Recupero, de 2004, esta verídica historia que escenifica un suceso lastimoso, más por su localización que por lo jodidamente doloroso que fue. No se lo deseo a nadie. Y se lo dedico a Claudia, «Hola, Claudia. Me cuenta tu padre que ya pasaste por el mismo mal trago y que todo ha ido bien. Anímate y cuéntanos tu experiencia»
***
Esa noche dormí mal; debería añadir que peor que en otras ocasiones. Lo normal para mí es no dormir bien, y luego eso lo noto en mi cuerpo, en todo mi cuerpo, con la sensación de haber efectuado trabajos forzados. Me recupero durante el día, si como es mi costumbre, no hago nada de ejercicio físico ni trabajo que no sea el ocasional que demanda mi casa.
Pero esa noche que dormí mal, pareciera especial tan sólo por una razón: me dolía el culo, o por centrar el dolor, éste estaba localizado en la zona llamada perianal. Palabra de honor que yo no había hecho nada y, por supuesto, nadie me había hecho nada por allí.
Se trataba –me di cuenta por otro precedente- de un aviso de fisura. Me puse a temblar. En la ocasión anterior había sufrido de algo así, y nunca lo olvidé, como no olvidaré un cólico nefrítico o los dolores de muelas que padecí para perderlas. También me acordé del tomate. El tomate es un remedio casero que alguien me pasó como el que pasa una experiencia que dignifica al hombre en su lucha por el progreso. Con suerte, una rodaja de tomate sobre la parte afectada obra el milagro de abrir el acceso. No sé por qué lo llaman acceso, si más bien eso no hace otra cosa que empujar. Es cierto que termina abriéndose camino, pero no antes de forzar una puerta inexistente, con la virulencia de un volcán antes de ser volcán. El tomate facilita la cosa, cuando la cosa colabora con el tomate. No fue así en esta ocasión, quizá era prematuro, así que me fui al médico pensando que me daría algún analgésico fuerte. Quiso que se lo enseñara. Adopté ante él la postura del musulmán que ora mirando hacia la Meca y dijo: “Esto está muy feo; le sugiero que vaya al hospital y le vea un cirujano”. En ese momento yo era ya un hombre sin dignidad y no me importaba seguir presumiendo de no haber sido nunca intervenido quirúrgicamente; lo que deseaba era acabar con aquel terrible dolor que doblaba mi cuerpo hasta adoptar la postura de estatua de cera que se derrite.
El cirujano y mi culo, de nuevo, a su disposición; podía hacer con él lo que quisiera. “Vamos a prepararle para un intervención inmediata” ¿PREPARARME?, pregunté alarmado. “Le voy a intervenir con anestesia general; cualquier otro método sería, además de doloroso, incompleto; necesito explorar a fondo”. Hágase en mí según su voluntad, doctor, le dije como en un quejido apenas perceptible.
Sala de quirófano. Me rodean no menos de cinco personas ataviadas con batas verdes, cofia y mascarilla. Me ayudan a colocar las piernas sobre unos soportes que yo ya había visto cuando las mujeres van a parir. Por mi mente pasó un pensamiento que sólo a una persona que escribe ficciones se le puede ocurrir: “allí, dándome por culo, había alojado un extraterrestre en forma de bicho espantoso”. Sin duda plagiaba mi pensamiento alguna escena vista en esas películas. Alguien dijo: “Cincuenta”…
Frente a mí, el cirujano me pregunta, “¿Qué tal, José?”.
Bien, ¿cuándo empieza, doctor?, le digo. “Ya hemos acabado”, me dice. No lo podía creer. Para comprobarlo apreté el esfínter que había sido mi tortura los últimos tres días. No había duda, aquello funcionaba normalmente; volvía a tener el culo que me merecía, habida cuenta que nunca lo había sometido a ningún exceso.
JDD 2004