, ¿cómo iba a ser?
—¡Qué corto eres, hijo! ¿Cómo el mango de esa tornadera?

—preguntaste, Marta.
—Más o menos —dijiste, Braulio, sin mirar.
—Sóbatela para que lo comprobemos —dijiste, María.
—¿Cómo dices? —volviste, Braulio, a preguntar, con cara de más

estúpido que antes.
—Mi hermana ha dicho que te la sobes, hombre, para que se te

empine. ¿No lo has hecho nunca?
—No sé si lo conseguiré, que es que pedís unas cosas…
Pero tú, Braulio, no te decidías.
—Lo haré yo. Si no te encelas, mal asunto, tú, que a lo mejor es que no

vales —dijiste, Marta.
Mientras tú, Braulio, atónito Braulio, parecías una estatua, Marta se

acercó a ti y te acarició los testículos. Tu verga, Braulio, mal que quisieras o porque imaginaste lo que podría suceder luego, comenzó a tomar forma. Y para que no faltara tu propia iniciativa, intentaste acariciar la cabeza de Marta, pero ésta retiró tu mano bruscamente.

—¡Estáte quieto, tú!

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Y tú, Marta continuaste cogiéndole el pene y comenzaste a exprimírselo con la mano cerrada en torno a él, como si se lo ordeñaras. María te miraba impasible esperando el resultado. Pronto el pene Braulio alcanzó la erección máxima y María dijo: “Ya está, Marta; ya se puede apreciar”. Y tú, Marta, te retiraste para verlo en perspectiva, junto a tu hermana.

—Es más pequeño, ¿no te parece? —dijiste, Marta.

—Y menos gordo —dijiste, María.

Y entonces, Braulio, te volviste para mirar el mango de la tornadera. No dijiste nada, seguiste con la misma expresión de estúpida confusión.

—Ya está bien. Ya te puedes poner el mono y comenzar la faena —dijiste sorpresiva, Marta.

—¿Nada más? —preguntaste incrédulo, Braulio, desde tu ridícula apariencia.

—¡Nada más! ¿Qué te pensabas, tú? Ya habremos de decidir qué hacemos —dijiste, María.

—¿Era sólo eso? ¿No es de vuestro gusto? —te atreviste a preguntar Braulio.

—Lo pensaremos —dijiste, María.

—¿Podéis salir fuera un momento? Tengo que hacer una cosa…

—Te la vas a sobar tú solo, ¿no? Está bien, saldremos, pero no tardes, que hay mucho que hacer—dijiste, Marta.

—Será un momento, pero si queréis hacerlo vosotras…

—¿Para que te escurra moco y te quedes tranquilo? No, no queremos, ¿verdad María?

—¿No se la irás a meter a una yegua? —preguntaste, María.
—¿Cómo dices? —preguntaste aturdido, Braulio.
—Bueno, nada. Ya salimos.
Y las dos jóvenes salieron, mientras tú, Braulio, te quedaste a solas con

tus posibilidades, seguro que confuso y con la imagen de las chicas impresa en tu mente. Lo de la yegua que te sugirió María, fue un idea y lo

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dejarías para otra ocasión que lo pensaras, ¿verdad?. Y así fue que a los pocos minutos saliste del establo, vestido con el mono y ya tranquilo, como esperaban Marta y María.

—¿Qué hay que hacer ahora? —preguntaste Braulio, adoptando un aire de cierta firmeza que te hacía parecer distinto.

—Pues lo de siempre, retirar las camas sucias y llevarlas a la estercolera. Tú amontona la paja húmeda en montones y cárgala en la carretilla, luego la llevas ahí fuera —dijiste, María.

—¿Y después? —volviste a preguntar, Braulio, que no eras Antonio a la hora de retener órdenes.

—En ese cuarto hay paja seca. Echas unas cuantas brazadas en cada cama. Luego te diremos dónde está el pienso que has de echar en los pesebres —seguiste, María, instruyéndolo.

—Luego llevas a cada animal al abrevadero, lo vuelves a su sitio, y ya está. No es mucho trabajo, ¿verdad? Es que nosotras no te podemos ayudar, con estos sayos—terminaste, María.

—No mucho. ¿Y después? —preguntaste, Braulio; pregunta improcedente a la que le diste un aire de cómplice tonillo malicioso.

—¿Después? Nada más, ¿qué te figuras? —dijiste, Marta.

—¿Yooo? Nada. Lo decía por si se os antojaba algo.

—¿De ti? Tú es que te lo has creído. Luego nos dirás si te gusta este trabajo —dijiste finalmente, Marta.

Y os alejasteis, Marta, María, hasta el brocal del pozo situado en el centro geométrico del patio. Allí hablasteis.

—Ni comparación con el rodillo —comenzaste, Marta.

—Es más pequeña que la de Antonio, o a mí me lo parece.

—También menos gorda. Eso puede que es porque no está desarrollado del todo.

—¿Tú crees que nos hará daño?
—Menos —dijiste, Marta, con actitud distraída.

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—Eso me creo yo. ¿Cuándo probamos?
Marta levantó la vista del suelo y miró a su hermana, la interrogó. —¿Con la torcida dentro? Yo todavía estoy muy dolorida.

— Y yo. Mejor otro día. Le diremos a Tomás que nos lo mande para ayudarnos. De seguro que no se niega.

—¡Toma, claro! Ni madre. Ellos ya nos tienen casada a una de nosotras.

—¿Cuál?
—¿A ti qué te parece?
—Hasta que no me envergue, prefiero no decir nada.
—Eso sí. Si duele como el rodillo, desde luego conmigo que madre no

cuente.
—Ni conmigo.

—Pero…

—Y si no duele, ¿cómo lo rifamos? —preguntaste, María.

—Pues… la primera que quede preñada, esa se casa con él —propusiste, Marta.

—Podemos quedar las dos a la vez, Marta. O, bueno, como madre dijo: una primero y la otra luego, al día siguiente.

—Claro, eso sí. Por eso se me ocurre que un mes te enverga a ti, y si no quedas preñada, el siguiente me enverga a mí, y así, hasta que una se quede.

—¿Y luego? Supón que soy yo la que me quedo preñada y me caso con él. Después también te puedes quedar tú.

—También, desde luego. Pues también se me ocurre que, luego que una se quede preñada, le decimos a madre que lo castre. Ya no habrá ese problema, ¿no te parece?

—Pues mira por donde, parece buena la idea. Pero éste no se ha de dejar, tenlo por seguro.

—Cuando madre quiere algo, lo consigue, tenlo por seguro.

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—Y ya tendremos otro Antonio.

—Desde luego. Y este parece menos cernícalo. Algo alelado, eso sí. ¿Viste la cara de atontado que se le puso cuando le dijimos que se desnudara? ¡Ji, ji! ¿Y cuando lo de la yegua? Ése de eso no debe saber nada.

—No vimos si se la metió a alguna yegua.

—Mujer, para eso hay que ser tan tonto como Antonio. Yo lo que creo es que Braulio se lo hace. Además, tardó poco.

Aproximadamente una hora más tarde, Braulio creyó terminado el trabajo encomendado, se puso su ropa y salió al patio anunciando: “he acabado lo que dijisteis”. Marta y María inspeccionaron ligeramente todo y estas dieron la conformidad. Braulio las siguió callado, con las manos en el bolsillo y un trozo de paja en su boca.

—Muy bien, Braulio. Lo has hecho muy bien —dijiste, María.
—¡Pse! Lo puedo hacer mejor.
—¿Querrías venir a ayudarnos todos los días? —preguntaste, Marta. —Tengo que ayudar a padre.

—Pregúntale si te deja. Claro, eso si tú quieres —dijiste, Marta.
—Me gustan mucho vuestros caballos.
—¿Y nosotras? —preguntaste, Marta.
—También. Se me hacéis un poco raras, pero también. Ya veré yo de

enderezaros.

—¡Habrase visto, el cazurro este! ¿Qué es eso de enderezarnos, tú? —preguntaste, Marta, con cara de enfado.

—No. Nada. Quiero decir que como dice el refrán, que ríe más el que ríe el último.

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—No te enfades, hombre —dijiste, María, y añadiste—: No lo hicimos para darnos risa. A lo mejor vas a tener lo que piensas, pero sólo será a nuestra manera y cuando nos dé a nosotras la gana, ¿estás conforme?

—Si padre me deja…

—Te va a dejar, eso tenlo por seguro. Lo vas a pasar muy bien con nosotras —dijiste, Marta.

—No sé… Se me hacéis un poco raras.

—Es porque no nos has tratado. Anda, vamos y pregunta eso a tu padre —volviste, Marta, a decir.

Y los tres regresasteis a casa. Doña Clara y Tomás os miraron inquisitivos, como queriendo adivinar si había habido algún progreso en lo que ellos habían planeado. Por ellos ya estaba decidido: Marta, María, una de vosotras sería para Braulio, de los obstáculos se encargarían ellos.

—¿Qué tal se le da al mozo? —preguntaste, Doña Clara.

—Muy bien, madre. Le gustan los caballos, eso dice —contestaste, Marta.

—Ellas me han pedido que venga un rato todos los días a ayudarlas. —¿Y qué dices tú, Braulito? —preguntaste melosa, doña Clara.
—Lo que diga padre.
—Claro que vendrás. Es lo menos que podemos hacer por esta familia

—dijiste, Tomás.
—Por las tardes, antes del anochecer, es cuando más te necesitamos.

Ya te regalaré un potrillo cuando lo hayas ganado.
—No hace falta, Doña Clara; lo hago con gusto, y como dice padre, les

debemos una satisfacción.

—Pues ya está dicho —dijiste, Tomás—. A partir de mañana, contad con él. Ya veréis como no echáis en falta a Antonio, que ni sobra el que se queda ni falta el que se va, como diría el otro —y te levantaste para marcharos.

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—No hace falta que traigas mono; te puedes quedar con el de Antonio —dijiste, Marta.

—Y te podrás lavar antes de cambiarte; te llevaremos jabón al establo y una toalla —dijiste, María.

—Todo arreglado. Veréis que pronto aprende. Y ahora nos vamos, que se ha hecho tarde. Os acompañamos en el sentimiento. ¡Qué se le va a hacer! —dijiste, Tomás

— Siento que con la conversación no os haya preparado nada. Otra ocasión habrá. Que tengáis buen regreso. Pero no me traigas la yegua, Braulio, a lo menos por un tiempo. Y tú, Tomás, mira si está preñada.

Descuide, doña Clara. Han de pasar unos días. Se la llevaré al veterinario, y si está preñada, cuente que le pago el servicio.

—Que os vaya bien —te despediste, doña Clara. —Lo dicho. Hasta la próxima —te despediste, Tomás.

Antonio se había marchado y pareciera que nunca existió. Aunque tampoco era extraño pues, he de señalar, que también era frecuente que sucediera con otras personas más próximas a un supuesto afecto y consideración.

Doña Clara recogió la sábana en el que había sido lavado Antonio, también la toalla, y llevó todo a la chimenea, al parecer con la intención de quemarlo. Lo mismo hizo con las pocas prendas que había usado hasta la muerte. Debió pensar que era menester que los recuerdos no empañaran la esperanza nueva y prometedora que con la muerte del zagal se había instalado en aquella casa.

Ya a solas, madre e hijas, conversasteis. —¿Qué os parece el mozo?
—Parece listo para el trabajo—dijiste, María. —Un poco corto —dijiste, Marta.

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—Mejor que sea corto, y si es de todo, mejor aún —dijiste, madre, haciendo un guiño de complicidad.

—¿Qué quieres decir, madre? —preguntaste, Marta.

—Ya me entendéis. Que ojalá tenga una verga pequeña, así a la que os toque en casamiento no tendrá que sufrir más de lo que fuera necesario y yo estaré más tranquila. Hay un dicho que viene a decir: tanto tienes, tanto vales, y que ya suponéis que se refiere a otra cosa,; pues como poca gente sabe de refranes y los sueltan sin ton ni son, los hombres se lo aplican, entre grandes risotadas, a eso que les cuelga, y a nosotras que nos den morcilla, que puede que también vaya por ahí la cosa —dijiste, madre, con aire festivo, muy lejos del patetismo de otras manifestaciones anteriores sobre parecido tema.

—Lo dices como si ya lo hubieras decidido —reprochaste, Marta. —¿Qué, si no?
—Que no anticipes. A lo mejor no quedamos preñadas ninguna —-

añadiste, Marta.
—¿Qué razones son esas, Marta? ¿He oído bien? La que se case lo

hará como Dios manda y de blanco. Que pocas tienen la ocasión de ir vírgenes ante el altar, y eso es de mucho aprecio para todo el pueblo. Hasta puede que por eso, y cuando yo me muera, a vosotras os respeten como a mí y os llamen doña Marta y doña María. ¿No os gustaría?

—Nosotras ya no somos eso, después de lo del rodillo —dijiste, María, y añadiste: Tú también te casaste preñada.

—Nadie podrá decir que os ha envergado antes, eso es a lo que me refiero, que a los hombres les gusta mucho presumir de ser los primeros. Y por lo de la telilla, pues no debéis preocuparos, que los hombres de eso ni se enteran, de ciegos que se ponen.

—Es que yo y María hemos convenido que la primera que quede preñada será la que se case.

—¿Cómo es eso? No os entiendo. ¿Podéis explicaros?

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—Sí, madre —te explicaste, Marta—. Resulta que como a las dos lo mismo nos da el calor que el frío y no le tenemos especial querencia al Braulio ese, que lo hacemos por la casa, hemos pensado que si, por un casual, nos envergara y una quedara preñada, esa tendría que casarse.

—¿Y si os queda a las dos?

—¿Al mismo tiempo? Pues no, que para eso ya hemos pensado… —dijiste, María, sin terminar la frase.

—Digamos que una un día y la otra al día siguiente. Eso no se sabe, hasta que volváis a tener el mes.

—Por eso hemos pensado que empiece una el primer mes, y si no queda preñada, pues el siguiente mes empieza la otra, y si no queda preñada, pues vuelve a empezar el turno, y así —te explicaste, María.

—Sois como un par de yeguas, vosotras, con la diferencia que ellas necesitan cuarenta y dos días, ¡ji,ji! —reíste, madre, por primera vez y en mucho tiempo.

—¿Qué otra cosa? —preguntaste, Marta

—Está bien, puede que funcione, y a mí no se me ocurre nada mejor. Pero a condición de que la que no le toque no se quite la torcida que tenéis ahí abajo, y sólo por prevenir que al Braulio un día le dé por buscar montura de refresco. Si quedáis las dos preñadas del mismo mozo, volverá otra vez la desgracia a esta casa, con la de cosas que dirán de vosotras en el pueblo. Y hasta de mí, que me iban a comparar con la Celestina esa, que dicen de ella que se dedicaba con malas artes a componer camas para dar gusto a los hombres; cuando, ya veis que al contrario, si por mi fuera y Dios no hubiese tenido aquella ocurrencia, a todos les ponía yo una yegua para que se aliviaran.

—No te preocupes, madre. No tenemos ninguna gana de que nos envergue, después de lo que pasamos ayer. Si lo hacemos, lo hacemos por esta casa, ya digo —dijiste, Marta.

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—Vamos a ver si es verdad. La casa, no lo olvidéis nunca, es antes que nada y lo primero, que nosotras morimos y ella continúa con los hijos de los hijos, y cuando decimos que Dios bendiga esta casa, pues Dios nos pide que nosotros no vayamos contra su ley haciendo cosas que la pongan en peligro.

—Entonces, lo de ir de blanco, ¿es o no es de importancia? —Preguntaste, Marta.

—En apurada situación, haz de tripas corazón, Marta. Pero más de una que yo me sé fue de blanco, aunque todo el mundo suponía que el ratón había entrado y salido del agujero en muchas ocasiones. Digo que todo el mundo lo suponía, menos el párroco. O sea, que con no decírselo al párroco, la cosa se puede hacer como si pareciera que sois mozas. Total, con telilla o sin ella, más de una pensará lo que quiera, sin razón de saberlo a ciencia cierta. Eso sí, ha de ser antes que se note la barriga.

Y las tres siguieron hablando de cosas que ellas dirían de poca enjundia. Y yo así lo creo.

Marta y María decidieron a solas, ya en la habitación, quién sería la primera. Era como un juego en la que ninguna quería ganar. Propusieron jugárselo a la paja más larga.

Para los que no sepan de que va esto diré que consiste en esconder en una mano dos trozos de paja, uno más corto que el otro, y ofrecer al otro jugador que tire de una de ellas, ofrecidas a la vista emparejadas. El azar, y no otra cosa, decide la suerte, en este caso la mala suerte, a juzgar por la disposición de las jóvenes.

Le tocó a Marta. Ella debería dejarse envergar el primer mes.

Y tú, María, consolaste a tu hermana.
—Lo siento, Marta. Puede que no sea tan malo.

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—Nunca te diré si es bueno o malo, pues, a lo mejor, si te digo que se pasa mal, vas tú y te niegas a dejarte cuando te toque.

—Yo haré lo que tú hagas, hermana. Pero quiero estar segura de que te enverga, para que las dos estemos en iguales condiciones.

—Pues mira, si quieres. No pienso engañarte.
—¿Empiezas mañana?
—Si él quiere…
—¡Toma, que quiere! Mejor después del trabajo, que si no le encuentra

gusto, se va quedar muy apagado y a lo mejor se indispone con nosotras. —También después de lavarse, por si le da por tener algún capricho, ¡ji, ji!; ya sabes a qué me refiero. O si duele, pues yo ya sé lo que he de hacer

para que se quede tranquilo.

—Tú te tienes que quitar la torcida y que yo lo vea.

—Claro, mujer; sería hacer trampas. Mira, yo me la quito ahora mismo, para que veas, y la tiro por el retrete.

Marta, tiraste del hilo que colgaba y se vació la vagina, sintiendo que aquella traumatizada zona se aliviaba, o eso pareció a juzgar por tu gesto.

—Por eso tienes suerte. A mí me pica. ¿Y cuando tenga el mes, cómo sale?

—El algodón escurre, digo yo. Se lo preguntamos a madre.

Y las dos seguisteis hablando hasta que os tomó el sueño y os dormisteis.

A la mañana siguiente y mientras desayunabais, tú, María, preguntaste a madre cómo salía la sangre cuando tuvieras el mes, si continuabas con la torcida para cuando llegara esa ocasión.

—Pues ya me cuido yo de eso, que vuestra naturaleza me es más conocida que la de las yeguas. Una cosa va en tu favor con llevar la torcida: así no necesitarás ponerte paños. Ya tendré preparada otra torcida nueva. Se tira de la manchada y te metes la nueva, ya ves qué fácil.

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DÉCIMA PARTE

El primer encuentro de Marta con el joven fue tan desafortunado que a punto estuvo de convertirse en tragedia. Lo contaré tal y como sucedió, si mi memoria no me falla en los detalles.

Braulio vino a eso de las seis de la tarde en su pequeña motocicleta. Las dos hermanas salieron a recibirle. Doña Clara se quedó en casa, porque debió pensar que el zagal, ante las inevitables zalamerías a las que se vería obligada a dispensarle, pudiera interpretarlas como algo con segunda intención que pusiera al chico en guardia. Además, ella y Tomás ya habían hecho lo que a ellos les correspondía hacer, que era poner el pez y el cebo.

Y lo primero que hizo Braulio fue repetir las faenas que había aprendido el día anterior. Mientras esto hacía, Marta y María se quedaron hablando al lado del brocal del pozo. Cuando el joven se acercó para decir que había terminado, Marta le dijo que se lavara antes de cambiarse, que habían dejado jabón de olor y una toalla limpia al lado del abrevadero. Y para mostrarle dónde lo había dejado, le acompañó al lugar, o más bien lo arrastró, tirando de la manga de su mono. María se quedó rezagada, aunque caminó unos pasos detrás de ellos, quizá para verificar lo que debería suceder a continuación. Braulio y Marta desaparecieron detrás de la puerta del establo y María se quedó apoyada en la pared, con el oído bien atento. Braulio se comenzó a desnudar, sin dejar de mirar a Marta con mirada entre inquisitiva y desafiante, quien después de decirle donde estaba el jabón y la toalla, se quedó allí, con los brazos caídos, las manos entrelazadas y moviendo el cuerpo en semigiros a izquierda y a derecha, en un vaivén continuo. Miraba al joven con una leve sonrisa y como indicándole que pensaba quedarse allí hasta que se lavara y se cambiara. Braulio se desnudó sin dejar de mirar muy serio a Marta. Marta seguía sonriéndole para disimular que los ojos de Braulio le hacían daño. Braulio

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ya estaba medio en forma, movido por su instinto y quizá su presentimiento. Y todo fue visto y no visto. Braulio se dirigió a la joven, la cogió y la levantó del suelo con sus brazos y manos, como los dientes de la tornadera toman una bala de heno. Marta se dejó llevar en silencio en dirección al pajar. Allí, Braulio la dejó caer sobre la paja, sin ninguna delicadeza. A continuación se arrodilló cogiendo las piernas de Marta con la pinza de sus rodillas y metió una de sus manazas por debajo de la falda en dirección al sexo de la joven. Cuando tuvo la braga en su mano, tiró de ella con violencia. Marta lanzó un ¡ay!.

María, que oyó a la hermana, dio un respingo. Continuó atenta y algo asustada, apoyada en la pared del establo.

Pero volvamos al establo.

—¡Eres un animal! ¡Me has cogido los pelos! —le dijiste muy enfadada al joven, Marta.

—Eso se pasa, tú. Ahora ves el gusto que te voy a dar —dijiste, Braulio.

Y entonces, Braulio, cogiste tu miembro ya erecto con una de tus manos e lo inclinaste en dirección al pubis de la joven, mientras con la otra le levantabas la falda. A continuación, Braulio, le abriste las piernas en un movimiento perfectamente sincronizado: primero una y la trabaste con una de tus rodillas; luego la otra e hiciste lo mismo con la otra rodilla. Marta ya presentaba, así, un ángulo con sus piernas tal y como pretendías; era tu experiencia al servicio de tu instinto. Mientras esta sincronizada operación tenía lugar…

—¡No quiero, no quiero! —te resistías, Marta.

Y tú, Marta, intentaste cerrar el ángulo que formaban tus piernas y algo conseguiste; sólo fue tu instinto, porque tu voluntad era otra.

—No seas mentirosa. Has entrado para que te envergue. Ayer lo prometiste.

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Y tú, Braulio, le abriste las piernas cuanto consideraste necesario, sin que la resistencia de Marta pudiese con tu fuerza; porque sólo era fuerza.

—¡He dicho que no quiero, Braulio, déjame! ¡Me vas a hacer daño!

—Te voy a dejar sin huesos, maldita yegua. Al hijo de mi padre no se le hace eso de no quiero, si quiero.

E iniciaste, Braulio, con todos tus recursos de fuerza, el intento de penetrarla

—¡No estoy encelada, Aurelio! ¡Déjame, por favor! ¡Espera un poco, que me vas a mancar!

—Yo no me llamo Aurelio, tú. Eso es un truco tuyo, para que te suelte y luego salgas corriendo. Yo te encelaré, no te preocupes, que no eres la primera y no serás la última, que todas os hacéis las remolonas a la primera vez.

Y en uno de los forcejeos, tú, Marta, conseguiste zafarte de aquel abrazo de oso y trataste de escapar. Braulio tenía encendidos los ojos y todo su cuerpo era una vara verde de avellano curvada por la tensión. Se interpuso entre ti y la puerta. Muy enfadado al parecer, y te gritó:

—¡Ven acá, maldita yegua! ¡No te vas a escapar!

Y entonces tú, Braulio, tomaste un horcón de madera de dos picos que casi tenías a la mano y con él amenazaste a Marta diciéndole:

— ¡Ahora vas a ver con quién te las gastas!

—¿Qué vas a hacer, tú? ¿Me vas a matar? —preguntaste asustada, Marta, adelantando tus manos para protegerte.

—Te mataré, si no te dejas. Hoy no me iré de vacío. ¡Túmbate, te digo!

Y tú, Braulio le acercaste las dos amenazadoras puntas del horcón a la garganta a la vez que le decías:

—Mira que si no lo haces, te voy a ensartar con esto. —Sí, ten calma, Braulio. Me dejaré.

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Y tú, Marta, te arrodillaste, seguida de cerca de las amenazadoras puntas del horcón. A continuación te echaste para atrás. Braulio te siguió amenazando.

—¡Levántate las faldas! ¡Vamos, que esto se está bajando! Despacio, Marta, hiciste lo que te dijo el joven.
—¡Abre las piernas! —le conminaste, Braulio.

Y abriste, Marta, las piernas mientras cerrabas los ojos. Todo tu cuerpo temblaba.

—Ahora, quédate quieta, no te muevas ni intentes ninguna treta o te juro que te vas a recordar.

El joven, con las dos puntas de la tornadera, sujetó entre ellas el cuello de Marta. Afortunadamente, entre el arco que forman las puntas y el cuello de la joven había suficiente espacio para que se no se produjera el ahogamiento. También, parte de las puntas se habían hundido en la paja, pero habían encontrado el suelo firme y en él se apoyaron dejando holgura suficiente para que el cuello de la chica permaneciera libre de presión. Braulio tenía cogido el mango con sus dos poderosas manos y presionaba hacia abajo. Marta permanecía quieta, los ojos muy abiertos, paralizada por el miedo. El joven, después de breves momentos en esa posición en que todo el cuerpo se apoyaba en sus rodillas y el mango de la tornadera, tiró ésta a un lado, y después de una ligera manipulación, la penetró violentamente sin que la joven opusiese resistencia. Furiosamente entraba y salía del cuerpo de Marta, mientras ésta gemía levemente. Todo terminó cayendo Braulio como un fardo, exhausto de fuerzas, encima de Marta.

Marta no debió sentir otra cosa que algo extraño entraba y salía en su cuerpo, y quizá no sintió ni placer nuevo ni dolor insoportable. Una cosa sí le debió parecer tener clara y lo debió pensar complacida: “Este Braulio es todo un hombre. Para otra vez será mejor”. Porque, por un tiempo, se quedó quieta, abrazada fuertemente al mozo.

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Marta, no pudiendo ya soportar más el peso del joven, no le resultó difícil desembarazarse de aquel cuerpo inerte, y lo empujó a un lado. Braulio permaneció allí tirado, panza arriba, con sosegada mirada, mirando al techo, mordiendo un trozo de paja. La joven se levantó, se arregló la falda, se sacudió las pajas adheridas a su pelo y ropa y salió algo aturdida del establo.

