la sonrisa

 

Vivíamos en la ciudad. Mi esposa no soportaba vivir en la finca. Aunque teníamos una casa acogedora y con comodidades, ella la consideraba una especie de tumba en la que se sentía enterrada en vida. Por no soportar a diario sus reproches, accedí a comprarnos una vivienda en la ciudad con la condición de no vender la finca. Yo iría por la mañana a atender los animales, los árboles frutales y el huerto. Era mi vida y no hubiese podido prescindir de ella. Acababa de obtener la jubilación anticipada y sólo tenía sesenta  años. Para ella, las tiendas, un par de amigas y las reuniones para cotillear de esto y aquello era todo lo que deseaba. Nuestra relación de matrimonio se podía decir que era un convenio tácito de convivencia, sin otras gratificaciones. Ella se encontraba bien sin mí y yo sin ella, al menos en lo que a compartir horas juntos se refería. Ni siquiera los domingos cambiábamos nuestros hábitos respectivos. Así llevábamos un año, exactamente desde el día en que dejé de trabajar.

Día primero

Era un día cualquiera. Me despedí de ella como era habitual: ¿Necesitas algo del huerto?. Patatas, tomates, alguna lechuga y pimientos, me dijo. Está bien, el huerto está espléndido ahora. Es un privilegio que no tienen muchos de la ciudad, y yo estoy orgulloso de lo que consigo de él. Ella me miró como si le estuviese contando algo que no le interesaba, pues se encogió de hombros. Suponía que era coherente con su odio a vivir en el campo, así que no se lo tuve en cuenta. Sólo saliendo de casa ya me sentía liberado, así que no demoraba en conversaciones que eran inútiles.

Tenía que tomar una carretera nacional hacia el sur y a unos veinte kilómetros una salida provincial, para casi inmediatamente una comarcal que me conducía a mi finca. Eran unos treinta y cinco minutos. Nunca había sucedido nada  en ninguno de los tres tramos del trayecto y tampoco esperaba que sucediera nada en esa ocasión. Conduje con prudencia, como siempre lo hacía, mientras escuchaba las noticias en la radio del coche. Fue cuando iba llegando a la salida de la carretera comarcal que vi  lo que, a la distancia, me pareció una joven. Su vestimenta era muy desenfadada, pues llevaba unos pantalones vaqueros y una blusa pintada con colores que más parecían brochazos que ordenados estampados. A medida que me acercaba, ya sin poder apartarla de mi interés, pude ir comprobando que,  efectivamente, era una joven, casi una colegiala. Era muy hermosa en su cuerpo joven y bien formado, con ya todas las formas de una mujer que ha alcanzado la plenitud de su feminidad.

No quería perderla de vista, como sucedería cuando girara para tomar mi carretera final, así que ralenticé la marcha para alargar el tiempo que podía disponer de ella, aunque sólo fuese en mis retinas. En el poco tiempo hasta llegar a su altura, mi pensamiento elucubró fantasías que deberían haberme avergonzado, no tanto por la índole de las mismas, cuanto que, a mi edad, ni siquiera soñando podría tenerlas. Lo cierto fue que me iba llenando de ella a medida que la tenía más cerca. Era una sensación extraña, parecía que penetraba en mi ser para fundirse conmigo, mientras la temperatura de mi cuerpo subía y hacía que palpitaran mis sienes. Y cuando todas las facciones de su cara fueron perceptibles, su sonrisa luminosa  me cegó hasta tal punto, que casi fui a dar a la cuneta. Porque me sonreía a mí, a no ser que su sonrisa fuese congelada desde la primera vez que sonrió. No pude menos de pararme a su altura. Tenía una mezcla de deseo y de curiosidad. Nada más inocente que preguntarle si podía hacer algo por ella. Di un rodeo al abordarla.

–¿Esperas algún autobús o taxi? –le pregunté.

–No. En realidad no tengo adónde ir.

–¿Te has ido de casa y no sabes lo que quieres?

–Así es. Me he ido de la casa de mi madre y de mi padrastro. No soportaba aquello.

Me pareció que era el momento de preguntarle lo que al principio había pensado.

–¿Puedo hacer algo por ti, llevarte a algún lugar?

–¿Adónde va usted?

–Voy a mi finca, me escapo de la ciudad y me refugio en ella.

–¿No tiene familia?

–Hijos ya casados y lejos, y una esposa.

–¿Por qué no le acompaña ella?

Aquella conversación no tenía sentido mantenerla por más tiempo. Aunque estaba gozando de su presencia cercana, algo en mi interior me pedía aventurar una posibilidad, y se lo planteé a bocajarro.

–Vente conmigo, si no tienes fijado mejor destino. Mi casa es acogedora, aunque algo fría. Quizá la hagas cambiar tú.

No hube terminado mi frase anterior, cuando ella misma abrió la puerta del coche y se introdujo dentro, se sentó y, sin decir palabra, me volvió a sonreír, esta vez tan cerca que pude percibir su aliento.

Puse el coche en marcha mientras esbozaba una sonrisa en pago a la suya, como si con aquel gesto selláramos una amistad o una complicidad que sólo acababa de comenzar entre nosotros. Durante el pequeño trayecto hasta la finca, sólo le dije lo que me pareció oportuno, pensando  que ella se lo estaría preguntando.

–No, mi mujer no viene nunca a la finca; es persona de ciudad. Si no te preocupa, estaremos solos.

Como respuesta, me volvió a sonreír, y yo ya tenía prisa por llegar.

Travesamos la cancela y aparqué el coche en el porche que había habilitado para tal fin. Ella salió y comenzó a mirar a un lado y al otro.

–¿Qué animales tienes? –me preguntó.

La pregunta era irrelevante salvo en un detalle: había comenzado a tutearme sin que yo le hubiese invitado a ello. Tuve una corazonada, pero la deseché enseguida, pues era común que los jóvenes de ahora no observan las formas, en este caso de respeto,  durante mucho tiempo. Le respondí:

–Gallinas, conejos…

–¿No dan mucho trabajo?

–No me has dejado terminar. También tengo un caballo, allí, luego te lo enseño. El caballo sí da algo de trabajo: le doy tres veces de comer, agua, cepillado, cambiarle la cama. Los otros animales no, sólo llenarle los comederos, el agua, y muy de tarde en tarde limpiarles sus respectivas residencias.

–¿Me enseñarás a montar a caballo?

Enlazando con la alarma anterior, esa pregunta me hizo sospechar que no pensaba marcharse enseguida. Yo estaba confuso. Nunca me había visto en una situación así, ni provocada ni sobrevenida, y no tenía los recursos apropiados para conducirla según mi conveniencia. Tampoco tenía claro qué quería en esta ocasión, pero había algo oculto en mi interior que se regocijaba con lo que podría suceder. Si como parecía, ella había aceptado mi primera insinuación y se prestaba a sacarme de dudas sobre la posibilidad de que su presencia daría calor  a mi casa de la finca, se podía pensar que ella había entendido la metáfora y estaría dispuesta a darme calor a mí. Pero esto era otra metáfora, así que mi cuerpo empezó a entender lo que, en realidad, significaban las palabras y que sólo mi falta de experiencia recurría a ellas para ocultar lo evidente: aquella joven intentaba decirme que podía contar con ella tanto como yo estuviese dispuesto a aceptar. Fue curioso llegar a esa conclusión. Porque para mí, algo chapado a la antigua, el que yo tuviera que ser el que estaba dispuesto a aceptarla o no aceptarla era una novedad. Más creía que era yo el que tendría que hacer esfuerzos para que fuese ella la que me aceptara. Podía ser mi hija, y, sin embargo, a ella no parecía importarle. Era lógico que me preguntara qué pretendía aquella joven de mí, quién era, y que todas las respuestas me sumieran en una gran incertidumbre. Quitarle la idea de quedarse no me pareció, de momento, oportuna. Me seducía la idea de comprobar hasta dónde estaría dispuesta a llegar y todo lo que eso significaba. En treinta y cinco años de casado había sido fiel a mi esposa; fiel de obra, aunque no de pensamiento. ¿Iba a ser ésta la primera vez y de forma tan gratificante? Y, sobre todo, ¿estaba dispuesto a que lo fuera? Ella me sacó de mis dilemas

–No he comido en lo que va del día, ¿podría disponer de lo que quisiera?

–Mientras estés aquí, puedes disponer de lo que quieras… incluso de mí –me atreví a decir, más como una forma de desinhibirme y ponerme a su nivel, que por avanzar en un oculto deseo que ya pudiera estar manifestando mi impaciencia.

