Canta mi canario en su jaula que se la pela. Es como un telonero de la primavera que se acerca preparando líricos, amorosos, alérgicos encuentros. Mi canario debe tener un mecanismo que le impulsa a emitir esos trinos extenuantes, quizá como llamadas angustiadas a las hembras que revolotean libres en el campo próximo. Si yo me oculto, algunas, con recelosas aproximaciones, terminan posándose por el exterior de la jaula. Yo las observo y también a mi canario, para ver el efecto en ellos. Tan pronto una hembra está cerca, mi canario deja de cantar y salta de palito en palito, sin intentar evadirse. Nació enjaulado y no tiene percepción de la libertad. Para él, todo su espació vital se reduce a la jaula, y no por imposición sino por destino. ¿Qué hacen las hembras libres, le consuelan, tratan de penetrar, le incitan a ser seguidas en una evasión imposible? No aprecio tal cosa. Las hembras, silenciosas, ausentes de los probables ardores de mi canario, se dedican a recoger del suelo los pequeños granos de alpiste y a picotear el trozo de manzana pellizcado entre los alambres de la jaula. Luego, cuando ya han dado buena cuenta de aquella comida fácil, vuelan lejos. Yo las sigo con la mirada, y sucede que algún canario macho las espera, o las acompaña en el vuelo, y allí donde se detienen, las fecundan. Nunca los oí cantar, creo que mi telonero los vio sin sentir frustración y mucho menos celos; él siguió cantando, seguramente porque era la primavera.
Eso de más arriba lo escribí en el año que indica. Ayer murió mi canario. No murió de viejo, aunque en él ya habían muerto muchas de las características que hacían de él un pájaro notable. Y no voy a pasar por alto por qué murió, porque yo fui responsable de su muerte, por más que fue involuntario por mi parte. Colgué la jaula de la rama delgada de un árbol. Lo hice con la mejor de las intenciones: para que le diera el sol y porque allí revolotean otros pájaros. Con el peso de la jaula, la rama se desgajó y cayo al suelo. Cuando lo advertí, corrí allí y vi a mi canario conmocionado. Lo cogí y lo introduje en mi pecho para darle calor por ver si así se reanimaba. Pareció adquirir cierta viveza y lo deposité en su jaula envuelto en un paño suave. No se movió de allí en las horas siguientes. Le visitaba de tiempo en tiempo y no abrigaba esperanza de que se recuperara. Respiraba mal. Cuando me levanté, esa pequeña cosa que yo estimaba como a alguien de la familia, había muerto.
Lo enterré haciendo un hoyo al lado de un naranjo, mientras, en silencio, le decía: Chupi, no habrá vida eterna para ti, el cielo ya está lleno de ángeles.