Marta salía arreglándose el pelo, quitando horquillas de un lado de su cabeza para suplir alguna que había perdido en el otro. La hermana le inquiere al verla aparecer.

—¿Ya? ¿Te ha hecho daño? —preguntaste, María. —No mucho.
—¿Cómo ha ido?
—No muy bien; es que era la primera.

—No te entiendo…
—¿Qué quieres que te diga?
—¿Por qué te doliste?
—¿Cuándo?
—No sé cuándo. Te doliste, yo lo oí.
—¡Ah, sí! Al empezar. Me agarró de los pelos de ahí abajo. —¿Por qué?
— Para quitarme las bragas.
—¡Ah! ¿Y por qué te las quitó él?
—Yo no quería, pero él estaba con mucha prisa.
—¿No querías?
—No.
—¿Por qué no querías?
—No sé porqué, María. Me dolía ahí abajo, por eso. —Claro. Mientras pensaba, también a mí me dolía.

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—Pues eso.
—¿Crees que te habrás quedado preñada? —Puede.
—¿Por qué hablas tan poco?
—Por que estoy acalorada y no tengo ganas. —¡Pues, vaya contigo, tú!

Te lavaste, Braulio, a tu manera y te vestiste con la ropa que habías traído. Saliste del establo con aire desafiante, muy seguro de ti mismo, con un trozo de paja en tu boca. Te dirigiste a las dos jóvenes. María te miró inquisitiva; Marta bajó la vista al cruzarse con la tuya.

—Mañana lo mismo, ¿eh? —dijiste, Braulio, cuando estabas a tres pasos de ellas.

Ninguna de las dos contestasteis al instante. Tú, Marta, mirabas al suelo; tú, María, miraste al joven.

—Sí, mañana lo mismo —dijiste finalmente, María. —¿Contigo?
—No; con Marta otra vez.
—Bueno. Ya me voy, que me se hace tarde.

Y sin más, Braulio, tomaste la motocicleta y partiste en dirección a tu casa.

Cuando Braulio salió del patio, vosotras, Marta, María, iniciasteis de nuevo la charla, especialmente monocorde.

—Es muy corto, el zagal —dijiste, María. —No te creas.
—Ah, ¿no? ¿Qué te dijo?
—Nada.

—Algo te diría.
—Pues nada, ¿qué me va a decir? No era cosa de decir.

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—¡Yo qué sé!, algo. Me pareció que te hablaba. —Pues no me dijo nada.
—Es muy corto, ya digo.
—Porque tú lo dices.

A María se le agotaron las preguntas y la esperanza de que la hermana fuera más explícita, y ya, en silencio, las dos se dirigieron a casa.

Marta se fue directa al pequeño lavabo. Estaba incómoda. Por sus piernas notaba que le corría algo, que ella debió pensar fuera sangre. No se había puesto la braga, que había quedado hecha un jirón en el establo. Ya en el lavabo, se miró: “¡mocos!”, pronunció entre dientes. Se lavó las piernas y la vulva y se puso una braga nueva. Salió y se dirigió a reunirse con la madre y la hermana. María ya había ido a reunirse con la madre.

Al ver aparecer sola a María, tú, Doña Clara, preguntaste: —¿Dónde está Marta?
—Habrá ido a la alcoba.
—¿A quién le ha tocado?

—¿El qué?
—Dejarse.
—A Marta.
—¿Cómo lo habéis decidido? —A la paja más larga.

—A ver qué cuenta.
—Poca cosa, que está de rara…
—¿No ha pasado nada? ¿Tú te has cerciorado bien?
—Sí, pero Marta no habla como es su condición. Ya digo, está muy

rara.
—¿Tú no lo viste con tus propios ojos?

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—No; me quedé fuera.
—¿Y no te ha contado cómo le fue?
—Poca cosa. Más bien nada.
—Tampoco tú dices gran cosa.
—Es que no sé nada, ma. Yo también me lo pregunto.
—Yo le preguntaré.
—Pregunta, verás que parece como que la hubiera cambiado.

Y tú, Marta, entraste en la cocina, algo cabizbaja. Madre se volvió y te miró siguiendo todos tus movimientos. Te sentaste, Marta, de costado a la mesa, apoyándote sobre un antebrazo, las piernas exageradamente abiertas y jugando distraída con los bajos de tu falda, sin mirar ni a madre ni a María.

Como nadie dijera nada por un tiempo que pareció interminable, al fin fuiste tú, madre, la que rompiste el silencio.

—Te veo muy apagada.
—¿Es a mí? —preguntaste, Marta.
—Sí, a ti. ¿Qué te pasa?
—A mí no me pasa nada, madre. ¿Qué me había de pasar?
—No sé, tú sabrás. María dijo que has estado con el zagal…
—María que se calle; está mejor callada. Eres una cotilla, María. —¿Yo? —exclamaste, María.
—A ti te pasa algo. Tú no eres así —dijiste, madre, extrañada.
—Pues ya digo, no me pasa nada, que si me pasara algo, ya os lo diría. —¿Lo has pasado mal? —seguiste preguntando, madre, sin darte por

vencida. —¡Pse!

—¿Qué significa pse? —Que ni bien ni mal. —¿Te ha hecho daño?

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—Un poco, pero es que ando dolorida de ahí abajo, pero no por él. —Vamos, que no ha sido por el zagal, ¿es así?
—La verga del zagal es más pequeña y delgada que el rodillo, eso es lo

que es, para que te enteres, madre.
—Mejor, y no sabes lo que me alegro, que bien preocupada que estaba

que te hiciera daño. Para quedar preñada será suficiente, y así no tendrás que dolerte.

—Se me ha escurrido…
—Vamos a ver, ¿el qué se te escurrido?
—El moco. Se me ha escurrido el moco; no me voy a quedar preñada.

—Eso es porque no cerraste las piernas. Andar es bueno, como hacemos con las yeguas. Con esa postura que estás no se puede quedar dentro, que hay que ver qué postura la tuya, que pareces una cualquiera.

—Es que estoy escocida.

—Pues date un poco de aceite de almendras; es como mano de santo para eso.

—Luego me lo daré.
—¿Vas a dejarte otra vez? Las mujeres también tienen su momento. —Un mes. Hasta ver que quede preñada, ¿no?.
—Si no cierras las piernas…
—La próxima vez las cerraré, madre, que ahora ya se salió y de poco

vale.
—¿Es cariñoso el mozo?
—¡Vaya!
—¿Sí o no? ¿Te cuidó bien?
—Creo que sí, pero yo no sé cómo es en otras ocasiones.

—Ese muchacho es una alhaja. Cada vez estoy más en que, después de todo, hemos tenido mucha suerte, ¿no os parece? Si es que Dios aprieta pero no ahoga.

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—Ya lo sabremos, que aún es pronto para saber lo que da de sí —dijiste, María, callada hasta entonces.

La conversación entre Doña Clara y sus hijas transcurrió intercalada por largos silencios, escasos e irrelevantes datos, por más que la madre trató de tirar de la lengua a la hija. Marta no pareció tener ningún deseo de hablar en todo lo que quedó de la noche y hasta que se fueron al dormitorio. Marta se acostó seguida de María y tampoco allí pareció querer hablar con la hermana.

—Estás muy rara, Marta —dijiste, María.
—Figuraciones —contestaste, Marta, y diste la espalda a tu hermana.

Supongo que María hubiese querido hablar con Marta de muchas cosas, pero, no sabiendo ya qué preguntar, también se acostó en silencio, seguramente intrigada por el extraño comportamiento de la hermana.

También a doña Clara le debió preocupar la actitud de su hija Marta. Ella, tan espontanea, tan descarada en casi todas las ocasiones, salvo cuando había hecho algo mal y era consciente, que pocas veces esto último, ahora se había comportado retraída, mejor, quizá, parca en explicaciones que parecía no le interesaba dar.

Doña Clara conocía bien a sus hijas, con ese instinto que se viene en decir de estas y otra formas: las veía venir, sabía del pie que cojeaban, a ella no se la daban con queso, etc.. Y lógicamente, en asunto tan importante, hubiese querido estar al tanto, en el ajo de todo lo que bullía en la mente de su hija. Pero como no hay mejor ocultamiento del alma que aquel que proporciona el silencio, era difícil imaginar lo que le pasaba por la cabeza. Y digo imaginar, porque conocer, conocer, hubiese sido en todo caso imposible. Doña Clara, por primera vez, debió pensar que aquella no era su hija, que se la habían cambiado, como ya apuntara su hija María. Y

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quien se la había cambiado no era otro que el zagal, el Braulio. Pero la cosa era de gran interés, ya digo, y la inquisidora doña Clara no durmió bien aquella noche, seguro que tratando de descifrar el misterio y, sobre todo, tratando de concluir si sería para bien o para mal.

El misterio bien podía ser esto que a mí se me ocurre y que si lo adelanto, sólo es para provocar vuestra ocurrencia: que, Marta, después de haberse apareado con Braulio, debió pensar que estaba ante todo un hombre, de los poquitos que había. El joven que tenía en el pueblo y por el que ella creía sentirse atraída, ¡qué diferencia! Con él se había medio encelado una vez y él se habría encelado por completo con sólo mirarla, pero el mozo nunca se atrevió a ir a mayores, a la menor insinuación de que por aquel camino ella no estaba por la labor y se mostraba resignado con su dolor de huevos o se masturbaba si la ocasión y el lugar se lo permitían; ahora Marta, aquel hecho debió considerarlo como falta de interés del chico, por esa condición de la mujer de sobrevalorar o devaluar por comparación a los hombres que conocen. Éste, en cambio, hay que ver que bríos tenía el mozo, casi la mata por envergarla; eso sí que era un hombre con interés, casi como el garañón cuando montaba las yeguas o más. Además, de lo que su madre les advirtiera, nada de nada. Y el regusto por haber descubierto tal joya, cual avaro, se la quiso guardar para ella solita. El presentimiento de que hablar de todo lo que había pasado y de lo que finalmente ella había sentido, podría despertar el temor y curiosidad, quizá el deseo de su madre y hermana de arrebatárselo, cada una por diferentes razones, le hizo a Marta volverse precavida. Esto es lo que yo imagino, y a todas luces parece bastante verosímil.

Sin otras razones en contra, la madre parecía estar sobre ascuas con la mucha suerte de tenerlo tan bien dispuesto. Y frases continuas de alabanza, sin venir a cuento y sin explicar por qué el zagal le parecía una joya, Marta, y por instinto de natural desconfianza, prefirió callar los detalles. ¿Qué tramaría madre si se enteraba de tan peculiar como brutal comportamiento? También el recuerdo de que su madre había desgraciado

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a Antonio por el interés de aquella casa y que a ella misma le pareció aplicable como solución de posibles y futuras desgracias, sobre todo si se le dejaba entero después de que ella o su hermana quedaran preñadas, le debió preocupar. Ese zagal bien podía ser para ella sola, pero ella lo quería así de fogoso, y si la madre o la hermana, o las dos convenían en cortarle los bolos y hacer de él un medio hombre, la cosa era como para preocuparse. Marta, por otra parte, lo debía tener claro: Braulio, además de envergarla sin haber sentido el dolor esperado, le había hecho sentir algo nuevo: el regusto de pertenecer al mejor de los machos posible. Sí, todo esto podría ser, y, como de mi humilde condición se desprende, admito que alguien mejore el razonamiento.

¿Y qué pensaba su hermana María? Expondré otra hipótesis, yo que me precio de conocerlas. María estaría lo que se dice escamada con el comportamiento de la hermana. Nunca la hermana había tenido secretos con ella, y menos en esas cosas de jóvenes. Siempre habían actuado en pareja y no habían sentido la necesidad de ningún tipo de intimidad excluyente. María iba siempre en pos y a donde le decía su hermana Marta, y ésta siempre le indicaba el camino. María puede que pensara que su hermana y Braulio se habían encoñado, y que ella, como consecuencia, ya no contaba en aquel asunto, aunque hubiese sido previamente convenido por las dos como algo participativo y que sólo se interrumpía al quedar una de ellas preñada. No habían fijado otro tipo de posibilidades, que en aquel momento ni imaginaron. Sí, también esto parece lógico, ¿no? Pensad, si no.

En cuanto a Braulio, éste pareció quedarse muy satisfecho al saber que al día siguiente volvería a tener una de las jóvenes a su disposición. Aunque lo propio hubiera sido que hubiese manifestado algún tipo de preferencia, pero, no; no pareció que le importara un comino, más allá de estar seguro de que la cosa tendría repetición al día siguiente, fuese con la una o con la otra. Quizá, si preguntó, fue para estar seguro de que no tendría que imponer su ley, y viendo que la cosa ya estaba decidida, se

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marchó sin más intentar averiguar el por qué habría de repetir con Marta. No encuentro otra explicación, ni creo que la cosa merezca un alto debate.

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DÉCIMA PARTE

La relación íntima, estrecha y, al parecer, afectiva entre Braulio y Marta fue en los sucesivos días aumentando y consolidándose. A Marta, lejos de dolerle las relaciones sexuales diarias con el joven, éstas comenzaron a ser placenteras, pues llegado el momento ella misma se insinuaba con su impaciencia. Ya no fueron necesarios métodos brutales por parte del joven, y Marta, supongo que sabiendo lo que potencialmente guardaba su hombre, debió agradecer que Braulio fuera amable y hasta cariñoso y delicado con ella.

Cuando, Braulio, cada vez más temprano, venía a la casa y se entretenía un buen rato hablando con Marta sentados en el brocal del pozo, María nunca estaba presente y prefería refugiarse en casa para mirarlos desde la ventana, seguro que con envidia. María ya debía estar segura de que su pensamiento se confirmaba a cada encuentro de la hermana con el zagal. La hermana seguía sin darle explicaciones de lo que pasaba entre ellos, pero no le hacía falta, y ya ni se las pedía, sólo esperaba impaciente su turno.

Doña Clara parecía ver esta relación como esperanzadora y esperaría que alguna señal más le indicara que, al margen de que Marta quedara o no preñada, el uno estaba hecho para la otra, y ya ni se acordaría de lo convenido por sus hijas. Ya le llegaría el turno de ocuparse de María. Primero había que ver qué se sacaba en claro de Marta y si eso solucionaba definitivamente el problema de la casa.

Habían pasado veintitantos días desde que hubiesen comenzado aquel juego de la paja más larga, y María estaría pensando que se acercaba su oportunidad. Si Marta lo había encoñado, ella haría todo lo posible por conseguir lo mismo.

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La hermana no habría quedado aún embarazada, o eso es lo que debía suponer María, pues la hermana Marta no decía ni sí ni no, así que debió concluir que nada le impedía tomar la vez e intentarlo ella. Habría querido saber por la hermana qué tenía que hacer para que Braulio se sintiese a gusto, como parecía sentirse con Marta, y debió pensar en abordar esa cuestión a la menor oportunidad.

Doña Clara se había ido a una feria de ganado que tenía lugar precisamente en el pueblo de Tomás y de Braulio. Tomás le prestó la carreta para transportar los potros, y fue Braulio quien la acompañó. Transportar los potros, en lugar de llevarlos andando, era una suerte de táctica comercial y por la que se conseguía que los potros llegaran a la feria en las mejores condiciones de vistosidad. Se entendían bien doña Clara y Braulio, quizá porque doña Clara no le daba problemas al joven, a sabiendas de éste de que la madre estaba al corriente de lo que pasaba entre él y su hija Marta. Se había establecido entre ellos un tácito pacto de silencio en torno a una cuestión que a todas luces era tan evidente, tan descarada a veces, que bien parecía que lo hubiesen acordado. Esto, Braulio, lo tenía que agradecer sobremanera, ya que no era hombre atrevido sino todo lo contrario. Y con Braulio, pues con su disposición, que ni un solo día había faltado en prestar su ayuda, doña Clara estaba más contenta que unas pascuas

Marta y María se habían, pues, quedado solas en la casa. Era mediodía y el sol, aún no fuerte, invitaba a salir al patio para hacer tiempo hasta la hora de la comida. Como acostumbraban, las dos jóvenes gustaban de acercarse al brocal del pozo, revestido de piedra labrada y terminado por la parte superior en un tejadillo que proyectaba sombra a parte del perímetro. El brocal estaba coronado también por una losa algo más ancha que el cuerpo. Allí se sentaban con frecuencia, como digo, balanceando la parte inferior de las piernas, y hablaban de sus cosas.

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Era allí que estaban ahora y fue María la que, con algún rodeo, buscó la forma de entrar en el tema que le interesaba y que parecía estar impaciente en abordar.

Y tú, María, dijiste a tu hermana:
—¿Sabes que me picaba mucho la torcida? Me la he quitado, ¿sabes? —¿Por eso te la has quitado? Pues, ¡vaya, tú, que es bien poca cosa! —¿Por qué, si no? ¿Qué te piensas? A ver, ¿que te estás pensando? —Vete a saber, que a lo mejor no es por eso.
—¿Qué te figuras, tú? A ver, ¿qué te figuras?
—¿Yo? Nada. ¿Qué me habría de figurar?
—Sí, tú estás pensando en algo que no dices.
—Pues dime tú. No estoy pensando en nada. A ver, ¿en que estoy

pensando?

—Además, ya no ha de hacer falta que me la deje.

—¿Por qué no ha de hacer falta?

—A Braulio no le hace pensar en mí. Lo veo todos los días.

—¿Y eso?

—Pues que no me va a envergar.

—No se sabe.

—Está encoñado contigo, lo veo. ¿A que sí?

—Puede.

—¿Y tú?

—Puede.

—Dentro de cuatro días me toca a mí, eso fue lo que convinimos, así que vete haciéndote a la idea.

—Si él quiere, que a lo mejor…
—¿Te ha dicho que no quiere conmigo? —No se lo he preguntado.

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—Pero sabe que me toca a mí, porque tú se lo has dicho, ¿no?. —Yo no se lo he dicho.
—Tú no estás preñada y me toca a mí, eso fue lo convenido. —No sé si estoy preñada. ¿Qué has de saber tú?

—No estás preñada.
—¿Cómo lo sabes?
—Te encelas todas las tardes; si estuvieses preñada no te encelarías,

así les pasa a las yeguas.
—Madre dijo que no somos iguales en eso, ¿no te acuerdas?
—Pues me toca a mí, quieras o no quieras.
—Eso es cosa de Braulio; si él no quiere…
—Querrá; a los hombres le gusta cambiar.
—Y tú, que pareces una sabelotodo, ¿por qué te figuras eso? No creo

sea el caso. El no te ha dicho nada. A ver, si quisiera ya te lo habría dicho.

—Porque tú no me dejas.

—Yo no hago nada. El viene y pregunta por mí. ¿Ha preguntado alguna vez por ti? No. Pues eso.

—Pues le tendrás que decir que me toca a mí. —Yo no se lo voy a decir.
—¿Cómo lo ha de saber?
—Díceselo tú.

—Yo no se lo digo. Tú, díceselo tú. Cuando te quiera llevar al cuarto, le dices que ahora me toca a mí.

—Me parece que no, que no le digo eso.
—¿Por qué?
—Por que no me da la gana, ¿entiendes? Ya me tienes aburrida, ¿lo

entiendes? ¡Jesús, que matraca la tuya! —Me toca a mí…
—Pues te aguantas.

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—¡Eres una falsa! ¡Eso es trampa! —dijiste, María, dejando el asiento y enfrentándote de pie a tu hermana.

—Es lo que es, y te aguantas.

—Se lo diré a madre y ya verás tú.

—¡Ah! Pues ve y díselo. Me da igual que se lo digas, ya ves. Madre quiere que siga con Braulio. Y si no, mira lo contenta que se la ve.

—¿Aunque no quedes preñada?
—Eso tanto le da, mientras Braulio siga viniendo a ayudarnos.
—¡Sois unas falsas! Y yo, ¿qué hago yo?
—Búscate otro. Braulio es para mí sola.
Y tú, María, quizá por un impulso inconsciente, movida por la

impotencia y la rabia, diste un empujón a tu hermana, que perdió el equilibrio y se escurrió por el hueco del pozo.

—¡Que me caigo! —tuviste, Marta, tiempo a pronunciar.
—¡Maarta! —exclamaste, María.
María, intentaste agarrar a Marta por el vestido y aún lo conseguiste,

pero no pudiste sujetarla, y la viste caer como un pelele. Tu hermana se golpeó con un ruido sordo sobre la plataforma de la motobomba, situada a un metro del nivel del agua y a unos quince metros del brocal, y allí se quedó, inmóvil.

Y tú, María, te desplomaste, apoyada la espalda sobre el brocal del pozo y allí te quedaste como habías caído.

Era de noche cuando tú, doña Clara, regresaste con Braulio. Veníais contentos, pues habías vendido los potrillos a buen precio. Tú, doña Clara, habías dado a Braulio cien duros para sus vicios, y aunque éste se negara una y mil veces a tomarlos, al fin los aceptó con una razón que te expuso:

—Se los tomo, doña Clara, pero sólo porque le quiero hacer un regalo a Marta.

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—Te gusta la zagala, ¿no? Hacéis buena pareja. No te estarás aprovechando de ella, para luego dejarla tirada, ¿eh?

—No, doña Clara; voy de formal con ella, palabra de Braulio.

—Bueno, lo de formal, es un decir, ¿no? —dijiste, doña Clara, sonriendo.

—Pero lo otro es formal, se lo aseguro —respondiste, Braulio, azorado y bajando la mirada.

—Lo importante es que no la dejes tirada; no sé lo que te haría. Marta es la más dispuesta de la casa, te lo digo yo, que soy su madre. Te llevas una joya. ¿Habéis hecho planes? Anda, cuenta algo.

—Pensamos casarnos, si usted y padre nos dan la bendición.
—La tendrás, Braulio, la tendrás.
Y ya estabais para entrar en el patio, cuando visteis una sombra que

caminaba en la penumbra de la noche. Os debió parecer una de las jóvenes y os extrañasteis de que no os saliera al encuentro.

—Es una de las zagalas —dijiste, doña Clara, con algo de alarma en tu voz

—¡Marta! —llamaste, Braulio.

Nadie respondió. La sombra siguió andando sin parecer que advirtiera vuestra presencia.

¡Marta, María! —llamaste alto, madre.

Pero la sombra siguió su caminar con pasos vacilantes. Se fundió en la zona de luz que proyectaba un farol situado encima de la puerta de entrada a la casa.

—Es María —dijiste, Braulio.
—Algo de raro sucede aquí, Braulio. ¡María!… ¿qué pasa?
Y María no respondió. Siguió andando como un autómata.
—¿Dónde está Marta?… ¡Maaarta! —llamaste, madre, levantando aún

más la voz.
Nadie os contestó.

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Doña Clara, Braulio, con prisa os bajasteis de la carreta y fuisteis en dirección a María.

—¿Dónde está tu hermana? —preguntaste, madre, ya frente a ella.

—Ahí —articulaste con dificultad, María, sin señalar ningún lugar y con la mirada buscando apoyo en el suelo.

—¿Dónde es ahí? ¿Está en casa?
—No sé.
—¿Dónde está, dónde está? ¿Y a ti qué te pasa? ¿Te has vuelto del

juicio, hija?

—Quiero morir —dijiste, María, deteniéndote.

—Hija, ¿te has vuelto del juicio? ¿Qué te pasa? ¡Marta, Marta!… —gritaste, madre.

—¿Quiere que mire en la casa? —preguntaste, Braulio.

—¡Mira, Braulio, mira si está en casa! Aquí a sucedido algo raro, que esta hija parece que está ida. ¡Ay, Jesús, Jesús, pero qué puede haber pasado aquí!

Y tú, Braulio, saliste corriendo en dirección a la casa.

María estaba vacilante, a punto de desplomarse. Tú, madre, la sostenías con tus brazos e insistías.

—¿Dónde está Marta, María? ¿Qué ha pasado aquí? Dímelo, hija. Anda, dímelo. ¿No ves que soy tu madre?

Pero María no reaccionaba, no te contestó. Tenía la mirada suspendida en el vacío. Se desprendió de ti y caminó vacilante en dirección al pozo. Tú, madre, la seguiste. María llegó al brocal, apoyó sus manos en la parte superior e hizo como si quisiera zarandear aquel cilindro de piedra. Tú, madre, intuiste al instante, pues exclamaste:

—¡No, Dios mío, no!…

Te acercaste, madre, corriendo a la boca del pozo, te inclinaste y miraste al fondo. Estaba oscuro y no se percibía nada. María había dejado

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de sacudir el brocal e intentó a horcajadas subirse a él. Tú, madre, tiraste con violencia de ella. Las dos, del impulso, os caísteis al suelo.

—¡Dios mío, no, no, no!… —gemiste, madre, tendida boca abajo, la cara pegada al suelo y golpeando con los puños la tierra.

Y tú, María, yacías en posición fetal, tal y como caíste, sin moverte, sin que un sonido mínimo denotara que tu cuerpo tenía vida.

Saliste, Braulio, de la casa, igualmente corriendo.
—No está, doña Clara. Marta no está en casa. ¿Qué les pasa?
—Ahí, zagal, ahí —dijiste, doña Clara, sin señalar dónde y sin que casi

te saliera la voz. —¿Dónde?

—Ahí, en le pozo. ¡Ay, Dios mío!… Que mi Marta se ha caído en el pozo.

—¿Que Marta está en el pozo? —preguntaste, Braulio, corriendo hacia él.

—¡Dios mío, Dios mío, ¿qué te hemos hecho, Señor?… ¡Pero cuánta desgracia has de mandar a esta casa para que te quedes tranquilo! —gritaste, doña Clara, mirando al cielo sereno de luces y misterio.

Braulio, te asomaste a la boca del pozo, y como no veías nada…
—No se ve nada ¿Eso ha dicho María?
—También se quería tirar. Debe estar ahí, Braulio.
Y tú, madre, comenzaste a emitir gritos desgarrados, lamentos

desgarradores que rompían la quietud de la noche.

Las estrellas parpadeaban su latido monótono. La luna ya había aparecido por el horizonte, serena y majestuosa. Todo en el cielo parecía ajeno a lo que sucedía, no así en la tierra; los caballos se mostraban nerviosos, algunos relinchaban, todos piafaban uniéndose al coro de sonidos de los seres que sentían o presentían la tragedia cercana. También una lechuza cruzó el patio desde la zona de sombra hacía la luz

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del farol, asustada de que la noche se había vuelto desconocida para los seres envueltos en ella.