–No como mucho –dijo mientras me lo agradecía con una sonrisa–. Tienes de todo para hacer una ensalada. Me encantaría coger yo misma las cosas de tu huerto. Es la primera vez que las tengo que arrancar de  la tierra.

–Traigo cosas que aquí no produzco, quizá te apetezca algo más que ensalada.

Todo parecía tan normal, que aquello que elucubraba mi pensamiento me parecía fuera de lógica. Si algo podía hacer en el inmediato futuro era tener paciencia y dejarme llevar. Ella me iría marcando las pausas y las aceleraciones. Me horrorizaba pensar que si me insinuaba de forma clara, ella me rechazara llamándome viejo o algo peor, como pervertido, aunque en aquel momento fuese ambas cosas. Casi estaba arrepentido de haberle ofrecido que dispusiera de mí, aunque ella no hubiese manifestado contrariedad. Pero una sonrisa no era sinónimo de otra cosa que no fuese que la joven era muy gentil,  o quizá le había hecho gracia sin darle mayor significado, como que era un simple viejo verde inofensivo. Estaba otra vez en la duda de si mi pensamiento iba por un lado y el de ella por otro, sin posibilidad de convergencia.

Podía sentirse cohibida si prolongaba mis silencios, aunque estuviesen enmascarados en ocuparme de sacar las cosas que había traído en el coche. Hasta ahora siempre había sido ella la que había iniciado los pequeños diálogos, así que pasé a descargar de tensión la situación y de paso aliviar mi cabeza.

–¿A qué te dedicas? Juraría que eres estudiante.

–¿Por qué, te parezco educada?

–No hace falta ser estudiante para ser educada. Lo pienso porque sabes hablar y callar.

–¿Eso se aprende?

–Creo que sí. Se aprende cuándo vale la pena hablar y cuándo es preciso no decir nada. Eso sólo es posible en un cerebro entrenado.

–Es una buena conclusión. Supongo estás ya jubilado, porque no creo que de aquí saques para mantener una familia. ¿Qué hacías antes? Me refiero a en qué trabajabas, claro.

–Si, estoy jubilado. Me he jubilado hace unos meses anticipadamente, sólo tengo sesenta años –me apresuré a aclarar, aunque enseguida me di cuenta que había sido un estúpido; sesenta o sesenta y cinco era igual para una joven de no más de… ¿diecisiete? Ella me volvió a sonreír, pero esta vez me sentí ridículo.

¿Qué hacías? –insistió

–Era jefe de personal en una empresa. Ofrecieron la jubilación anticipada y yo la acepté.

–Sí, soy estudiante. Ahora estamos en vacaciones. Para octubre tengo plaza en la  facultad de derecho, en la Complutense de Madrid.

–Ah, quieres ser abogada. Esa carrera no tiene muchas salidas a la vida laboral.

–Quiero luego seguir y hacer oposiciones a Juez. Me gustaría ser juez en un tribunal de menores. La protección de los niños, de los jóvenes y esas cosas.

Le indiqué dónde podía encontrar lo  que necesitaba para la ensalada. Como ella me había pedido, después de comer le enseñé los primeros pasos encima de un caballo. Luego le mostré todos los rincones de la finca. Estaba muy relajada y dicharachera. Me cuidé de no enseñarle el dormitorio principal, pero le dije que podía dormir en uno de los que ocupaban ocasionalmente mis hijos o invitados. Finalmente le dije:

–Puedes quedarte aquí el tiempo que quieras; tienes de todo. Podrás pensar tranquila en tus cosas y tomar decisiones meditadas. Yo regreso al atardecer a casa, en la ciudad, pero no tienes nada que temer, nunca sucede nada por aquí, y la casa es segura cuando se cierra la puerta.

–Gracias, acepto tu invitación, pero no querría abusar de tu hospitalidad.

–Ya te dije que podías disponer de mí…y eso incluye mis cosas.

Ella me volvió a sonreír, y entonces estuve seguro por qué lo había hecho también en ocasiones anteriores. Yo me sentí aliviado, como si hubiese sido rescatado de un abismo.

Por la tarde apenas hablamos. Ella iba de un lado al otro mirando todo lo que le mostraba la finca. Yo tenía que realizar todo lo que era habitual y que por razones obvias iba muy retrasado.

Ya había concluido con lo inaplazable y se acercaba la hora de regresar. Podía prolongar mi estancia hasta una hora más, pero no más porque no quería conducir de noche, Si ella se quedaba, alguna cosa debería decirle y, sobre todo, esperar de ella que me manifestara cuál era su decisión a medio plazo, pues este dato me era imprescindible para adaptar algunas cosas a la nueva y extraña situación.

–He terminado mis labores y tengo que regresar, antes que se haga de noche –le dije acercándome a ella.

–¿Estás seguro que puedo quedarme?

–Claro que lo estoy; no soy persona que ofrece y quita. Puedes quedarte. Sí me gustaría que me dijeras con franqueza qué piensas hacer.

–¿Te refieres a cuánto tiempo querría quedarme aquí?

–Mira, Isabel, debes comprender que con tus diecisiete años y habiéndote ido de tu casa sin permiso de tus padres, mi acogida en estas circunstancias podría ser mal interpretada. Con esto no te quiero decir que tu presencia aquí me esté resultando  engorrosa. Asumo el riesgo. Pero eres tú la que debes valorar la situación y obrar en consecuencia.

–Me doy cuenta. Te voy a ser franca. Durante el tiempo que hemos estado juntos he tenido dos apreciaciones: una, que ibas a ser un problema para mí, y otra, que iba a ser un problema para ti. Te preguntarás por qué y en qué orden, y yo te lo voy a explicar. Precisamente en el orden contrario al que supones. Pensé, a raíz de conocernos en la carretera, que tú me veías como una aventura. Creo que te di alguna esperanza. Durante el día de convivencia he notado que habías cambiado, quizá por lo que te dije que quería ser de mayor. Esto te inhibió. No me parecía mal que me desearas, me parecía mal que me temieras. Soy menor de edad, efectivamente, y es un peligro para ti que intentes seducirme. Pero voy a cumplir dieciocho años dentro de una semana, lo que significa que dentro de una semana seré adulta y ya no serías culpado de corrupción de menores. No estoy hablando de que nos acostemos , sino por el simple hecho de haberme acogido aquí. Como verás, aprecié primero que podía ser un problema para ti. ¿Y por qué podías ser un problema para mí? Sencillamente porque si me acostaba contigo antes de cumplir los dieciocho años, este hecho pesaría como una losa en mi objetivo de proteger a los niños y jóvenes como yo de hombres como tú…

–Perdona que te interrumpa, Isabel, pero eso debió pasar por tu cabeza, no por la mía. Las personas tenemos instinto y razón. No te niego que mi instinto haya ido por libre en algún momento, pero mi razón supo en todo momento contenerlo. Creo que no te he hecho ninguna insinuación que pudiese haberte hecho pensar…

–No, no tengo nada que reprocharte, ni siquiera que tu instinto me deseara. Yo también tengo el mío, aunque menor de edad según las normas establecidas. La cuestión que quiero plantear como hipótesis es la siguiente: Supongamos que tú me respetas por ser menor de edad. Supongamos ahora que me quedo aquí y cumplo dieciocho años a tu lado. Sigamos suponiendo que para entonces ni tú razón ni la mía tienen ya la fuerza de nuestras convicciones respectivas actuales. Pregunta: ¿Qué puede pasar?

Hablaba como el águila frente al pajarillo. Yo la escuchaba embelesado, sin poder discernir si estaba haciendo una tesis conmigo o me estaba planteando de forma magistral una propuesta de futuro. Pero yo era el pajarillo seducido por el águila, sin percatarme que después de dejarme gozar de su presencia, terminaría devorándome. Y ojalá fuese esto una metáfora, porque con gusto me habría dejado devorar por ella, una semana antes de ser mayor de edad o cuando lo fuese. ¿Y qué podía responder? ¿Sabía yo lo que podía pasar en ese supuesto que ella no cerraba a ninguna posibilidad? Estaba frente a una mujer, no una jovencita, que hacía una ecuación matemática con soluciones dependientes del valor que quisiéramos dar a las incógnitas. Tenía que estar no sólo a su altura en el planteamiento dialéctico que me hacía, sino intentar superarla, aunque sólo fuese por dignificar la teórica experiencia que se acumula con los años.

