En la noche, desde mi ventana

 Mi escritorio, sancta sanctorum, donde mi imaginación se abre paso como liviano barco en un proceloso mar llenos de sorpresas, un ordenador mac, sobre la mesa preside el reducido ambiente como ventana que me permite sustituir el sagrado papel que usaron todos los fabuladores que me precedieron. La técnica lo inunda todo, y yo soy un sicario más con el encargo de matarlo.

Algunos libros que se libraron de ser de forma ignominiosa regalados a la biblioteca municipal, permanecen en exiguas estanterías, y no para dar testimonio de mi nivel cultural, pues que muchos ni los he abierto. Libros de alta calidad editorial que compendian el saber universal del ser humano desde que pudieron encontrar el medio para ser transmitido a través de los tiempos. Ya me referí a ellos en un post anterior. Ahí están para sentir el aprobio al que me somete mi indiferencia. Quizá me deshaga de ellos si me ofrecen un buen precio.

El resto del mobiliario lo constituye un sillón giratorio con respaldo, botes llenos de bolígrafos, entre los que hay pocos que sigan escribiendo, un teléfono de mesa, una impresora con la tinta agotada, un cinta de andar en la que desentumezco mi cuerpo de las antinaturales posturas que adopto inquieto mientras duermo y tres paredes acristaladas que me invitan a asomarme a un exterior que me ofende por su majestuosa visión. Y es que donde vivo, una casita adosada a la casa principal donde vive mi hija Mónica, está situada arriba de una colina que domina, casi de forma panorámica, la completa vista que la rodea en un nivel inferior. A veces pienso si no será ese el Olimpo. Hacia el norte, en la falda de una montaña, se encuentra el casco histórico de Mijas, inmenso municipio que hoy extiende sus tentáculos hasta el mar. Al sur, otro municipio, Fuengirola, se sumerge en el Mediterráneo a 450 metros más abajo de mi posición privilegiada.

Miro indolente durante el día ambas poblaciones sin que me produzcan otra reflexión que en aquellas casas, que se pegan unas a otras disputando el espacio, viven unos seres humanos y algunas mascotas que sacan a pasear a diario. Prefiero la  ventana que me brinda mi ordenador, al menos en ésta puedo sentir que el horizonte vital se extiende hasta un infinito  hecho a mi medida.

Pero en la noche, cuando el Sol se echa a dormir y da comienzo la caída vespertina, luces dispersas comienzan a encenderse aquí y allá para dar testimonio de que nada de lo que allí existía ha desaparecido, que permanece en otra dimensión, que la reflexión que produce es distinta, que aquellas luces que poco a poco van encendiéndose y dominando la visión luminosa que percibo desde mis ventanas, despiertan mi imaginación de forma inusitada. Y esa imaginación no es lo forzada que sería cuando no tengo nada que la motive; puedo saber lo que sucede detrás de cada una de esas luces sin un exceso de imaginación, porque soy también un humano que cree conocer de otros humanos.

Las primeras luces que distingo las identifico como iluminación urbana, y son más grandes y brillantes. Poco me sugieren, quizá que indican el camino por el que algunos habitantes rezagados deben volver a sus casas.

Casi, simultáneamente, otras luces van apareciendo, éstas tenues  e inquietas, que se dejan ver a través de las ventanas de las casas. Esas luces me proporcionan un extenso abanico de situaciones imaginadas, que bien podrían corresponder a la realidad que alumbran en las estancias donde se encienden.

En las primeras horas los moradores, mientras alguien prepara la cena, se repanchingan en los sofás del salón y encienden la televisión. Los niños, ya vestidos con sus pijamas, también miran fascinados esa ventana que les muestra cosas propias e impropias ante la indiferencia de sus padres. Otras luces en otras ventanas hablan de otra cosa. Puede que allí tenga lugar el drama de la soledad, soledad que para algunos no es buscada, que se ven forzados a sufrirla. En otra, puede que alguien yace recién fallecido o a punto de fallecer, y alguna familia le vela. Si para la familia la cena ha terminado, los niños han de irse a la cama a jugar con sus sueños. Los adultos vuelven al sofá para ver la tele como excusa de su falta de comunicación. No se trasnocha salvo el fin de semana y se ha de ir pronto a la cama; el día siguiente amanece temprano y se ha de volver a la rutina que permite, entre otras cosas, mantener aquella luz encendida. Todo se paga.