Los sonidos fueron cediendo y de nuevo se impuso el silencio, espeso de una pesadilla que no se sueña y de la que tampoco se despierta.

Y tú, Braulio, te apoyaste con la espalda en el brocal. Miraste al suelo y no debiste comprender bien qué sucedía. Madre e hija permanecían en el suelo y tampoco debían comprender qué sucedía. Miraste, Braulio, a la pareja, te levantaste y te acercaste en intentó de incorporar a doña Clara, que se dejó levantar sin contribuir con su actitud a tu esfuerzo. Al fin lo conseguiste y doña Clara se puso de pie, inestable en esa posición, a punto de desplomarse por unas piernas que se negaban a sostenerla. Tú, Braulio, no podías soltarla.

—Doña Clara, debemos asegurarnos. ¿Dónde tiene un candil?

Y tú, doña Clara, diste un respingo y reaccionaste con un borbotón de esperanza ante las palabras del joven. Tu cuerpo roto, recuperó de repente toda la firmeza.

—¡Sí, hijo sí, que aún no sabemos si está muerta!… ¡En casa hay una linterna! ¡Vés corriendo a por ella!… ¡Anda, corre!

—¿Dónde?

—En un cajón, en la cocina. Mira por allí, que la has de encontrar sin esfuerzo. ¡Anda, date prisa!

—¿Puede quedarse en pié?
—¡Sí, corre a por la linterna! ¡Anda, corre!
—Quédese, doña Clara. No se me caiga.
—Me apoyo en el pozo. No me caeré… ¡Corre!
Y tú, Braulio, la llevaste del brazo y la apoyaste sobre el brocal. María

no se había movido de la posición que cayera. Tenía los ojos muy abiertos, inexpresivos, inmóviles. Te aseguraste de que madre e hija pudieran prescindir de ti y saliste de nuevo corriendo hacia la casa. Pronto estabas

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de vuelta, con la linterna ya iluminada, y corriendo te dirigiste a la boca del pozo. Doña Clara permanecía de espaldas. La cogiste del brazo ante su actitud vacilante. A continuación proyectaste el haz de luz hacia el fondo del pozo y, casi inaudible, exclamaste una palabra que se fue ahogando:

—¡Marta!…

Y tú, Doña Clara, sin mirar, prorrumpiste de nuevo en gritos que parecían dirigidos a las estrellas, o quizá a alguien escondido tras ellas.

—¿Está, está ahí? —dijiste, doña Clara, volviéndote.

—Si, doña Clara. Pero no está ahogada. La bomba la ha parado. Puede que esté viva. Es menester bajar al pozo. Usted me ha de iluminar. Yo bajaré.

—Puede estar viva… ¡Baja, Braulio, baja enseguida, que no puede estar muerta…, o a Dios he de pedir cuentas!… Mi hija no puede estar muerta. —y tomaste, doña Clara, la linterna que te ofrecía el joven.

Te encaramaste, Braulio, a la boca del pozo y pusiste un pie en el primer estribo adosado a la pared por la parte interior.

Mientras tú, doña Clara, iluminabas permanentemente el cuerpo de tu hija, Braulio te advirtió:

—Ilumine los estribos, doña Clara; me puedo caer. —Sí, hijo, sí. Ya lo hago.
—Así está bien.

Y tú, Braulio, comenzaste a descender, más rápido que la precaución aconsejaba.

El espacio era muy limitado en la plataforma en que se asentaba la bomba. Casi todo lo ocupaba el cuerpo inerme de Marta. Al fin tú, Braulio, conseguiste apoyar un pie, luego el otro por debajo del cuerpo de la joven, y desde tu mente presa de mil urgencias, gritaste:

—¡Suelte la herrada y mándeme la soga!

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Tu, doña Clara, intentaste hacer lo que te pedía Braulio, pero el nudo estaba muy apretado y no lo conseguías. Las uñas se te partieron y tus dedos sangraban.

—¡No puedo!

—¡Mándeme la otra punta, que para el caso es lo mismo!… ¡Que es que uno con estos nervios no es capaz de discurrir!

—¡Ya!… ¡Ya va!… ¿Cómo está mi Marta? ¿Está viva?
—¡No se mueve, doña Clara!… ¡Puede haber perdido la conciencia! —¿Qué vas a hacer?
—¡La voy a amarrar para subirla. Usted ilumine para que yo me apañe.

Deje un poco más de soga y usted sujete la otra punta, que no se escurra por la polea!

—¡Ten cuidado, no se te vaya a caer al agua!

—¡No se caerá si esto aguanta el peso; parece que chasquea la madera!

—¡Date prisa, que es mucho el peso!

—¡Ya voy!

He hiciste, Braulio, un lazo alrededor del talle de Marta. Pero lo pensaste mejor, quizá porque comprendiste que de esa forma Marta se iría dando golpes con la cabeza sobre las paredes del pozo, y deshiciste el lazo. Se lo hiciste de nuevo, esta vez por debajo de las asilas y de los pechos. Probaste con dos tirones que estaba bien sujeto y dijiste en voz alta:

—¡Ya está, doña Clara!… ¡Ahora subo y la sacaré!

—¡Sí, hijo, sube y sácala, que algo me dice que no está muerta!

Saliste presto, Braulio, y agarraste la otra punta de la soga que ya doña Clara te ofrecía.

—Me tendrá que ayudar, Doña Clara. —Sí, Braulio. Dime qué he de hacer.

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—Yo tiraré de la soga poco a poco. Cuando yo le diga, usted traba la polea con ese hierro; cuando yo le diga, usted se lo quita, ¿me entiende?

—Sí. ¡Date prisa!…

Tú, Braulio, antes diste una vuelta más con la soga alrededor de la polea, porque algo sabías de física sin haberla estudiado.

—¡Vamos allá!

Y tú, Braulio, diste el primer impulso para vencer al destino. La soga se tensó.

—¡Ten cuidado, sobre todo que no se te escurra! —advertiste, doña Clara.

—Ahora voy a subirla un tramo. Usted atenta para poner el hierro —dijiste, Braulio, y tensaste tus brazos, recogiste un par de metros de soga y exclamaste—: ¡Ya, el hierro!

—¡Que no se te escurra y se caiga, por Dios!

Y tú, doña Clara, trabaste la polea con la barra de hierro.

—No caerá, descuide, doña Clara. Otra vez. Ahora tiro un poco y usted saca el hierro… ¡Ya!

Después de repetir la misma operación varias veces, al fin el cuerpo de Marta apareció por encima de la boca del pozo. Nada permitía abrigar la menor esperanza de que estuviese con vida; su cuerpo parecía el de un pelele de trapo. La madre se aferraba a sus piernas y la atraía hacía ella con el supremo esfuerzo de la ansiedad. Al fin consiguieron depositarla fuera del pozo. La tendieron en el suelo. La madre se arrodilló y aplicó el oído al pecho de Marta.

Debiste percibir, Doña Clara, el latir del corazón de tu hija, porque exclamaste:

—¡Está viva, Braulio! ¡Gracias, Dios mío, que no podía ser que fueras tan malo conmigo! ¿Ves cómo respira? ¡Mi Hija está viva!

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Y te arrodillaste a su lado, poniendo tu brazo por debajo de la cabeza, apretándola contra tu pecho.

—¿Qué se ha de hacer, doña Clara?

—¡Vés rápido, Tomás! Braulio, Braulio, perdona. Coge la camioneta y anda a buscar a don Julio. Las llaves están detrás de la puerta. ¡No te mueras, Martica! ¡No te mueras, hija mía!

Y tú, Braulio, saliste corriendo en dirección a la tenada. Pronto salías del patio en dirección al pueblo.

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ONCEAVA PARTE

Marta parecía tener un hilo de vida cuando llegó Don Julio. Él, y allí, no podía hacer gran cosa, debería llevarla enseguida al hospital. Y don Julio tal comunicó a los presentes.

Mientras Doña Clara fue a la casa a preparar un hato de ropa limpia, Don Julio se ocupó de varias cosas. Una inspección del cuerpo de la chica le hizo diagnosticar un mal pronóstico: Marta tenía varias costillas rotas, roto el fémur de una pierna, un brazo igualmente roto. Pero lo que más pareció preocuparle fue la torsión anormal y forzada de aquel cuerpo, al que parecía faltarle la estructura natural. No advirtió ningún traumatismo en el cráneo y debió aventurar para sí mismo una conjetura terrible: Marta podía haberse roto o como mínimo dañado seriamente la columna vertebral.

Le puso una inyección para que el corazón de la joven resistiera.

También atendió a María. María había permanecido por largo tiempo en probable estado de catalepsia; no parecía desmayada. Sus ojos estaban muy abiertos y fijos. No reaccionaba a las frecuentes llamadas que la madre le había hecho, y allí se quedó, donde había caído y con la postura que había tomado cuando con la madre cayó al suelo encogida como un guiñapo. Don Julio le dio dos palmadas en sendos carrillos, y eso fue todo para que María comenzara a volver en sí. Dijo no recordar qué había pasado y se interesó por lo sucedido, sin que, al parecer, se diese aún cuenta de la magnitud de la tragedia. Don Julio no le dio mayor importancia al estado de María, sabiendo que el tiempo la devolvería al estado psíquico normal.

Tú, Braulio, te acercaste a María.

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—¿Qué tiene María? —preguntaste, Braulio, en un momento de descanso en tu preocupación por Marta.

—Nada importante. Todo es debido a que ha recibido una fuerte impresión. Se le pasará —dijiste, don Julio.

Regresaste, doña Clara, corriendo con la ropa.
—Doña Clara: nos vamos a llevar a la niña al hospital, y he pensado… —Haga lo que deba hacer, don Julio —dijiste, doña Clara.
—No es el mejor medio, pero no puedo llegarme al pueblo y pedir que

manden una ambulancia, así que he pensado que mejor si la llevamos en la camioneta. Ganaremos unas horas que pueden ser muy importantes —terminaste arguyendo, don Julio.

—Yo no me separo de mi hija.

—Tendrá que hacerlo. María también necesita de sus cuidados. No es que le aqueje nada de importancia, pero alguien se debe quedar con ella en momentos así y que a ella le han afectado tanto. Mañana pasaré por aquí a recogerla a usted y yo la llevaré al hospital. Para entonces ya se sabrá el mal que tiene su niña.

—¿Es serio, don Julio? —preguntaste, doña Clara.

—Aprecio que tiene varios huesos rotos. Hay que mirarla a fondo y eso yo no puedo hacerlo aquí, comprenda.

—Como usted mande, don Julio. ¿María estará mejor?

—No es de cuidado, doña Clara. Mañana estará normal. No la deje usted sola ni un instante y trate de hablar con ella, aunque ella desvaríe. Que tome esta pastilla y que se acueste, se quedará pronto dormida.

—Así lo haré. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Esta casa está poseída por el demonio!… ¡Cuanta desgracia, don Julio! ¿Ve usted?… ¡Cuál será el siguiente, Señor!

—Sí que son desgracias seguidas, pero habrá que luchar contra la adversidad y seguir adelante. Y ahora vamos a colocar lo mejor que podamos a su hija en la camioneta, no podemos perder más tiempo.

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Don Julio y Braulio, el primero dando continuas instrucciones sobre el modo de cogerla, colocaron a Marta en la parte trasera de la camioneta, en la que previamente Braulio había extendido una manta. Mientras Braulio conducía, don Julio se sentó como pudo al lado de la chica, vigilando algunas constantes vitales, presto a intervenir si fuera necesario y posible. Y partieron hacia la esperanza, situada a unos veinticinco kilómetros del pueblo.

Habían pasado quince días y Marta seguía en el hospital, viva, pero algunas de sus dolencias, ya perfectamente diagnosticadas, eran irreversibles. Mejor muerta, si la muerte hubiese querido compadecerse de ella, debían pensar todos, algunos hasta se atrevían a decirlo. Lo que quedaba de ella era lo que, posiblemente, ella guardaba en lo más profundo del cerebro, incapaz de comunicarlo a nadie; el resto del cuerpo era una presencia amorfa, insensible, totalmente dependiente de los cuidados que a partir de entonces habrían de prodigarle la familia. Ese fue el parte provisional que dieron los médicos.

María se fue recuperado, no así de la memoria, según decía. No sabía explicar qué pasó, y rompía en sollozos cuando se le preguntaba.

Cada tarde, después de dejar los caballos atendidos, Braulio y doña Clara se iban al hospital. María aún había preferido no hacerlo. Doña Clara pasaba la noche con la hija y Braulio regresaba a su pueblo después de interesarse por el estado de Marta. El pueblo de Braulio quedaba a tan solo doce kilómetros, mitad de camino entre el hospital y la casa de doña Clara. A la mañana siguiente se desplazaba de nuevo al hospital y llevaba a doña Clara a su casa. Y así cada día.

Doña Clara y Braulio aún no sabían cuál sería el resultado final de la prolongada estancia en el hospital de la joven Marta. Sólo estaba en las manos de Dios, exclamaba con frecuencia la madre. Marta estaba viva, fuera de peligro decían los médicos consolándola, como si aquella

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permanencia muda e inmóvil a que estaba condenada la joven Marta significara una especie de suerte.

Doña Clara, cuando ya los médicos se decidieron ponerla al corriente de la situación, lo tomó con gran entereza. Braulio no supo qué decir y no me atrevo a suponer lo que pensó. En una silla de ruedas, Marta fue trasladada a casa después de dos largos meses en el hospital.

He de señalar que durante todo este tiempo, Braulio se ocupó en exceso de que todo lo relacionado con los caballos funcionara a la perfección, y no tuvo ningún contratiempo con María, salvo su acrecentado despego para con ella y la mirada huidiza de María cada vez que se topaba con él.

María cada día preguntaba si su hermana hablaba, pues nunca fue a verla en el tiempo que estuvo en el hospital, con el pretexto de que le iba a dar mucha impresión el ver a su hermana así, y el día que esperaba el regreso parecía estar especialmente nerviosa.

—¿Se pondrá buena? —preguntaste, María, cuando tu hermana retornó a la casa.

—¡Ca! Tu hermana ha de estar siempre como la ves, así que figúrate la que nos ha caído —dijiste, doña Clara.

—La cuidaremos, ma —dijiste, María, cogiendo a tu hermana de una de sus lacias manos.

—Yo seguiré viniendo, doña Clara, con su permiso, y tendré mucho gusto en ayudarlas. También por Marta y hacer por ella lo que pueda—dijiste, Braulio.

—¿Qué va ser de ti, Braulio? Te agradezco tu disposición, que Dios te bendiga. Dios ha querido que por poco pierda una hija, pero me ha dado un hijo como tú, que hay que ver lo que te has sacrificado por nosotras. Ya entrarás en la parte de las ganancias de este año y de los venideros, hasta que por tu conveniencia desees dejarnos.

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—No se preocupe por eso, doña Clara, que no se me pasa el dejarlas.

—Ya sé que no es el momento, pero mira si te hace casarte con María, que la pobre Marta ya no es mujer para un hombre.

Y tú, María, escuchabas callada la conversación y con los ojos mirando al suelo.

—Eso no me ha pasado por las mientes, doña Clara, que sus hijas no son de quita y pon. Le tengo querencia a esta casa, y si Marta no es una mujer como dice, ella me trae todavía el recuerdo de mucha felicidad. Por eso, y por el aprecio, que ya digo, le tengo a todas ustedes, seguiré viniendo a prestar la ayuda que necesiten.

—Te lo agradezco, Braulio. Eres un hombre cabal. Lo decía, y perdona, porque también quiero para ti mejor vida. Pero será lo que Dios quiera, que está visto nada podemos hacer contra su voluntad.

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DUODÉCIMA PARTE

Los días en la casa de doña Clara discurrían rutinarios. Se trabajaba por la subsistencia, sin que mayores anhelos movieran a ninguno a buscar la alegría de vivir por vivir. María vivía retraída, como si le faltara el empuje que la moviera a hacer y a pensar muchas cosas que antes del suceso había hecho siguiendo a los impulsos de su hermana Marta. Veía a Braulio como un imposible para ella y ni siquiera había intentado ganárselo. Era cierto que Braulio tampoco le daba ninguna oportunidad. Por la mente de éste habría pasado que María ocultaba lo que había ocurrido, pero no se atrevió o no quiso preguntárselo, quizá porque se lo impedía el mismo temor a conocer la verdad. También la madre lo debió pensar, pero los dos se habrían impuesto el “no pensar mal”, que las dudas envenenadas siempre se prefiere no aclararlas, pues la verdad a veces resulta incómoda y también difícil acomodarse a ella.

Un día, domingo al mediodía, de un principio de otoño, Braulio conducía empujando la silla de Marta por el patio, en un continuo dar vueltas y más vueltas para que la joven recibiera los rayos de sol y de paso pasearla. “Mucho sol”, había sugerido don Julio; la mejor botica en la situación en la que se encontraba Marta. Algunas veces empujaba la silla con una mano y con la otra cogía una de las lacias manos de Marta, que a Braulio se le antojaban siempre frías. Lo hacía primero con una, luego con la otra. Así se encontraban ese día, solos en el patio. Doña Clara y María debían estar ocupadas en la casa. Braulio se paró y se situó delante de Marta, en cuclillas, con las manos de la joven en sus gruesas manos. Y buscó su mirada, clavando la suya en las pupilas de la chica. Los ojos de Marta eran inexpresivos, invariablemente mirando al frente, sin el menor movimiento que denotara motivación por nada de lo que le rodeaba. Pero Braulio siguió así un buen rato, como buscando leer el pensamiento de la joven y establecer algún tipo de comunicación con ella.

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Estaban, Braulio de espaldas a la puerta de la casa por la que se acedía al patio, Marta frente a la misma puerta, los dos muy cerca del brocal del pozo. Por la puerta apareció la silueta de María que salía al patio. Braulio, que seguía mirando a Marta, pudo ver que los ojos de ésta se abrían y debió apreciar que su expresión era la del miedo. De repente, fijo como estaba en sus ojos, sintió que algo le apretaba sus manos. Bajó la mirada y vio que las manos de Marta se habían cerrado con fuerza en torno a las suyas. La cara de Braulio se iluminó y debió ser de esperanza, ya que eran los primeros movimientos de Marta desde el accidente.

Braulio se dispondría a gritar llamando a doña Clara, cuando…

“Braulio: madre dice que entréis a comer” —dijo María por detrás.

Braulio se quedó un instante petrificado y un escalofrío le debió haber recorrido la espina dorsal que le hizo cerrar sus ojos y endurecer las facciones de su cara. Se levantó, aún sus manos cogidas con fuerza por las de Marta, y se volvió hacia quien le hablaba, clavó su mirada en la retinas de María y ésta hubo de bajar la vista, quizá sin comprender.. Fueron unos segundos, luego, María, lentamente levantó su ojos hacía los ojos de Braulio que aún continuaban mirándola.

—¿Qué me miras, tú? ¿Tengo monos en la cara? —preguntaste, María. —Fuiste tú —dijiste, Braulio.
—¿El qué fui yo? —preguntaste, María.
—Tú la empujaste.

—¿Yo, qué?
—Que tú empujaste a María al fondo del pozo. Me lo ha dicho. —¿Qué asunto es ese, tú? Marta no habla.
—Me lo ha dicho de otra manera.
—¿De qué manera?
—Con los ojos y las manos. Estoy seguro, fuiste tú.

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—Tú no estás bien de la cabeza. Figuraciones tuyas, por la mala idea que me tienes, eso es lo que es.

—Marta me lo dirá con sus palabras y tendrás que vértelas conmigo. —Tú, tú estás ido como Marta. Diré a madre que te eche de esta casa. —Algún día lo voy a saber y no habrá quien te salve, ¡por éstas!
Dijiste lo anterior, Braulio, haciendo chasquear la uña de tu dedo pulgar

con tus dientes, y después de que Marta liberara tus manos.

—No te tengo miedo. ¡Atrévete, anda!—dijiste, María, encarándote.

—Tiempo al tiempo, María. Te juro que te mataré, si Marta me llega a decir que fuiste tú.

—Ahora mismo voy y se lo digo a madre. ¡Vas a ver tú! —dijiste acalorada, María.

—Vé y díselo, que no me importa que lo sepa.

Y tú, María, te volviste y te dirigiste a paso rápido hacia la casa. Braulio, impulsando la silla de Marta, hizo lo mismo, aunque a paso lento, como dando tiempo a que tú hicieras lo que habías dicho.

Ya estabas, Braulio, cerca de la puerta, cuando doña Clara salió descompuesta, seguida de María.

Y tú, doña Clara, te plantaste en jarras delante de Braulio y de Marta. Preguntaste nerviosa:

—¿Qué has dicho a María?
—Que Marta habla con los ojos y las manos, doña Clara.
—¿Que Marta qué?
—Marta a movido los ojos y me ha apretado las manos, doña Clara. —¿Que qué? ¿Y eso qué quiere decir?

—Que me ha dicho que fue María. María la empujó al pozo. Tengo ese presentimiento.

—¡Ah, vamos! Sólo presentimiento… Ten cuidado, zagal, que son cosas de tu cabeza, como tú mismo dices, y lo mismo ha de ser lo de las manos y los ojos.

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—Marta me lo dirá algún día.
—¿Y?
Tú, Braulio, no lo dudaste.
— Que mataré a María, se lo juro.
—Por Dios, Braulio, ¿otra desgracia más? ¿Pero es que no ha de

acabar nunca?…
—Haré justicia a Marta. Usted ha de verlo así. Mire lo que le ha hecho.

Yo iba a casarme con Marta por la Iglesia, pero ya era mi mujer y tenía un hijo mío en sus entrañas…

—¿Qué dices? ¿Cómo sabes eso? —preguntaste sorprendida, doña Clara

—Un médico me lo dijo. Un día en el hospital me lo dijo. Me preguntó si era mi mujer, y yo le dije que sí.

—Eso a mí no me lo dijeron.

—Pues no sé el porqué. Eso, pues más bien no era cosa suya.

—Si Marta te dijo eso que dices que te va a decir con palabras, también le has de preguntar si ella quiere que mates a su hermana, ¿o no?

—Me lo dirá. Ha de haber mucho rencor en su alma.

—No es bueno el rencor, zagal; es tan malo como la misma muerte. Dios perdona…

—¡Y a mí qué! Yo no soy Dios. Amen de que María no se arrepiente de lo que ha hecho, que hasta lo niega —dijiste, Braulio, mirando a María.

Tú, María, estabas quieta, tres pasos detrás de tu madre, con los ojos mirando al suelo. Tu madre siguió hablando con Braulio.

—Ya viste lo que sufrió. Si lo hizo, debió ser sin querer, que cuando hacemos cosas que no queremos es porque Dios así lo dispone.

—Pues que lo diga, que le pida perdón y se arrepienta si lo hizo queriendo.

—¿Es eso lo que quieres? ¿Tú la perdonarás?
—Dios la perdonará, si él quiere, pero a mí eso ni me va ni me viene.

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—¿Y tú?

—Nunca. Yo no perdono. Yo no soy Dios, ya le he dicho, y si no hago lo que tengo que hacer, tampoco soy un hombre.

—¿La matarías? ¿Serías capaz? ¿Entonces para qué quieres que confiese y le pida perdón?

—Si así fuera, no sé lo que haría, pero tenga por seguro que lo justo, ni más ni menos, que el que la hace la paga.

—Déjame hacer a mí, Braulio. Yo le daré el castigo que merece, si es como dices.

—Usted por su cuenta y yo por la mía. María tiene una cuenta conmigo.

—Tendrás que irte de esta casa, Braulio. No verás más a Marta y a ver quién la saca al sol y la pasea.

Y tú, Braulio, te quedaste callado ante la situación que planteaba doña Clara. Debiste rebuscar en la mente una solución que impidiera lo que para ti sería doloroso: el alejamiento físico de Marta. Por un momento pareciste olvidarte de tu odio o su sed de venganza, o quizá sólo de hacerla expresa.

—No haga eso, doña Clara. Marta necesita de mí atención. Ya ve cómo la cuido —dijiste, Braulio, bajando el tono de tu voz.

—Pues aparta de ti esos pensamientos. Has de prometerme que no harás eso que has dicho y jurarlo ante Dios, para que él te lo tome en cuenta si no lo cumples.

—Yo le puedo prometer que no haré nada mientras que Marta no hable, pero luego, si llega a hablar, ya no respondo de mí.

Doña Clara seguro que debió meditar las últimas palabras que había escuchado, también calibrarlas. Probablemente ella, en esos momentos, recordaba las palabras de los médicos: “Su hija jamás se recuperará por los medios hasta ahora conocidos”. Aquella desesperanza de entonces podía ser su esperanza de ahora; podría ser una paradoja. Una madre atendiendo a su solo instinto se aferraría al mal menor, pero también en

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otros casos. Doña Clara era mujer fría y calculadora, además, muy capaz de tomar decisiones rápidas, producto de una mente en extremo selectiva. Para doña Clara estaba claro. En esos momentos preferiría que la hija no hablara jamás; otra cosa sería, si junto a la recuperación del habla recuperaba el resto de sus funciones muertas. Pero eso, que sería un milagro, le haría replantearse la situación y encontrar la solución adecuada. Ahora la cosa parecía no ser motivo de excesiva preocupación. No tomó ninguna medida, de esa forma evitaba que Braulio se fuera, haciendo tanta falta su ayuda. Vigilaría, eso sí, si se producía algún cambio en el estado de la hija para que no la pillara desprevenida. No me cabe la menor duda que eso fue lo que pensó; y a eso se llama indudablemente pensar con frialdad.

Doña Clara, te hiciste cargo de tu hija allí mismo, en la puerta de la casa, y dirigiéndote a Braulio, le dijiste:

—Y ahora es mejor que te vayas. Es menester que hable con mi María cosas entre madre e hija. Yo haré las faenas que faltan.

—¿Vuelvo mañana? —preguntaste, Braulio, algo desarmado ante las últimas órdenes de doña Clara.

—Vuelve. Y lava esa conciencia de la malquerencia que le tienes a María, que buenas acciones valen más que buenas razones. Vés con Dios.

Tú, Braulio, quisiste puntualizar.

—No es cosa de conciencia, doña Clara, que un hombre, para ser hombre, ha de tomar cuenta de lo que se le ha hecho a su mujer y al hijo por nacer. Que la cosa es de mucha importancia, doña Clara.