–Me sorprendes, Isabel. Das la impresión de querer jugar conmigo. No, no en el sentido ofensivo del término, sino en el propio que se aplica a un juego entre dos. ¿Qué puede pasar? Yo puedo tener una respuesta, que podría o no coincidir con la tuya. En cualquier caso, tanto si coincidiera como si no, en ese juego estaríamos utilizando trampas. De tal modo, que el final del juego no sería una victoria limpia de ninguno de nosotros. Quizá  nos divirtiéramos jugando, pero hay juegos que son peligrosos. Mira, creo que ya tenemos los dos en qué pensar a solas. Te quedas aquí sin programa y yo voy a donde tengo que volver por imperativo de mi costumbre. Mañana volveré, y puedo decirte que, en este momento, deseo encontrarte de nuevo. Pero si mañana no vuelvo, el juego habrá terminado Y si mañana vuelvo y no estás, el juego habrá terminado igualmente, ¿te parece bien?

No sé por qué le pregunté, si sabía que me iba a responder con una sonrisa.

 

Le dejé las llaves, le di algunos consejos para su seguridad, le ofrecí que dispusiera de los alimentos que encontrara en el frigorífico y le indique uno de los dormitorios que podía ocupar. No disponía de teléfono, por lo que no tuve que excusarme que no le diera el de mi casa de la ciudad. Finalmente, me despedí de ella con un “hasta mañana, cuídate” todo lo cordial que pude  expresar; no quería que se sintiera incómoda.

Y me fui de allí, persuadido de que tenía un problema que yo mismo me había buscado.

 

Día segundo

 

Era la primera vez que no cumplía con el encargo de mi esposa. No se enfadó por no haberle traído las cosas del huerto que me pidió, eso formaba parte de su indiferencia por todo lo relacionado con la finca, así que no tuve que darle explicaciones. Decirle que me había olvidado, podía haberle extrañado, y le daría  motivos para preguntar por qué, qué había hecho de importante para que se me olvidara algo que suponía para mí una satisfacción diaria. Le tendría que mentir, porque la verdad sólo podía ser declarada a medias. Fui yo el que me enfadé conmigo mismo. Era un detalle nimio, pero que hablaba del trastorno mental que aquella chica me había producido. Y ahora tenía por delante todo el tiempo en el que ella ocuparía mis pensamientos, y de esos pensamientos sentiría alternativamente placer y miedo. Placer, porque había dejado en la finca una esperanza; y miedo, porque era una esperanza envenenada. ¿Quería yo suicidarme con tan dulce veneno?

Todo eso se magnificó a partir de acostarme. Los pensamientos iban y venían, y con ellos la reacción de mi cuerpo, ora con desasosiego, ora con complacencia libidinosa. Me dormí de madrugada, no recordaba haber soñado, y cuando desperté, recordé, eso sí,  que tenía que tomar una decisión: ir o no a la finca ese día. No me llevó mucho tiempo ese aparente dilema, porque mientras pensaba, notaba cierta urgencia en mis movimientos para, sin duda, salir cuanto antes de casa y volver allí. Era como una extraña atracción fatal, de la que no era consciente, sólo la sentía.

Era normal en nuestras costumbres desayunar juntos, pero mi esposa dormía plácidamente y no quise despertarla. Me levanté con sigilo, y ya no quise tomar nada en casa; lo haría en un bar de carretera donde solía parar para tomar algo. Le dejé a mi esposa una nota: “Cariño, se me olvidó decirte anoche que iba a salir muy temprano; Hoy tengo tarea extra en la finca. Besos”.

Me sonó indecente mi nota, pero la mentira en esta ocasión era más beneficiosa para ella que la verdad. Además, la verdad estaba por definirse, porque lo cierto era que no tenía claro ningún plan de actuación; sólo quería enfrentarme, y cuanto antes, con la realidad en carne y hueso. Lo que determinara hacer formaba parte del juego, y desconocía qué cartas marcadas tenía ella. Me prestaba a seguir jugando, eso nunca lo dudé.

Quizá porque la hora de salida coincidía con el horario habitual de los trabajadores, el tráfico era denso aquella mañana. Mi forma de conducir habitual era sosegada, pero no ese día; aquellas interrupciones a que me obligaba el tráfico, lejos de tomarlas con filosofía me exasperaban, y cuando veía el menor hueco, aceleraba para ganar el tiempo perdido.

No tenía experiencia en la conducción rápida. Tuve un accidente y resulté lesionado, aunque no de gravedad. Me llevaron a un hospital de la ciudad para curarme. Por poco que tardaran en darme el alta médica, eso supondría medio día. El coche no había sufrido daños que le incapacitaran para seguir rodando, así que entre el fastidio por el contratiempo y la posibilidad de no faltar a la cita de aquel juego pendiente, decidí que el azar no había dicho por mí lo que debía hacer. Tan pronto recibiera el alta, tomaría un taxi que me llevara hasta mi coche y con él alcanzaría mi finca, aunque fuese tarde. Cuando me planteé que, en todo caso, llegaría tarde, me dio por pensar si Isabel no habría esperado y hubiese decidido que el mensaje estaba claro y que no tenía ya ninguna razón para jugar sola. Quizá se ha marchado, me dije, y este pensamiento me sumió en una especie de desaliento. Porque aquella joven, cuanto menos, había despertado mi ser a nuevas sensaciones, sensaciones que en otra ocasión sólo mi imaginación me había proporcionado. Que se truncara la realidad al alcance por tan estúpido accidente, era como una pérdida valiosa de forma irreparable.

Aunque, como dije, las lesiones no parecían revestir importancia, los médicos, para curarse en salud, quizá, no me dieron el alta hasta bien pasado el medio día. Pruebas y mas pruebas a las que yo no pude sustraerme. Cuando me llegó el ansiado diagnóstico final, éste excluía cualquier daño físico que precisara de mi permanencia en el hospital. Durante todo este tiempo no quise comunicar el incidente a mi esposa, precisamente porque en el hospital siempre abrigué, no sé si por la esperanza o la confianza, en poder ir a la finca durante lo que restara del día, aunque sólo fuese para que Isabel no lo entendiera como mi renuncia a lo que habíamos llamado el juego entre los dos. En realidad lo del juego fue cosa mía, y ella nunca me manifestó si así lo entendía también.

Sin pérdida de tiempo, pedí un taxi y éste me llevó a donde había dejado mi coche aparcado. Me dolía todo el cuerpo, pero según los médicos eso era normal y que podía paliar con analgésicos, que, por cierto, ya había tomado y que no parecía que fuesen suficientes.

Llegué sin ningún otro contratiempo a la finca. Desde la valla, curiosamente sin echar la llave, eché un vistazo general a todo lo que podía divisar. No la vi, y comencé a pensar que se había ido sin cerrar la puerta de la valla. Me acordé que no habíamos quedado en qué debería hacer con las llaves si, finalmente, ella decidía irse o mi no regreso la había impulsado a abandonar aquel lugar. Desde esa consideración, me pareció coherente que hubiese dejado la valla sin cerrar.

Me dirigí al porche, salí del coche y fui a la puerta de la casa. Si está aún aquí, ya debería haber salido a recibirme, pensé. Casi di por descontado que estuviera, pero mi esperanza no parecía abandonarme del todo. Ya en el quicio de la puerta, observé que ésta no se ajustaba del todo al marco. De nuevo pensé en la coherencia. Si no habíamos quedado dónde dejar las llaves si se iba, lo lógico era no cerrar ninguna puerta y dejar las llaves por dentro o en algún lugar que habría señalado en una nota escrita, junto con algún tipo de despedida. Empujé con nerviosismo la puerta. Nada me hizo tener la certeza de una cosa o la otra. Penetré dentro y recorrí un pequeño pasillo para dirigirme a la cocina. La cocina era amplia, en ella hacía mis comidas y utilizaba una mesa para comer. Allí habíamos comido Isabel y yo el día anterior. La respuesta, con seguridad, la tendría allí. Empecé a pensar que me aguardaba una sorpresa. Todos los indicios apuntaban a que allí no había nadie que me esperara, pero yo me aferraba a cualquier cosa para evitar una conclusión que no quería.

