juan y su hermano antonio

Yo me llamo Juan y soy hermano mayor de Antonio. Nada de lo que voy a contar sería digno de ser contado si no fuese uno de esos relatos que parecen más bien cuentos; lo digo por el ingrediente fantástico que destila. Yo soy periodista y escribo como periodista; es decir, que lo mío es relatar acontecimientos ajustándome a los hechos ciertos, y aunque pueda, en mis ratos de ocio, escribir otras cosas puramente literarias, en este caso no puedo menos de recurrir al medio oficio de escritor de fantasías, que también soy, para poder contar un hecho real pero fantástico, muy a mi pesar, pues tratándose de mi hermano, bien quisiera que su caso no fuese tachado de cuento. El lector, por supuesto, podrá, si así lo desea, elegir entre considerarlo un relato o un cuento, sin tener en cuenta cuál sería mi deseo.

Íbamos mi hermano y yo, de esto hace quince años, juntos y yo conduciendo mi coche, a ver unas tierras que interesaban a la familia. La carretera comarcal estaba en pésimo estado y todo se podía esperar de ella. Jóvenes que éramos, la prudencia todavía no era algo que formara parte de nuestro patrimonio, así que íbamos casi volando por encima de los mil baches que presentaba lo que yo, eufemísticamente, he llamado carretera. Tomé una curva sin visibilidad como si fuese la recta de despegue de un aeropuerto y, por esquivar una vaca que cruzaba en ese momento, me fui con el coche a parar en seco, pero porque se interpuso una enorme piedra, que Dios sabrá quién o cómo había ido a dar allí; cosas de la casualidad, dicen. Del golpe, mi hermano salió peor parado que yo, ya que fue proyectado hacia delante, partiendo el parabrisas con la cabeza y quedando medio cuerpo fuera del vehículo. Yo, contusionado de menor gravedad, como pude liberé a mi hermano de aquella esperpéntica situación, observando que estaba inconsciente y sangrando abundantemente. Le anudé en torno a la frente mi pañuelo y pedí a Dios que funcionase el coche para poder trasladar a tiempo a mi hermano al hospital. Dios debió escucharme, por primera vez que le pedía algo, y el coche se puso en marcha. Coloqué, con gran esfuerzo de mi parte, a mi hermano tumbado en los asiento traseros y partí raudo hacia el hospital, con la esperanza de que allí pudiese recuperarse de cualquier daño que hubiese sufrido, pues no entraba en mi cabeza que fuese a perder a mi hermano de forma tan estúpida.

Ya en el hospital, los camilleros lo introdujeron directamente a un quirófano de urgencias. Llamaron a médicos, anestesistas, enfermeras, por un teléfono interno y me dijeron que entrara en la sala de espera contigua, que me comunicarían una primera evaluación del estado de herido y de lo que procediera hacer.

Vi, inerme, el trasiego de gente con batas verdes entrar y salir y mi incertidumbre fue creciendo a medida que pasaba el tiempo. Ya no tenía muy seguro que mi hermano saldría de esa. ¿Qué podía hacer? Era mi hermano, me sentía de algún modo culpable. Desde luego no parecía lo más propio que yo estuviese en la sala de espera, y valga la redundancia, a la espera de ser informado. Se me ocurrió una idea. Si conseguía una de aquellas batas verdes y una mascarilla, seguro que pasaría desapercibido y podría entrar en el quirófano; al menos podría estar al lado de mi hermano. No fue difícil. En el pasillo que nos condujo al quirófano pude ver una puerta rotulada “Vestuario de quirófano”. Allí me fui sin más pensarlo. Cuando el pasillo estaba despejado, me introduje dentro. Me puse una bata, más bien larga para mi talla, un gorro de tela, hice como había observado, ponerme una especie de bolsas de plástico en torno a mis pies y una mascarilla, y salí de esa guisa, decidido a penetrar en el quirófano.