—Un hombre, para ser hombre, ha de ver claro qué es lo principal en cada momento. Tú te irías a la cárcel de por vida o te dieran garrote. María muerta y yo que no he de durar, mira que panorama para tu Marta. ¿Quién la iba a cuidar?

Y tú, Braulio, totalmente desarmado, dijiste como para ti mismo: —Eso si es de razón. Uno no piensa tan largo.

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—Pues ya tienes en qué pensar. Anda, regresa al pueblo y ven mañana como tienes acostumbrado y con tanta satisfacción por nuestra parte.

—Gracias por su buena voluntad, doña Clara. Y no me quite de ver a Marta, porque perdería la razón y no sé qué haría.

—No te la quitaré, si te comportas con el juicio que siempre he esperado de ti.

—Pues hasta mañana — te despediste, Braulio, después de pasar tu mano por la cabeza de Marta.

Empujaste, Doña Clara, la silla de Marta hasta la cocina. María te siguió.

—¿Has escuchado? —preguntaste, madre, en llegando a la cocina. —¿El qué? No he escuchado nada. Pensaba en mis cosas.
—¡Ah, sí! ¿Y en qué cosas? ¿Qué tienes tú que decir?
—¿Yo? Nada.

—Deja de hacerte la tonta y contesta, ¿es cierto lo que supone Braulio? Contesta, María.

—¿Y yo qué había de decir, ma? ¿No ves que dijo cosas sin tino?
—La verdad. Tú madre debe conocer la verdad.
—Pues la verdad es que no me acuerdo. Ya viste que me quedé como

lela de la impresión, que don Julio también lo dijo.
—Vamos a ver si con un rodeo te hago recordar. ¿De qué hablasteis tu

hermana y tú antes de que sucediera?
—De que me tocaba a mí estar con Braulio; dos o tres días mas tarde. —¿Y qué te dijo Marta?
—Que eso estaba por decidir. Que se lo preguntara a Braulio. Y cuando

le dije que me tocaba a mi, Marta dijo que Braulio era para ella sola. —Parece que recuerdas muchas cosas. ¿Qué le dijiste tú, entonces? —Que me tocaba, ya te lo he dicho.
—¿Y la empujaste al pozo?

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—Me puse muy enrabietada, de eso si me acuerdo. —Y entonces, fuiste y la empujaste, ¿no?
—No me acuerdo, ma, te lo juro.

—Está bien, no lo recuerdas. A tu madre no se la das. Sólo quiero saber una cosa: ¿estás arrepentida?

—Arrepentida, ¿de qué me habría de arrepentir?
—No te acuerdas, dices, pero si así hubiese sido, ¿te arrepentirías? —Claro.
—Pues dilo. Di que te arrepientes si lo hubieses hecho?
María vacila. Se ha quedado parada y mira al suelo.
—¿Para qué?
—Dilo, María, que Dios te ha de perdonar.
—¿De qué sirve que Dios me perdone, si ya no hay remedio?
—¿Eso es lo que tú piensas? Tu alma. Te vas a condenar en el

infierno…
Y tú, María, miraste desafiante a tu madre.
—¿Tú le pides perdón por las cosas que haces?
—¿A qué cosas te refieres?
—Cosas que son también mucho pecado, a lo que ahora sé.
—¿Como cuáles?
—Tú sabrás que lees tanto el misal.
—Yo siempre he hecho lo que debía; una madre, que es como debe,

tiene eso muy claro y el Señor lo ha de comprender. A ver, di una cosa de esas que tu dices.

Tú, María, pienso que estarías deseando decir lo que muchas veces habías pensado, y lo dijiste.

—Pues que quedaste a Antonio desgraciado, casi como está Marta, ma.

—De modo que lo sabes, ¿eh?

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—Claro que lo sé. Lo desgraciaste, y eso es un pecado. ¿Tú te arrepentiste?

Y tú, madre, te quedaste un instante pensando.

—Dios sabe que lo hice por vosotras y por esta casa, y no digas que Antonio quedó como Marta, total, ya viste que bien que se valía para todo lo demás.

—¿Dices que lo hiciste por nosotras? ¡Lo hiciste por ti, tú lo hiciste por ti, sólo por ti, ma! Eso y todo lo demás que hiciste con nosotras—dijiste, María, exaltada y levantando la voz.

Tú, madre, levantaste la voz para ponerte a la altura de tu hija y casi gritaste:

—¡Pero tu hermana lleva tu misma sangre! ¿Cómo va a ser lo mismo?

—¡Todo viene de lo mismo; yo también llevo tu sangre!… A lo mejor fue por eso.

Bajaste el tono de voz, madre, y casi musitaste:
—Qué cosas dices, hija; no pareces hija mía.
Tú, María, también bajaste tu voz, pero aún era firme.
—Pues ya ves que lo soy.
—Hemos de remediar esto; no podemos vivir con este odio.
—Pues tú dirás, que a todo parece le encuentras remedio.
—Mejor que olvidemos todo, que lo que remedio no tiene, olvidarlo es lo

que se debe. Aunque también pienso que debe ser Dios que dispone, hija —dijiste, madre, rompiendo en sollozos.

—Sí, lo mejor es olvidar; tú me has traído el recuerdo que yo no quería. Aunque, pues que cada cual se cuelgue lo que mata y con sus uñas se rasque, como se suele decir.

Marta probablemente había oído lo que la madre y hermana estaban diciendo. En el fondo de su cerebro una luz de percepción se debió activar y transmitió un sentimiento. Sus antes inexpresivos ojos se empañaron y

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una lágrima se vertió por su mejilla. Doña Clara lo advirtió y se arrodilló al lado de la hija, a la que abrazó sin contener el sollozo.

—¡Hija mía! ¿Qué te pasa?… ¡Marta de mi vida!… Que hayas tenido que ser tú la que sufrieras el castigo de esta casa. ¿Por qué, Señor, no me castigaste a mí?… Mi sangre… Debiste dejarme desangrar cuando me abrieron para daros al mundo. Por buena madre me he creído siguiendo tus enseñanzas, y como buena esposa he sufrido, como tú lo acordaste. Entonces, ¿dónde mi error? Luz te pido para guiarme de aquí en adelante, que sólo es mi intención el servirte fielmente.

Tú, María, también te arrodillaste llorando y abrazaste a tu hermana.

—¡Perdona, Marta, hermana! Tú sabes que yo no quería…, que fue un mal pronto que tuve. Ya viste que te quise agarrar y no pude…

—Ayúdanos con tu perdón, Marta, cariño, para que Dios también nos perdone. No podremos vivir sin tu perdón, hija. Hazme una señal de que nos perdonas, hija —y tú, madre, le cogiste la mano mientras decías—: Aprieta tu mano si nos perdonas, Marta, sólo aprieta tu mano y lo sabremos.

Sentiste, madre, que Marta cerraba su mano en torno a la tuya. Su cara estaba bañada en sus propias lágrimas. Tú, madre, con gran turbación, exclamaste:

—¡Nos perdona, nos perdona!… ¡María, ha apretado la mano!… Quiere decir que nos perdona. Gracias, buen Dios, porque no podríamos vivir así.

Después de un momento en silencio en el que acariciaron a Marta mientras lloraban, sobrecogidas por el efecto que les había causado aquella, para ellas, inesperada comunicación de Marta, María y la madre se levantaron. Doña Clara enjugó las lágrimas de Marta y la besó en la mejilla, mientras decía: “Qué bien, hija, qué bien, que cada medalla tiene dos caras”.

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Tú, María, te acercaste a tu hermana y le dijiste:

—Te cuidaré siempre, hermana, pero no le digas nada a Braulio.

Y la besaste, María, mientras contestabas entre dientes a la última reflexión de madre: “Todavía no sabemos cómo ha de ser la cruz”.

Tú, Doña Clara, sin mirar a María, y mientras atusabas el pelo de tu hija Marta, dijiste:

—Ya estamos en paz con Dios y con tu hermana. Ella no dirá nada a Braulio, ¿verdad hija? Y Braulio no hará ningún mal a tu hermana María, ¿verdad que es eso lo que quieres?

Pero Marta permaneció inexpresiva. Vosotras, doña Clara, María, debisteis creer por un instante que Marta había recuperado el entendimiento. “Dios sabe si llegará algún día en que habrá de recuperar la total normalidad y qué nos espera”, puede que pensaras, doña Clara.

Ante la presunción de que Marta comprendía lo que se decía y que podía decir con la mano sí o no a lo que se le preguntara, madre he hija María mostraron así su contento, dejando aparcadas otras preocupaciones que veladamente ya habían manifestado tener:

—¡Qué bien , hermana, que podamos decirnos cosas!

—Ya podemos hablar contigo, hija. Nos comprendes lo que decimos; eso es que tu alma no se ha ido. Te contaremos todo, como antes, y te preguntaremos si estás conforme. Anda, María, cógela de la mano y pregúntale.

—¿Qué le pregunto, ma? No se me ocurre, así, de pronto.
—Algo que ella diga si o no.
—¿Estás bien? —preguntaste, María, después de haber cogido la

mano a tu hermana.
Pero la mano de Marta no se movió. Tú, madre, sugeriste:

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—Pregunta al revés, que a lo mejor no se encuentra bien.

—¿No estás bien?… No dice nada, ma —dijiste, María, después de un momento de espera.

—Déjame a mí —y tú, madre, le cogiste la otra mano mientras decías—: Marta, cariño, ¿nos quieres… ¿No nos quieres?… No responde… Debe estar fatigada de todo lo que hemos hablado. Mejor la dejamos para otro momento, que tampoco es cosa de pedirle peras al olmo.

Era hora de comer. María intentaba esta vez dar de comer a su hermana, cosa que no había hecho antes, para lo que siempre le valió la excusa de que no podía hacerlo por la pena que le daba. María, ante la negativa de su hermana a colaborar, forzaba la apertura de la boca de su hermana tratando de abrir paso con la cuchara. Una y otra vez la boca de Marta permanecía cerrada ante una nueva oferta de su hermana. Aun así, tragó la primera sopa que entró a la fuerza en su boca, tragó la segunda y la tercera, y de repente candó los dientes con fuerza en torno a la cuchara. María inútilmente trató de que su hermana soltara la cuchara. Cuando María dejó de tirar, Marta aflojó su mandíbula y dejó caer la cuchara al suelo. María no quiso intentarlo de nuevo.

Tú, madre, que estaba ausente, entraste en la cocina. María te dijo:

—No come, ma; sólo tres cucharadas mal contadas.

—Yo lo intentaré. Déjame a mí, que ha de ser gracias a la paciencia de una madre.

Y tomaste, madre, la cuchara que ya te ofrecía María, después de haberla recogido del suelo y limpiarla con el delantal.

—No quiere tratos conmigo, ya lo ves —dijiste, María.

—No es eso, María; debe ser que está acostumbrada a que yo la dé de comer. Vamos, hija, que hay que hacer por la vida…

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Pero Marta aquel día no quiso comer más. Entre madre e hija la acostaron, pensando, quizá, que estaría fatigada por todo lo ocurrido. Luego volvieron a la cocina.

Vosotras, madre, María, aún no habíais comido. Por el camino, madre, interrogaste a tu hija:

—¿Estás en que lo importante es esta casa?

—No entiendo a qué vienes, ma, que siempre estás a vueltas con lo mismo.

—Me refiero a que llevaremos nuestro secreto a la tumba. La casa es sagrada, hija, y todo ha de quedar entre nosotras, que las gentes no comprenderían nuestros motivos, motivos que no han de ser otros que los que el Señor ha dispuesto.

Pero tú, María, fuiste más prosaica.
—Habrá de ser así, que ni tú ni yo queremos ir a prisión, ma.
—Ellos qué saben…
—¿Quién?
—Las otras personas, los que no son de esta casa y no ven lo que

estamos pasando. Ya estamos sufriendo lo nuestro, como mártires. Sólo Dios lo comprende y sólo, sólo con él hemos de confesarnos. Así que nada de decírselo al párroco, que con los curas y los gatos, pocos tratos. Él, me refiero a Dios, nos mandará su señal cuando lo crea menester y nos indicará el camino, que Dios da espinas a quien con él camina, y así lo hemos de entender y aceptar si por ahí fuera la cosa.

—Pues digas lo que digas, esta casa parece maldecida, ma, y yo no entiendo muy bien por qué te empeñas…

—Puede que el demonio ande de por medio, sí, también yo lo había pensado.

—¿Y qué, si anda? Son los de carne y hueso los que no tienen que andar.

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—Tú no sabes de lo que es capaz el demonio. Por si eso fuera, le pediremos al cura una frasca de agua bendita y rociaremos toda la casa con ella. También rezaremos todas las tardes el rosario, por nueve días seguidos, y si hay algún demonio se irá a hacer su jera a otra parte.

—¿Supones que con eso?…

—A muchas casas le sobrevino la desgracia una y otra vez, así como a nosotras, y no sé lo que cada uno hizo para encontrar remedio. Bueno, sí, se dio un caso que viene a cuento y que se hizo eso que yo propongo. Te contaré de lo que pasó a la Rosario, esa que tiene una buena granja de marranos a la entrada del pueblo. Resulta que se le mató un hijo ya mozo, que era el único que tenía y ya vieja para tener otro. No habían dejado el luto, cuando se le empezaron a morir los marranos de la peste, que tenía una piara muy maja. Y tú dirás, sí que fue desgracia. Ya lo creo que lo fue. Bueno, pues, por si fuera poco, va y se le muere el marido por querer mostrar al pueblo que sus marranos estaban buenos. Claro que esto último yo no sé si más bien fue un alivio o qué.

—¿Qué hizo para ver que estaban buenos?

—Comer de uno de sus marranos delante de todo el mundo y, claro, va y se muere, sin remedio posible. Ella parece que lo lloró mucho, al marido quiero decir, pero yo sé que lo hacía por los marranos, y no por mal pensar, que malas lenguas dijeron que ella por entonces tenía el mes y que aprovechando el barullo, había dado de comer un paño manchado de sangre al marrano que sacrificó su marido para así probar su carne. Ya supondréis que si esto fue así, pues razón tuvo el marido de morirse.

—¿Y qué hizo la Rosario para que no siguiera el mal a su casa?

—Ya te decía. Como pensó que las desgracias nunca vienen solas y que nadie le podía decir cuándo habían de terminar, y que pues era muy posible que eso era cosa del ángel del mal, o sea, el demonio, pues hizo eso, roció de agua bendita la casa y rezó nueve rosarios.

—¿Y ya no tuvo más desgracias?

241

—¡Ca! Nunca jamás, hasta ahora. Y le va de perlas a su casa. Los del gobierno le pagaron muchas pesetas por sacrificar los marranos que le quedaban, mucho más de lo que valían, que le pagaron a un tanto lo mismo por los pequeños que por los grandes; el tanto más tirando a los grandes. Así pudo volver a levantar la casa, y ahí la ves, su piara es ahora doble que la que tenía. Y todo porque Dios aprieta pero no ahoga, como se suele decir… algunas veces y para los que terminan saliendo de las penas que le manda.

—¿Y qué hicieron con los marranos que se pusieron malos?

—Pues llevárselos. Para quemarlos, dijeron, que no se podían aprovechar.

—Pues que lástima, ¿no?… ¿Tú crees que Braulio es de fiar? —¿Hasta qué punto?
—Que si hará eso que ha jurado.
—¿Te refieres a que te amenazara?

—Eso.

—Por lo pronto, será menester que tu hermana no hable por ahora, hasta ver de que se le pase el enfado a Braulio.

—¿Y qué hacemos?
—Le haré la consulta a don Julio para cerciorarnos.
—¿Qué consulta?
—Si cree que hablará algún día. El debe saber como discurren esas

cosas. Si viéramos que iba a hablar, echaríamos a Braulio de esta casa para siempre, y como andar, tu hermana ni con un milagro, pues aunque quisiera decírselo, si estando Braulio lejos, no habría cuidado.

—¿Y no valdrá lo del agua bendita y los rosarios para que cambie de su mal pensar?

—Puede que sí, pero según mi parecer, no debemos darle facilidades al diablo, que aunque nuestra intención es buena, vés tu a saber.

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—Yo creía que, un suponer, si Dios se quedaba contento con los rosarios y el agua bendita, pues ya nada habría que recelar.

—Eso depende de cómo le coja. Puede que Dios quiera hacer un milagro con tu hermana y, por contra, el diablo puede hacer de las suyas, que cada uno va por su lado. Pero peor es que si no hacemos eso, pues ya Dios no nos tiene en cuenta, nos deja a nuestro abandono y al diablo se le puede ir la mano a sus anchas. Esto que te digo te puede parecer difícil de entender, pero es que en las cosas de Dios, doctores tiene la Santa Madre Iglesia.

—Yo no veo la cosa muy clara, ma, y pues que creía que tú no tenías complicado entender a Dios y ahora veo que en esto, que es lo importante, parece como si te fueras por las ramas.

—Ni yo tampoco en cosas como la que nos ocupa, que nada de esto menciona el misal y nunca, ni de oídas, me hizo tener necesidad de hacerle frente; pero nada se pierde con hacer lo que te he dicho, que si no juegas no puedes esperar que te toque, valga la comparación.

—No sé…
—Pues eso no ayuda. ¿Qué se te ocurre a ti?
—Pues… no se me ocurre nada, que tú lo dices todo…, o eso de que

muerto el perro, se acabó la rabia, tú me entiendes.

—A ver, explícate, que no, no te entiendo a dónde quieres ir a parar.

—Pues… que si desaparece Braulio, un suponer, de forma misteriosa que nadie lo encuentre…

—¡María!… ¡Qué cosas se te ocurren!… A más de otras razones que me vienen a la cabeza, necesitamos a Braulio, ¿es que no te das cuenta? No saldríamos de manta cagada. Quítate eso de la cabeza, que a veces los atajos dan más trabajo.

Precisamente al día siguiente se vino a la casa don Julio en una de sus cada vez más esporádicas visitas a Marta. He de suponer que lo hacía sin

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ninguna convicción de esperar algo nuevo en torno a la joven y que de sus buenos deseos y ciencia se pudiera remediar lo irremediable. Lo haría más bien para consuelo de la madre y la hermana y para traerle unas pastillas que decía eran buenas para fortalecer los quebrantados huesos de Marta.

—¿Cómo va esa niña, doña Clara? ¿Y cómo ustedes en general? —preguntaste, don Julio, al entrar.

—¡Cómo vamos a estar, don Julio! Con mucha pena, pero también con resignación cristiana. He de decirle algo, don Julio, que precisamente había estado pensando en usted —dijiste, doña Clara.

—¿Algo bueno? Uno ya no sabe qué esperar de esta casa.
—Usted ha de juzgar, que nosotras no sabemos si es malo o es bueno. —Pues usted dirá.
—Resulta que, después del accidente, y como usted bien sabe, mi

pobre Marta no movía ala ni pelo; quiero decir que se estaba quieta como un espantapájaros hasta que una de nosotras la movía. Pues ayer, ¿sabe usted?, le cogí la mano y me la apretó, con tanta fuerza, que usted no supone, don Julio. Y también echó una lágrima; mejor debieron ser muchas, pues estaba hecha un mar, que parecía una Magdalena.

—¿De veras? ¿Dice que le apretó la mano?

—Sí. Como lo oye, don Julio. Y el Braulio dijo que a él le hizo lo mismo, y todo en el mismo día, que fue ayer, por más señas.

—¿Lo ha hecho más veces?
—Pues no le he cogido la mano desde ayer, por eso de no fatigarla. —Déjeme verla.
—Ahora se la traigo. La dejo sentada frente a la ventana de la alcoba;

por allí mira, o yo creo que mira al patio, ve los caballos, y cuando llega el Braulio, que parece que se le ilumina la cara. Pero, ya le digo, lo de ayer no lo había hecho antes. ¿Verdad que es extraño? ¿Será que se está poniendo buena? ¡Ay, Dios lo quiera, don Julio!

244

—Ande, tráigamela. Le haré unas pruebas.

Y tú, doña Clara, fuiste a por tu hija. Te cruzaste con María y le dijiste en voz baja.

—Ha llegado don Julio.
—¿Qué vas a hacer, ma? —preguntaste alarmada, María.
—Quiere ver a Marta. Le he dicho lo de que me apretó la mano.
—¿Tú crees?…
—Lo que Dios quiera, que en sus manos estamos.
Entre las dos sacasteis a Marta de la habitación. Ibas las dos calladas y

no se me alcanza si era preocupación o esperanza lo que embargaba vuestros pensamientos.

Ya en la sala…

—Vamos a ver, Marta. Te voy a coger la mano y te voy a hacer un poco de daño, pero muy poco, sólo para ver como reaccionas.

Y tú, don Julio, sacaste una aguja hipodérmica de tu maletín.
¿La va a pinchar sin medicina? —preguntaste, María.
—¡No, mujer!; sólo un poquito, no te preocupes, que no le haré daño. Cogiste, don Julio, una de las manos de Marta con tu mano izquierda y

con la otra fuiste punteando en diversas partes del cuerpo, atento al menor movimiento de la joven. Prácticamente no dejaste zona del cuerpo de Marta sin que recibiera el pequeño puntazo de la aguja, que luego frotabas con un poco de algodón empapado en alcohol. Cuando consideraste suficiente, te incorporaste, y con expresión pesimista te dirigiste a doña Clara.

—No he notado nada nuevo. Dígame, doña Clara, cuando usted dice que le apretó la mano, ¿le estaba diciendo algo o comentaban algo entre ustedes? Lo pregunto porque, a veces…

—Hablábamos entre mi hija María y yo, que para qué íbamos a hablar con ella, que es como hablar con la pared —dijiste, doña Clara, mirando a tu hija María.

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—¿Puedo saber de qué hablaban, si no es indiscreción?
—¿Para qué? Cosas de la casa sin importancia, que ya ni me acuerdo. —Se lo digo porque, a veces, estas personas son insensibles al dolor

físico y, sin embargo, les puede quedar fuerza suficiente en el entendimiento como para que, ante una fuerte impresión, sean capaces de hacer eso y otras cosas más increíbles.

—¿Qué cosas, don Julio?

—¿Ha oído usted hablar de los milagros? Yo, como es mi deber, no puedo creer ni dejar de creer en esas cosas, pero como tampoco la medicina lo explica, pues a eso lo llamamos milagros. El caso probable es que lo que ustedes hablaran debió ser motivo de tanta emoción para ella, que se produjo ese hecho que usted cuenta.

—¿Y se puede esperar un milagro para mi Marta?

—Yo no debo darles esperanza. Si rezan pidiéndoselo a Dios… Pregúntele al párroco, él es el que sabe de estas cosas. Por lo que a mí respecta, y como médico, he de serles sincero: ese hecho fortuito que usted me ha contado, no me permite esperar que las cosas cambien.

—Eso pensamos hacer, don Julio; me refiero a lo de pedírselo a Dios. Y rociar con agua bendita toda la casa.

—Si eso las consuela y le proporciona esperanza, yo no tengo nada que decir.

—¿Podrá al menos hablar? —preguntaste, María.

—Yo no lo creo, pero, ya saben, lo que decía de los milagros. Otra cosa, doña Clara, es que se pudiera… Ya sabe a lo que me refiero.

—Desgraciadamente eso no está en nuestras manos, don Julio, que los posibles son escasos. Haremos lo que esté en nosotras para que Dios y la Virgen Santísima del Rosario hagan para ella un milagro.

—A veces ocurre… Bueno, ya me voy. Volveré la semana que viene. Me pondrán al corriente si advierten algo nuevo.

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—¿No quiere usted tomar algo?

—Se lo agradezco, doña Clara. Tengo tres enfermos más que visitar. Otro día será.

—Pues muchas gracias, don Julio, que usted lo pase bien. Otro día que venga por aquí le pagaré la iguala, que ahora no quiero entretenerlo.

—No se preocupe por eso.

Y Don Julio se fue. Tú, doña Clara, miraste interrogante a tu hija María, ésta te miró.

—¿Has oído? —preguntaste, madre.
—¿Lo de los milagros? Ya lo oí, sí. ¿Qué hacemos?
—¿Cómo que qué hacemos?
—Lo del agua bendita y los rosarios, ¿lo vamos a hacer? A mi parecer,

mejor dejar las cosas como están, no vayamos a fastidiarla.
—Pues… Dios no puede hacer un bien y un mal al mismo tiempo. Si

echamos al diablo, pues Dios tendrá más fáciles las cosas.
—Tú no sabes lo que Dios manda y para qué lo manda, que no todos los males que ocurren son porque el diablo los hace. Mejor dejar las cosas como están, ya digo, que si él quiere, con agua bendita o sin ella, él hará lo que le plazca. Es menester no le tentemos… Porque, a ver, a lo mejor Dios

está entretenido en otras cosas y vamos nosotras y le importunamos. —Parece como si no quisieras que tu hermana se ponga buena.
—Yo quiero que se ponga del todo buena, pero si no se le pone bueno

el entendimiento y le da por acusarnos, pues mira la jera en la que nos mete; seremos nosotras las que habremos de pasarlo mal, y ni Dios ha de poder quitarnos el palo recibido.

—Tú hermana nunca diría nada. Los que se curan de un milagro son santos, ¿no lo has oído?

—Eso sí. Pero…

—Pues no se hable más; rezaremos esos rosarios y rociaremos la casa con agua bendita, y que Dios y la Virgen hagan un milagro para esta casa.

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—Como quieras, ma, pero yo no veo muy claro, ya te digo, que estas cosas de Dios y de los santos siempre se me hicieron difíciles de entender. Y encima ahora vienes tú y metes a la Virgen y también al diablo, y al final todos los santos, y hasta el cura querrá meter baza… Es como dar un cuarto al pregonero. Mucha gente metiendo el hocico en nuestros asuntos, ¿no te parece?

—Más fe es lo que te hace falta, condenada, que no sé a quién has podido salir;… a tu padre, que era un hereje y se burlaba de las cosas de Dios. No hablemos más, esta tarde te llegas al pueblo y le pides el agua bendita al párroco, que ya digo, más bien que mal podemos esperar, por eso de que agua bendita no dará bien pero mal quita.

—Como tú digas, ma —respondiste, María, que sabías hasta dónde se podía contradecir a tu madre.

—Y si te ves con Braulio, procura no encararte con él, que a quien has de acallar, has de halagar.

—Ya me había dado yo ese consejo.