Abrí la puerta de la cocina, que estaba entornada. Isabel estaba sentada a la mesa, frente a mí. Por un momento creí estar en presencia de una visión. Sonreía con aquella sonrisa especial, que había sido para mí de tanta elocuencia, que me había parecido una nueva forma de lenguaje. Y la mesa estaba dispuesta para comer, como no recordaba haberla tenido nunca. Había sobre ella hasta un centro de flores recién cortadas. Solo faltaba un comensal que era yo, sin duda. Superada la sorpresa, mi pensamiento aceleró una conclusión, ahora sí: el juego iba a continuar.

–Hola, Isabel, esta puesta en escena me ha dejado de piedra. ¿Tan segura estabas de que volvería? –le dije permaneciendo inmóvil a un paso de la entrada.

–No estaba segura, pero quería creer que volverías. ¿Te ha sucedido algo?

Di los pasos que me faltaban para alcanzar una silla y me senté frente a ella, al otro lado de la mesa. Le conté sucintamente lo que me había sucedido, porque lo que le dijera sobre el caso no dejaba de ser anecdótico, y yo tenía verdaderos deseos de entrar en el fondo de todo lo que significaba aquello.

–¿Estás segura que quieres quedarte? –le pregunté

–¿Y tú estás seguro que quieres que me quede?  –me preguntó sonriendo.

–Esa sonrisa tuya aniquila mi juicio, tanto, que pienso que ya no podría prescindir de ella.

Era la primera vez que le decía algo que me dictaba lo que los poetas llaman el corazón. Y era así, no meras palabras envolventes de un pensamiento malintencionado.

–Eso es casi una declaración de amor –me dijo volviendo a sonreír.

–Pues… no sé, pero es algo que siento –le dije algo avergonzado.

–Me halagas. Pero quedamos que esto era un juego, ¿recuerdas? Ni yo conozco tus cartas ni tú las mías. Sólo avanzando en el juego podremos ir descubriéndolas.

–Sí, así es, Isabel, sólo es un juego. ¿Qué cartas vas ahora a poner tú sobre la mesa?

–De momento que me hagas el honor de compartir la comida que he dispuesto para los dos. Espero te guste lo que he preparado, ¿o ya has comido?

–No, Isabel, no comí aún. Esto que has preparado se ve delicioso, tan delicioso como tú.

–¡Uy, uy, uy…! Si te creyera, diría que estás colado por mí –y esta vez su sonrisa fue sonora.

–No me avergüences; no tengo derecho a hacerte una declaración de amor. No niego que me gusta tu compañía, pero mi sentido común se impone. Disculpa lo que dije.

–Disculpado. No olvides que soy una menor..

–No lo olvido, pero sólo por unos días…

–Eso es, sólo por unos días.

¿Hay algo más excitante que la espera? Ella me hacía esperar, a la vez que renovaba mi esperanza con su ambigüedad y, sobre todo, con su sonrisa. Porque yo en ese momento no estaba preparado, y si ella se hubiese dejado abordar o me hubiese abordado a mí, estaba seguro que mi conciencia me habría impedido gozarla en plenitud.

Para no ser reo de las palabras, decidí cambiar de tema. Le pregunté qué había hecho toda la mañana, aparte de preparar la excelente comida con la que me había obsequiado. Me dijo que había dado de comer a los animales y cepillado el caballo, con el que, según ella, había estrechado la amistad “sin que le pidiera nada a cambio”. Siempre que la ocasión se prestaba, me enviaba un mensaje que me servía de contención, y lo lograba plenamente.

Por la tarde reinició su curso acelerado de equitación. Tenía cualidades y el caballo parecía sentirse a gusto con aquella carga. Ya éramos dos, aunque en ningún momento sentí el deseo de disputársela.

La despedida en el segundo día careció de la tensión del primero. Con toda naturalidad, después de ayudarme a coger algunas hortalizas, nos despedimos con un “hasta mañana”, porque ya el juego no parecía tener ningún jugador dispuesto a claudicar. Su sempiterna sonrisa me acompañó hasta la misma verja. Aún no había rozado su piel y ya la sentía quemando la mía.

 

Mi esposa hizo todo lo posible para que me quedase en casa al día siguiente, cuando, a su pregunta, le dije que pensaba ir. Cierto era que tenía aún doloridas ciertas partes de mi cuerpo, pero tenía mi espíritu pletórico de salud, y el daño que para éste supondría no ir a la finca era para mí más preocupante que el físico. Le prometí que no haría esfuerzos, y a esta palabra, “esfuerzos”, siguió inevitablemente un pensamiento que ya era recurrente: Aún no ha cumplido la mayoría de edad. No haría, pues, ningún tipo de esfuerzo.

Como mi esposa me viera ensimismado y me preguntara si me sucedía algo, tuve que decirle que me preocupaba una plaga que había detectado en los árboles frutales, y que pensaba en el modo de combatirla. A ese tipo  de preocupaciones mías ella me respondía con palabras cargadas de cinismo, pues hacía como si se interesara por el tema, cuando yo estaba persuadido de que le importaban un rábano. No se lo reprochaba, porque conseguía que me afianzara en la idea de que mi vida hasta le favorecía para disponer de la suya como le apetecía. En este sentido, los dos habíamos alcanzado la plena sintonía, lo cual no era poco, aunque fuese de forma tan atípica.

 

Día tercero

Al día siguiente por la mañana ya me encontraba mejor de mi cuerpo, y por una extraña razón, ahora era mi espíritu el que parecía convalecer. Estaba lleno de temores, probablemente infundados, pero no dejaba de pensar en la profunda contradicción en la que me encontraba. Deseaba que aquel juego en el que estaba empeñado terminara ganándolo yo, pero no sabía el premio que me correspondería. La quería a ella, pero eso significaba que ella perdería, y si perdía, yo tenía el sentimiento contrario: el que perdía era yo. Ese maldito juego nunca debió ser planteado. Lo que debimos hacer fue, simplemente, dejarnos llevar por nuestros respectivos sentimientos, incluso nuestros deseos, y esperar la convergencia. De esa forma, la contingente actitud de cada uno de nosotros sería considerada como un trueque posible o imposible. Saber con qué cartas jugaba yo, pero ignorar las de ella, no dejaba de atormentarme.

Esa mañana no me apresuré a salir. Siempre, antes de tenerla a ella allí, había salido de casa sin mostrar urgencia por nada, así que forcé mi deseo a mantener la calma para no darle que pensar a mi esposa.  Me preguntó si no era mejor que llevara el coche al taller para repararlo,  pero la excusa estuvo pronto y fácil en mi boca: tengo que esperar a que me diga el seguro cuándo y dónde el perito va a tasar los desperfectos. No hizo comentarios.

Por nada del mundo dejaría de asistir a la cita en la finca. Era una de esas situaciones que no se quieren perder de vista,  so pena de  perderlas para siempre.

Mi esposa me había preparado unos empanados de carne para que me los llevara. Sabía que me gustaban y no me preguntó si los quería. Pero en esta ocasión aquella comida me pesaba como una losa. Tendría que compartir con Isabel algo que mi esposa había preparado sólo para mí, y este pensamiento me llenó de pesar. No lo haría, por el camino me desharía de esa comida que representaba el testimonio de una traición.

Llegué a la finca. Cuando entré en el porche ella no salió a recibirme. Sólo oí que me llamaba. Isabel estaba atendiendo a los animales o entretenida con ellos. Me dirigí a donde detecté que estaba. La saludé.

–Hola, Isabel. Me agrada que te guste esto, ya tenemos algo en común.

–Tenemos en común algo más, el juego, no lo olvides –y siempre aquella sonrisa turbadora que impulsaba mi cuerpo al desasosiego.

–Sí, el juego. ¿Sabes? Preferiría que ninguno ganara.

–Eso no es posible, en todo juego hay un ganador.

–No siempre, en el ajedrez se puede llega a tablas, en el que ningún jugador gana.

–Pero tú sabes que esto nuestro no es el ajedrez, así que vete pensando que habrá un ganador y un perdedor.

–Seguramente tienes razón, pero tengo que decirte que no me gustaría llegar a esa situación.

–¿Por qué? Lo excitante de este juego está en no saber qué perdemos o qué ganamos. ¿Lo sabes, acaso, tú?

–No, no lo sé, sólo lo presiento.

–¿Y qué es lo que presientes? –me preguntó con su sonrisa más perturbadora.

–Presiento que ninguno de los dos estaremos satisfechos del resultado.

–Bueno, eso puede suceder, sí, pero no será una tragedia, ¿no te parece?

No quise seguir aquel diálogo. Ella estaba en el juego y yo ausente tratando de interpretar sus palabras y su sonrisa. En lugar de responder, le pregunté si quería recoger los huevos que las gallinas habrían puesto en los dos últimos días. Aceptó entusiasmada, sin repetirme la pregunta.

