miguel y la imaginacion

A Miguel le gustaba pensar en futuribles. Probablemente ni él mismo los creía realizables, pero, ¿quién se priva de tener ensoñaciones que además de gratuitas pueden producirte cierto placer? Todo el mundo recurrimos a nuestra imaginación para romper las amarras que nos atan a la realidad previsible.
Miguel, por razones de su oficio y vocación, soñaba con visitar aquellas tierras ubérrimas situadas más allá del Océano. Quería comprobar por sí mismo si era verdad que allí se encontraría con plantas que sólo su imaginación había configurado.
Pero esto era un subterfugio que ocultaba un deseo inconfesable. Miguel, escaso de emociones fuertes, quería participar, realmente, en un juego erótico que él había propiciado, virtualmente, en la pantalla de su ordenador. Se trataba de hacer el amor a tres o más al mismo tiempo. Si era como lo hacía a través de Internet, él se conformaría con hacerlo de una en una y añadirle el morbo de sentirse observado por las demás, incluso, quién sabe si se le abrirían las carnes de placer imaginando que era él el que observaba cómo lo hacían entre ellas.
Si parece aconsejable no hacer juicios de intenciones, lo que era cierto es que Miguel, metido como estaba en hacer realidad lo que era probable, un día se fue allá.
Pero su imaginación había idealizado tanto las situaciones que se encontraría, que fue todo un desencanto el que debió sufrir ante una realidad muy diferente.
Miguel volvió, y esta vez para siempre, a su realidad previsible, después de quemar las naves en las que viajan los sueños.

Miguel, de ese bosque encantado que formaba su hábitat cotidiano, entreveía alguna planta exótica que le llamaba la atención. La cultivaba para que no se secara o se marchitara. Había aprendido que las plantas son muy agradecidas –o se muestran agradecidas- si escuchan una música suave o se les susurra cerca algo así como “eres mi planta favorita”. Miguel, la única música que tenía a la mano era una partitura, ellegro ma non tropo, que tocaba con su flauta, cometiendo errores, naturalmente, pues su flauta era como la de Bartolo, con un agujero sólo. El conseguía algunos acordes a base de modular con sus labios –entiéndase labios, no labia-, ora poniéndolos hacia fuera, como los monos, ora hacia dentro, como los viejos cuando se quitan la dentadura postiza para ir a dormir. La planta que recibía tales delicias, hasta por la hojas le chorreaban perlas de gusto. Bueno, quizá lo de gusto sea un exceso, y lo que sucedía es que lloraban lágrimas. Cuando esto sucedía, Miguel se mostraba enternecido, y era, entonces, que le susurraba lo de “Pero cómo, ¿no te das cuenta que sólo a ti y nada más que a ti quiero complacer con mi flauta…?” A la planta se el estiraban las hojas lacias y expelía aromas que a Miguel le parecían conocidos de otras plantas, pero ya para él no era cuestión de fragancias el seguir cultivando una planta más y mejor que otras. Miguel la catalogaba, acariciaba de pasada sus hojas, y se iba a atender a otra que pedía su atención. Días había que terminaba agotado, pero él creía que era la única forma que tenía para llegar a ser un experto en botánica.