—A lo mejor el milagro es que Braulio te llegue a tomar aprecio, que no sería mal milagro, ¿no te parece?

—Yo ya no quiero nada de Braulio, ma; tengo ya mi muchacho.
—¿Ese del pueblo? ¿De quién es el mozo?
—Del Pascual, ese que tiene la finca de camino al pueblo y con la casa

de piedra.
—Los González. Ya sé quién es. No es mala la finca. Tu padre le

compraba alfalfa alguna vez. ¿Hasta dónde has ido con él?
—Tomará tiempo. El me tiene respeto y espera a que yo esté dispuesta. —¿Le gustan los caballos?
—Dice que sí.
—¿Y se vendría a esta casa?
—Dice que sí.

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—No es mala cosa, que algo es algo y nada, menos. ¿Te sigues con la torcida?

—Ya no. Es que picaba. Pero no tengas cuidado, que no me hace pensar en eso, ma.

—¿No te hace? ¿Por qué no te hace?
—Tomará tiempo, ma, que me sigue asustando.
—¿No querías que el Braulio?…
—Fue por otra cosa.
—¿Qué cosa?
—Me tocaba a mí.
—Te tocaba a ti y tu hermana no te dejaba, ¿verdad?
—Eso.
—Son cosas que pasan cuando una se acalora. Ya vendrá. Cuando

menos lo esperes, vendrá.

—Vendrá, eso creo yo.

—Es menester que no le hagas esperar mucho; los hombres se enfrían y les da por ir con otras que les dan lo que quieren, que ocasión perdida, no vuelve más en la vida.

—Ya veremos, que tan pronto dices una cosa como la otra.

—Hay que atenerse a las razones de cada momento, que lo que tengas que hacer hoy…

249

DUODÉCIMA PARTE

Te fuiste, María, al pueblo aquella misma tarde para hacer unos recados, pero sobre todo para traer agua bendita. El cura no tuvo reparo en dártela, al contrario, le debió parecer bien, una vez que tú le explicaste para qué la querías.

Pero el párroco, María, quiso dejar claro que él era el interprete de la ortodoxia, por eso te dijo:

—Se ha de tener mucha fe, hija. Es la fe la que hace los milagros.
—¿Y el agua bendita? —preguntaste, María.
—También es una prueba de fe si se acompaña de humildes ruegos al

Señor. Pero si Dios no hace el milagro que esperáis, será porque él lo prefiere así, y en ese caso ha de hallarse consuelo en la resignación. Cualquier cosa que él haga hay que aceptarla con humildad o resignación.

—Eso creo yo. Pero madre dice que a lo menos echaremos al diablo de casa.

—El diablo por si solo no hace nada malo, pero puede tentar a las personas a hacerlo.

—Eso pensaba yo.
—Hace tiempo que no os veo por la iglesia y eso, María, no ayuda. —Es que madre no se decide a venir al pueblo, por eso de que no le

tengan lástima. Pero, descuide, que ya rezamos. Con decirle que madre está siempre con el misal en las manos… Y nos dice cosas que allí pone, para que aprendamos.

—Lo que hace falta es que no os apartéis de la santa madre Iglesia. Pues que Dios y la Virgen os bendigan. Yo pediré también por vosotras.

—Gracias, padre.

Y tú, María, cogiste la frasca llena de agua bendita, besaste la mano del cura y te marchaste no muy lejos, porque…

250

Había una fuente en la plaza del pueblo con un pozo artesiano por el que manaba agua continuamente por un caño. Tú, María, te acercaste al pilón y vaciaste el agua bendita, llenando a continuación la frasca con el agua de la fuente. Eso sí, antes miraste, sobre todo hacía la iglesia que no quedaba lejos, seguramente para cerciorarte de que el cura no andaba por allí. Luego hiciste los recados que te mandara tu madre y regresaste a la casa.

Cuando entraste en el patio, María, Braulio ya estaba atareado con la rutina de atender los caballos. Cruzasteis la mirada, pero Braulio no hizo ademan de salir a tu encuentro para hacerse cargo de la carretela.

Tú, María, después de dudar, le llamaste.
—¡Braulio!… Ven acá.
Y tú, Braulio, la miraste. Dudaste en hacer lo que María te pedía. Desde

donde te encontrabas, contestaste sin mirar a María.
—No quiero tratos contigo. Deja la carretela, que yo me ocuparé de ella

cuando tú te hayas ido.
—Te va a gustar lo que he de decirte. Anda, ven.
—¿El qué me va a gustar?
—Tú ven y te lo diré. Que no muerdo, hombre.
Te acercaste, Braulio, lentamente, sin dejar de mirarla. María te mostró

la frasca.
—¿Qué es eso? —preguntaste, Braulio.
—¿Ves esta frasca?
—Sí. No estoy ciego.
—Pues está con agua bendita. Me la ha dado el párroco.
—¿Y a mí qué?
—Que vamos a rociar la casa con ella para que Dios haga un milagro. —¿Qué milagro?
—Que tu Marta se ponga buena.
—¿Del todo?

251

—Del todo. Y que pueda hablar, para que veas que no tengo cuidado de que hable lo que quiera.

—No me creo lo que dices.

—Pregunta a madre.

—Ya no se hacen milagros, que eso son cosas de beatas. Tú lo que quieres es meterme la confusión en la cabeza y que me olvide…

—¿Viste que ayer movió la mano? Pues esto le ayudará a hacer más cosas. Y vamos a rezar nueve rosarios. Tú también, si quieres. Pero ya veo que bien poco te interesa que Marta se ponga buena.

—Yo no creo en esas cosas de beatas. Y tú tienes mucha picardía para engatusarme.

—Allá tú. Pero así no la vas a ayudar.
—Yo la ayudo a mi manera, que menos la ayudas tú.
—Ya te lo he dicho, allá tú.
Y no teniendo más que deciros, tú, Braulio, te volviste y te dirigiste al

establo. Ibas pensativo y quizá confuso. A pesar de tu natural desconfianza en María, muchos de tus esquemas debieron quedar tambaleantes.

Y tú, María, que habías debido percibir una quiebra en los pensamientos de Braulio, dejaste deliberadamente la carretela sin descargar y entraste en la casa. Madre te preguntó:

—¿Has cumplido con los recados?

—Sí, ma. Y aquí el agua bendita que me dio el párroco.

—Muy bien. ¿Y las otras cosas que te encargué? ¿Querrá Braulio acompañarnos en el rosario?

—Ya se lo ofrecí. Dice que no le tiene fe y que es cosa de beatas.

—¿Te ha hablado? ¿Cómo ha sido?

—Le dije lo que íbamos a hacer por Marta y le pedí que nos acompañara. Pero, ya digo…

—Muy bien que hiciste. Eso le hará caer en las mientes de que no tienes interés en que no hable. Se lo pediré yo. Cuantos más recemos, más

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fuerza, que se lo he oído yo al párroco. A ver si Dios quiere traernos algo de alivio.

—Pues trata tú de convencerlo; a mí me tiene tirria.

—Cuando vea tu buena voluntad, cambiará, eso tenlo por seguro, que no hay parecer que cambie que no principie por la duda. ¿Qué está haciendo?

— Por eso se lo dije. Creo que llevando los caballos al abrevadero. No quiso ayudarme a descargar los recados.

—Pues está pronto a terminar. Iré a hablarle. ¿Dejaste las cosas en la carretela?

—Allí están. ¿Dónde rezamos el rosario?

—Yo las acercaré, y tú mejor te quedas. En la sala. En mi alcoba y encima de la mesilla hay una estampa de la Virgen del Rosario, y en el cajón una vela. Lleva todo a la sala.

—¿Y a Marta?
—También, claro.
—¿No le dará impresión?
—Ojalá saliera corriendo; eso sería un milagro, ¿o no? Haz lo que te he

dicho, yo voy a llegarme a donde anda Braulio.

Madre e hija se separaron. Doña Clara salió al patio, vio que Braulio había ya desenganchando la carretela y que se disponía a llevar dentro de la casa los paquetes que había depositado en el suelo. Doña Clara no pudo evitar una sonrisa, es muy probable que de satisfacción; “¡Cuánto se agradecen los mínimos atisbos de luz, cuando el panorama es del todo negro!”, debió pensar doña Clara. Y es que aquel detalle de Braulio debió permitir a doña Clara abrigar la esperanza de que el zagal no podía albergar el odio y sed de venganza que había manifestado. Y pensaría que si andaba lista en desplegar todas sus buenas artes, segura estaba de que lo dejaría como un cordero.

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—¿Ibas a llevarle los paquetes a María? —preguntaste, doña Clara, con la evidente intención de probar a Braulio.

—Pensé que si María no los llevaba, sería usted la que lo hiciera y por eso me he anticipado.

—Y yo te lo agradezco. Oye, Braulio, quiero que te unas a nosotras para rezar el santo rosario.

—¿Y por qué yo?
—Porque tú eres bueno y la Virgen te hará caso. —¿Yo soy bueno? ¿Por qué soy bueno, doña Clara?

—Más que nosotras. Porque tú no tienes obligación y hay que ver cómo te sacrificas por esta casa sin pedir compensación.

—Lo hago por Marta. Bueno, también por usted, que ya me doy cuenta de las muchas dificultades por las que pasa.

—Pues más a mi favor. Ningún hombre se habría quedado como tú lo has hecho por una mujer así, porque lo de que también por mí, eso lo entiendo como un cumplido.

—¿Una mujer así? ¿Por qué dice una mujer así?

—Lisiada, es lo que quise decir y no otra cosa. Cualquiera que no fuera como tú habría encontrado cualquier disculpa para alejarse y buscar otra. Lo que digo, tú quieres parecer malo, pero te denuncian tus obras. Nada se pierde con rezar. Ya sé que no es muy de hombres, pero con tus rezos y con lo que quieres a Marta, a Dios se le ablandará el corazón y querrá enviarnos un milagro.

—Si usted lo dice… Pero ha de ser con una condición: no vaya diciendo por ahí que yo me he puesto a rezar.

—Nadie lo ha de saber, salvo nosotras. Anda, ven.
—Déjeme que guarde la carretela.
—No hace falta; deja eso ahora, que lo primero es lo primero.

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Iba Braulio algo retraído, cargando los paquetes, como quien quiere y no quiere, detrás de doña Clara, quién de trecho en trecho se volvía y sonreía. Se fueron directamente a la sala, donde ya María había transportado a la hermana y dejado sobre la cómoda la vela y la estampa. Doña Clara encendió la vela y la colocó delante de la estampa puesta de pie, apoyada en la cómoda y la pared. Se santiguó mientras hacía una genuflexión, y de un cajón de la cómoda sacó un misal y un rosario de cuentas de plata. Miró que otra estampa a modo de registro señalaba el lugar de las letanías, y mandó que se sentaran formando los cuatro un corro en torno a una mesa camilla. Y comenzó a desgranar el rosario: “Dios te salve, María, llena eres de gracia… Santa María…”

Cada vez que doña Clara pronunciaba el nombre de María, Braulio daba un pequeño respingo y clavaba sus ojos en los de la joven. Pero eso fue al principio, luego se fue dejando llevar de aquel devoto rito y a él pareció entregarse en cuerpo y alma. Mientras transcurría el rezo, miraba la expresión de Marta y también sus manos, como esperando alguna señal de un momento a otro que hiciera buena su esperanza recién estrenada.

Terminado el rosario, tú, doña Clara, te dirigiste a los presentes.

—Ahora vamos a bendecir la casa. Ya mismo vuelvo con el agua bendita, y a esperar lo que Dios quiera mandarnos.

La sala se quedó en silencio. María miró por dos veces con timidez a Braulio. Braulio miró inexpresivo a María, como devolviéndole el cumplido, pero ya sin dureza en el mirar. Y así permanecieron hasta que regresó doña Clara con una enorme jarra de cristal y un hisopo hecho con un palo y unos jirones de tela.

—Esto es lo más importante —dijiste, doña Clara—, pues el agua bendita lava todas las culpas y alejará al diablo de esta casa. Quiero que

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seas tú, Braulio, el que rocíes todo y a nosotras con este agua. Mientras lo vas haciendo, tu dices eso de yo te conjuro, espíritu inmundo, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo a que salgas de esta casa. Dilo fuerte, Braulio, que vea que no le tienes miedo. Luego pides a Dios por nosotras con el pensamiento que nos mande el alivio y si puede ser la ventura.

—¿Por qué yo?

—Porque si lo hacemos María o yo, a Dios puede parecerle que lo hacemos interesados.

—¿Es que a usted y a María no les interesa?

—Es que no me has entendido. Quise decir que no es lo mismo pedir para uno, que otro de fuera de la casa lo haga, ¿comprendes? En estas cosas, como en todo lo que hace a las peticiones a Dios, a los santos y a la Virgen es menester que no vean egoísmo.

—Bueno, como usted diga, que ya veo que en esas cosas no le puedo discutir.

Y tú, Braulio, cogiste el hisopo que te ofrecía doña Clara, mientras ésta te decía:

—Mi trabajo me ha costado el comprenderlo, Braulio. Anda, moja el hisopo y salpica. María, ponte de rodillas.

—¿También mojo a Marta?

—También, Braulio, que se vaya el diablo, si es él el que la tiene tullida. Y ahora que me lo recuerdas, cuando digas lo de espíritu inmundo sal de esta casa, también añade, y de Marta.

Y tú, Braulio, sin decir palabra, comenzaste por salpicar a doña Clara, que cerró sus ojos; luego te enfrentaste a la espalda de María y te detuviste, vacilaste en hacer lo mismo con ella. María miraba para el suelo y esperaba, pero tú, Braulio, salpicaste el suelo y pasaste de largo, dirigiéndote a Marta. Ya detrás de ella, en lugar de usar el hisopo, metiste

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la mano en la jarra y con ella mojada se la pasaste por la cabeza, la frente y las manos, y salpicaste lo que quedaba sobre sus piernas.

—Ya está —dijiste, Braulio.

—Tú, doña Clara, te levantaste entonces y también te siguió María, que miró interrogante a Braulio. Braulio bajó los ojos.

—No has dicho lo de espíritu inmundo… —dijiste, doña Clara.
—No muy alto, pero sí lo he dicho, doña Clara.
—Bueno, es igual, que tampoco es menester irritarle. Ahora por toda la

casa, Braulio, y que Dios te bendiga también a ti. Hazte la señal de la cruz mojando tus dedos en el agua, que nosotros pediremos también por ti. Anda, María, pide porque a Braulio se le arregle la vida, que bien lo merece.

Y tú, Braulio, ya puesto, hiciste lo que te decía doña Clara, haciendo una especie de rápido garabato sobre tu cara. A continuación te paseaste por toda la casa, seguido únicamente de doña Clara; María, pensativa, se había quedado en la sala.

—¿Ya está? —preguntaste, Braulio, cuando creíste que nada nuevo te habría de pedir doña Clara.

—Ya —confirmaste, doña Clara—. Ahora es cosa de Dios. Mañana lo volveremos a hacer y así hasta nueve días, como es la costumbre.

—¿Y si no manda nada? —preguntaste, Braulio

—Será su voluntad; la de Dios, quiero decir. Nosotros hemos hecho lo que era menester y está en nuestras manos. Pero tú confía, que sin la fe esto que hacemos no vale nada; ya habrás oído decir que la fe mueve montañas, ¿no?, pues esto que pedimos ha de ser más fácil.

—Bueno, yo me voy, que no quiero andar tarde.

—Vete con Dios, zagal, que no hay otra persona tan buena como tú.

—Uno es de ley, doña Clara, que como se dice, lo cortés no quita lo valiente.

—Así es, Braulio; tú lo tienes todo. Anda, que ya no quiero entretenerte. —Voy a despedirme de Marta y ya me voy.

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—Claro. Anda, vés.

Braulio se marchó después de frotar con una mano la cabeza de Marta, forma habitual de saludarla también cuando llegaba, y seguramente pensando en lo que había hecho y recordando lo que había pensado, pero no seré yo el que aventuré cuáles fueron sus pensamientos, que aquel hombre tenía por muy íntimo lo que acababa de hacer esa tarde.

Doña Clara regresó a la sala. Sus hijas esperaban, puede que hasta Marta esperara que algo sucediera, yo no lo puedo saber, y es que por más que lo intento, no soy capaz de suponer cuáles pudieran ser sus pensamientos, si es que pensaba.

—¿Se ha marchado? —preguntaste, María, al ver regresar sola a tu madre.

—Sí. Qué bueno es este Braulio… Si tú fueras más melosa con él… —Me tiene tirria, ma, ¿es que no lo ves?
—Es su pronto, pero si tú quieres, eso puede cambiar.
—¿Cómo?

—¿Que cómo, dices? Las mujeres tienen sus recursos para engatusar a los hombres. Tú es que tienen que ser muy gordas para que las veas, de tan pasmada como estás algunas veces. ¿Me vas a hacer caso si te digo qué has de hacer?

—Tu di primero.

—Te voy a decir lo que vas a hacer. Escucha bien lo que te digo, que no lo voy a repetir. A la mejor ocasión, vés y enséñale las tetas. Cuando lo veas a solas, te desabrochas la blusa, como el que no quiere la cosa y sin que parezca a propósito. Tienes dos tetas hermosas como medios melones. Si él las ve, así, como de sorpresa, de seguro que se encela, que ya se dijo eso de que tetas de mujer, tienen mucho poder, y por algo será, aunque como en todo haya diferentes gustos, que a lo hombres no hay quién los

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entienda cuando los miras de dos en dos. El resto ya lo sabes, que como dice el dicho, en coser y cantar, todo es empezar. Pero, repito, para que surta efecto, ha de ser de forma que no parezca que lo has hecho a propósito.

—Puede querer aprovecharse de mí y luego nada.

—Así será al comienzo, seguramente, que todos los hombres son parecidos en eso de querer catar el melón, pero sin comprarlo. Pero pronto no podrá pasar de ti, sobre todo si le das y le quitas; ya sabes lo que quiero decir: un poco hoy, mañana nada, luego un poco más…, que sí quiero, que no quiero. Que es así cuando el pensamiento se agarra a la cabeza y no se para hasta hallar alivio. Que con maña, caza la mosca la araña.

—¿Y si me hace daño?

—Pues me hace suponer que igual que a tu hermana, que no parecía que le fuera tan mal, a juzgar por la fuerza que hizo de quedárselo para ella. ¿En qué quedamos? ¿No querías tener la vez? Pues has de ganártela, que para coger peces, hay que mojarse…, bueno, eso que se asienta en la silla. Y ya está bien, que no haces más que tirarme de la lengua en cosas que cada cual se las ingenia como puede y cada cual debe saber lo que le interesa… Dios sabe que si te hablo como te hablo, siendo tu madre y no otra, lo es porque si Dios le puso a la mujer lo que le puso y no lo aprovecha, pues eso es como al que le dan algo y no lo utiliza ni lo agradece, y yo tengo la desgracia de tener una hija que no sabe de la misa la media… ¿Qué le pasa a tu hermana? Parece que lagrimea —terminaste, doña Clara, al fijarte en tu hija Marta.

—¿Nos habrá oído? —preguntaste, María.

— A ella ya no le ha de importar. Estando así, no ha de querer tan mal a Braulio que le quiera hacer partícipe de su desgracia. Tendrá dolores o cansancio. Otros días ya lleva dos horas en la cama. Ayúdame a acostarla.

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Y así transcurrieron los nueve días fijados para procurarse el deseado milagro. Braulio siguió sin rociar de agua a María y ésta no se dio por aludida, quizá pensando en el poco efecto que aquel agua podía causar. Ni, por supuesto, pienso que utilizó el exorcismo contra el espíritu inmundo —supuestamente el diablo— Tampoco en ese devoto tiempo María le enseñó a Braulio sus tetas, pues su madre le había advertido que esperara a que terminaran el novenario, no fuera que la Virgen lo tomara a mal, eso de mezclar la carne con las piadosas oraciones.

Y Braulio, a la espera de alguna señal, parecía haber dejado de lado sus pensamientos de rencor y deseos de cualquier tipo de venganza. Su comportamiento con María se limitó a ser seco y distante; ya no la miraba con aquellos ojos fijos y de negro brillante que a María le hacían bajar los suyos.

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DECIMO TERCERA PARTE

Y el milagro esperado no se produjo, al menos no se había producido ningún cambio apreciable a simple vista. Eso sí, a Marta con frecuencias se le empañaban de lágrimas sus ojos, y la madre achacaba a la fatiga por ese mirar fijo, que ni los párpados movía cuando le vencía el sueño, y debía ser la madre quien se los cerrara.

El año había quedado atrás y el siguiente se presentaba frío, como, por otra parte, era normal por aquel lugar de la España profunda y extrema. Ya sólo quedaba por delante una fiesta notable: el día de Reyes. Era la ocasión en la que las gentes se hacían regalos. Para doña Clara, probablemente, el mejor regalo hubiese sido el milagro que siempre esperaba, pero como también pensaría que los Reyes Magos sólo traían cosas, se debió conformar con las que le prometían sus yeguas que, excepto una, todas estaban preñadas. Nueve potrillos para la primavera, si no se torcía ningún parto, ya era una bendición del Cielo, y era frecuente que ella dijera cuando se buscaba el ánimo a continuación de la aflicción: “Los duelos con pan son menos”.

María parecía no ver el momento de seguir los consejos que la madre le hiciera. No vería el momento, porque Braulio no le daba ocasión. Más de una vez se había acercado por el establo con cualquier pretexto, pero Braulio siempre le volvía la espalda y hacía como que la ignoraba. Tampoco el tiempo invitaba a desabrocharse la blusa, y aunque más de una vez lo pensara, lo desecharía porque hubiese parecido que lo hacía a cosa hecha, y ella no querría que Braulio pensara que trataba de cazarlo con esas tretas. A María le costaba encontrar temas de conversación, y cuando se le ocurría dirigirse a Braulio con alguna pregunta u observación, éste ni contestaba ni se daba por aludido. Por eso debió ser que dejó ir pasando el tiempo. Seguramente pensaba que, si no fuera por el mucho favor que aquel joven hacía a la familia con su desinteresada ayuda, mejor que se

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hubiese marchado para siempre. Tal debió ser la manía que le llegó a tener de sentirse tan despreciada.

Braulio seguía cariñoso con Marta, y su gran dolor sería no saber si ella se daba cuenta. Era Marta, quiero suponer, la única que le retenía a seguir viniendo a aquella casa, y no habría encontrado otra excusa que la de venir por echar una mano a la familia. Siempre que las faenas de su propia casa se lo permitían se venía a la casa de doña Clara, mucho antes de que los caballos precisaran alguna atención suya. Paseaba a Marta por el patio si el sol calentaba o la llevaba al establo, pienso que para que viera los caballos. Le debían preocupar las manos y las piernas de Marta, siempre frías y amoratadas, pues con frecuencia se las cogía con las suyas para calentárselas. Más de una vez había calentado agua en el infiernillo que había en el cuartucho que un día ocupara Antonio y en el que tantos gozos había tenido con Marta, y con ella en un barreño introducía por un buen rato los pies entumecidos de la joven; pensaría de ver si de esa forma la sangre, que el supondría congelada, se licuaba y les daba vida. Luego se los secaba con la toalla que él mismo usaba, y más de una vez se los besó antes de ponerle de nuevo las alpargatas. Antonio debió pensar que lo que le habría venido bien a Marta hubiese sido llevar unas calzas de lana, pero no debió atreverse a decírselo a la madre, quizá por no parecer entrometido.

Pudiera ser que Braulio, por esa preocupación por las manos y piernas de Marta, aunque pareciera para todos que estaban muertas, hubiese ya decidido el regalo que para Reyes pensaba hacerle: era una manta de lana pura, blanca y sedosa, como las que se ponían debajo de la silla a los caballos de monta. Por eso ya la tenía comprada. Supongo, también, que la tristeza de tocar aquellas piernas y manos insensibles, moradas y frías de Marta, le hacía sentir impaciencia por que llegara el día en el que pensaba dársela. Con la manta la cubriría, pero aunque, como digo, ya la tenía comprada, tendría que esperar al día de Reyes, porque hacerlo antes no tendría gracia. Así debió pensar Braulio, aunque cueste comprenderlo.

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Ya era víspera de Reyes. Doña Clara había cocido en el horno un roscón enorme, costumbre para la ocasión.

Parecía, doña Clara, que querías decirle algo a Braulio y te acercaste por el establo.

—Braulio, mañana es día de Reyes y aquí vamos a dar una fiesta para que los Reyes Magos nos traigan el regalo de un buen parto de las yeguas. No será nada del otro mundo, pero vendrán mozos y mozas del pueblo para acompañarnos, y eso hará parecer una gran fiesta en esta casa en la que sólo la tristeza nos ha venido acompañando en los últimos tiempos. Había pensado que si tú quieres venir por la mañana, pues podrías asarnos un cabrito en la brasa, que ya lo he comprado para la ocasión. Si vienes, mañana tendrás también tu aguinaldo, que bien te lo has merecido. ¿Qué me dices?

—¿Quién viene?

—Unas amigas y amigos de Marta y María. Llevan mucho tiempo sin ver a Marta y ya habían manifestado en varias ocasiones el deseo de visitarla. Yo les decía que era mejor dejar que pasara algún tiempo, porque no quería que vinieran sólo por lástima, pero ahora pienso que con eso de los Reyes es la mejor disculpa.

—¿Y quiénes son ellos?

—No sé si los conoces. Son dos mozos del pueblo que anduvieron pretendiendo a mis hijas y que ellas, al parecer, no estaban por la labor, según ellas mismas dijeran. Un día me los encontré en el pueblo y me pidieron permiso para venir a ver a Marta, seguramente por cumplido, ya sabes. Les dije que ya llegaría la ocasión, pues como te decía, no quería lástimas que no han de remediar los males. Pero, como negarse siempre es como no atender a la razón, mejor pensado, habrá que anteponerse a las desgracias y parecer que no somos personas de ocultarlas, porque cada uno es como es y Dios quiere que sea, ¿no te parece?

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—¿Van a traer regalos a Marta?
—Has de contar con que sí; no van a venir de vacío en una ocasión así. —¿Y no sabe qué le van a regalar?

—Pues no, ni me lo figuro. Alguna cosilla sin mucha importancia. ¿Por qué me lo preguntas?

—Es que yo le tengo un regalo y no me hace gracia que otro se me adelante con lo mismo.