Se empeñó en hacer la comida de nuevo. Yo aprovecharía para hacer algunas cosas que tenía pendientes en el huerto, de paso podría pensar sin estar bajo la influencia de su presencia física, aunque no de su ausencia, pues estaba permanentemente dentro de mí.

Cuando volví a la casa y entré en la cocina, aún estaba dando los últimos toques a la mesa. Le pregunté nada más llegar:

–¿Que día es tu cumpleaños, Isabel?

–¿Me vas a regalar algo? –me preguntó, y como siempre, sonriendo.

–¿Qué te gustaría?

–A ver…Sí, me gustaría… me gustaría que me hicieras mujer –y con la sonrisa con la que siempre remataba sus palabras.

–¿Cómo has dicho? –le pregunté yo, seguramente con cara de estúpido.

–Ya veo que disimulas. Soy virgen y quiero dejar de serlo.

Aquella joven me estaba aniquilando lentamente y a veces de forma acelerada; esta ocasión era una en las que sentía el vértigo. Todas las conjeturas se deshacían como azucarillos en el agua y sólo quedaba el sabor. Lo diabólico de Isabel era su seguridad. Mientras yo me debatía en toda clase de incertidumbres, ella parecía tener claro lo que quería. Seguramente su juego era perfecto y el mío de azar. Balbuceando, le pregunté:

–¿Isabel, sabes bien lo que has dicho? ¿Me quieres decir con franqueza por qué conmigo?

–Qué pregunta tan tonta. Eres tan bueno como cualquier otro para una cosa así. Además, quiero que sea memorable, y con alguien de mi edad sería vulgar.

–¿No te importa mi edad?

–No más que a ti la mía.

–¿Tenías eso pensado desde el primer momento?

–No. Al contrario, me hubiese negado a tus insinuaciones. Fue esta pasada noche que lo decidí.

–¿Decidiste? ¿Estabas segura que yo aceptaría?

–No. Te he visto muy formalista y dubitativo. Supongo tienes cargos de conciencia. Pero eso no es para mí otra cosa que parte del juego en el que estamos. Yo seguiré jugando mis cartas para ganarte.

–De acuerdo, juguemos pues. Aún quedan unos días para concluir la partida.

Dije esto último sin convicción alguna. Sabía que si ella quería, podía ganarme con suma facilidad. Incluso podría  rendirme sin jugar la última baza.

Pero ¿cuál era mi juego? Ella me lo había fijado: yo era el que debía resistir su seducción impulsada por su capricho. Porque de ser yo el perturbado, el obsesionado por sus encantos, había pasado a tener que desempeñar el papel de incorruptible, de hombre de principios, de hombre cabal, en suma; mientras el de ella, por propia voluntad, era el de la diablesa, segura de que le vendería mi alma por el placer que me ofrecía a cambio. No me gustaba esa perspectiva, por más que  mi objetivo inconfesado estuviese asegurado. Y no me gustaba, porque intuía que una vez conseguido su propósito,  me abandonaría, incluso con desprecio. ¿Y si, contra mis impulsos,  conseguía resistir y con ello ganarle la partida?, me pregunté. Absurdo, me respondí enseguida. Por encima del prurito de ganar aquel juego estaba mi insoslayable deseo de poseerla. Ante esa clara perspectiva a mi alcance, me planteé lo siguiente: Cuanto más me resista yo, mas encantos seductores desplegará ella, ¿no es esto lo que, en el fondo, desearía? Muchas de las cosas bellas que nos ofrece la vida sólo nos parecen bellas la primera vez que las contemplamos o gozamos, luego te acostumbras y entran en la rutina de tu aprecio. Pero este especie de axioma era falso. En realidad, si alguien se acostumbra a las cosas bellas, puede que no las disfrute como la primera vez, pero lo que es seguro es que ya no soportará las que no lo sean, y mi perspectiva era esa cuando, finalmente, me abandonara. Si ese era mi destino, debería aprovechar cualquier oportunidad a mi alcance, porque, en definitiva, la vida era eso, y nadie tenía asegurado vivir permanentemente  en el Cielo mientras viviera en la tierra.

Comenté con ella si necesitaba algo de ropa, interior y exterior. Llevaba tres días con lo puesto. Me respondió que por las noches lavaba todo y que con el calor del verano todo volvía a estar limpio y seco por la mañana. También me dijo, cómo no, con una sonrisa explícita, que dormía desnuda después de bañarse. Cosas como esta, aparentemente normales, me trastornaban, porque de inmediato mi pensamiento las utilizaba para enviarme mensajes sobre escenarios previsiblemente compartidos. La consecuencia para mí era un desfallecimiento de cualquier estrategia de juego y un deseo irrefrenable de tirar mis cartas en señal de vencido.

Siempre que me sentía turbado, procuraba desviar los diálogos, que comprometían mi rol, a  otros neutrales y asépticos; digo asépticos, porque aquella incertidumbre en la tensa espera estaba minando no sólo mi salud psíquica, sino, también, mi salud física. Me notaba muy cansado, sin ganas de atender las labores diarias que, antes de conocerla, yo realizaba con fuerza impropia de mi edad. Cuando estas pláticas se prolongaban, llegaba a olvidarme del juego y parecía como si recuperara la normalidad de antes. Aunque duraba poco tiempo. Fue así, que le pregunté:

–Isabel, ¿te importa que te pregunte sobre tu vida antes de conocernos?

–¿A qué vida te refieres?

–Naturalmente a tu vida familiar. Me dijiste que vivías con tu madre y tu padrastro.

–¿Eso te da morbo?

–Qué cosas dices. ¿Qué puede haber de morbo en eso?

–Depende. Mi padrastro tiene tu edad, más o menos.

Entonces entendí. Para Isabel cualquier convivencia con un hombre de mi edad podía ser problemática si no era consentida, y su padrastro no era más que un hombre que se había introducido casi violentamente en la intimidad de su vida.

–Si no te apetece hablarme, no lo hagas, pero después de lo que acabas de decir, despertarás mi imaginación y quizá no se corresponda con la realidad.

–En el fondo todos los hombres mayores sois iguales, veis una chica joven y mona cerca de vosotros y se os despierta la imaginación; luego, la realidad puede ser otra. En el caso de mi padrastro, y por respeto a mi madre, no me apeteció nunca jugar con él a este juego que tenemos tu y yo. A él sí le hubiese gustado; es más, en varias ocasiones intentó saltarse todas las reglas, como pudiera ser el repartir cartas o preguntarme si quería jugar. Nunca le refregué en su cara mi edad, porque eso habría supuesto para él una mínima esperanza cuando mi edad ya no fuese obstáculo. Puedo decirte que sus acosos velados, sus miradas lascivas, me repugnaban, y ese es uno de los motivos de que me fuera de aquel ambiente.

Había en la declaración de Isabel un poso de desprecio genérico referido a los hombres mayores como yo. Me sorprendía que siendo así, Isabel me dispensara el favor de la diferencia. Salir de la cueva de un monstruo para entrar en la de otro, y de forma voluntaria, no tenía fácil explicación, salvo que ella misma fuese consciente de su injusticia al generalizar y quisiese conmigo la catarsis que la devolviera a la normalidad del sentir ecuánime. Por eso, quizá, ella tomó el rol contrario, de seducida a seductora. Tenía que probarse que había hombres que, lejos de tomar la iniciativa, tenían recursos de convicción moral que frenaban los impulsos; no podía el resto de su vida ver con aprensión a todos los hombres de edad.

Estaba empezando a comprender. Isabel pretendía llevarme al límite de mi resistencia, y cuando mi voluntad fuese inexistente y sólo fuese instinto, me consolaría diciéndome: Bravo, viejo, eres un hombre íntegro. No hay vencedores ni vencidos; como en el ajedrez, hemos hecho tablas en el juego. Beso tu frente en señal de respeto. Y yo, con cara de imbécil apaleado, dejaría que besara mi honorable frente.

¿Se entiende que con todas estas elucubraciones mentales mi cuerpo se sintiese exhausto?

–Lo comprendo, Isabel. Y te agradezco que no me metas en la clasificación que haces de tu padrastro.

–Sí, fui injusta al decir que todos sois iguales.

