La familia Martinez se prepara para asistir a la invitación que le propuso la familia Requeno. La familia Requeno se ha comprado un chalet y quiere compartir con sus amigos, los Martinez, el orgullo de ser unos privilegiados. Cenarán juntos y podrán percibi la envidia que les tienen, algo que siempre alimenta.
Ambas familias tienen sendas hijas de aproximada la misma edad, alrededor de los veinte años. Son bellas y no han tenido trato anterior, pues la amistad de los padres se circunscribe al hecho de haber convivido un verano en Benidorm en apartamentos contiguos, de eso hace ya tres años. Las jóvenes, por entonces, se dedicaban a tontear con otros jóvenes de igual edad que aparecían por allí con sus padres por idéntico motivo. Si alguna de estas dos jóvenes en aquella ocasión había conocido varón, no importa para el desarrollo de esta historia.
Después de saludarse, la anfitriona los invitó a sentarse en una mesa redonda, ya montada y situada en la terraza del chalet .
Las sillas guardaban las distancias convenientes excepto dos que, por extraña razón, estaban más juntas que las demás, y fueron estas las que, precisamente, ocuparon las dos jóvenes, que no hicieron ningún desplazamiento para situarlas más separadas. Los padres entraron en dialogo cruzado y las jóvenes en miradas en escorzo y sonrisas que nadie podría juzgar significativas de alguna intención interpretable.
Trascurria la cena apacible. Las dos jóvenes aún no habían pronunciado palabra, dadas como estaban en el dialogo de los gestos.
Isabel, que ese era el nombre de una de las jóvenes, sintió primero una pequeña descarga eléctrica y luego un calor que irradiaba a lo largo de su pierna. La mano de su compañera de mesa se había posado deliberadamente en su muslo, previo desplazamiento del vestido. La reacción fue en ambas diferente. La de la mano furtiva, Teresa, sonreía mientras miraba a su vecina, la del muslo invadido, Isabel, que mantenía su cara al frente y los ojos cerrados, como disfrutando de un sueño. La mano de Teresa buscó un nuevo emplazamiento en el muslo de Isabel deslizándose hacia arriba sin encontrar obstáculo ni resistencia. El intento, si lo la había, de explorar otras zonas, tuvo que ser interrumpido. Habían terminado de cenar, y encontraron que unas copas o café las tomarían más cómodos en unos sillones alrededor de una mesa de te. Las jóvenes se disculparon con el pretexto de no apetecerles ni café ni bebidas; se iban a dar una vuelta, dijo la hija de los anfitriones, por los alrededores de la finca.
Lejos de los padre, enfrascados de nuevo en la conversación interrumpida, Teresa, por fin, habló mientras cogía la mano de Isabel: «Vamos, te enseño la casa y mi habitación, quiero tu opinión sobre el diseño particular que a mí me gusta». Isabel se dejó llevar, parecía algo hipnotizada.
El chalé no era un museo de estilos, más bien funcional. Teresa abrió una puerta mientras decía sin dejar de sonreír: «Esta es mi habitación, y la tuya, si quieres».
Isabel continuó con el mutismo al que le forzaba una situación previsible. Una vez dentro, Teresa cerró la puerta con el pie mientras seguía arrastrando a Isabel en dirección al abismo. Ya en el borde, las dos jóvenes se situaron frente a frente. Teresa, con un leve empujón, hizo que Isabel cayera sobre la cama, esperando una respuesta que no hubo. Luego dos cuerpos se amalgamaron, corrieron ríos de sudor y flujos hasta quedar extenuados, uno al lado del otro, mirando al techo.
Las dos jóvenes decidieron apartarse del mundo convencional y vivir juntas. Amor, pasión, curiosidad, la naturaleza en estado equívoco, quizá nada de eso: Teresa e Isabel habían descubierto a Safo y se apropiaron de ella. Nada nuevo, Safo ya había marcado el camino cuatro o cinco siglos antes que Cristo viniera al mundo a redimir a hombres y mujeres de sus pecados. Quizá llegó tarde y hombres y mujeres siguieron pecando.