Agustín Garcia Calvo y yo

Eran tiempos de vino y rosas. Zamora era un pueblo grande, con más curas que cabezas de ganado. Los jóvenes como yo no vislumbrábamos el futuro, bastante teníamos con hacer llevadero el presente. El presente no era otro que estudiar el bachillerato, pasar curso, pasar el menos hambre posible y ligar las jóvenes zamoranas hasta donde se dejaran; en mi caso debía ser monógamo y muy pronto más que ligar, quedé atrapado por la que es mi esposa actual. En ese marco ramplón, falangista, católico, un hombre marcó algunas de mis pulsiones de entonces y mis reflexiones de madurez. Un profesor atípico. Dejó embararaza a una alumna y aceptó su responsabilidad casándose con ella. ¡Por dios, no iba a misa los domingos y fiestas de guardar! Un profesor ateo en medio del fervor del Nacional Catolicismo. Un profesor atípico, digo, en tiempos de la letra con sangre entra, que daba aprobado general anunciado el primer día de clase. ¿Qué suponía Don Agustín, que los estudiantes íbamos a esforzarnos en aprender latín para demostrarle que teníamos orgullo y no queríamos nada regalado? La clase era un trámite, nadie sabía otra cosa que declinar rosa rosae. A las chicas sólo les interesaba su postura, se sentaba en el borde de su mesa, una pierna más alta que la otra. A los chicos no sé, en mi caso intentaba adivinar de qué pasta estaba hecho aquel hombre que rompía con todos los moldes utilizados para una sociedad adormecida y uniformada. Era catedrático y se había ganado la plaza de profesor de latín en el Instituto con nota cum laude. Quizá se pensó en echarle de allí por el perverso ejemplo que daba, pero allí siguió hasta que sacó plaza en la Universidad de Salamanca. En el claustro comía aparte. Siempre se le veía solo, los demás profesores procuraban evitar ser contaminados. Hombre visionario, descargaba adrenalina montando teatro. Lo mismo traducía a Shakespeare para representar a Macbech, (Hamlet no le interesaba) que reunía en su casa a un grupo reducido de estudiantes para ensayar teatro leído de algún autor maldito, como Alejandro Casona (Nuestra Natacha, El Barco sin pescador…) Bertolt Brecht . Al contrario que el profesor de matemáticas que en una ocasión y por escrito nos preguntó qué queríamos ser cuando termináramos el bachiller, el nos hablaba de futuro de forma genérica, haciendo hincapié en los valores que conformaban la personalidad del individuo. Es verosímil ahora el comprobar que esa debió ser su obsesión de siempre.

Y debió ser aquel hombre el revulsivo de mi conciencia pacata el que me volvió inconformista con mi conciencia uniformada. Dejé de ir a misa, de creer en, primero en la parafernalia en torno a Dios y luego en Dios mismo, abandoné la filiación falangista y comencé a ver en el Franquismo al enemigo de mi conciencia recién estrenada.

A Don Agustín le perdí la pista, yo no estudiaba en la universidad en la que él impartía sus lecciones magistrales. Pasado bastante tiempo intenté comprender, sin lograrlo, un escrito suyo aparecido en algún periódico. Yo ya tenía mi propio criterio formado y aquello que leí no me decía nada en su favor ni en mi provecho. Llegué a pensar que, visto su estrafalario aspecto, estaba algo ido de la cabeza.

Hoy, que acaba de fallecer, he conocido lo que se dice de él. Parece que fue siempre fiel a sí mismo. Quizá su indomable espíritu le impidió mayores reconocimientos, de haberlos merecido. Yo, en esta ocasión, sólo me pregunto si fue una luz en mi camino. Descansa en paz, el hombre que destruyó el infierno.