No sé por qué había pensado que Isabel haría todo lo que estuviese en sus manos por seducirme, cuando, en realidad, constantemente me daba una de cal y otra de arena, de manera que mi confusión era grande, lo que hacía que pasara alternativamente del sofoco al frío gélido. ¿Qué me quedaba por hacer ahora, que me había etiquetado como un hombre antítesis de su padrastro? Si a un hombre le etiquetan de bueno, se esforzará en parecer bueno, y si lo etiquetan de malo, no tendrá inconveniente en parecer más malo todavía.

No quise más detalles sobre ese asunto del padrastro ni de cualquier otro relacionado con su familia. Yo quedé bastante tocado, y lo único que se me ocurrió fue buscar una excusa para irme de allí.

–Hoy tengo que regresar antes, Isabel; tengo que hacer un par de gestiones antes del cierre.

–Está bien, ya sé lo que hay que hacer: cambiar el agua y poner comida a los bichos, cepillar el caballo y lavar mi ropa para que no huela mañana.

–¿Por qué mañana, precisamente? –pregunté de forma instintiva.

–¡Ah, es una sorpresa! –y sonrió con su sonrisa de siempre.

–Me vas a aniquilar, jovencita, con tu forma de jugar.

–Lo sé, pero tú quieres que yo te aniquile, ¿no es verdad?

–Sí, he leído algo sobre la Mantis Religiosa.

–No vayas tan lejos, lo mío es una metáfora.

–Que ocupara mi pensamiento lo que resta del día y parte de la noche. Me voy, antes de que me arrepienta de haberte conocido.

–Sólo me has encontrado, aún no me conoces.

Y con esas palabras y la sonrisa, me fui de allí, a sabiendas de que no escapaba de ella.

Durante el trayecto que me llevaba a casa no pude evitar darle vueltas a la frase “para que no huela mañana”. Todo lo que Isabel decía me parecía que ocultaba un significado más allá de la interpretación literal. En esté último caso, además, existía una contradicción. Poco antes me había dicho lo que hacía a diario con su ropa y cuerpo, ¿por qué, entonces, en esta ocasión significaba algo distinto? Si los días anteriores no olía  su ropa porque la lavaba, el lavarla esta noche produciría el mismo efecto. ¿En que consistía la sorpresa? No podía ser que fuese a propiciar un mayor contacto conmigo, pues faltaban tres días para su cumpleaños, para su mayoría de edad. Sin embargo, esa frase enigmática, unida a su sonrisa, tenía un contenido esotérico que se me escapaba, pero lo suficientemente turbador para que no me abandonara y tratara de buscarle todas las explicaciones posibles. En todas ellas, o en casi todas, concluía que mañana iba a suceder algo excitante para mí, y me excitaba ya, de sólo pensarlo.

Pero según el reparto de roles, yo debería resistir. Si no era aún mayor de edad, cualquier dejación por mi parte de los principios que ella misma me había atribuido, significaría que ante sus encantos yo era un hombre como los demás, como su padrastro, sujeto, igualmente,  de desprecio para ella. ¿Buscaba razones para despreciarme? Las conclusiones finales, aunque verosímiles, siempre me habían producido malestar, y no tanto porque me viera en ellas como un ser abyecto, sino porque me veía un ser fácil de manipular por cualquier envilecido pensamiento. Tenía que intentar contener a mi instinto, si ella lo que quería era una prueba de esa diferencia que buscaba para su catarsis.

No sabía cómo lo haría Isabel. Hasta ahora casi no nos habíamos rozado, pero seguro que su estrategia pasaba por un acercamiento físico que debilitara mi voluntad en favor de un deseo que me quemaba de ansiedad. Quizá, pensé, si esta noche descargo la tensión de la libido, sea por mí mismo o con mi esposa, mañana me encontraré más relajado y podré tener dominio, aunque sea aparente, sobre el deseo. No tenía otra forma de sentirme seguro, porque descarté la idea, que también tuve, de no ir al día siguiente. Curiosamente, empezaba a tomarle gusto a la posibilidad de vencerla en el juego; naturalmente, he de confesar, porque de ello dependía tenerla, finalmente, en mis brazos, sin que ella sintiera rechazo, desprecio, asco, etc. Decidí que esa noche haría lo que había pensado como terapia de choque.

 

Día cuarto

 

Habíamos pasado mi esposa y yo una inusual noche. Yo me sentía por la mañana muy sereno y seguro de mí mismo. Hasta cuando pensaba en Isabel,  esbozaba una sonrisa de presentido triunfo sobre ella. Iba a demostrarle que no se me iría el juego en ninguna jugada arriesgada, y que era el hombre que estaba buscando para su propia curación. Luego, ya mujer, quizá consintiera estar conmigo un largo tiempo.

Mi esposa, quizá porque estaba satisfecha de mí, me pidió que me quedara en la cama ese día, retozando con ella algún tiempo más, pero yo no estaba por esas, así que con la promesa de dejarlo para la noche, me dejó marchar con un mohín de disgusto. Luego me di cuenta que no debí hacerle esa promesa, porque se acercaba la víspera, y tendría que demostrarle a Isabel que también era todo un hombre en el otro sentido.

 

Llegué a la finca más curioso que excitado. Por más que hubiese barajado múltiples hipótesis, no dejaba de ser una incógnita lo que Isabel me preparaba ese día. En cualquier caso, yo me prestaba a ser parte de su juego, aunque con la intención de jugar bien mis cartas.

Isabel, en esta ocasión, salió a mi encuentro. No aprecié nada nuevo: ni vestía diferente ni había abandonado la sonrisa. Esperó cerca del porche a que aparcara el coche. Salí y me quedé mirándola, más bien serio, como indicándole que no venía como un cordero propiciatorio para sus planes. Ella no dejó de sonreír. Me saludó convencionalmente con un “buenos días” y yo le pregunté qué tal había pasado la noche.

–Regular, me respondió.

–¿Ha pasado algo anormal?

–Pues…no, anormal no, pero siempre sucede cuando te espera un día especial; no se consigue conciliar el sueño. ¿A ti no te ha pasado algo así?

–Dime, ¿en qué va a ser especial? Creo que tengo derecho a saberlo, después de haberlo sugerido ayer.

–¿Y eso no te ha inquietado?

–Pues a decir verdad, sí, algo me ha inquietado, pero como no pactaste conmigo, pues me reservo el compartirlo o no contigo.

–¡Uy, qué duro! Bueno, ya veremos cuánto te reservas.

–Isabel, dime de una vez qué pretendes. Estoy cansado de ir a remolque de tu juego.

No bien dije esto, se me echó encima, me abrazó por detrás del cuello y me besó en la boca con un beso seco aunque sostenido. Yo me dejé hacer. Pude apreciar que olía a rosas. En casa no había perfumes, así que eso me extrañó. Pero tan envarado me quedé, que a ese fugaz pensamiento no siguieron otros; me había quedado en blanco. Retiró su boca de la mía dejando su cara a pocos centímetros, mientras su mirada era todo lo interrogante que podía ser.

–Isabel, Isabel –balbuceé–¿Qué significa esto?

–Hoy es mi cumple, ya sabes lo que significa –me dijo sin apartarse.

–Tranquila, hablemos primero.

–Quiero que me lleves a la cama, ya, no puedo esperar más.

Con suavidad la aparté de mí, la tomé del brazo y la llevé a la casa, directamente al salón.

–Sentémonos.

Se sentó de mala gana. Yo, deliberadamente, enfrente de ella.

–Esto no entraba en mis planes.

–Ni en los míos este adelanto a tu mayoría de edad; lo tenía asumido.

–Ya soy mayor de edad. Es hoy cuando cumplo dieciocho.

–¿Cómo es eso?

–Hay dos formas de contar. En mi caso fui engendrada un 21 de octubre y debí nacer el 14 de julio. El parto se retrasó dos días, un diecisiete de julio. Nací por cesárea. Así pues, no es pasado mañana, porque yo cuento desde el momento que debí nacer. Hoy es 14 de Julio.

Dijo las últimas palabras con pesar, como si me hubiese olvidado felicitarla. Yo me acerqué a su sillón y me arrodille delante de ella, la tomé las manos primero, luego que las cogí con una de las mías, con la otra le levanté la cabeza, que la tenía totalmente vencida sobre su pecho. No sonreía, tampoco vi lágrimas en su mejilla. Sentí ternura, quizá porque funcionaba la terapia que me había aplicado la noche anterior y sólo mandaban los sentimientos. Le acaricié el pelo, jugando mi mano con un mechón. Ella me miraba sin ningún gesto, o quizá con el gesto de la espera; yo la miraba queriendo protegerla con mi mirada. Nada en mi cuerpo se había movido en pos de un encuentro con el suyo. Así permanecimos en silencio prolongado. Ella, con voz entrecortada, dijo:

–¿Entonces…?

