También hay historias en las que ni la vida ni la muerte aparecen por ninguna parte. Son historias completas; es decir, que principian y terminan. Son estas las historias de los sentimientos de los hombres y de las mujeres entrecruzados. Contaré una de estas historias, quizá poco original, pero merece ser una historia en sí misma.
No lo tengo muy seguro, pero debería tener unos diez años cuando en mi entorno familiar, en la calle y hasta en la escuela, se comentaba que un hombre mayor y casado sin hijos, se había ido del pueblo con una jovencita de poco más de quince años. Yo, entonces, no pude entender por qué se formó un gran revuelo. Debí suponer que las batidas que se dieron por caseríos y bosque cercanos al pueblo se hacían para encontrarlos, como en otras ocasiones se habían hecho parecidas búsquedas en casos de niños desaparecidos. Desde luego eran parecidas, pero la diferencia en este caso era que los hombres portaban palos y rabia en sus caras. «¡Vamos a matar a ese hijo de la gran puta!», oí decir. Ya había asistido a una batida parecida en su aspecto, fue cuando los hombres salieron para dar caza al lobo que hacían responsable de una gran mortandad de ovejas en el pueblo. Trajeron al lobo muerto, arrastrado por un mozo a caballo, y con gran alborozo de las gentes que asistían en la calle al espectáculo. –Tómese esta descripción como un inciso que nada tiene que ver con la historia y que yo había asegurado no hablaba de muerte ni de vida–. El caso es que yo no pude pensar que aquella batida de hombres con rabia y con palos tuviese que ver con dar caza a ninguna persona y traerlo arrastrado por un caballo hasta el pueblo; han pasado muchos años, pero aseguraría que aquellos gestos hoscos de los hombres eran de preocupación por los desaparecidos, y no debí entender el significado de escuchar en muchas bocas la palabra «¡sinvergüenza!» ¿Qué podía entender un niño como yo del despropósito que significa que un hombre mayor, casado, desaparezca con una joven que podía ser su hija y hasta su nieta…? El caso es que las batidas regresaron cada anochecer de varios días que se emprendieron sin resultado alguno, y poco a poco se fueron diluyendo los comentarios que hablaban del caso.
Habían pasado dos años cuando, con gran sorpresa de la gente del pueblo, la joven se presentó en su casa. Sólo recuerdo lo que se comentó: que la joven había dicho a sus padres y todos los que se interesaron, que los dos años de ausencia los había pasado con unos tíos emigrantes en Francia y que nada sabía del hombre al que le habían atribuido fugarse con ella. La joven había aprendido francés y el ayuntamiento la contrató para dar clases a todos los que pretendían, por aquel entonces, emprender la aventura de la emigración. Mis padres se fueron de aquel pueblo poco después, pero llegué a escuchar que el hombre que se creyó desaparecido con la joven, se había ido a América, se había casado y que tenía dos niños. También que se le acusaba de bigamia, y que yo no comprendí qué significaba.
Naturalmente ahora me puedo explicar las dos fugas. En aquel tiempo no existía el divorcio, y el hombre debió sentirse frustrado porque su mujer no le daba hijos. Y la joven, sabiendo no contar con la aprobación de sus padres, decidió por su cuenta buscar un horizonte más prometedor en Francia. Dos historias paralelas que hablan de libertad, más allá de la razón de los hombres.