El Cielo prometido

Publicado el 2 agosto, 2021Editar «El cielo prometido»

Antonio cogió de la mano a María y se pusieron a andar. Iban callados y era Antonio el que marcaba el camino. María siempre confiaba en su esposo, por eso no le preguntó a dónde la llevaba. De frente el camino estaba despejado, pero a lo lejos se divisaba una montaña que ocultaba su cumbre detrás de las nubes. Sin perderla de vista, Antonio se dirigió a ella. Ya donde el camino llano se acababa, la montaña comenzaba a hacerse presente a los pies de ambos caminantes.

—Vamos a subir por esta montaña —dijo Antonio a su esposa.

—¿Para qué?

— Vamos a ver el Cielo desde allí arriba

—Ya vemos el cielo desde aquí, ¿para qué ese esfuerzo?

—No me refiero al cielo que se ve desde aquí, quiero que veamos el Cielo del que nos han hablado y al que van las almas cuando dejan el cuerpo. Cuanto más cerca estemos de él, mayor es la posibilidad de verlo y no sólo imaginarlo.

—Pero, Antonio, el cielo al que tú te refieres no sabemos si está allí arriba, allí sólo veremos mejor el firmamento.

— Mujer de poca fe, si nunca estuvimos tan arriba como nos permite esta montaña, no podemos asegurar que desde allí arriba no veamos sino la misma cosa que desde aquí. Nadie antes subió esta montaña hasta su cumbre.

—Antonio, no podremos llegar hasta allí arriba.

— Lo intentamos, María, el propósito bien vale la pena, ¿no te gustaría ver cómo es el Cielo?

—Pues sí, pero creo que sólo lo veremos cuando muramos.

—No, María, el cielo debe estar en alguna parte, sólo hay que buscarlo.

—Como tú digas, pero no conseguiremos subir esta montaña hasta el final.

Y Antonio, llevando a su esposa de la mano, comenzó la escalada. Ya llevaban una hora subiendo, que el esfuerzo se hacia notar, sobre todo en María, que sólo daba un paso más gracias a que Antonio tiraba de ella.

—María, esfuérzate un poco, ¿piensa en ese Cielo que nos han prometido y veamos si vale la pena todo lo que nos dicen que debemos hacer para alcanzarlo. Subir esta montaña es mucho menos.

—Yo estoy muy cansada, Antonio, no lo lograremos.

—¿Quieres decir que ningún esfuerzo vale la pena?

—El que nos obliga la vida, pero esto que tú intentas es forzar los acontecimientos.

Antonio no dijo nada y siguió forzando a María a seguirle. Agotados, exhaustos, después de tres horas, al fin consiguieron llegar a la cumbre. Pero sus cuerpos ya no pudieron alcanzar el objetivo, porque ambos fallecieron del esfuerzo sobrehumano al que los sometieron. Quizá, sus almas, sí, consiguieron ver cómo era el cielo prometido, pero ya sus cuerpos, sus sentidos no pudieron saber si había valido la pena. Nadie ha conseguido saber cómo es ese Cielo mientras estuvo vivo, es posible que no exista, pero este supuesto sólo es inadmisible para personas como María, que fue obligada a creer en él.

Que la fe mueve montañas es un dicho; también se podría decir que la fe hace que subas las montañas más altas, aunque el cuerpo no lo aguante. El alma va incluida en la fe, y la fe, por lo visto, es ciega..

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