No pretendo ser pesimista, pero la secuencia siguiente es poco imaginativa: él y ella se acuestan, uno de espalda al otro, apagan la luz, esa luz que me daba algún atisbo de esperanza, y con un “buenas noches, que descanses cariño”, acomodan sus cuerpos al colchón y a las caricias de las sábanas que poco a poco van entrando en calor.

Y  las luces se van  apagando, a excepción de las urbanas que ya solo iluminan a los gatos, a algún perro callejero que hurga en los contenedores de basura, un borracho que no encuentra el camino de su casa y alguna prostituta, apoyada en una farola, a la espera de completar el jornal que la permita seguir viviendo. La noche cae como un manto que protege la intimidad de todos, y no sentirán vergüenza cuando amanezca el día.

Pero la noche urbana da más de sí que las pinceladas gruesas descritas. Según estadísticas, no aseguro que fiables, el 85% de los seres humanos son engendrados en la noche. El 92% a oscuras, la luz apagada. ¿Y esto qué me puede decir, visto desde mi ventana? Tengo que suponer, y no seré exhaustivo, que el hecho se debe a que la pareja no es capaz de mirarse a los ojos cuando hace el supuesto amor en un sexo mecánico, o que prefieren imaginar a otr@ con los que su pareja no resiste la comparación, o que no soportarían… Si, la luz no es la mejor compañera en tales circunstancias. A la mañana siguiente, si te he visto no me acuerdo.

Las luces se van apagando a medida que avanza la noche a su final. Las que permanecen encendidas toda lo noche son signo de mal presagio: Una luz se mantiene encendida porque las pesadillas siempre suceden a oscuras, y se pretenden ahuyentar con ello a los pájaros de mal agüero, aquellos que nos traen noticias de un fracaso anunciado, de un suceso grave a un ser querido,  a tu muerte inminente o ni siquiera anunciada, a mil y una cosas que no te dejarán dormir o tendrán continuidad en tus sueños.

Tengo en una cuadrícula las luces de la ciudad en la noche, numeradas porque cada luz debe tener un significado distinto que no me atrevo a definir y espero poder ir descubriendo. Tomo nota cuándo se encienden y cuando se apagan. Está dedicación me lleva a trasnochar, y sólo me voy a la cama cuando percibo que las luces que quedan se mantendrán así hasta que el Sol las apague. Y esto, que pudiera parecer un crucigrama, tiene un significado apriorístico que me ayuda a imaginar, sin otras evidencias, qué sucede cuando una luz se apaga, o mejor, qué ha sucedido previamente.

No puedo quedarme en no saberlo si puedo imaginarlo. No es el caso de apagar porque se abandone una estancia, porque esa secuencia, encendido/apagado,  es relativamente corta y no significativa. No es el caso de la luz que se encendió a primera hora de la noche y se apagó  cinco, seis horas después: a la una, dos AM. ¿Por qué, qué pasó durante ese lapsus de tiempo? Alguien la encendió y estaba despierto cuando se apagó, evidente. El día es suficiente largo para  desarrollar las tareas habituales; robar horas al descanso puede ser por una razón puntual, un trabajo que se ha de terminar, un examen al día siguiente, hacer el amor no dura tanto. Pero esas luces que se encienden y apagan no mantienen una secuencia constante, y de eso tomo también nota para no confundirlas con las que repiten sin variación cada noche. Mi intriga me lleva a elucubrar cosas que exceden al sano juicio que creo seguir manteniendo. Pero como a nadie se las cuento, no tengo que soportar incomprensiones, a veces ofensivas en otros casos, que dudan de mi salud mental. Y como preso de desazón no puedo vivir, en esta ocasión no me conformo con imaginar cualquier cosa y decido por mí mismo comprobar de qué se trata.