—¿Puedo saber de qué regalo se trata?

—Una manta para taparse las piernas y las manos, que no se le enfríen. Es de lana blanca.

—No debías haberte gastado tanto, que ya ves que Marta no siente ni padece. Baberos, eso si que le hubiera venido bien. No, es punto menos que imposible que coincida tu regalo con el de ellos. Ellos traerán una fruslería, algo así como para quedar bien y luego irlo contando por el pueblo.

—Pues cuente conmigo para asar ese cabrito, que se me ha dado bien otras veces. Traeré una frasca de vino para acompañarlo y unas gaseosas para las zagalas.

—No te importa que no diga cuál va ser tu aguinaldo hasta mañana, ¿verdad?

—No tiene usted por qué, doña Clara, que ya sabe por qué hago lo que hago.

—Te mereces más que un regalo, zagal, y por la cabeza me anda dando vueltas un asunto de mucha importancia para el día en que yo falte y si para entonces sigues así de encariñado con mi Marta. Hubiese querido que miraras bien a María; te la habría dado con mucha satisfacción. Así te harías el amo de esta casa cuando Dios tuviera a bien llevarme con él. Porque, hazte la idea si ocurre que se casa María con otro, qué va ser de mi pobre hija.

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—Le agradezco la buena intención, pero eso no se me pasa por las mientes, doña Clara. Yo sé que Marta escucha y entiende, y es que un día, antes de eso que la tiene así, pues yo le dije que me tendría toda la vida a su lado, ¿sabe usted? Y soy hombre de palabra que he de cumplir, si usted me deja.

—Por mí ya sabes que no hay cuidado y que con mucho gusto habrías de seguir viniendo por esta casa, pero ya no se qué ha de pasar si María se casa y otro hombre gobierna.

—Yo me llevaría a Marta conmigo.

—Tú sabes que eso no podría ser, pues te habrías de casar con ella primero. Además, ya sabes eso de que nunca mejor está el árbol que en la tierra donde se cría.

—Pues si ha de ser así, me caso, que ya no ha de haber otra mujer para mí.

—Es bueno eso que dices y se me se encoge el alma de escucharlo, zagal, que como tú hay pocos. Ya me figuraba yo que esa era tu disposición y por eso lo de darle vueltas en la cabeza a ese asunto de importancia que antes te decía.

—Pues hágase el cargo.
—Me lo hago, y ya he de pensar, ya.
Aquella misma noche, Doña Clara, comentaste con tu hija María la

charla que habías tenido con Braulio. No todo pareció ser del gusto de María, que ella te dijo:

—Para el caso es lo mismo, ma. Si él casa con Marta cuando tú no estés, el Braulio se hará dueño de todo, y ya ves lo que me espera; a lo mejor hasta me mata.

—No había pensado… Él dijo que se la llevaría si tú casas, así que tú es la que te tienes que espabilar, que andas como un espíritu, sin percatarte de las cosas reales que convienen en provecho propio. Mañana

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viene ese par de mozos, es buena la ocasión para ver si se te mueve la ropa.

—¿Y cuál es tu voluntad, ma, al respecto de Marta?

—¿A qué te refieres?

—Si yo caso antes de que te mueras, un suponer, ¿qué va a pasar con Marta?

—Pues… no sé… Mientras yo viva, nadie me va ha ordenar, tenlo por seguro.

—Yo lo digo porque, a ver: yo me caso y tú te mueres, luego ocurre que mi marido, un suponer, no quiere cargar con Marta, ¿qué hago yo? Y si Braulio casa con Marta, pues tendrá el mismo derecho a disponer.

—¡Qué de complicación, hija!… Yo lo que sé es que, como madre, todo eso lo he de dejar atado y bien atado, para que luego no haya disputas y se ponga en peligro la casa.

—Puede que Marta no ha de vivir mucho, así que lo de casarla con Braulio, que se te quite de la cabeza. A lo mejor ni el cura los casa, estando Marta así.

—No digas eso, María, ni siquiera pensarlo, que eso es no tener corazón, y Dios te lo puede tener en cuenta y mandarte a ti una desgracia igual o peor.

—No lo quiero, ma, pero has de reconocer que para la vida que lleva…, Dios debería acordarse de ella, como se suele decir en estos casos.

—Que sea la voluntad del Señor, pero yo quiero que se quede mientras yo viva, como corresponde querer a una madre.

—Pues no es mucho pedir que no nos dejes con esos problemas, y hasta parece de razón, y deja que el Señor se ocupe de otras cosas, que qué afán el tuyo de meter a Dios por medio para que tome parte en un asunto que nosotras solas podemos arreglar.

—He de pensar lo que ha de ser de ella, por si Dios no quiere que me acompañe en mi muerte o antes.

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—¡Y dale con si Dios quiere o no quiere! Dile a Braulio que se la lleve casada o como quiera después de que yo case, y santas pascuas.

—Que se la lleve, ¿a dónde?

—A casa de Tomás. ¿No decías que se la llevaría allí? La cosa quedaría repartida; yo y mi marido contigo, ocupándonos de esta casa; Marta y Braulio con Tomás, ocupándose de la de Tomás.

—¿Antes o después de mi muerte? ¿Qué supones?
—Cuando no haya paz en esta casa, que pudiendo arreglar las cosas… —En eso tienes razón; esta casa es mucha golosina, y una tentación

para dos hombres que no son de la misma sangre. Todos muy mansos mientras esperan la caza, pero en cuanto ya la tienen a tiro, ¡mía; no, mía!, que así son y luego viene lo que viene…

—Puedes darle un par de yeguas para cubrir las atenciones que precise Marta, que el Braulio no parece muy egoísta y se ha de conformar.

—Debo pensarlo muy bien, que he de ser como una madre que mira igual por sus hijas.

—Pues si tú haces lo tuyo, yo haré lo mío, y si no, pues no.

—No me atosigues, María —dijiste, madre, quedándote en actitud pensativa.

—Hasta mañana, a más tardar, que yo he de saber si me ha de convenir y tomar mis decisiones.

—Sí; te prometo que para mañana habré de haber encontrado la solución —dijiste, madre, sin cambiar tu actitud reflexiva.

Había aspectos en las ideas de María que a doña Clara no le debieron acabar de convencer. María proponía que Marta dejara la casa, y si una madre siente, en situación normal, que una hija se case y siga a su marido alejándose del hogar, mayor sentimiento de dolor había de tener si una hija en la situación de Marta se alejara de sus cuidados, algunos para los que una madre es insustituible. También algo le debía decir que no sería justo

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que María se quedase de dueña y señora única de la casa y que con un par de yeguas, como proponía la hija, siempre le parecería no haber sido leal con la desvalida Marta. Y darle más, tampoco, pues supondría poner en peligro la estabilidad de la hacienda. La solución no era fácil, todo tenía sus inconvenientes. ¿Pasaría por la mente de doña Clara la idea de vender? Sólo en caso extremo, supongo, dada la significación casi sagrada de la casa para doña Clara, pero como ya lo había pensado en otra ocasión, el momento era igualmente extremo y quizá sí lo pensó. Haría tres partes: una sería para ella, que, con el subsidio de viudedad, mal sería que no se arreglara; las otras dos partes para sus hijas. Esta solución, en principio, sí pudo parecerle justa a doña Clara, salvo el inconveniente de que no habría de estar al lado de Marta. Y por mucho y bueno que fuera Braulio, Marta, con dos hombres y sin saber la disposición de Tomás, debió concluir que de ninguna de las maneras mientras ella viviera… Todo esto, que sólo supongo, pudo ser así, y así de complejo, porque, “¡Hay que ver, que difícil el trance!”, exclamó doña Clara, después de tan largo pensar.

Apenas durmió aquella noche, y de algo le valió la invocación a todos los santos para que le enviaran una luz, pues ya de mañana debió creer haber encontrado la solución.

Por las muchas cosas que había que hacer, muy de temprano, doña Clara se fue a llamar a su hija María, a la que, al contrario, fuerza hubo de hacer para que se despertara, de tan cogido y profundo que tenía el sueño.

Mientras tú, doña Clara, colocabas en el ropero unas ropas limpias, hablaste con tu hija.

—¡Vamos, María!… ¡Cómo se te pegan las sabanas, condenada! Deja la cama al ser de día y vivirás con alegría.

—Ma, hace frío.

—Trabajando se entra en calor, que sólo hay frío cuando hay baldío. No querrás que todo esté manga por hombro cuando vengan los zagales.

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¡Vamos, vamos! Lo primero a quedar los caballos listos, que si lo hiciéramos más tarde se nos daría el mediodía.

—Sólo un poco y ya voy.

Tú, madre, te sentaste a un lado de la cama y hablaste con tu hija mientras doblabas unas ropas.

— Braulio, ya sabes cómo es, vendrá pronto, que me lo prometió. El día amenaza bueno y se podrá colocar una mesa en el patio.

—¿Qué he de hacer yo?

—Lo que más prefieras, hay donde escoger, que yo no tengo manos para tantas cosas.

—¿Y Marta, va a acompañarnos?

—Había pensado en dejarla en la cama hasta el mediodía, para que no la tengamos por medio mientras faenamos; luego la sacamos para el convite.

—¿Me has de dar el arreglo?
—¿Qué arreglo?
—Qué hacer de nosotras. Lo que hablamos anoche.
—Difícil; muy enrevesado es el asunto, María. Los problemas se

enredan y no encuentro el medio que sea justo.
—¿Cuáles problemas?
—Los problemas de una madre, que no puede tomar partido por

ninguna de sus hijas en particular. Pero a Marta, ya ves, no se me alcanza como dejarla situada si yo muero antes. Tendrá que ser que no sea mi voluntad sino la de Dios en este caso, y a él le he pedido que lo haga por mí.

—Tú es que no enmiendas, ma. ¡Dichoso Dios, malaventurado! Puede que lo que Dios mande a unos no guste a los otros. Y si no, yo no me caso, que para mí no es plato de gusto. Porque, ¿cuánto supones tú que habría que esperar a que Dios decida?

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—¡Haz el favor de cuidar cómo hablas y no digas blasfemias o parecido!… Él ya me va diciendo lo que debo de hacer y algunas cosas ya las tengo en la mente.

—¿Cuáles?

—Dispondré una testamentaria para que luego no haya problemas, por si Dios me llama a su lado antes de que muera Marta. Y un albacea que se ocupe de todo después de mi muerte.

—¿Un mediero?

—No, mujer. Un albacea es el que hace que se cumpla la voluntad del difunto o la difunta. No sé qué aprendiste en la escuela.

—¿Y ya has decidido cuál es tu voluntad?

—Más o menos, pero esas cosas no se dicen, que deben ser descubiertas después de la muerte. Tú no estés ansiosa, que mientras yo viva ningún hombre va a entrar en esta casa disponiendo a su antojo. Y vamos ya. No se hable más del asunto, que va a salir el sol y aún estás ahí, enfolgada como una gata vieja, con la de cosas que hay que hacer —dijiste, doña Clara, y te levantaste.

—Ya voy. Y no estoy ansiosa, lo que pasa es que yo no sé qué hacer.

—Tú haz lo que sea de tu natural y mejor condición. Y más te vale, que mal será que mientras yo viva no pueda disponer de todos vosotros como corresponde a una madre.

—Para eso, ma, mejor no me caso. Ya habrá tiempo en que habré de pensarlo y según vengan las cosas.

—Tampoco esas son razones… ¿Qué ha pasado entre tú y Braulio? —Nada, ¿qué habría de pasar?
—¿Hiciste lo que te dije?
—No. No ha habido ocasión.

—Ya me dirás a qué esperas. ¡Si es que así no hay manera! Pues fíjate bien, esa sería la solución más conveniente, mal que te pese. Tu serías su

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mujer y Marta… bueno, con el cariño que la tiene, sería como una hermana, que para otra cosa no vale, ya me entiendes.

—Ni me mira.

—Parece que no mira, que es distinto. Pero ve. Hay cosas que los hombres parecen simular, pero se percatan, vaya que sí.

—No voy a ir con la blusa desabrochada con este frío, para que se me salgan las tetas, ma; pareciera a cosa hecha y no quiero que Braulio piense…

—Pues eso mismo es lo que necesitas, que piense. Tu eres la que no pareces pensar y es menester que yo piense por ti. ¡Hay que ver, que corta de ideas eres!

—Pues dime tú, que eres tan lista, a lo que parece.

—Desde luego, y no te pareces a mí, desde luego que no… Vas a hacer lo que yo te diga y sin más tardanza, que del resultado depende o no el que haga lo que tengo pensado. Este mediodía, cuando el reló de la sala dé las doce, te desnudas en esta alcoba para cambiarte y te quedas en cueros. Por esa misma hora yo estaré en el patio. Tú asomas la cabeza por la ventana y será la señal. Yo entonces le digo al Braulio que venga a buscar a Marta para que le vaya dando el sol. Cuando entre en la alcoba, te va a ver en cueros. Lo demás es cosa vuestra, ya me entiendes, ¿o no?

—¿Y si le da por envergarme aquí mismo, delante de Marta?

—Ella, mi pobre hija, no siente ni padece, y puede que hasta no ve, pues ya ves que no pestañea. Pero si eso te amilana, vas y la sacas al pasillo un momento, que tampoco te va a llevar la mañana.

—Por probar… Aunque si lo hago, bien sabes que lo hago por la casa, así que de algo me ha de valer el sacrificio.

—Dios te lo premiará.

—¡Y dale con la misma cantinela! Eso es como irse por los cerros de Úbeda, ma, que yo me conformo con lo que ya me corresponde y en tus manos está el dármelo.

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—Ya veo por dónde vas. Por lo que a mí toca, se te dará lo que merezcas, que no será menos de la mitad.

—Eso ya me resulta mejor, que trabajo me ha costado oírtelo.

Observaste entonces, madre, a tu hija Marta por primera vez desde que habías llegado.

—Pues andando… No sé que tiene está niña, que siempre está lloriqueando —dijiste, doña Clara, al percibir que Marta tenía los ojos empañados en lágrimas.

—Eso es de la fijación. Yo he probado a tener los ojos como ella y también me escuecen cuando llevo mucho rato.

—Puede que sea eso. Le consultaré a don Julio, que me dé algo para aliviárselos.

Braulio vino pronto. Ya doña Clara casi había limpiado el establo y María atendido otras faenas. Todavía llegó a tiempo de ayudar, y pidió que él se ocuparía de dar de comer a los caballos. Luego preparó un buen montón de leña seca en mitad del patio, junto al pozo, al que seguro no podía menos de mirar con cierta aprensión y evitar que le surgieran los recuerdos. Ayudó a doña Clara a instalar una mesa con la puerta del cuarto, que vengo en decir de Antonio, desengoznándola de sus bisagras y colocándola sobre cuatro taburetes medio desvencijados que el amo había dispuesto justamente para tal fin. Cuando doña Clara colocara el mantel, aquello se convertiría en una mesa como otra cualquiera.

Y doña Clara salió de la casa un cuarto de hora antes de las doce, advirtiendo a su hija María que estuviese preparada según lo acordado. Se acercó a Braulio.

—Va a ser una fiesta por todo lo alto, Braulio, que ya era hora que esta casa volviera a tener un poco de alegría.

—Poca alegría, doña Clara, que estando la Marta así…

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—Tienes mucha razón, pero han de verse las cosas desde la resignación, que no quiere decir que nos olvidemos de su desgracia. También lo hacemos por ella, por si ella lo aprecia, pero si no lo aprecia, Dios verá en nosotros la buena intención.

—Sí, por ella lo hago, y yo algo así había pensado, doña Clara, y por si nos ve, que ella ya se habrá hecho cargo de su desgracia y no querrá que estemos tristes.

—Así es, zagal, que nadie se consume en la pena; sólo en la muerte. Y le basta con saber lo que la queremos y lo unidos que estamos todos por complacerla.

—Pues ya podría salir, que yo sé que le place estar en el patio cuando faeno.

—Espera un poco. María la iba a acicalar para la ocasión.

—Cuando usted mande. Voy a encender la hoguera para que se vaya haciendo la brasa, que el cabrito se ha de llevar sus dos buenas horas para estar en su punto.

—Los avíos para ensartarlo y tornearlo creo que están en el almacén.

—Ya sé dónde están, que los vi casualmente. Yo iré a buscarlos.

—Habremos de sacar sillas para todos. Ya le diré a María que te ayude; es que, ¿sabes?, ella está haciendo un arroz con leche para el postre, que es muy dispuesta cuando quiere, y hace unos postres de chuparse los dedos. Y también es un primor cosiendo, y…

—No hace falta, doña Clara, me basto yo solo.

Braulio, con alguna ayuda que le prestó doña Clara, pronto hubo acumulado suficiente madera seca para hacer una buena hoguera de la que se agradecía el calor que transmitía a los todavía ateridos cuerpos.

—Luego, cuando estemos todos juntos, te daré el aguinaldo que te han traído los Reyes —dijiste, doña Clara.

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—No tenía que molestarse. Yo creo que hay buena candela. La leña está seca y arde bien. Voy, mientras, al almacén.

—Vés. Yo avivaré el fuego con esto, a falta de soplillo.

Braulio se fue al almacén. Doña Clara miraba de reojo a la ventana, por la que esperaría ver aparecer la cabeza de María como señal convenida de que estaba preparada. En efecto, María, impaciente, se había desnudado completamente y, para guarnecerse del frío, se había colocado por encima la colcha de la cama. Se asomó a la ventana y vio que la madre le hacía señas con la cabeza de que se había apercibido de que ella estaba dispuesta.

Regresaste, Braulio, del almacén y doña Clara te dijo:

—Esta hoguera da un calorcito… Marta gustaría de estar aquí, al amor de la lumbre. Siempre acompañaba al padre cuando encendía la hoguera.

—Si ya está preparada, voy y la traigo, con su permiso.

—Sí, vés y acércala, si María a terminado con ella, que ya debería estar lista.

—Pues ya mismo voy, que yo ya la quiero a mi lado, y hasta hago las cosas con más alegría si ella me ve…, bueno, por si ella me ve.

—Anda ya. No le des el regalo ahora; todo a su tiempo. Mejor cuando todos estéis juntos.

—No, doña Clara; ya lo había pensado. Aunque hace algo de frío y le vendría bien taparse las piernas y las manos, pero quiero que sean todos testigos de que la quiero de verdad y no lo hago por el interés.

—Que piensen lo que sus malas conciencias les señalen. Me basta con saberlo yo, que eres buen mozo y mejores oportunidades no te habrían de faltar. Anda, vés por ella. La pondremos cerca de la lumbre y estará como los ángeles.

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Braulio se dirigió a la casa. Doña Clara no justificaba que se quedase en aquel lugar y simulaba cuidarse del fuego. Pero a Braulio no se le debieron alcanzar esos detalles.

A Braulio ya le era familiar ir directamente a donde estaba Marta; ya lo había hecho en otras ocasiones. La puerta de la alcoba estaba cerrada. Braulio dio dos tímidos golpes para advertir de su llegada; supondría que María pudiera estar dentro. Pero nadie contestó y Braulio abrió la puerta.

Sólo estaba Marta, ya sentada en su silla. Braulio se dirigió a la joven.

—Hola, Marta. Vamos, que hace bueno y hoy son los Reyes. Ya verás qué de regalos tienes. Y vienen a verte del pueblo. Ven conmigo, que estoy asando un cabrito y estarás muy a gusto al lado de la lumbre.

Dijiste todo esto, Braulio, poniéndote en cuclillas delante de Marta y cogiéndola de las manos, frías e inertes como siempre, y a las que tú tratabas de transmitirles el calor de tus propias manos.

En ese momento, tu, María, entraste envuelta en la colcha. Tú, Braulio, te volviste y la miraste displicente.

—Hola, Braulio. No sabía que estabas.
—Voy a sacar a Marta —dijiste a secas, Braulio.
—¿Te gusta mi vestido para la ocasión? ¿A que estoy maja vestida así? —No. Eso no es un vestido. No soy tonto, tú. Eso es la colcha de la

cama. Pareces de carnaval —dijiste, Braulio, que ya habías dejado de mirar a María y te ocupabas de nuevo de Marta.

—Pues me lo quitaré —dijiste, María, dejando caer la colcha y apareciendo desnuda—. ¿Y éste, te gusta éste?

Tú, Braulio, te volviste y miraste sorprendido, sin poder apartar la mirada del cuerpo de María, que recorriste de arriba a abajo.

—No me tientes, María, que no he de ser para ti.
—Tú lo que pasa es que no tienes bolos. Seguro que estás capado.

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—María, te he de decir que no me tientes, que yo soy muy hombre. Tengamos la fiesta en paz.

—Pues demuéstralo. ¿A que nunca antes habías visto dos así?

Y tú, María, le mostraste tus pechos, levantados ostensiblemente con tus manos, sin tener en cuenta el consejo que te diera madre de que no pareciera hecho a propósito.

Braulio se incorporó, aún con las manos de Marta cogidas por las suyas. Tenía los ojos encendidos, las facciones de la cara tensas, casi contrahechas por el deseo. Dio un paso hacía adelante en dirección a María, pero algo le retenía y se volvió: eran las manos de Marta aferradas a las suyas. Braulio tiró hacia sí y sólo consiguió arrastrar la silla; Marta le tenía agarrado con increíble fuerza. Braulio la miró. Los ojos de Marta no lloraban y ahora no parecían mirar al vacío, ahora se clavaban en las pupilas del joven como dos puñales, mientras su cara, rígida, parecía la de una estatua. Braulio cerró los ojos, seguramente avergonzado de haber sentido un impulso que Marta le estaba reprochando e impidiendo que consumara; sí, eso fue lo que debió pensar Braulio y bien pudo ser por ello que Marta hiciera lo que hizo.

Tú, María, habías seguido la escena presa de turbación. Lentamente te agachaste, recogiste la colcha del suelo y con ella te volviste a tapar.

Luego, María, te situaste frente a Braulio y exclamaste:

—¡Llévatela! ¡Llévate a esa bruja de una vez!… ¡Quítala de mi vista! Bien suponía madre que tenía el diablo en el cuerpo… —terminaste abatida, María, sentándote en el borde de la cama.

Braulio sintió sus manos liberadas y se colocó por detrás de la silla, la empujó hasta que salió de la habitación y se perdió por el pasillo que le llevaba a la salida que daba al patio.

276

Cuando aparecieron fuera, Doña Clara los miró, y debió quedar extrañada de una aparición tan prematura para sus cálculos.

Tú, Braulio, te acercaste con Marta. Doña Clara te hizo la estúpida pregunta del disimulo a la que siguió un no menos estúpido diálogo lleno de disimulos:

—¿Ya estaba lista?
—Así es, doña Clara; ya estaba lista.
—Pues arrímala al fuego, que no coja frío… ¿Y María?
—No la vi. Por ahí debe andar.
—Estará haciendo algo, ¿no? Los amigos van a llegar en cualquier

momento y todavía faltan cosas que traer.
—Pues no sé lo que hace en estos momentos. —Voy a ver. ¡Esta hija!…

Doña Clara, seguro que impaciente por despejar la duda, se dirigió a la casa. Se fue directamente a la habitación de sus hijas. María se estaba vistiendo y miró con desgana a la madre al verla entrar, la madre miró a la hija interrogante. María parecía contrariada.

—¿Qué? —preguntaste escueta, doña Clara.

—Nada; no ha pasado nada —dijiste, María, de mal modo y peor humor.

—¿Te ha visto?
—Sí.
—¿Y no ha pasado nada? ¿Cómo es eso?
—Marta no le ha dejado.
—¿Que Marta no le ha dejado? ¿Qué, qué ha hecho Marta?

—preguntaste, madre, asustada.

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—Agarrarle las manos. No le soltó. Braulio tiraba y ella no le soltaba. Y le miró a los ojos como una bruja. Daba miedo, ma, con unos ojos que parecían cuchillos.

Tu, madre, presa de turbación, exclamaste cayendo de rodillas y tapándote la cara con las manos:

—¡Ay, Dios mío, lo que hemos hecho!… ¡Es el milagro, María! ¡Es que está viniendo el milagro!… Pero qué será, Señor… No nos atormentes con la duda y haz pronto lo que sea de tu voluntad, Señor, Dios mío…

—Es una bruja. Le tiene absorbido el seso y no ve más que por ella —dijiste, María, y seguiste vistiéndote, ajena al acto de profunda emoción de madre.

—No, María; es una señal que manda Dios y que nos advierte que nos preparemos —dijiste, madre, sin cambiar de posición.

—¡Pues que haga el milagro de una vez, jolines! Que si sí, que si no. Por mí, el Braulio está de más. Que se lo quede, a ver que le da.

—Termina de vestirte —dijiste, madre, levantándote con la cara llena de lágrimas— y vente fuera. Has de pedir perdón a tu hermana para que Dios no te lo tenga en cuenta y te mande a ti una desgracia.

—¿A mí? —dijiste displicente, María.
—Sí, hija, a ti. Ponte a bien con tu hermana o Dios te puede castigar. —¿Y por qué a mí? ¿Por qué no a ti? Tu fuiste la que… —dijiste, María. Madre te interrumpió. Sin poderte mirar, te dijo en voz baja, casi

inaudible
—No digas eso, María. Dios sabe que lo hago por el bien de esta casa.

Todo, todo lo hago con mi mejor voluntad, pero bien parece que no son por ahí las cosas que a él habrían de complacer. ¡Señor, Señor, pero por qué no me mandas una luz!

Tú, María, dijiste sin aparentar preocupación:

—En eso pensaba yo y que algo no va por donde debe, ma, que casi todo lo que tú dispones, porque dices que así Dios lo quiere, pues parece

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que a nosotras no acaba de convenirnos. Ya ves que si hiciéramos a nuestro modo, pues todo sería más sencillo. Siempre se dijo que los trapos sucios, en casa han de lavarse. Ya ves que Dios más bien nos está fastidiando, y a lo que veo Dios no cumple antojos ni endereza jorobados, así que Marta va apañada si…

—¡No hables con esa lengua, por Dios, María, que lo vas a irritar! Eso es no tener principios. Anda, sal pronto y haz lo que te digo —Y tú, madre, saliste de la habitación diciendo—: que Dios escribe recto con renglones torcidos, y sólo al final habremos de comprenderlo.

María continuó vistiéndose, mientras mascullaba palabras ininteligibles.

