La primera vez

Si nos atenemos a la teoría del espacio tiempo, todo lo que sucede, sucedió o ha de suceder, está comprendido en un espacio infinito y un tiempo infinito. Siendo así, no se puede fijar nada de lo que sucede en un momento dado y en un lugar concreto, pues sería tanto com decir  que hubo un antes y un después, un momento previo y un momento siguiente. Por lo mismo, el lugar deja de tener la definición que ubicaría el suceso en el espacio. Esto, que parece un galimatías sin objeto, o sólo para entretener a los iniciados, me sirve para proponer la siguiente disquisición que permite relativizar unos sucesos que, si bien tuvieron lugar en un momento concreto y en un lugar definido, hoy apenas tienen significado en el espacio tiempo en el que se produjeron.

Que todos estamos hechos de un cúmulo de contingentes ocasiones que ocurrieron la primera vez, parece tan obvio que el sólo enunciado  es irrelevante o, si se quiere, intrascendente. Sin embargo, cuando alguien quiere definirse en el presente, sin tener la tentación de figurarse en el futuro, esas primera vez en los sucesos de su vida pueden tener la importancia necesaria para explicar lo que es, o ha llegado a ser.

Y pensando en la primera vez que, sin exhaustivo en el feedback que retroalimente la razón de ser lo que soy actual, sin duda esa primera vez sí marcó, en muchas ocasiones, el camino que habría de seguir, y no otro, para llegar a lo que soy.

Como ser vivo, mi primera vez que di muestras de tal,  debió ser cuando, al nacer, emití mi primer lloro. Debió ser en protesta por haberme sacado de un espació infinitamente más cómodo que el hostil del exterior o, quién sabe, si no quería pertenecer a él; fuese mi primer acto de voluntad, sólo en forma de protesta.

Enseguida debí echar de menos que mi cuerpo necesitaba de alimento, suspendido éste en el momento de cortar el cordón umbilical con una despensa siempre generosa, y por primera vez a mi madre se le planteó un problema: sus pechos no tenían leche, o no suficiente. No era una buena práctica, pero por entonces en casos así se solucionaba con el concurso de otra mujer que sí era generosa en la producción de leche, tanto, que podía alimentar a su hijo y a otro ajeno, mediante el pago del servicio. Esta práctica se entendía como fundamental en las primeras semanas de vida, pues la intolerancia a las leches fabricadas era manifiesta. Y fue esa la primera vez que recurrí al alimento que había que comprar, sin fecha de caducidad ni control sanitario.

Mi organismo, por primera vez, debió eliminar los restos que no habían sido aprovechados en los procesos digestivos. Y por primera vez se abrieron mis esfínteres de forma inesperada.

Durante algún tiempo no hubo primera vez, todo era repetitivo, a excepción de los gramos que, por primera vez, iba acumulando mi cuerpo.

Importante la primera vez que sonreí a mi madre, el primer sonido no gutural sino bucal, la primera vez que gateé en la cuna, la primera vez que mi madre me sorprendió de pie, agarrado a la barandilla de la cuna, la primera vez que, fuera de la cuna, toqué con mis pies el suelo por el que habría de transitar en el futuro.

Todo lo anterior, que parece nimio, es importante, pues si no hubiese habido una primera vez de las enumeradas, el devenir hubiese sido otro, probablemente lamentable. Hágase la prueba excluyendo cualquiera de las primera vez que he enumerado.

Pero el tiempo y el espacio parecían querer su protagonismo y exigían efemérides. Andar a gatas por primera vez, andar erguido por primera vez, por primera vez decir mamá,  por primera vez querer algo concreto y mostrar enfado si no lo obtenía. Por primera vez estar enfermo, con cualquier enfermedad de la infancia, todas peligrosas por los medios con los que se contaba para atajarlas.

De un ser inerme, dependiente absoluto de los cuidados de quienes me querían como algo propio, por primera vez tuve iniciativas personales que fueron conformando mi carácter. Siempre vigilado por mi madre, mis primeras travesuras no eran significativas, si lo eran los primeros azotes que me ganaba y que en unos casos modificaban mi comportamiento y en otros la rebeldía hacía presencia por primera vez.

Hasta ahí los recuerdos son en mucho vagos o inexistentes como producto de mi memoria; son supuestos por reducción al absurdo si no hubiesen existido.