Me acuesto y, hasta que me duermo, trato no de buscar respuestas, sino, valiéndome de la cuadrícula, visualizada en mi mente, ubicar el sitio exacto donde se produce lo que ya para mí es un fenómeno singular. A la mañana siguiente me acercaré por el lugar que ya creo tener perfectamente ubicado. “Sí, aquí es, y más o menos tiene que ser en aquella ventana.” Es un inmueble de cuatro plantas. Me sorprende que haya andamios aún no retirados. Ya hay trabajadores que empiezan su jornada. Me acerco a uno que maneja una grúa manual y le pregunto: “hola, este edificio no está ocupado, por lo que veo, ¿pero se queda alguien en él por la noche, hasta las dos o tres de la madrugada?” “No, cerramos la valla y nos vamos todos, “¿por qué lo pregunta?” “Desde mi casa me ha parecido percibir una luz en la cuarta planta que se enciende y se apaga a la misma hora.” “No sé qué puede tener eso de extraño, pero puedo asegurarle que no es posible, no hay ninguna luz en esa ni en ninguna planta.” Me fui, mirando de vez en cuando para atrás para verificar que no podía haberme equivocado en la exacta localización. Allí, en la cuadrícula, siempre en el mismo cuadro, aparecía y desaparecía la misteriosa luz. ¿Me estaban jugando una mala pasada mis sentidos?

Por la noche volví a mi puesto de observación. “Sí, es allí, no me equivoqué, ¿entonces?” Entonces algo fortuito sucedió. Faltaba una hora para que se produjera el reiterado y puntual apagón de aquella luz misteriosa. Fue que vi la cuadrícula que no estaba en la posición adecuada para recoger en sus cuadritos las luces de la ciudad que me interesaba controlar. En mi posición, esa cuadrícula debía estar inclinada para que formara un plano con el objeto que no estaba en la horizontal de la visión sino por debajo; se había quedado descolgada y ahora yacía vertical; por decirlo en términos fotográficos, fuera de foco. Ya no tenía las referencias encasilladas de aquellas luces, tampoco la que más me interesaba. Miré a campo abierto en dirección a la ciudad, las luces comenzaban a aparecer, pero de forma desordenada. Mi luz, la luz de mis desvelos no pude identificarla, aunque pusiera la cuadrícula en la posición adecuada, nada me garantizaba que quedara enmarcada en el cuadro 34. Tanto había observado aquella luz, que descuidé el mensaje que las otras me podían enviar. Había perdido mi luz para siempre, tendría que inventarme otra, esta vez desde mi interior, si era capaz de encenderla.

De aquella experiencia sólo me queda enmarcarla en un realismo mágico para que no se sumerja en la sima del olvido. Yo o mi espíritu vive de eso.

Las noches siguientes las dediqué a ver una luz que fuese singular, ya no mágica, sino real como la vida misma. Con la pantalla del ordenador iluminada y una plantilla en blanco de Word, pretendía que una luz apareciera de pronto tras la primera palabra tecleada al azar. Escribí y borré muchas primeras palabras y la luz no quiso aparecer. Tal era el bloqueo de mi imaginación, que hasta encontraba extrañas aquellas palabras que tiempo atrás me permitían iniciar un relato, un cuento, un poema, una novela o una reflexión que engordaban de contenido efímero mi antigua web. Así también, y por un tiempo, sucedió con el nuevo blog: una palabra, luego otra, ya sin retorno, el flujo continuaba hasta que lo cortaba una última palabra y el escrito parecía coherente.

Agotado el fecundo pensamiento, incapaz de engendrar aquellos escritos variados que yo enviaba cada día al grupo de lectores de mi entera confianza, me propuse encontrar nuevas fuentes de creación literaria para no darme por muerto. Fue así que creí ver en aquellas luces de la ciudad el mínimo afluente que terminara en rio.

La cuadrícula ya no me valía, había engañado a mis sentidos, tenía que encontrar un nuevo método deductivo en aquellas luces que, en conjunto, me ofrecían ilimitadas historias que llevar a mi ordenador. Ya no era una palabra que debía casar con la siguiente y luego otra y otra. La historia podía llevarla hecha o, al menos, bosquejada.

Pero luego de plantearme lo que podía ser el resurgir de mi ave fénix literario, una luz, esta vez en forma de lucidez, me fustigó inmisericorde: “¿Qué estupidez es esa, José, no te das cuenta que las historias inventadas, que anuncias como tales, no interesan a nadie? Deja ya esas malditas luces que, lejos de iluminarte, están oscureciendo tu sentido común. Tus lectores percibirán que intentas crear historias de la nada, y eso no hay buena voluntad que se lo trague.” Le respondí: “de acuerdo, lucidez, tienes razón, una buena historia es la que se cuenta, no la que se inventa; al menos que no parezca evidente esto último.”

Esta palabra, “último” la había escrito en la plantilla de Word. Todo lo que aquí cuento estaba allí escrito, el realismo mágico había vuelto y era mi historia, no inventada o, al menos, no lo parecía.

Continuará…

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