Doña Clara, en la misma puerta que daba al patio, se volvió y entró en la cocina. Sobre la encimera y en y una gran fuente estaba el cabrito ya desollado, lo cogió y salió al patio.

Braulio ya había clavado los soportes del torno. Estaba de espaldas a la puerta y así continuó. Doña Clara se acercó y dejó la fuente con el cabrito encima de la ocasional mesa. Tomó una las manos de su hija Marta, se acercó y la besó en la frente después de hacerle la señal de la cruz con el dedo pulgar de la otra mano, la derecha por más señas. Braulio la miró algo sorprendido, luego se volvió y siguió a lo suyo.

Cuando tú, doña Clara, pudiste hablar, dijiste sin dejar de mirar a tu hija:

—Dios está cerca de nosotros, Braulio. Vaya que está. Sé que anda por aquí y quiere hacer un milagro.

—¿A qué dice eso, doña Clara? —preguntaste, Braulio, con cara de sorpresa, mirando a doña Clara.

—Porque ocurren cosas que se me figura que anda por aquí, si no, de dónde… —seguiste diciendo, doña Clara, sin cambiar de posición.

—¿Por qué ahora? Y ¿por cuáles cosas? —preguntaste, Braulio, sin volverte.

279

Y tú, doña Clara, seguiste mirando a tu hija, sosteniendo una de sus manos. Braulio limpiando los utensilios de asar. No os mirabais mientras hablabais.

—Porque nosotros debemos andar equivocados en lo que hacemos y él nos manda la señal para que cambiemos de proceder si queremos que se haga el milagro.

—¿Quién ha de cambiar?

—Todos, Braulio, todos. Sólo si no pecamos de pensamiento y de obra, Dios estará con nosotros, y a lo mejor es porque quiere hacer un milagro y se dirá que así no hay manera.

—¿Qué señal, doña Clara?

—Esa de cogerte Marta las manos y mirarte.

—Ya lo había hecho otra vez. Bueno, lo de mirarme sí que es la primera. ¿Quién se lo…?

—Ibas a hacer una cosa mala y él se ha puesto de por medio para impedirlo, como queriendo decir que por ahí no le gusta que vayan las cosas. Y razón tiene, porque, si bien se mira, cosas hay que no están en las Sagradas Escrituras

—Fue María —dijiste, Braulio, volviéndote—. Pero no pasó de ahí. Y Dios no andaba por allí, doña Clara, que se lo digo yo —y volviste a mirar tu faena mientras decías:— Puede que el diablo si andaba, pero metido en María.

—Y tú. Tú también querías, ¿verdad? Eso que dices es de no tener fe en Dios —dijiste, doña Clara, sin mirar a Braulio.

Y los dos seguisteis así, hablando sin miraros.

—Yo poco entiendo, doña Clara, pero se me hace que eso de la fe poco tiene que ver en esto.

—Tú no sabes, porque todos los jóvenes parece como si para vosotros no existiera Dios. Has de saber que está en todas partes, aunque no se le

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vea. Enseguida os dejáis que la sangre se os suba a la cabeza y os cegáis; y si no fuera por él, cuántas cosas ocurrirían.

— Ya le digo que no pasó a mayores. Es que uno es muy hombre y la sangre se me encabritó. No sé qué tiene que ver Dios en eso de ponerse por medio; para mí que es la naturaleza de uno.

—Pues eso es lo que tu no entiendes o no quieres entender. Dios es espíritu puro y por eso no se le ve, aunque esté en todo lugar como ya te decía, pero se vale de otros para que los hombres y las mujeres no hagan lo que no deben hacer, y si no lo hacen pero lo piensan, eso, zagal, es un pecado del pensamiento. Pecado de obra o de pensamiento, que de los dos hay e igual de malos. Tú me dijiste que querías a Marta y resulta que también quieres a María para lo que la pobre Marta no te puede dar. Debes pedir perdón a Marta, para que Dios te perdone y no te lo tenga en cuenta. El quiere hacer el milagro y nosotros no le damos la oportunidad, porque no encuentra a nadie bueno entre nosotros que lo merezca.

—¿Y qué hay que hacer? —pareciste transigir, Braulio.

—Besa la frente de Marta y hazle la señal de la cruz. No, primero hazle la señal de la cruz en la frente y luego la besas; las cosas en su orden. Mientras la besas, le has de pedir perdón con el pensamiento para que quede limpio.

—Bueno; si es por eso… —y tú, Braulio, hiciste lo que te había dicho doña Clara, luego dijiste—: ¿Y María? Ella fue…

Le interrumpiste, doña Clara, y le miraste por primera vez.

—También lo hará. Debe ser el diablo el que hace que sea como es en ciertas ocasiones. Ella es de natural buena; si la conoceré yo que soy su madre. Y ya digo, debe ser el diablo que le hace hacer cosas que ni yo misma, que soy su madre, la reconozco en algunas ocasiones. Lo que no entiendo es para que sirvió lo del agua bendita.

Tú, Braulio, miraste a doña Clara. Seguramente recordaste que precisamente María no fue rociada de agua bendita, porque tú no quisiste.

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—No me lo creo eso de que María pida perdón. Nunca vi que María diera un beso a su hermana, ni que le pidiera perdón.

—Te digo que lo hará, lo has de ver tú mismo.

—Está por ver.

Y tú, María, saliste al patio. Te acercaste aparentemente muy segura de ti misma, como si nada hubiese pasado poco antes. Seguramente disimulando la frustración que en aquel momento sentías.

—Buena lumbre —dijiste, María, al llegar.

—Hija, escucha bien lo que te digo: por lo que hablamos, vas a pedir perdón a tu hermana. Nosotros ya lo hemos hecho con mucha fe y arrepentimiento. Hazle la señal de la cruz en la frente y dale un beso, y dile que no lo volverás a hacer.

—Pues primero habrá que rociarla con agua bendita. Es una bruja. Hace cosas como las brujas.

—¡Ten cuidado con lo que dices, María, que Marta no es ninguna bruja! —dijiste enérgico, Braulio, volviéndote para mirarla.

—Pues el demonio está dentro. Y si no, a ver cómo es que hace esas cosas.

—Ya fue rociada con agua bendita y no parece que surtiera efecto. O puede que sí y esto es una señal de Dios, hija. No es ella la que lo hace. Tú haz lo que te digo y pídele perdón, que a lo mejor Dios quiere hacer un milagro y nosotros no le dejamos.

—Pues perdón —dijiste, María, sin mucho entusiasmo, seguramente pensando en el poco efecto que hubo de tener el agua de la fuente .

—Así no. Has de hacerle la señal de la cruz en la frente y luego besarla mientras le pides perdón con el pensamiento —dijiste, doña Clara.

—¿Y eso vale? —preguntaste, María, y apostillaste: —pareces doña Remedios.

—Claro que sí, que el pensamiento sale del alma y de la boca la mentira.

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—Pues sea como dices, para que te dejes ya de esa monserga.

Y tú, María, hiciste con mala gana lo que te había indicado madre, aunque no puedo asegurar si le pediste perdón.

Marta había permanecido inmóvil, sin otra manifestación externa que sus ojos llenos de lágrimas. Tú, doña Clara, diste por concluida la ceremonia y dijiste:

—Y ahora a esperar que Dios haga el milagro, si esa es su voluntad y si no, pues resignación. María, vete a casa y trae los cubiertos y los platos. Los del pueblo están al llegar y hemos de aprovechar el buen sol que nos calienta y alumbra. ¡Dios sea alabado! Ahora te cambio de sitio, hija, que este humo veo que te irrita los ojos. Tengo que pedirle algo a don Julio para esos ojos, que se te van a secar de tanto lagrimeo.

—¿Traigo también el roscón y el arroz con leche?—preguntaste, María.

—Pues claro. Yo iré para ayudar, que también he de traer los regalos que os han traído los Reyes.

—¿Qué me han traído, ma?

—Ya lo sabrás. A su tiempo. ¿Tienes algo tuyo para Marta y para Braulio?

—No se me ha ocurrido, ma, como ella está así… no sé si le aprovecha. —¿Y para Braulio?
—¿A ése? ¿Qué me ha traído él, a ver?

—No he traído nada —dijiste, Braulio, sin dudarlo y dando firmeza especial a la respuesta.

—Pues estamos iguales. No necesito nada tuyo. —Ni yo tuyo.
—Ni te lo ofrezco.
—Ni te lo pido.

—Vale ya, vosotros. Tengamos la fiesta en paz. Vamos, María —cortaste seca, doña Clara.

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Braulio tomó el cabrito y lo preparó para ensartarlo extendiéndolo sobre la mesa. Comenzó la operación tratando de pasarlo con la barra del torno desde el trasero hasta la boca. No era difícil. Vacío como estaba el animal, la barra comenzó a pasarlo de un lado al otro con suavidad. De repente, Braulio se paró. Debió percibir algún movimiento detrás de él, se volvió y miró a Marta. Marta estaba contraída como un guiñapo sobre sí misma. Sus manos se apretaban sobre su sexo, como si quisiera protegerlo. Braulio dejó el cabrito, se limpió las manos con un paño y se acercó a Marta.

Te quedaste, Braulio, mirando sin saber qué hacer. Finalmente preguntaste:

—¿Qué pasa, Marta? ¿Qué haces?

—Pero Marta permaneció en el mismo estado, inmóvil y con un leve quejido que parecía salir de lo más profundo de su cuerpo.

Fue tanta tu impresión, Braulio, que ni cuenta te diste de que en ese instante un carruaje de poco porte entraba por el portón del patio. Eran los visitantes que esperabais.

Braulio siguió mirando a Marta, petrificado y sin levantar la vista para mirar a los que llegaban. Los jóvenes se bajaron y se dirigieron hacía ellos portando paquetes y sonriendo. A medida que se acercaban, debieron percibir que algo extraño sucedía y pronto cambiaron sus sonrisas por un gesto de temor reflejado en sus semblantes. No habían visto a Marta, y la visión de la joven les debió sobrecoger, pero también debió contribuir aquella actitud de Braulio, que miraba a Marta sin hacer aprecio de su llegada. Seguro que no acertaban a comprender por qué no los recibía y por qué tenía que estar en esa actitud, mirando fijamente a Marta, como si él mismo formara parte de un cuadro trágico.

Los visitantes se acercaron, lentamente, sobrecogidos por el temor.

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—¡Que muy buenas!—saludó uno de los jóvenes cuando ya estaban próximos.

—Pobre Marta, cómo ha quedado, parece un guiñapo —dijo otro.

Tú, Braulio, seguiste sin reaccionar. Doña Clara y María salían cargadas al patio. Ninguna de las dos se fijó en ti ni en Marta, pues se ocupaban sólo en sonreír a los visitantes.

—Hola, mozos —dijiste, doña Clara, sin encontrar nada anormal en aquel conjunto de personas que se miraban unos a otros interrogantes. De repente seleccionaste una de aquellas figuras estáticas; miraste a Braulio, y casi instantáneamente, miraste a Marta— ¿Qué pasa aquí?… ¿Por qué está Marta así? —preguntaste sin dirigirte a nadie en concreto, recorriendo a todos con tu mirada y buscando respuesta en sus ojos.

—No sabemos, doña Clara. Hemos llegado y los hemos encontrado así. Y tú, doña Clara, zarandeaste a Braulio mientras le preguntabas: —¿Qué ha pasado, Braulio? ¡Dímelo, por Dios!… ¿Qué le has hecho? —No sé. No le hecho nada, doña Clara —dijiste, Braulio—. Yo estaba

ensartando el cabrito y me pareció que Marta se movía, me volví y la vi así. —¿Tú no le has hecho nada? —preguntaste, doña Clara.
—Se lo juro, doña Clara. Yo estaba ensartando el cabrito…
Pareciste, doña Clara, evocar algún recuerdo íntimo al reiterar Braulio la

circunstancia de estar ensartando el cabrito, porque musitaste al tiempo que mirabas el cabrito:

—Ensartando el cabrito…¡Es otra señal, otra señal! —exclamaste, doña Clara, mientras te agachabas frente a tu hija, la cogías por las manos y hacías esfuerzo por retirárselas de la invariable posición de proteger su sexo—. ¡No puedo, no puedo quitárselas de ahí! —volviste a exclamar mientras apoyabas la cabeza en el regazo de Marta y sollozabas.

Los visitantes se miraban perplejos. —¿A qué señal nos dice?

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—A un milagro —dijiste, María, al visitante que preguntaba—. Siempre anda con la misma cantinela.

—¿Un milagro? ¿Qué milagro?

—Madre se empeña en que esperamos un milagro —le volviste a decir, María.

—¿Dónde está el milagro?

—Vosotros no lo sabéis —hablaste, doña Clara, incorporándote con trabajo y llena de lágrimas, luego seguiste diciendo—: pero Dios nos está mandando señales. Y esto es otra señal —y mirando al cielo, con los dedos de tus manos entrelazadas delante del pecho, exclamaste—: ¡Oh, Señor, enséñanos tu poder, para que los que en ti confían y confían en tu bondad se vean pronto libres de toda adversidad, amen!

Y uno de los visitantes no pudo evitar mascullar entre dientes: —¡Joer con el asunto! A buena hora habría venido si….
Otro fue más claro al expresarse.
—No vemos nada, doña Clara. ¿Está Marta mejor?

—No lo sé, zagales, no lo sé. Pero yo sé que esto es otra señal. Braulio, mira tú de ponerla bien, que yo no puedo. Vosotros no lo comprendéis, pero yo lo veo claro —dijiste turbada, doña Clara, a quien acababa de preguntarte.

Tú, Braulio, te agachaste sobre Marta, le tomaste las manos, prietas aún sobre su sexo, y suavemente se las retiraste sin encontrar resistencia. Se las depositaste despacio sobre las rodillas, luego le levantaste la cabeza. Marta estaba llorando, con aquellos ojos inexpresivos que miraban a ninguna parte.

—¡Es una señal, es una señal! —musitaste, doña Clara, y saliste corriendo hacia la casa.

—Está embrujada —dijiste, María.
—¿Quién está embrujada?
—Mi hermana —respondiste, María, a quien te preguntaba.

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—¡Te he de repetir que no digas más eso, María, o te las has de ver conmigo! —dijiste, Braulio, con evidente enfado. Y luego, mirando a los visitantes, añadiste:— Es que no está embrujada; está muy enferma eso sí.

—Ya vemos, que no estamos ciegos. Pensábamos que estaría mejor; después de tanto tiempo transcurrido, ya era hora de haber mejorado.

—Pues no está mejor, sólo que en ocasiones hace cosas raras que no se esperan —dijiste, Braulio, sin dirigirte a nadie en concreto.

—¿Como cuáles?

—Llorar, moverse… como ahora. También le da por agarrarte las manos —dijiste, Braulio, al mismo que terminaba de preguntar.

—Pues no es mucho, tú. Eso lo hace cualquiera.

—Tú no sabes si es mucho o poco —dijiste, Braulio, mirando serio al joven que acaba de hablar.

—Lo decía porque si ese ha de ser el milagro… apaga y vámonos.

—Voy por mi madre; todo le parece un milagro a mi madre —dijiste enfadada, María, y te dirigiste a la casa. Madre se había ido a su habitación y se había derrumbado boca abajo sobre la cama.

Tú, María, entraste en la habitación de tu madre y preguntaste:

—¿Qué te pasa, ma? ¡Vaya forma de dar la nota delante de las visitas! Van a decir de nosotros que somos una familia de atar.

—Déjame, María, déjame —dijiste, madre, sin cambiar de postura. —Pero ¿qué te pasa? ¿Es que no vas a asistir a la fiesta?
—Vés tú. Yo no puedo.
—Las visitas se van a contrariar.

—Que me disculpen. Yo no puedo, hija. Diles que estoy indispuesta.

—¿El qué te ha podido afectar tanto?

Y tú, madre, te incorporaste, permaneciste sentada en el borde de la cama, y sin mirar a tu hija, así hablaste con ella.

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—No te lo puedo decir. La señal era para mí. Era una señal, estoy segura, y era para mí, únicamente para mí, mal que me pese; la señal que esperaba tanto tiempo era esa.

—No sé qué señal, ma. Tú es que ves visiones.
—Anda, déjame sola, te lo pido.
—Pues nos vas a aguar la fiesta. Por lo que mas quieras, ma, ven.

¿Cómo explico que no vengas?
—Ya te he dicho que les digas que estoy indispuesta. Anda y divertíos.

Déjame sola.
—¡Pues qué fastidio, ma! Bueno, tú verás. ¿Puedo llevar los regalos? —Dile a Braulio que venga.
—¿Qué quieres de Braulio?
—Tú haz lo que te pido, y no me contradigas.
—Ya voy. Para ti la perra gorda, ma, que hay que ver como estás. Regresaste, María, al corro de amigos, y como la madre te pidiera…
tú, María, dijiste a Braulio:
—Que vayas, Braulio; madre dice que vayas.
—¿Yo?
—Sí, tú. ¿Quién si no?
—¿Y por qué? Tengo que atender el cabrito.
—¿A mí qué? Yo te he dicho que madre dijo que vayas. Vé o haz lo que

quieras.
—Bueno, voy. Vosotros, dar vueltas sin parar, que no se queme. Y

rociarlo con agua de tarde en tarde.
Uno de los jóvenes, adelantándose, se hizo cargo del asado. —Descuida, Braulio, que sabemos cómo se hace.
—Pues ahora vuelvo.
Y tú, Braulio, te dirigiste a la casa.

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Los jóvenes se dispusieron a seguir con sus cosas; sólo uno de los dos chicos miraba de vez en cuando a Marta, muy serio y con un probable nudo en la garganta; debía ser el zagalón que tiempo atrás se había interesado por ella. Pero también era probable que de la nueva situación de la joven estuviese sacando una conclusión: “lástima de zagala, que buen partido era, pero así…”

Tú, Braulio, llamaste al entrar, por ver dónde se encontraba doña Clara. —¿Dónde está, doña Clara?
—Aquí. En mi habitación. Espera en la sala. Ya voy, Braulio.
—Espero, doña Clara.

Doña Clara tardó en llegar. Braulio debía estar impaciente por haber dejado el cabrito en otras manos, y paseaba por la sala en un continúo ir y venir. Al fin entró doña Clara. Braulio se volvió y se encontró con una mujer distinta a la que él conocía. Doña Clara mostraba un semblante serio, casi digno, de dignidad aprendida para ocasiones solemnes. Se había puesto un traje negro que, probablemente, sólo se puso una vez, pues tal era el aspecto que tenía de nuevo. Sí que parecía una señora de cierta alcurnia. Portaba un cofre en sus manos, pegado a su pecho. También la voz le pareció extraña a Braulio, que la miró con curiosidad, y seguro que sin aventurar ninguna hipótesis sobre la razón de tan inesperada llamada y tan extraña presencia.

Cuando tú, doña Clara, llegaste a un paso de Braulio, comenzaste a hablar:

—Siéntate ahí, Braulio.

Y tú, Braulio, te sentaste donde te indicaban. Doña Clara se sentó enfrente, con el cofre en su regazo.

—Usted dirá, doña Clara —dijiste expectante, Braulio.

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Y tú, doña Clara, dijiste con tono solemne:

—Braulio, escucha bien, hijo. Te he llamado porque el tiempo se acaba para que yo remedie el mucho mal que tiene martirizada a esta casa. He estado a solas con Dios, al que con todas mis fuerzas le he pedido me mande una luz, y pues me ha dicho que todo se arreglará con mi sacrificio.

—¿Qué sacrificio? —preguntaste, Braulio, sin entender nada.

—Déjame seguir. Todo debe venir de que eché al mundo a mis hijas de mala manera. Yo no quería, porque no me avenía a ser una mujer venida a este mundo para ser una madre como dice el misal, que siempre me dije que yo no estaba dispuesta a lo que allí se dice, y que deben tomar las mujeres como castigo ordenado por Dios y sin pensar en otras cuestiones para nuestra comodidad. Y lo que, por lo visto, tenía que admitir para mí, también lo había de ser para las hijas que, fuera como fuera, eché a este mundo y a las que les di consejos que, como madre, yo creí obligado el dar. Pero si fueron tales, no fueron buenos, y como se dijo que quien al cielo escupe, en su cara repercute, todo se vuelve ahora contra mí y por ello deberé pagar, para lavar mi mancha y ver de paso que él se apiade y deje a un lado el terrible castigo con que me ha amenazado y poder entrar sin mácula en la morada de Señor.

—¿Cómo dice? —volviste perplejo, Braulio, a preguntar.

—Déjame, déjame seguir… Pues ahora veo que más que por el bien de mis hijas, todo lo que hice lo fue por esta casa, con gran equivocación por mi parte, y por eso también esta casa pagará las consecuencias de haber sido mantenida con tanto egoísmo.

—Yo creo que, para las circunstancias, la ha llevado muy bien, doña Clara —dijiste, Braulio, que creíste haber entendido lo último escuchado.

—Pues te equivocas, que se dice que casa mal avenida, pronto estará destruida. También Dios me ha dicho que te pida a ti para que hagas lo que yo debí hacer en su momento, y que ahora ya Dios no me permite que haga, porque cada uno tiene su ocasión, y cuando no la aprovechas, pues Dios no te da otra oportunidad, que ocasión perdida no vuelve más en la

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vida, y sólo te permite que pidas perdón y te dice hagas lo que esté en tus manos para remediarlo, pero eso sí, dando la vez a otros que Dios los tenga por buenos, amen de otras cosas que sé que pronto me va a decir.

—¿Y qué debo hacer?

—Espera. Como sé que si Dios lo ha dicho y que tú no te has de negar, pues por eso te he llamado. Y como estas cosas sólo deben saberlas los que están llamados a cumplirlas, quiero que me prometas por tu palabra que no dirás nada a nadie de lo que yo te he manifestado y de lo que voy a hacer, hasta que se cumpla la voluntad del Señor. ¿Vas a hacerlo así, Braulio?

Tú, Braulio, pareciste quedarte con la última frase de doña Clara, seguro que sin entender su verdadero alcance. Pero creíste el momento de hablar.

—Tiene mi palabra, doña Clara, pero he de decirle que no se me alcanza lo que me acaba de decir, que yo no es que crea mucho en Dios, por eso de que uno siempre anda en otros asuntos, y como usted me ha hablado como lo hacen los curas, pues porque a ellos tampoco los entiendo, se me cuesta comprenderla. Pero lo último si lo he entendido, y como yo soy hombre de palabra, pues ya le digo, puede estar segura que no diré nada, que tampoco sabría explicarme aunque quisiera.

—Así me gusta. Tú eres la única persona buena que ha pisado en esta casa y Dios me lo ha dicho, que basta que me lo haya dicho a mí, para que te deposite mi confianza.

—Marta es buena, si cabe mejor que yo, que uno también tiene sus prontos que no es de razón el tenerlos.

—Marta no cuenta para mis propósitos por estar como está. Yo sé cómo son mis hijas, pues reconozco mi sangre en su sangre. Marta es buena porque ahora ella es santa, pues Dios la ha elegido para mandarnos las señales del Cielo. Pero Dios sólo ha reservado hacer un milagro con ella, y luego de ese milagro, esta casa se destruirá para que todo suceda como él quiere.

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—No diga eso, doña Clara. Digo yo, y perdone que la contradiga, que no hemos de saber lo que Dios quiere hasta que lo haya hecho, porque si lo supiéramos, pues le pondríamos remedio antes de que pasara. Pero si usted lo dice… Yo es que, ya le digo, no entiendo mucho a Dios, que si él nos hubiera advertido del peligro que corría Marta, pues a lo mejor lo podíamos haber impedido que sucediera.

—Es que Dios unas veces lo dice y otras no, que es así que él nos prueba nuestra fe. Pero no importa que tú no lo comprendas, como tampoco lo comprenden los animales y no por eso dejan de ser criaturas de Dios. La diferencia es que para bien comprender a Dios, es necesario leer mucho el misal, y ya veo que tú no lo has llegado ni a oler. Y con esa disposición tuya, pues Dios necesita decírselo a la persona que tiene fe en él y dispuesta está a cumplir con sus mandatos. A mí me lo ha dicho, Braulio, entrando en mi pensamiento como un rayo de luz. He tenido una luz aquí dentro, de las que Dios manda cuando se le pide con fe y, a parte de algunas instrucciones que ya me empieza a dar, he visto esta casa destruida y quizá muertos los que se aposenten en ella cuando la sangre se mezcle. También me ha dicho que tú y Marta os salvaréis porque estaréis lejos, y es por eso el que me hace pensar que por la voluntad del Señor, que todo lo que permanezca en esta casa será destruido y ha de morir.

—¿Le ha dicho si se pondrá buena Marta? —preguntaste sugestionado, Braulio.

—Se pondrá y tú serás la mano de Dios que la cure. El Señor lo ha dicho así de claro y no tengo motivo para la duda.

—No sé si he de creer lo que dice, pues todo me parece como de difícil entender. Ya le digo que yo creer creer, pues mas bien creo lo que palpo y ni siquiera en la vista me confío.

—Has de creerlo, Braulio, que la fe es necesaria para que todo ocurra según la voluntad del Señor. Aunque estoy pensando que quizá en tu caso

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no sea necesario, y que lo mismo que para arar la tierra se necesitan bueyes y arado, y no sólo voluntad, el Señor te tiene a ti como instrumento.

—¿Y qué he de hacer yo, según su parecer?

—En este cofre tengo unos ahorros y unas joyas. Quiero que lo guardes hasta que se cumpla lo que las señales dicen que ha de suceder. Todo junto es mucho dinero, que mi padre me confió antes de morir y que yo he aumentado en la medida de mis posibles. Cuando suceda lo que ha de suceder, has de ir a ver a don Julio. Le dirás que quieres que lleve a Marta a donde él un día me dijo. Con este dinero podrá pagarlo. Y Marta se pondrá buena.

—¿Por qué no lo hace usted? Cuando me vean con eso, los guardias me van a coger preso, porque va a costarme explicarles todas sus razones.

—Por eso último no te debes preocupar. Ya dejo escrito aquí dentro de mi puño y letra cuál es mi voluntad. En cuanto a lo primero, es voluntad de Dios que yo no lo haga, como ya te decía, porque ya se me pasó mi ocasión. Te he de repetir que él me ha dicho que seas tú.

—Pues me dice usted unas cosas que no comprendo, doña Clara, y usted perdone.