Cuál sería mi sorpresa, que toda aquella gente que yo poco antes había visto entrar para atender a mi hermano, no estaba allí; sólo una mujer parecía ocuparse de limpiar instrumental quirúrgico, y que ni siquiera se volvió al advertir mi presencia. Pregunté: “¿Y el paciente?” La mujer, sin volverse, dijo escueta: “Al tanatorio; estaba muerto”.
–¿Dónde está el tanatorio?—pregunté mientras me quitaba aquella indumentaria de ocasión
–¿Quién es usted?—preguntó la mujer, volviéndose esta vez.
–Soy su hermano.
–Ah, comprendo; salga por esa puerta, encontrará un pasillo largo, al fondo verá un letrero que dice Tanatorio.

No me despedí y salí por aquella puerta como una exhalación, dejando a la mujer indiferente, que siguió con su cometido.

Mientras recorría el pasillo, casi no podía pensar. Tampoco darle significado a aquella velocidad con la que quería llegar al lugar donde, supuestamente, habían depositado el cadáver de mi hermano, si ya nada se podía hacer por él. El caso es que, de dos zancadas, me planté frente a la fatídica habitación que nada bueno guardaba. Entré sin pensarlo. La habitación, pequeña, sólo tenía en el centro un catafalco de madera. Sobre el catafalco, un féretro que debía haberse usado múltiples veces, pues carecía del brillo que tienen todos los féretros nuevos. En un lateral de la exigua habitación, un par de sillas y dos mujeres sentadas que hablaban entre ellas, incluso sin dejar de hacerlo cuando entré de forma tan intempestiva. Me dirigí directamente al féretro, pues estaba descubierto, y tan pronto como llegué a la vertical, observé horrorizado que el cadáver no era el de mi hermano, sino el de un viejo consumido de vejez.. Me volví hacia las mujeres y pregunté:
–¿No acaban de traer aquí a un joven?
Una de ellas contestó:
–No; nuestro padre lleva aquí desde esta mañana, y esperamos el traslado al cementerio.
–¿Hay alguna otra habitación que se use como tanatorio?—pregunté.
–Que nosotras sepamos, no hay otro; cuando necesitan poner otro cadáver, le hacen sitio aquí.

No podía entender nada. ¿Adónde habían llevado a mi hermano? Salí de allí y volví a recorrer el largo pasillo. Entré en el quirófano de nuevo y allí seguía la mujer.
–Oiga, mi hermano no está en el tanatorio.
–Señor, no puede entrar aquí así, haga el favor de salir. No sé de qué hermano me habla.

Hubiese querido coger de la garganta a aquella mujer y estrangularla, pero lo que hice fue salir de nuevo al pasillo, esta vez al primero que había tomado para llegar al quirófano y me dirigí a la recepción del hospital.
–Oiga, no sé qué sucede. Acabo de ingresar a mi hermano mal herido, lo han conducido al quirófano, luego allí no estaba; me dijo una enfermera que lo habían llevado al tanatorio, cadáver, pero en el tanatorio no estaba, luego…

La señorita que me escuchaba me pidió calma con la mano, me callé en espera de que hablara.
–Nadie ha ingresado malherido en las últimas horas, así que nadie podía estar en el quirófano. Si el señor, como supongo, que está en el tanatorio no es su hermano, usted debe estar pasando por una alucinación. ¿Quiere que le atienda un médico?

No le respondí. Salí del hospital y fui a buscar mi coche. Y otro sobresalto: mi coche estaba sin muestras de ningún choque. Me puse al volante y regresé a casa. Mi hermano Antonio salió al patio para recibirme. Sonreía.

Han pasado quince años. Durante todo este tiempo he buscado una explicación y no la he encontrado. Estoy seguro que no fue un mal sueño, porque al día siguiente del supuesto accidente, fui al lugar donde habíamos, supuestamente, chocado, y allí, en la piedra, estaban las señales del violento choque.

Ni como hipótesis he pensado en un milagro; hoy, después de tanto tiempo, busco una explicación racional, aunque con ello la vida se convierta en algo irracional, que bien podría ser..