–Estas cosas, siendo cosas especialmente importantes para ti, no deben ser parte de un juego, Isabel. Tienes derecho, y hasta obligación, de entregar tu virginidad por amor. Para mí sería un capricho de hombre viejo, porque no tengo derecho a que me ames. ¿No lo entiendes así?

–No, no lo entiendo así. Todo lo que dices, todo lo que haces, se debe a tus prejuicios. Si me deseas, si te deseo, ninguna otra cosa en la ley natural lo impide. ¿Pensabas o no pensabas acostarte conmigo?

–Claro que lo pensaba, pero te recuerdo cuál era el juego: tú me seducías y yo aguantaba.

–¿Y por qué tienes que ganar tú?

–No lo sé muy bien, quizá porque había otra parte de mí que lo quería.

–¿El juego ha terminado?

–Depende de ti. Si tú consideras que ha terminado, ha terminado. Si quieres seguir jugando, podemos seguir. Tu presencia aquí me vivifica. No tengo las mejores cartas, así que si juegas bien las tuyas, podrías hasta ganar.

–Me obligas a desplegar una seducción permanente, ¿no te das cuenta del daño que me harías que al final resultara estéril?

–Dame ya por conquistado, pero ten en cuenta, también, que lo que puedes recibir como premio es un despojo.

–Esa apreciación es sólo tuya. De acuerdo, déjame pensar.

Me acerqué más a ella y la besé en la frente. Ella quiso retenerme así de cerca, incluso buscó mi boca, pero yo, con suavidad, me fui distanciando. Me levanté de la posición en la que estaba y salí del salón. Ella no me siguió.

De forma mecánica fui haciendo las tareas diarias en la finca. Isabel no había hecho ninguna por mí, algo que era comprensible. Al pasar por un parterre, vi pétalos de rosa en el suelo. Recordé su olor. Sin duda había restregado su cuerpo con aquellas rosas. Y lo que no había conseguido con su cercanía, lo consiguió este pensamiento: se había perfumado para mí. A partir de ahí, sentí que había sido injusto. Mis prejuicios, como ella había señalado, no me habían impedido herirla en su autoestima. Y aunque puse todo mi empeño en mantener la posición que había adoptado, no puede por menos de imaginarla, de haberme  plegado a su requerimiento. Muchas veces la había imaginado desnuda, pero nunca entregada a mí. En mi imaginación la veía como una ninfa corriendo alegre por una pradera o escondiéndose a mis ojos detrás de los árboles. Siempre, eso sí, con su sonrisa incitadora de promesas. Y siempre inalcanzable. Todo había cambiado ahora. En mi cabeza bullían las escenas más procaces. No era un cuerpo que se posee, era un alimento que yo devoraba con la fruición del hambriento. Y a todo esto, sentía que mi sexo reclamaba su parte. Tan enardecido me sentí, que a punto estuve de dejar todo y volver corriendo. Pero de nuevo el sentido de la responsabilidad se impuso. Me sosegó la idea de que si ella seguía jugando sus cartas, terminaría por hacer de mí un ser  ávido de caer en el abismo, sólo por  el placer de volar.

A duras penas conseguía concentrarme en lo que estaba haciendo: ponía el alimento donde debía poner el agua; o confundía aquel con otro que no correspondía, según los animales destinatarios.

Quería terminar. Tendría que volver a donde la había dejado, sin excusa posible.

Mientras me dirigía a la casa, pensaba cómo paliar el daño que le había inflingido. Podía proponerle que ese día quería que fuese mi invitada especial. Yo prepararía la comida. Luego saldríamos por los alrededores montados a caballo, ella en la grupa, detrás de mí. Y de nuevo me excitó la idea de tenerla abrazada a mí cuerpo, espalda con pecho. Hasta sentí la sensación de sus turgentes pechos oprimiendo mi columna y su aliento sobre mi cogote. Tanta locura imaginativa me impedía ver la realidad y con ella todo lo que configuramos para no dañarla. Me dispuse a aceptar  cualquier castigo divino o humano, y fui a-por-ella.

 

Entré en la casa y fui directamente al salón, donde la dejara media hora antes. Estas cosas suelen suceder: que un segundo antes te asalte un presentimiento. Se confirmó nada más abrir la puerta: Isabel no estaba allí. Como un poseso recorrí las estancias de la casa: definitivamente no estaba. Salí como si fuera detrás de un ladrón que se me escapaba y la llamé: ¡Isabel! No obtuve respuesta. Ahora, movido por la esperanza de que no se hubiese ido, el presentimiento era otro: estaba escondida para martirizarme. Quizá sabía que yo volvería, cuando mis pensamientos estimaran que estaba perdiendo la oportunidad de mi vida, que no fuera un estúpido lleno de prejuicios, que de cien hombres como yo, noventa y nueve se habrían dejado llevar por su seducción y que un porcentaje muy alto habrían, por sí mismos, provocado un acoso directo al objetivo, al menos para probar su disposición. Tan fuertes eran estas consideraciones, que no dieron lugar a que otras se impusieran, como volver a la cordura o agradecer que hubiese tomado la decisión de marcharse y liberarme, así, de mis dolorosas contradicciones. A partir de ahí, me maldije y maldije mi estupidez, mientras seguía buscándola por todos los rincones de la finca.

Cuando toda esperanza era vana, volví a la casa, quizá en algún lugar me había dejado una nota. ¿En la cocina? No, allí no había nada. ¿En el salón? Tampoco. Recordé que en mi primera búsqueda no había mirado en el dormitorio principal, el que yo había decidido no mostrarle por el prejuicio de considerarlo un lugar íntimo del matrimonio. Fui allí y enseguida vi un papel encima de la cama. Lo tomé tembloroso. La ventana estaba semicerrada  y la abrí de par en par para leer. Decía más o menos así:

“Cuando leas esta nota, habrás confirmado que me he ido. No te reprocho nada, porque estoy segura que en estos momentos lamentas lo que te has perdido. Quizá vuelva; el juego sólo ha quedado interrumpido”.

Lejos de sentirme mejor, concluí con dolor que Isabel se vengaba de mí con aquella promesa. Tampoco me agradó la expresión “lamentas lo que te has perdido”, porque aunque fuese cierto, ese “te” sobraba. Me pareció impropio de una jovencita con estudios. La diferencia entre “lo que has perdido” y  “lo que te has perdido” era sensiblemente diferente. Tal y como ella lo expresaba, significaba que me atribuía a mí la causa, dejando sin valorar mis motivaciones. En definitiva, lo que venía a decir es lo que yo mismo me había dicho: que había sido un estúpido.

Dudé entre guardar aquella nota o quemarla. Tanto la manoseé en mis manos mientras pensaba, que al final era una bola de papel. Cuando me di cuenta que la llevaba en mi mano, la tiré allí mismo, luego le di con el pie hasta que rodó bajo la cama. No pensé más en aquella bola de papel, hasta que el azar quiso que esa imprevisión marcara mi destino.

 

 

Día quinto.

 

Mi esposa se empeñó en que ese día me acompañaría. Uno de mis hijos vendría el próximo fin de semana y quería pasarlo en la finca.  Quería darle un repaso de limpieza, pues tenía ese detalle de tarde en tarde, siempre coincidiendo con una vista,  persuadida de que yo no lo hacía o lo hacía mal. Hasta me alegré de lo que había sucedido con Isabel. ¿Cómo explicarle su presencia a mi esposa? Todas las explicaciones hubiesen sido insostenibles por un detalle que las mujeres no pasan: no le había dicho nada de aquella joven. De haberlo hecho, quizá lo hubiese entendido como un gesto mío de caridad hacia la chica, pero el haberlo ocultado implicaba un sentido de culpabilidad. Sólo confiaba en que Isabel no hubiese decidido volver aquel día.

Llegamos ya casi a medio día. Mi esposa nunca tenía prisa por llegar, y yo estuve toda la mañana inquieto. La incertidumbre de no tener seguro que no estaría, hacía que quisiera y no quisiera verificarlo inmediatamente.