—No importa. Ya las comprenderás cuando el Espíritu Santo se ocupe de ti. Ahora también has de prometerme que harás lo que te he dicho. Di que me lo prometes, Braulio. Dilo con estas palabras y que sean sagradas para ti: prometo ante Dios todo poderoso que cumpliré fielmente con la voluntad de doña Clara. Repite, Braulio.

—Prometo a Dios…
—Ante; prometo ante Dios… —corregiste, doña Clara.
—Prometo ante Dios que cumpliré con la voluntad de doña Clara. —Que cumpliré fielmente… —volviste a corregir, doña Clara —Que cumpliré fielmente.
—Vuelve a empezar y dilo de corrido.

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—Prometo ante Dios que cumpliré fielmente con la voluntad de doña Clara.

—Muy bien. Te has saltado todo poderoso, pero eso se da por descontado. Sabía que podía contar contigo, que todo parece que ocurre según la voluntad del Señor y como yo estaba segura que habría de ocurrir. Meteré este cofre en una bolsa para no llamar la atención. Si te pregunta María qué es, dile que es tu aguinaldo, que a eso se le llama mentira piadosa y el Señor no la tiene en cuenta. No se lo enseñes, que ella no debe saberlo por ahora. Y perdona que no te dé el regalo que tenía pensado, pero es que si María te ve con dos regalos, le va a dar que pensar.

—Así lo haré. ¿No va a salir a comer asado?
—No. Tengo que hacer unas cosas. Quizá más tarde. —Entonces, me voy si usted no manda otra cosa. —Espera que traiga la bolsa.

Doña Clara se ausentó. Braulio debió sentirse confuso, miró el cofre y a buen seguro que no fue capaz de hilvanar una sola idea coherente. Doña Clara regresó con una gruesa bolsa de lona e introdujo el cofre en ella. A continuación, y delante de Braulio, se arrodilló, le besó la mano y se lo entregó. Braulio salió de la sala sin poder mirar a doña Clara, preso de gran turbación y seguramente sin pensar en otra cosa que ésta: que doña Clara le acababa de decir algo importante que él era incapaz de comprender en aquel momento.

Braulio pasó rápido, como un autómata, por delante de los jóvenes. Todos le miraron.

Tú, María, fijaste la mirada en la bolsa y te debiste preguntar qué sería aquello que transportaba Braulio. Te dirigiste a él.

—¿A dónde vas, Braulio?

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—A dejar esto en la moto. —¿Qué es, Braulio? —Los Reyes.
—¿No lo podemos ver? —No os interesa.

—¿Por qué?
—Porque no.
Y una de las chicas dijo:
—Es raro este zagal.
Tú, María, te quedaste pensativa. El joven que te pretendía, te

preguntó:
—¿Qué hace aquí este bobales?.
—Nos ayuda en las faenas —dijiste, María.
—Es un poco raro. ¿Siempre hace lo mismo?
—No le hagáis caso. Estaba encoñado con Marta, y desde el accidente

se ha vuelto un poco del juicio.
—¿Y tu madre, no sale?
—No sé. Iré a buscarla. También esta trastornada por lo de Marta.

Ahora vengo —dijiste, María, dirigiéndote más bien a todos.
Pienso, María, que querías saber algo más que si tu madre se decidía o

no a venir.

Mientras tanto, Braulio regresó al grupo. Traía un paquete envuelto en papel de estraza. Frente a Marta, lo abrió despacio, y desplegando la manta, con ella cubrió las piernas de la chica. Los demás miraron en silencio. A continuación, y cuando se dio por satisfecho de lo abrigada que había quedado Marta, se hizo de nuevo cargo del cabrito. Ya no diría nada en lo que restaba de la tarde.

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María entró en casa y buscó a su madre. La encontró arrodillada en la sala, delante de la cómoda. La estampa de la Virgen del Rosario estaba iluminada por una vela encendida.

Tú, María, te dirigiste a tu madre.

—Ma, ¿qué haces? ¡Hay que ver, contigo!

—Rezar. Por todos nuestros pecados —dijiste, madre, sin volverte para mirar a tu hija.

—¿No hay otro momento? Qué van a decir las visitas…

—No importa lo que digan, esto es lo importante.

—Vas a estropear la fiesta y nos van a pregonar en el pueblo como una casa de brujas.

—Poco importa ya lo que digan. Eso es cosa de la juventud. Vés tú con ellos y entreténlos.

—No se puede contigo. ¿Vas a darnos los regalos?

—Están en la cocina, dentro del arcón. El paquete pequeño es para ti, el grande para Marta. Puede que vaya más tarde. Anda, no los hagas esperar.

—¿Qué le han traído los Reyes a Braulio?
—Eso no es cosa tuya.
—Pues no sé a qué viene tanto misterio por unos reyes.
—Te digo que no es cosa que te interese.
—Bueno. ¿Te esperamos para el asado?
—Vosotros hacer sin mí. Ya veré lo que hago.
—¿Y por qué te has puesto ese vestido? Parece que vayas a una boda.

¿Te has vuelto del juicio?
—Eso es cosa mía. ¡Anda ya, que me estás distrayendo! —¡Qué formas, ma!

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Y tú, María, saliste de nuevo al patio con los regalos que tu madre había dispuesto para ti y para tu hermana.

La fiesta fue distinta a lo que todos esperaban. La presencia de Marta debió inhibir toda espontanea alegría. La ausencia de la madre, a la que no habían comprendido en eso de la señal, también. Braulio se había comportado de modo extraño. Todo ello contribuyó a que los jóvenes se limitaran a comer y a beber entre espaciados y cortos diálogos. María abrió los paquetes que los Reyes habían dejado en su casa tratando de aparentar que allí no pasaba nada. Para ella un collar, para Marta una rebeca de lana pura. María mostró su contento por el regalo. Las amigas le pusieron la rebeca a Marta. Luego las jóvenes visitantes comenzaron con los presentes que habían traído a Marta. Una le dio unos guantes, que se los puso. La otra una bufanda, que se la puso. Uno de los jóvenes le dio a María un reloj barato pero aparente. El otro se guardó su regalo, pues debió pensar en el poco uso que Marta haría de él. Braulio, viendo que Marta estaba sobreabrigada en la parte superior del cuerpo, le cubrió con su manta sólo las piernas.

Fue Braulio el que hizo pedazos el cabrito y los depositó en una fuente de la que cada uno se sirvió lo que quiso. Comieron y bebieron. Ellos vino y ellas vino con gaseosa, sin que ninguno llegara a animarse. María dio algo de comer y beber a Marta. Y hablaron sin mucha alegría, ya digo. María prestó lógica y especial atención a uno de los jóvenes, al que llevó a ver el establo, porque éste se lo pidió. Nada especial sucedió allí; algún tiento del joven al que María no se encontró receptiva y el chico la respetó, quizá porque el ambiente tampoco era muy propicio. Pero algo enigmático sí hablaron entre ellos que me resisto a silenciar y que por más vueltas que le doy no consigo revelar su alcance y significado. Fue cuando María preguntó al joven:

“Oye, tú, ¿cuál es tu disposición?” “¿En qué? —preguntó el joven.”

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“Pues que si te gusta esto”. “Claro”.
“¿Y te vendrías aquí?”
“Si tú me lo pides…”

“¿Y con mi madre, mi hermana y ese?”

“Pues ese asunto habría que hablarlo. Tu madre esta como un cencerro, tu hermana es un estorbo y ese…, ese no cuenta y habría que darle puerta”.

“Si, pero ¿te vendrías?”
“Algo habría que hacer…, ¿no? La cosa se puede remediar, ¿no?” “Eso pienso yo. Bueno, ya veremos”.

Las visitas se dispusieron a marchar antes de lo previsto, diciendo uno de ellos a María que se despidiera de la madre por ellos.

Braulio apagó el fuego y recogió todo. Luego llevó a Marta a su habitación y allí la dejo, en su silla, como había hecho en otras ocasiones. Le debió extrañar que doña Clara no saliese al encuentro, como hacía siempre, para hacerse cargo de ella. Fue María la que le dijo que ella lo haría, que estaría cansada y que la iba a acostar. Braulio dedicó el resto de la tarde a dejar los caballos arreglados, tomó la moto y se marchó. No se le ocurriría abrir el cofre ni antes ni después; aquel cofre le debía dar miedo, y nada más llegar a su casa lo escondió en el pajar, pensando, quizá, que algo habría de suceder antes de abrirlo.

María, viendo que la madre no se movía, sentada en la butaca de la sala, con el misal en las manos y la mirada perdida en el suelo, con ese vaivén característico de su tronco que ella adoptaba en momentos de aflicción, no la importunó para no sacarla de su recogimiento. Decidió ella misma ocuparse de lavar los cacharros que se amontonaban en el fregadero de la cocina. Luego se fue a su habitación, quizá con la intención de acostar primero a Marta, aunque para esa operación precisaba de la

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ayuda de la madre. Finalmente decidió dejarla en la silla al cargo de su madre. María tenía dolor de cabeza, y querría acostarse enseguida.

Ya en el quicio de la puerta de tu alcoba, tú, madre, llamaste.
—¡María!
—¡Voy, ma! —y te dirigiste a la sala.
—¿Qué vas a hacer? —preguntaste, madre, cuando María llegó.
—Me iba a acostar a Marta y luego a acostarme yo. Me da vueltas la

cabeza, ma, de lo mucho comido y bebido. Ya he fregado los cacharros. —No acuestes a Marta, luego lo haré yo, que no puedo dejar a lo que

estoy.
—¿Vas a estar así mucho rato? Es que me quiero acostar. Tú sola no

puedes acostar a Marta.
—El que sea menester; tengo muchas cosas que hablar con Dios. Deja

a Marta. Ya me las arreglaré, que no es la primera vez.
—¿De qué tienes que hablar? Parece que ahora te han entrado todas

las prisas.
—De vosotras, de mí, de Braulio.
—¿Y para qué?
—Para que me diga lo que tengo que hacer.
—¿Te lo va a decir? ¿Cómo te lo va a decir, ma?
—Me lo dirá, sé que me lo dirá. Lo escribirá en mi pensamiento, que es

así como Dios dice las cosas. —¿Hoy?

—Sí, hoy.

—Pues mañana me lo dices, que hay que ver la perra que has cogido, ma —y saliste, María, de la sala.

—Sí, mañana…

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Y doña Clara continuó sentada, con su continuo vaivén y la mirada hundida en lo más profundo de sus pensamientos, quizá buscando la luz que Dios, ella supondría, iluminaría su atormentada existencia. Pasada un hora desde que su hija María se hubiese ido a la cama, se levantó y se fue a la habitación de las hijas. María dormía profundamente. Marta, en la silla, arropada con la manta de Braulio, la rebeca de la madre, los guantes y la bufanda de las amigas, parecía cansada, quizá dormida, a juzgar por su aspecto: tenía los brazos caídos, la cabeza ladeada, los ojos cerrados; nada que pudiera parecer nuevo y extraordinario. Pero a doña Clara le pareció que nunca la había visto antes así: que su hija Marta, y por sí misma, moviera los brazos, que siempre habían permanecido inmóviles allí donde se los dejaban, y ahora y en el mismo día los había movido dos veces; nunca la vio cerrar los ojos, que era ella quien se los cerraba cuando la acostaba; nunca había movido la cabeza, invariablemente rígida y en proyección a su cuerpo, y hoy era dos veces que la había movido. Y debió pensar que todo aquello debía ser una señal más por la que Dios, sin ninguna duda, le anunciaba el milagro que quería hacer y que sólo estaba en manos de ella el facilitarle el camino. Doña Clara ya le pareció no tener que esperar más comunicados de Dios. Acostó a Marta con la natural dificultad y esfuerzo y le dio un beso en la frente después de hacerle la señal de la cruz. Miró por largo tiempo a la otra hija, sostenidamente y en silencio, serenamente, al fin murmuró: “Tú vendrás a donde yo vaya. Tu eres como yo”. María seguía profundamente dormida. Le puso la mano derecha sobre la frente y, mirando al crucifijo de la cabecera de la cama, pronunció con voz grave, aunque a media voz: “Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre. Vos que quitáis los pecados del mundo, compadeceos de nosotras… Yo pecador me confieso a Dios…”

Doña Clara apagó la luz y salió de la habitación sin hacer más ruido del necesario, y volvió a la sala. Allí se puso el rosario de cuentas de plata alrededor del cuello, metió la estampa de la Virgen en su pecho, se cubrió con el velo de ir a la iglesia, quizá por que el cura le explicara que el

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cabello de la mujer excitaba no sé si a los ángeles o a los santos y ella no querría tomar parte en esos asuntos, tomó el misal y lo abrió por los registros que previamente había puesto en sus momentos de profunda reflexión. Se arrodilló y comenzó a leer en voz alta y monocorde: “Señor Dios de bondad y Padre de las misericordias; me presento delante de vos con el corazón contrito, humillado y confuso, y os encomiendo mi última hora. Cuando velados mis ojos y haciendo contorsiones por el horror de la muerte cercana, fijen en vos sus miradas lánguidas y moribundas… Jesús misericordioso, tened piedad de mí. Cuando mis labios fríos y convulsos pronuncien por última vez vuestro nombre adorable… Jesús misericordioso, tened piedad de mí. Cuando mi cara pálida y lívida… y mis cabellos se pongan rígidos en mi cabeza… Jesús misericordioso, tened piedad de mí. Cuando mi imaginación, agitada de horrendos y espantosos fantasmas, quede sumergida en mortales congojas… Jesús misericordioso, tened piedad de mí. Cuando derrame las últimas lágrimas … de mi próxima destrucción, recibidlas, ¡oh Señor!, en sacrificio expiatorio, para que yo muera como una víctima de penitencia, y en ese momento terrible… Jesús misericordioso, tened piedad de mí. Cuando mi familia y amigos… se horroricen al ver mi situación y os pidan por mí… Jesús misericordioso, tened piedad de mí. Por los méritos e intercesión de María Santísima, Madre y abogada de los pecadores, que espero rogará por mí en la hora de la muerte… Jesús misericordioso, tened piedad de mí. Jesús, José y María, os entrego mi corazón y el alma mía. Jesús, José y María, amparad mi alma en la última agonía. Jesús, José y María, haced que descanse en paz el alma mía”. 3

Luego, en silencio, doña Clara salió al patio. Ya estaba oscuro y la débil lámpara del farol, lejos de iluminar, sólo proyectaba sombras espectrales por doquier. El silencio era absoluto, hasta los caballos parecían sumidos en la quietud del más profundo de los sueños. Todo en la casa respetaba y

3 Del Misal Diario. P. Luis Rivera. Edit. Regina, S.A.

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nada distraía la voluntad sin retorno de una mujer siempre segura de sí misma en cada momento que le marcaba la vida. El camino estaba trazado y ya toda reflexión se había convertido en inercia. Doña Clara se encaminó hacía el pozo. Su sombra iba delante, marcándole el camino; ella miraba al frente para no perderla. La sombra se dibujó en el brocal, trepó por él y se perdió en el hueco. Un Padre Nuestro salió de la boca de doña Clara que no llegó a terminar…

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DECIMOTERCERA PARTE

Era ya bien entrada la mañana y María seguía en la cama, profundamente dormida. De natural perezosa, si la madre no le retiraba las ropas de la cama le podían dar las doce. Medio despertó por la luz intensa que ya entraba por la ventana, y medio inconsciente se debió extrañar de que la madre no la hubiese despertado como de costumbre. Los pensamientos se fueron abriendo camino hasta la consciencia, y la misma consciencia le hizo incorporarse sobresaltada. Miró a la cama de al lado. Marta seguía acostada. Y llamó: “¡Ma!” Mientras salía de la cama siguió preguntando en voz alta: “¿Dónde estás, ma?” Miró por la ventana al patio solitario. Luego, instintivamente, dirigió su mirada al pozo. Fueron unos segundos los que su mente pudo tardar en elaborar un pensamiento en forma de incertidumbre: aquella soga, amarrada con muchas vueltas alrededor de uno de los postes del tejadillo del pozo y, sobre todo, la otra parte dirigida primero a la polea y luego en dirección al hueco, tensa e inmóvil, era la respuesta que le agarrotó la garganta y le paralizó todo el cuerpo por unos instantes; luego, María lanzó un grito desgarrador, “¡Maaadre!”, y salió corriendo al patio. Se dirigió temblorosa al pozo y se asomó al brocal. Cayó desmayada, mientras volvía a pronunciar, casi imperceptiblemente, la palabra madre.

Braulio, como si las palabras que doña Clara pronunciara el día anterior fueran una premonición de que se avecinaban acontecimientos extraordinarios para aquella casa, no debió poder resistir el deseo de irse para allí cuanto antes. Quizá las, confusas para él, palabras de doña Clara, tuvieran una explicación que por ahora se le escapaba, pero que presentía tenían su importancia, y esperaba averiguarlo. Comió cuatro bocados a toda prisa, tomó la moto y partió. Por el camino debió tener el pensamiento de que bien pudiera haber ocurrido el milagro que tanto había anunciado

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doña Clara, porque su rostro se iluminó de esperanza: “Marta, buena”, debió pensar. Así, el camino que separaba su casa de la de Marta fue visto y no visto para la moto a tope de gas. Le tuvo que sorprender a la llegada que, a esas horas, el portón que daba acceso al patio estuviese aún cerrado. Lo golpeó varias veces y, al no obtener contestación a la llamada, se fue dando un rodeo hacia la puerta principal. Allí hizo lo mismo y, ante el silencio por respuesta, pareció inquietarse. Al lado del muro que rodeaba el patio, un árbol le permitía, si se subía a él, observar lo que pasaba dentro. Quizá, y desde una de sus ramas, pasar al interior. Braulio no lo debió pensar más, porque a él se encaramó. Vio a María tendida al lado del brocal del pozo, y con la precipitación por la alarma que aquella visión le tuvo que causar, sin medir la altura, desde la rama se dejó caer al otro lado. Algo renqueante de una ligera torcedura que se había hecho al caer, corrió hacia el pozo, mientras el pensamiento seguro que le pedía sin lograrlo que pronunciara una palabra: “¡Marta!”.

Sin fijarse en María, Braulio se asomó al pozo. “¡Dios!”, exclamó. Y ya no se paró en otras consideraciones, pues acto seguido salió corriendo hacia la casa. Se dirigió a la habitación de las chicas. Ya desde la puerta, que permanecía abierta, sus ojos buscaron a Marta. Entró y se arrodilló al lado de la cama, cogió las manos de la joven y se las besó. Braulio lloraba, él que se preciaba de ser todo un hombre.

Seguro que el instinto, más que una decisión pensada, le hizo reaccionar. Arropó con mimo a Marta y salió corriendo. Abrió el portón, cogió la moto, y tan veloz como vino se dirigió al pueblo.

Antes de entrar en el pueblo habría de pasar por el puesto de la Guardia Civil, que estaba situado a la vera del camino. Debió pensar que, en esos casos, es primero a los guardias a los que se ha de dar aviso, y allí se dirigió.

Tú, Braulio, a diez metros de la puerta del cuartel, no esperaste más y gritaste.

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—¡Señor guardia! ¡Que doña Clara se ha debido matar!

El guardia que custodiaba la puerta, que medio entendió debido al ruido de la moto, te preguntó:

—¿Qué dices? ¿Quién dices qué…?

—¡Que vengo de la casa de la señora doña Clara y la encontré colgando! ¡Está colgada de la soga del pozo!

El guardia, persuadido seguramente de que no hacía falta hacer más preguntas, te dijo:

—¡Espera aquí, muchacho! Voy a avisar al sargento.

—Vayan ustedes. Yo voy a buscar al médico para María.

—Espera, no hace falta; lo llamaremos por teléfono.

—¡Que vaya, porque también la María está como muerta!

—Ya nos ocupamos nosotros. Mejor tú vuelve a la casa y espera allí. Y no toques nada.

—Pues entonces yo me vuelvo a la casa, que he dejado a Marta sola.

Y el guardia desapareció de prisa dentro del cuartel, mientras, con la misma prisa, Braulio regresaba. Todo seguía en calma en la casa. Braulio, después de asegurarse una vez más de que Marta estaba bien, se sentó cerca del pozo, con sus piernas cogidas por debajo de las rodillas y la cabeza apoyada en ellas. Los guardias llegaron pronto. Don Julio, el médico, a continuación. Ellos se ocuparon de todo. A don Julio le costó volver en sí a María. Reaccionó llorando, pero sin aspavientos, y se quedó allí, viendo la operación de rescatar a la madre. Braulio se fue a atender a Marta cuando don Julio certifico la muerte de doña Clara.

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EPILOGO

“Es mi voluntad y pido a todos que se cumpla y si no que la maldición de Dios caiga sobre vosotros que el llamado Braulio hijo de Tomás Cornejo que me ha servido fielmente y casado que está ante mí y ante Dios con mi hija Marta disponga de lo que en vida le he dado y que es algo mas de diez millones de pesetas entre dinero y joyas de mucho valor todo ello depositado en el cofre que le entrego para que lleve a curar a mi hija a donde don Julio sabe y hasta donde llegue que pueda hacer vida con ella como es su deseo. A mi hija María le dejo la casa y todo lo que en ella hay que es justo no hacer distingos entre dos hijas a las que quiero por igual que yo atiendo a la llamada de Dios y para que el milagro se haga según su voluntad y a ser posible que no haga otras cosas que por mis pecados me habría de dar castigo. Y pido perdón a todos y a todas a las que le hice mal que lo hice sin querer y que no haya nadie en este mundo que me juzgue según su parecer que ya lo hará Dios si a bien tiene y que nombro a don Julio el médico mi albacea para que mi voluntad se cumpla de la cruz a la firma. Clara Balbuena”.

Este es el escrito, tal cual, corregido de algunas notables faltas de ortografía, que apareció en el cofre, y que Braulio entregó a don Julio el mismo día, después de enterrada doña Clara, y sin haberse atrevido a abrirlo antes.

Quiso don Julio, y por ser legal, que estuviese presente el juez de paz del pueblo, quien ante la importancia del contenido, tanto del testamento, como del valor de aquel legado, levantó el acta correspondiente. Luego fueron a la casa de la difunta doña Clara para hacérselo saber a María, que no había asistido al entierro, por quedarse, según dijo, con su hermana Marta.

María no puso reparos a la voluntad de la madre, quizá porque a buen ojo le pareció equitativo el reparto. Sólo pidió a Braulio, que pues todo lo

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había arreglado madre, y para cumplir con su mandato, se llevara a Marta aquella misma tarde, pues que ella ya no necesitaba de su ayuda en la casa, a lo que Braulio dio su conformidad con mucho agrado.

Don Julio aceptó de buen grado ser albacea de doña Clara.

Se consultó con el párroco lo que hacía al casamiento que doña Clara mencionaba en su testamento, y el cura, después de verificar con Braulio que éste estaba conforme con lo manifestado y que se ratificaba en considerar a Marta su esposa, no tuvo mayor reserva y allí mismo los declaró marido y mujer.

Braulio se llevó a Marta a su casa, pues Tomás, el padre, no se opuso y hasta tuvo su momento de emoción, que a todos los presentes contagió, durante la sencilla ceremonia del breve casamiento.

María, con gran entereza, que todos alabaron, se ocupó de la casa, y ayuda no le llegó a faltar desde el primer momento. A Antonio y a Braulio, en las atenciones que precisaba la casa, le sucedió Benito, el mozo que andaba detrás de María, y que ya la misma noche del día en que fue enterrada la madre se ocupó de atender el establo y de acompañarla en el sentimiento. Se casaron pronto, pasadas las misas que se oficiaron por el alma de doña Clara, que fueron muchas y muchos los responsos, pues el párroco no hubiese consentido que fuera enterrada en sagrado sin antes hacerle esa promesa sus deudos.

Y pienso que no debió haber problemas entre Benito y María, pues se les vio felices y contentos cuando el tiempo dejó atrás el luto de rigor, es decir, de dos años, y que María observó escrupulosamente.

Don Julio se ocupó de que Marta fuese operada en un país extranjero, en donde a su conocimiento había llegado que era posible tratar el mal que aquejaba a Marta. Se recuperó parcialmente. Pudo hablar y andar de momento con muletas, que las piernas no le llegaron a responder del todo. Pero para Braulio se había hecho el milagro que anunciara doña Clara, aunque no había sido del todo como doña Clara anunciara, especialmente en lo tocante a la destrucción de la casa y la muerte de los que en ellos

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moraran, y ya le fue posible medio comprender las palabras que le dijera cuando le entregara el cofre. Se hizo muy devoto, especialmente de la Virgen del Rosario, y se consideró desde entonces algo así como la mano de Dios para que se hubiese hecho su voluntad, que eso si recordaba que doña Clara lo había dicho. Nada de esto Braulio hizo explícito ante los demás, pienso que sería porque no pensaran sus vecinos que se había metido a beaterías.

Fueron gastados algo mas de cinco millones en la curación de Marta, y, más tarde, de acuerdo estuvo Braulio en consignar un millón más para un artilugio ortopédico que don Julio supo se había inventado para casos como el de Marta, y que prometía poder andar casi con normalidad a quien pudiera disponer de él. Del resto de aquella considerable fortuna, Braulio dispuso libremente, y pronto tuvo un bonito establo con doce yeguas y dos garañones. También una carretela tirada por un percherón, con la que gustaba pasear a su Marta. Tomás, el padre de Braulio, ayudó a los jóvenes y acepto con complacencia la situación mientras vivió, que no fue por mucho tiempo, pues murió de unas fiebres malignas que, al decir de la gente, se las había pegado la Carmela, y no sólo a él, sino a otros que no es necesario mencionar y no sé por qué lo traigo a cuento. Braulio se buscó una ayuda para atender los caballos, y encontró un zagal medio falto de entendimiento y corto de ideas, aunque listo como el hambre para las cosas que constituían la rutina y con las que se ganaba lo que necesitaba para ir viviendo.

Cada cual con sus secretos vivió lo que la vida le deparó y nadie hizo de ellos arma arrojadiza contra nadie, ni nadie se preocupó de conocerlos.

La casa de doña Clara siguió próspera, aunque a Benito pronto le dio en cambiar los caballos por vacas, y, como decía, Dios debió olvidarse del mal que había de acontecerle, que debió ocurrírsele en un momento de divina ira.

Y como no era para menos, a las gentes del lugar, pasado el tiempo, les dio por llamar a las hijas de doña Clara, doña Marta y doña María.

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Y por mi parte, aquí termina esta historia. Bien haya quien a los suyos se parece.

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