No se sabe, o nadie lo sabía en el pueblo por qué era como era y por qué aquel hombre era un señor. Se podría explicar por el bajo índice de cultura de sus habitantes, incapaces de sostener un mínimo de dignidad frente al poder del Señor. Todos le temían, nadie nunca osó enfrentarse a sus tiránicos métodos. Y cómo no habrían de temerle con la leyenda que había acumulado durante su vida… Nunca se casó, pero tuvo tres o cuatro hijos bastardos que no reconoció como hijos legítimos. Esto sólo lo sabían las madres que los parieron, que aleccionadas por el Señor, se guardaron de publicarlo. Se decía en cenáculos privados que no trascendían, que el Señor había matado a su hermano para quedarse con la entera herencia de sus padres. Nunca pudo ser probado, el Señor era listo, o más listo que los demás, incluida la policía. A más de uno de los vecinos les obligó a que le cedieran tierras que le apetecían para aumentar su gran fortuna, acumulada con sus malas artes. Con razón era un señor. Lo de Señor le venía porque todo aquel que se dirigiera a él, debería comenzar con esa palabra de respeto: Señor. Todos sabían que no usar esa fórmula de cortesía con él, podía caer en desgracia; el Señor no lo perdonaba. El Señor no vivía sólo. En su casa convivían tres mastines de presa que amenazaban a cualquiera que se acercaba a la verja de la casa, y dos mujeres jóvenes que hacían el oficio de criadas. Las consideraba pagadas con el alojamiento , la comida y el vestido que obtenían por sus servicios. Pero los rumores corrían en el silencio de aquel cementerio de fantasmas. Cuchicheaban los hombres en el bar, las mujeres en los quicios de las puertas vecinas, que el Señor tenía amancebadas a las dos mujeres que le servían. En alguna ocasión, al ir a comprar el pan, alguna había aparecido con moratones, que justificaba por haberse golpeado sin querer con algún objeto. Cualquier bajeza imaginable era atribuida al Señor, pero el temor de las gentes era tal, que nadie osaba acusarlo.
Un día dejó de ser visto en su costumbre de merodear por la calle para recibir la dosis de pleitesía de sus vecinos. Comprobaba, así, que todo el mundo guardaba con él las formas y que no tenía que temer a ningún sublevado. Las hipótesis corrían de boca en boca: si se habría ausentado del pueblo, si estaría enfermo. La incógnita quedó aclarada cuando una vecina oyó quejidos que venían de la casa del Señor. Los quejidos eran tan fuertes que sólo podían significar una cosa: que el Señor estaba gravemente enfermo. Las criadas no lo afirmaban ni lo desmentían, seguían su tónica de silencio en lo relativo al Señor. Aquel rítmico sonido que produce el dolor parecía no tener fin. El médico no existía en aquel pueblo, debía de ser llamado de uno vecino, algo que nadie hizo y nadie le vio aparecer por la casa del Señor. Al fin, después de más de un mes de oír aquellos quejidos, estos se fueron debilitando hasta desaparecer. La casa del Señor permaneció en el más absoluto silencio. La gentes comenzaron a darlo por muerto, confirmado pasado algún tiempo por las criadas.
Lo que sucedió después fue algo difícil de creer. La casa del Señor tenía un horno, como casi todas las de aquel pueblo. De la casa nadie vio salir el cuerpo sin vida para ser enterado en el cementerio. Lo que si vieron fue salir humo por la chimenea, extraño siendo verano. Las criadas habían incinerado al Señor en aquel horno, siguiendo la última orden recibida del Señor. A partir de esa evidencia, en el pueblo se desató una furia de reivindicaciones: los bastardos reclamaron parte de la herencia, los que fueron esquilmados reclamaron sus tierras, las criadas se negaron a abandonar la casa, todos tenían o adujeron resarcirse de alguna cuenta pendiente con el Señor. La enemistad general fue grande en aquel pueblo durante mucho tiempo, toda una generación que vivió el tiempo del Señor
La generación siguiente en aquel pueblo creó una leyenda que ensalzaba al Señor, pareciera que necesitaban al hombre preclaro, ilustre sin el cual ninguna pueblo se puede sentir orgulloso de su historia. Le erigieron una estatua en la plaza del pueblo con la siguiente leyenda en la peana:
A nuestro benefactor, sin el que este pueblo nunca habría pasado a la historia.
Y así, los pueblos siguen creyendo que no son nadie para juzgar a sus líderes, y si no los tuvieron, los inventan.