Todo parecía estar como yo deseaba en aquel momento. Repasé mi memoria tratando de ver qué posibles rastros de Isabel podían haber quedado en la finca. No me inquietó ninguno. No podía haber olvidado nada, porque vino con lo imprescindible. En el uso de la casa no había dejado huellas, me dije. La cama donde durmió la vi ordenada. Pensé en algo clásico en estos casos: un cabello castaño delator. Pero para detectarlo y llamar la atención –me dije—es necesaria la sospecha previa.

Entramos y cerré de nuevo la verja con el candado. Si volvía, tendría que llamar y yo saldría a advertirla.

Mi esposa se dispuso a comenzar su faena. Limpiaba a fondo toda la casa cuando se empeñaba. El hijo que nos visitaba era médico y apreciaba la limpieza de forma especial. No lo hubiera hecho sólo por mí.

Yo me fui a realizar mis tareas habituales. Pasé al lado del parterre y con el pie hice desaparecer los mustios pétalos de rosa que estaban en el suelo. Cualquier simpleza podía inducirla a preguntar, y a mi se me notaba cuando mentía, si me preguntaba mirándome a la cara.

Estaba cogiendo un manojo de alfalfa seca para el caballo, cuando oí que mi esposa me llamaba. Por la forma de llamarme, deduje que algo muy especial había sucedido. Todo el cuerpo se me quedó paralizado, y por unos segundos permanecí inclinado sobre la bala de alfalfa. Recompuse la figura, aunque no el espíritu, preso de  los peores presagios. Mientras me dirigía a la casa, pregunté en voz alta para confirmar que su llamada obedecía a algo muy especial: ¿Qué sucede?, grite alto No me respondió, lo que hizo aumentar mi inquietud. Pero no por eso aceleré el paso, pues el temor me lastraba.

Ya en el umbral de la puerta, volví a preguntar: ¿Es tan urgente? No me respondió. Vi la puerta del dormitorio conyugal abierta y allí me dirigí. Mi esposa estaba sentada en el borde de la cama. Al lado, en el suelo, yacían los útiles de la limpieza. La disposición de ella era la de estar en un velatorio: la cabeza inclinada sobre el pecho y las manos entrelazadas apoyadas sobre el regazo. A sus pies, un papel arrugado después de haber sido desplegado era la respuesta. Era la nota de Isabel, y yo me sentí desfallecer. Pude a duras penas hacer una última pregunta cínica: ¿Qué ha sucedido? Sin cambiar de postura, con el pie ella empujó el papel. No me di por aludido. Quería que me dijera qué había interpretado de aquella nota, eso me daría ocasión de explicarle todo, y si me creía, hasta tendría que estar orgullosa de mi comportamiento, aunque no dejara de reprocharme cosas menores, como no habérselo dicho antes.

Pero no me dio esa oportunidad. Me sentí como perro acorralado, sin escapatoria posible. Quería explicarle, aunque no me lo hubiese pedido, pero no me salían las palabras. Salí de allí para pensar y tomar aire. De forma inercial volví al lugar de donde había partido cuando me llamó. Puse la alfalfa en el pesebre del caballo, agua en el abrevadero y comencé a cepillarlo. Mi mano y el cepillo recorrían siempre la misma zona del cuerpo del animal, señal de que estaba totalmente ausente de lo que hacía. Salí de mi ensimismamiento al oír que arrancaba el coche. Paré de cepillar. Cuando el ruido del coche se desvaneció, abandoné aquel lugar y volví a casa. Pensaba por el camino que, al igual que con Isabel, también ahora tendría allí una nota esperándome.

Pero no había ninguna nota, ni tampoco la nota de Isabel; se la había llevado con ella.

¿Qué debo hacer ahora?, me pregunté. Descarte volver en caliente a casa. No tendría la más mínima posibilidad de ser escuchado y comprendido. Habría sido un imbécil. Se había llevado el coche y yo tendría que ir andando al pueblo próximo, unos cinco kilómetros, para alquilar uno o buscar un taxi. Pensé que mi esposa releería la nota muchas veces, y cuando la ofuscación diese paso al juicio sereno, vería que de la misma nota se desprendía que no había sucedido nada con aquella mujer. Decidí quedarme y esperar a que volviera,  me asistía toda la razón, concluí.

 

 

Día sexto y sucesivos, hasta hoy

 

Mi esposa no volvió a la finca; el que sí vino fue mi hijo, el médico. Llegó a medias intoxicado por todo lo que había escuchado a su madre. Era hombre de criterio y, después de leer la nota que le puso delante, tuvo el buen juicio de querer conocer mi versión de los hechos. Y así fue que pude desahogarme con él, sin ocultarle nada por lo que había pasado con Isabel. Se puso de mi lado, y lo más fuerte que me llamó fue inocente. Me sentí aliviado, porque si mi esposa no quería escucharme, pensaba que a nuestro hijo si le escucharía. Pero no quiso escucharle, con el pretexto de que lo entendía como una manifiesta solidaridad masculina contra ella como mujer. Mi hijo me aconsejó que dejara pasar el tiempo, que su madre estaba muy herida, pero que curaría. Sin embargo, yo estaba persuadido de algo que también mi hijo comprendió: aunque tu madre cure de esto, si antes había una gran distancia entre nuestras vidas, a partir de esa posible cura será mayor. Yo no soportaría reproches injustos y ella no aceptaría dulcificar su actitud hacia mí al ver mi estado No necesitaremos llegar al extremo de separarnos legalmente; a nuestra edad ya no tiene sentido. Podemos mantener el vínculo familiar de forma tácita. Ella quiere estar en la ciudad y yo en la finca. Lo único que cambiará será que no iré todas las noches a dormir, uno de espaldas al otro. En lo demás, seremos consecuentes con la apariencia que nos exigís vosotros, tu hermano y tú, y el resto de la gente de nuestro entorno, le dije a mi hijo.

Mi hijo partió con la promesa de ser el interlocutor que propiciara el menor daño posible para los dos.

Y así fue que permanecí en la finca, porque allí me habían confinado para no empeorar las cosas.

Un ruido, el vuelo de un pájaro, mi propia nostalgia, hacían que volviera la vista hacia la valla. Por unos instantes su imagen parecía corporeizarse. La veía traspasar el portón con aire decidido, pero, sobre todo, con aquella sonrisa única, porque sólo era de ella esa seña de identidad con la que se presentaba en mi imaginación. A veces me decía que aquella indiferencia con la que me castigaba mi familia, era más un premio que un castigo. Ya no tenía que probar nada, y los pensamientos son de uno si no quiere transferirlos. Por esta razón, daba rienda suelta a mi imaginación cuando quería abrirse camino en mi soledad. No era como al principio. Entonces era difícil que se desplegara a sus anchas. La razón, vestida con los ropajes de los prejuicios y maquillada con la  vaporosa hipocresía de  la conciencia, le ordenaba ¡basta!, y la imaginación suspendía su vuelo. ¡Qué diferente ahora! Podía decir que una parte muy importante de mi vida era pura imaginación. Había alcanzado tal nivel de sofisticación, que producía en mi cuerpo todas las sensaciones  que nunca experimenté de la vida real. Pero también sufría apagones en los que mi mente dejaba de volar. Entonces sentía depresión anímica, que me convertía en un ser apático, desorientado, una especie de fantasma errante.

No sé cómo contar el tiempo que pasé así, porque nada sucedió que marcara una inflexión en mi rutina. Tampoco vale la pena rememorar las  escasas situaciones en las que tuve un encuentro con mi mujer; todas frente a su abogado y para definir el reparto de los bienes y la disponibilidad para ella de parte de mi pensión. Sí he de señalar, que todo partió de su iniciativa y que mi contribución a entendernos fue la de aceptar lo que propuso.

De Isabel no volví a saber nada. A veces pensé en su posible discurrir por la vida, en sus estudios, en su seguro éxito en el empeño de ser juez de menores descarriados, lo que no pensé fue en que su misión fuese protegerlos de los sátiros, porque en mi mente siempre la veía con aquella sonrisa, una sonrisa por la que yo caí donde estoy. Quizá debiera haber un juez que juzgara esa sonrisa y la declarara culpable. Digo quizá, porque, con todo, yo, gracias a ella, sigo queriendo vivir.

 

SUJETO AL COPYRIGHT, JOSÉ D. DÍEZ, DEFINIDO POR LAS CONDICIONES SEÑALADAS EN LA COMMONS DEED, DE CREATIVE COMMONS, QUE FIGURAN EN EL INDICE DE LA PAGINA DEL AUTOR.

 

JUNIO DE 2005, MÁLAGA (ESPAÑA)

 

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