¿Qué te hice yo para que de tus ojos saliera ese arroyo silencioso de lágrimas, que desembocaban en la comisura de tus labios? Penetraban en tu boca como agua salda de mar. Te ofrecí mi pañuelo y lo rechazaste. Te pregunté qué consuelo podía darte, y me respondiste con un caudal mayor de lagrimas que cayeron al suelo. No había una rosa que las aprovechara y la tierra no las necesitaba. Pensé recogerlas en mi boca con un beso, pero entendí que no ibas a creerme. Angustiado de impotencia, te extendí mi mano y la rechazaste. Allí mismo te desvaneciste y caiste al suelo. No me atrevía a tocarte. Esperé a que te recuperaras. Después de un tiempo, que se me hizo eterno, abriste los ojos, volviste tu rostro hacia a mí, y balbuceaste casi imperceptible: «¿Aún estás ahí, cabrón?
Qué le has hecho o has dejado de hacer ?