Han pasado tres noches sin que las luces de la ciudad me propongan una historia, algo, nada. Lucidez me recuerda que no les exija una historia fabricada ad hoc para cubrir mi hastío con pesadillas, dramas, desengaños o cualquier situación humana que llame la atención de mis lectores. Porque todo no es sino una reiteración vulgar de la vida que nos hemos querido dar, y a nadie interesa si no es singular.
Estoy absorto mirando la nada de la página en blanco de Word. El realismo mágico puede volver, espero, en cualquier momento, y esa página se llenará de letras, palabras que contarán una historia real, y yo pensaré que esa historia puede interesar a mis lectores.
Mi cuello, envarado de mantener fija esa posición esperando el milagro, gira a derecha e izquierda la cara para desentumecerse. Mis ojos absorben las luces de la ciudad a falta de otro contenido en la lejana oscuridad de la noche. Algo inusual ha cambiado: un amplio sector de aquel mosaico luminoso ha desaparecido. ¨Vaya, un apagón¨, me digo, y mantengo el foco en aquel fenómeno inesperado. Lo he llamado fenómeno, ¿lo es? Un apagón no es el fin del mundo, pero tampoco es algo que pase desapercibido; a la mañana siguiente la prensa, la radio, la televisión mencionarán el hecho y lo atribuirán a un accidente fortuito que, probablemente, sólo duró un tiempo limitado. Desde luego nadie hablará de las consecuencias, de lo que sucedió durante aquella oscuridad. El imaginario popular dirá que durante ese apagón se multiplicaron por X los bebés engendrados, ya se había dicho esto en ocasiones parecidas. Quizá, si el tiempo fue de varias horas, dirán que se produjeron descongelados de alimentos que hubo que tirar en mal estado. La compañía eléctrica responsable compensaría a los consumidores en las próximas facturas. Y si en lugar de un accidente hubiese sido un atentado, ¿lo dirían? Dirían ¨se esta investigado el orígen¨.
Mientras divago en esas cosas accesorias e insustancialesque nos son otra cosa que suposiciones, una luz solitaria modifica la monotonía de aquella mancha uniforme. ¿Por qué aquella luz? Con el fiasco anterior presente, no busco razones extrañas, seguramente allí han puesto en marcha un generador de corriente o una batería de emergencia. Pero esta simple explicación no aparta mi interés y sigo dándole vueltas a otros exotéricos motivos que induzcan una historia. Lucidez insiste en prevenirme que voy por mal camino, que si sigo elucubrando posibles e imposibles historias, que perderé el tiempo.
El regreso de la electricidad termina con mi enfermiza tendencia a imaginar cualquier cosa.
Regreso a la pantalla. «¿Quién escribió todo esto?», me pregunto perplejo. Un par de páginas de Word aparecen ahora llenas de `palabras. Leo por si aquel texto me devuelve la memoria perdida. Parece una historia, y no la reconozco como mía, pero nadie ha podido usar mi ordenador mientras miraba las luces y el apagón de la ciudad. ¿Me estaré volviendo loco?
Antes de darle a borrar a aquella intrusa, la leo completa por curiosidad. «No está mal», digo cuando llego al final inacabado, «No me importaría hacerla mía», añado. Corrijo el texto, especialmente las comas, un detalle que yo intento cuidar con esmero, aunque no siempre lo consiga.
Esto es lo que contaba:
«Una joven llamó al timbre de mi puerta. Vi su rostro en el monitor del portero electrónico. La imagen no era muy precisa, pero suficiente para no tomar precauciones. Pregunté qué deseaba:
–Perdone, señor, si me concede unos minutos de su tiempo, le haría una demostración de una maravillosa máquina que le haría más fácil la limpieza de su hogar. ¿Está su esposa en casa?
Aquella joven con esa pregunta me dejó indispuesto, pues daba por prioritario mostrar su maravillosa máquina a la trasnochada figura del ama de casa.
–No, no tengo esposa, vivo solo –seguí aquel incómodo diálogo a través del portero.
–Disculpe, señor, en ese caso mayor motivo para encontrar la ayuda que necesita en está máquina maravillosa.