Pero ya comenzaban a ser consistentes, no imaginados, y mi memoria es capaz de evocarlos con nitidez. Ya era un personaje, y que su afán era que todo tuviera su primera vez. El primer amigo con el que me identificaba, mi primer confidente sin temor a represalias, mi soporte para llevar a cabo empresas propias de la edad sin medir los peligros porque amábamos el vértigo. Las primeras prácticas onanistas; el sexo natural aún tendría que esperar. La primera escuela y las primeras enseñanzas recibidas, leer, escribir, otras materias, siempre obligatorias, la primera vez que competí por ser el primero de la escuela, y lo conseguí, más por amor propìo que por sabiduría o esfuerzo. Escuelas primarias  con apartheid estricto entre niños y niñas y la primera vez que una niña, al otro lado, atrajo mi mirada y yo la suya supuso que por primera vez tenía novia, o yo así lo pregonaba. Y no fue con ella la primera vez que tuve  una experiencia sexual imperfecta, todas lo eran. Una vecina debía ser experta en procurar una primera vez y fue ella la que me tocó y toqué. Nada más explícito sucedió, pero ella aparecía en mis sueños, y por primera vez tuve una polución nocturna. Por primera vez mi madre, al ver la cama, debió pensar que dejaba atrás la niñez y comenzaba otra cosa que, seguramente, ella no supo definir.

Por primera vez formé parte de una pandilla de diablillos que nos divertíamos haciendo travesuras, dando rienda suelta a nuestros instintos primarios.

Por primera vez fui consciente de un problema singular en el seno de mi familia: mi padre era alcohólico. El respeto que tenía por mi padre me impedía solidarizarme con mi sufrida madre; me alejaba o me escondía del conflicto.

Por primera vez sentí la humillación de no ser el número uno de mi escuela; me suspendieron en la prueba de ingreso en los estudios de bachiller.  Aquel incidente me sirvió para entender, por primera vez, que se esperaba de mí algo más que ser el menos burro de la escuela.

Por primera vez, con el concurso de algunos amigos, engendramos una mini obra de teatro que representamos ante los vecinos. Y por primera vez yo escribí el guión. Aquello fue un desastre del que tardé en recuperarme, ocupando la poesía, o algo que se parecía, el incipiente escritor que debía llevar dentro. No había alcanzado los 10 años.

A los diez y pocos años, muchas cosas seguían siendo sucesos por primera vez: los primeros ejercicios espirituales preparatorios de la primera comunión, el miedo a tocar la sagrada forma con los dientes, el miedo al infierno, la primera confesión guiada por el cura; todo lo que enunciaba como pecado lo había cometido yo. La primera penitencia, padrenuestros y avemarías. No era determinante la atrición para no volver a pecar, y casi todo se repetía, el cura no era severo, algo sobón, y no se ensañaba conmigo.

Ya era un jovencito de 13-14 años, y por primera vez comencé a ser transcendente con mi pensamiento. Por primera vez me planteé qué sentido tenía aquella religión que me había perseguido en la niñez como un objeto de deseo. No fue la filosofía existente, nunca al alcance de mi comprensión. No fueron las prohibidas ideas disolutas imperante extramuros de la madre patria, a las que muy escasamente tenía acceso, fue algo más primario: dejé de tener miedo y, como consecuencia, mi mente navegó libre por un mar epistemológico de escaso fondo.  Y como presumía de ateo, esa actitud me trajo muchos inconvenientes en una nación católica por decreto .

Seguía acumulando años de edad,  y muchas cosas por primera vez se hacían esperar. El sexo como dios manda era cosa de mayores, que se casaban o iban de putas; los jovencitos como yo tenían que conformarse con las pajas y que la vecina u otra «guarra» estuviese dispuesta a los tocamientos, que nosotros llamábamos magreo. Debió haber una primera vez que besé en la boca a una joven de mi edad, pero de ello no guardo recuerdo.

Con 16 años, por primera vez «me eché» novia, la que sería mi compañera toda su vida. Tampoco aquella circunstancia definió la historia de mi vida sexual. No es que tuviésemos impedimentos morales, lo eran físicos; no existían los lugares adecuados para un encuentro íntimo, completo. Ni soñado un viaje de vacaciones juntos o una noche sin dar cuenta a los padres dónde la «niña» había estado. ¡Qué diferente habría sido ahora!

