Jaime era un caso típico de persona acomodada al papel forzado que pusieron en sus manos allá por su niñez. Su voluntad careció, incluso, de la única contingencia que disponemos a lo largo de la vida: seguir nuestro destino en lugar del que se empeñan en marcarnos. Fue así que sus padres lo metieron en el seminario, como el que dispone de un mueble de su propiedad.
Jaime, al principio, aquello lo llevó mal, pero allí estaban preparados para esas contingencias menores, producto natural de una voluntad infantil siempre rebelde a lo que marcan los cánones, y poco a poco, sin encrucijadas en su camino -no había caminos alternativos dentro de los muros de aquel centro-, tomó el único camino que visualizaba su dirigido y unívoco pensamiento. Así, Jaime, sin elección posible, se aferró a su profesión de fe, cimentada de miedos y esperanzas, y aceptó ser vasallo del Dios que le habían pintado; se volvió beligerante con los hombres libres y fue un buen cura, casi perfecto. Ponía tanto ardor en los cometidos de su ministerio, que llegaba a las gentes metiéndoles el miedo en el cuerpo, el mismo miedo que él sentía. En definitiva era de lo que se trataba. Pero como todo los miedos inducidos, era un miedo que cada cuál soslayaba a su modo; el que más y el que menos, fuera de su influencia, hacía de su capa un sayo y se tiraba al monte, gracias a Dios. Él los perdonaba siempre, ¡cómo no!, en el nombre del Señor, y no era severo en las penitencias, quizá por un cierto espíritu liberal, o agiornado, como decían de él los pedantes.
Jaime, de naturaleza exuberante, también era un hombre que se abrasaba de deseos. Cuando esto ocurría, siempre hacía lo mismo: imploraba a su Dios la fuerza necesaria para superarlos. Casi siempre lo conseguía, y digo casi, porque en sus sueños las cosas no eran así. Jaime no comprendía aquella doble vida, la de la vigilia virtuosa y la de unos sueños, al decir de él, siempre de pecado y sin su Dios como referencia. Y así iba transcurriendo su vida, seca de día en soles ardientes y por la noche húmeda de rocíos balsámicos.
Una noche fue especial, coherente de secuencias, larga de sensaciones, completa de satisfacciones, libre.
Jaime sentía vivir en un mundo diferente. Era un mundo sin Dios, sin pecado, sin miedos; no existían leyes, mandamientos, ni jueces de togas negras y ojos negros de fuego negro. La vida discurría placida y todos los humanos parecían felices y contentos. No se rezaba, ni se imploraba, ni se ocultaban, ni se exhibían; simplemente estaban allí, exentos de maldiciones y de prejuicios. Y Jaime vestía una blanca túnica -que no existía el negro-, y caminaba descalzo por un verde prado -que no existían caminos-, y un arroyo era la música, y las flores el aroma, y las nubes, viajeras, carrozas blancas que transportaban veloces los pensamientos efímeros de los hombres. Todo eran sensaciones; no se pensaba, ni se razonaba, ni se imaginaba, ni se hablaba, sólo se sentía. Y en aquel mundo de los sentidos, Jaime los desplegaba todos, los abrazaba todos, los entregaba y los recibía todos, fundiendo su cuerpo con otro cuerpo, el cuerpo de una forma etérea en forma de mujer.
Cuando Jaime despertó, intentó volver al sueño. Jaime estaba extenuado, bañado de sudores que resbalaban sobre su cuerpo en perlas de nácar. Y cerró los ojos para no ver el día del pecado, de la virtud vencida, y de nuevo se dormía. Su corazón, roto de espasmos, dejó dormir, al fin, a aquel martirizado cuerpo para siempre.