La joven seguía con una torpeza manifiesta; si no había una mujer en casa, suponía que yo debía tener dificultad para tener limpia mi casa. Pensé que ya era una desgracia personal para aquella joven el ganarse la vida de aquella forma, que no me atrevía a calificar, y decidí abrir la puerta. Ahora era yo el que deseaba, no adquirir su máquina maravillosa, sino comprar su vida. Vería hasta qué punto la joven estaba dispuesta a todo lo que me propusiera.
Abrí la puerta lo suficiente para visualizarla y tener una opinión más ajustada que la que me ofrecía una mala imagen del portero. Me sonrió. No vi que portara ninguna máquina, en sus manos, sólo un bolso de plástico, y le pregunté algo obvio:
–¿Y esa máquina maravillosa, donde está? ¿Cómo piensa hacerme la demostración?
Dejó de sonreír y se puso sería. Sonriendo o seria, me pareció una joven hermosa. Abandoné esas cuestiones previas y le abrí de par en par la puerta.
–Pasa, ¿cómo te llamas? –le pregunté tuteándola mientras dejaba franca la entrada.
–Me llamo Manuela, para los amigos Lola.
No podía empezar mejor mi asalto a su vida; no le había pedido su amistad y ya ella me la ofrecía al primer contacto. La máquina maravillosa había pasado a segundo plano, ahora era menester desarmar sus defensas, si de alguna intentara servirse.
–Vamos al salón, estaremos más cómodos –le dije ensayando una sonrisa nerviosa.
«Estaremos más cómodos» no era una expresión improvisada. La joven debería entender que estaba ofreciendo una atención al margen del objetivo comercial. Volvió a sonreír y yo pensé que había empleado la expresión correcta. Me puse en marcha hacia el salón después de cerrar la puerta y la joven me dio otro signo de buena disposición: no me siguió, se puso a mi lado mientras caminábamos. Nos tocábamos.
– Lola, ¿te puedo llamar Lola? –le pregunté volviendo mis ojos para captar su reacción.
–Sólo si me dices tu nombre –me respondió, ahora con su sonrisa más amplia.
Sin presumir de conocer a las mujeres, estaba empezando a pensar si no sería mi vida la que la joven querría comprar. Un trueque podría ser una transición justa: mi vida por la suya. Ya en el salón, la invité a tomar asiento en uno de los sofás individuales mientras yo permanecí de pie. Le pregunté:
–¿Te puedo ofrecer algo, Lola? De lo que tenga, es tuyo.
–Sólo tomo algo con las personas que conozco, aún no sé tu nombre.
–Oh, perdona, me llamo José, Pepe para los amigos –le dije sonriendo, por mi parte sin malicia.
–Pepe, me gusta Pepe, ¿tienes cerveza? –preguntó tan desinhibida, que hasta me resultó incómodo; pensé que ya me estaba tomando la delantera.
–Te acompañaré con otra cerveza, espera –y me fui hacia la cocina.
Por el corto camino fui pensando qué deseaba obtener de aquella joven y cuál la estrategia a emplear. No era un experto en mujeres y me preocupaba errar el tiro y quedar como un estúpido. Quizá fuese ella la que marcara la pauta y no me pareciera mal. Tomé dos botellines de cerveza del frigorífico y pregunté alzando la voz:
–Lola, ¿quieres un vaso?
–No, Pepe, me encanta el cuello de la botella.
!Dios! Ya no tuve duda: la vendedora de la máquina maravillosa era una puta con servicio a domicilio…
Ahí terminaba el escrito fantasma. Los puntos suspensivos indicaban dos cosas: que alguien pensaba seguir el relato o que me invitaba a mí a seguirlo. Esta segunda opción me llenó de incertidumbre; yo no sabía cómo tratar con esas mujeres, nunca lo había hecho. Tampoco estaba seguro si quería confirmar la suposición que el relator había sugerido en una conclusión algo precipitada. Todo podía ser diferente, y seguir aquella historia lo iría marcando la realidad. De eso se trataba, lucidez no tendría motivos para llamarme al orden.
Continuará…