Y así, a golpes de primera vez, fui acercándome a decisiones transcendentes, no  importantes en sí mismas, sino porque habrían de abrirme un nuevo camino por el que transitar con  personal responsabilidad y con no menos importante libertad de pensamiento.

En circunstancias excepcionales, una persona vive primeras veces excepcionales. No fue mi caso, mis primeras veces fueron las que se dan en la generalidad de las personas, por eso yo nunca alcancé la excelencia del ser excepcional.

Repaso algunas por dar cumplida cuenta a los hitos que todos consideramos significativos, no importantes, en nuestras vidas.

¿Escritor? La primera vez fue a edad muy avanzada, ya había tenido un hijo, plantado algún árbol y me faltaba escribir un libro. De una vocación siempre aplazada, un día, con una máquina de escribir marca Oliveti, un fajo de folios en blanco y ninguna idea preconcebida, me puse a escribir. El entusiasmo crecía a medida que se iban acumulando folios escritos por ambas caras, no tenía conciencia de si había escrito una obra maestra o algo infumable. La oportunidad de saberlo me la dio un profesor de literatura que simultaneaba la docencia con su trabajos como lector de una editorial. No podía esperar mejor destino para saber si había escrito o emborronado folios de papel . El veredicto fue que mi escrito era un desastre. Me fue devuelto  lleno de tachaduras, de observaciones gramaticales, ortográficas, sintaxis y todo lo que consideró había transgredido con mi escrito. Recibí un shock tremendo y un sentimiento de verguenza que me duró algún tiempo. Pero no fue decisivo para que determinara que escribir no era lo mío. Tuve un golpe de lucidez, fui a por el borrador de mi libro, lo abrí, ojee las advertencias, y aquel borrador pasó a ser mi libro de consulta por el tiempo que consideré todo lo que me enseñaba. Voy a reescribirlo completamente, me dije, y tendré en cuenta todas las observaciones que me han hecho. El resultado no fue sometido a revisión de experto y no pude saber si había aprendido bien la lección, pero mi decisión de seguir ya fue imparable. Y fue la primera vez que expuse públicamente lo que escribía. Por entonces Internet comenzaba a ser una herramienta que permitía la fácil comunicación. Los foros, pseudoliterarios, te daban lo ocasión de encontrar lectores dispuestos a leer lo que remitías y a recibir opinión. Por primera vez tuve la ocasión de que, en general, mis escritos eran aceptados con interés. Mientras a esto dedicaba la mayor parte  de mi tiempo creativo, por primera vez decidí escribir una obra ambiciosa, bien estructurada, la primera sólo había supuesto un bautismo de sangre como escritor, que luego valió para lo que valió, sólo eran unas 200 páginas. Este nuevo intento tenía todo para ser una obra importante, o eso pensaba mientras la escribía. Sus 450 páginas le concedían una importancia que debería ser contrastada con la lectura por quien, en definitiva, la considerara publicable. Y por primera vez  envié un manuscrito, por triplicado, a un importante concurso literario, quizá pretencioso por mi parte. No ganó el concurso, ni siquiera un accésit. Seguí, para bien o para mal, escribiendo para los foros y simultaneando con  alguna novela corta o poemas.

Se diría que falta algo importante, algo que constituye un totem universal de la primera vez: cuando perdí mi virginidad, que dadas las dificultades que por entonces existían, poca veces se producía cuando se estaba dispuesto, en ocasiones necesitado.

No fue con mi novia, no fue con una puta. Viajé por toda Europa de albergue juvenil en albergue. En uno de una ciudad francesa conocí a una joven sudamericana. Nos enrollamos, y en el jardín del albergue, cuando todos dormían, fue ella la que me dio todas las facilidades para acabar con aquella ignominia de seguir virgen con 22 años. Mi novia, luego mi esposa, nunca lo supo, y yo nunca tuve conciencia de haberla traicionado, había sido un incidente sin consecuencias que menoscabara mi amor por ella, en realidad aquello fue como un rápido desahogo vital, demasiado rápido después de haber esperado tanto tiempo.

Los que esto lean, dirán que no he dicho nada nuevo, que todos, más o menos, han tenido esas primera vez. Pero esta apertura a la que he sometido mi intimidad si tiene un significado único, define lo que soy, por si alguien había pensado otra cosa.

 

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