Pilar (1999, revisado)

Pequeña historia de una joven que un día decidió ser mujer con todas las consecuencias.

Pilar había conocido varios hombres en su vida  —se da por supuesto que el lector entiende que se había acostado con ellos—. Los hombres nunca llegan a conocer a las mujeres —se entiende que por las mismas circunstancias.

Pilar había sacado como conclusión que los hombres iban siempre a lo suyo en sus relaciones con las mujeres —otra expresión que se entiende y que seguramente explica la segunda proposición del párrafo anterior—. Que conseguido lo que pretendían, la estima o, simplemente, la amistad y eso que llaman amor, quedaba aplazado hasta la ocasión siguiente. En consecuencia, —extrema a todas luces— Pilar, a todos los hombres que, repito, había conocido, nunca les había dejado la iniciativa en esas cosas, por temor a ser una mera máquina de masturbar para ellos, según ella gustaba decir —en las entrevistas, reuniones, etc.—. Pero Pilar, a solas con sus sentimientos, o la falta de alguno definitivo y categórico sólo imaginado, deseaba amar intensamente y ser correspondida, al menos con la misma intensidad, y sentía que, o bien ella se equivocaba con su comportamiento, o los hombres eran todos iguales, frase no suya, por cierto —tampoco del que esto cuenta.

 Pero como siempre en la vida, una circunstancia fortuita termina sacándonos del atolladero en el que sentimos nos hundimos. A Pilar le pasó eso.

Como cualquier día, se fue a su habitual lugar de trabajo; era periodista, recién estrenado su titulo por la Escuela de Periodismo de Madrid. Había entrado en la Redacción por su buen expediente y porque había conocido —no se olvide el sentido que se da aquí a esta palabra— a un profesor adjunto de la Escuela que trabajaba en el periódico a tiempo parcial como corrector de estilo. No había nada entre ellos, salvo el recuerdo fugaz de un encuentro en una noche de fiesta y cacería de emociones fuertes por parte de los unos y de las otras. Pilar no recordaba qué le había interesado de aquel hombre con el que había terminado en la cama, y si su  deseo había ido a remolque de lo que ella sostenía como principio de auto estima femenina, o fue su auto estima la que fijó a aquel hombre como objetivo —estas disquisiciones son propias de mujeres como Pilar—. En cualquier caso, aquel encuentro —y otros que no vienen al caso—, nunca más se repitió, muy a pesar del profesor, que lo intentó en otras ocasiones, como era previsible. Pilar, en estos asuntos, siempre los paraba con la misma frase: «No estoy suficientemente motivada, y como no hay dos sin tres, prefiero que sólo sea uno.» Lo cual, ellos entendían, como que Pilar era un extraño caso de mujer fría o, quizá, con algún desviacionismo —perdón— que no acababa de aflorar. Y así se lo decían de forma un tanto abrupta, ignorando que ellos fueran la causa —muy propio de los hombres—. Vean el  caso del «profe» y cómo finalizó.

—¿Qué te pasa, Pili? ¿Por qué no vas al psicólogo?

—¿Al psicólogo? —preguntó extrañada.

—Él te puede arreglar eso. Eres un poco rarilla.

—No se trata de un problema de psicólogo; es que tú no funcionas todo lo bien que a mí me gusta.

Obviamente, aquella frase demoledora, que ella siempre tenía en la recámara y no era la primera vez que pronunciaba,  convertía a cualquier  hombre en un punto y aparte en el guión de su vida. Y Pilar disfrutaba recordando la cara que había puesto el tío en cuestión e imaginando que toda su sangre se habría venido a la periferia de su cuerpo; tal era el color de su cara —algunos se ponían pálidos; los vanidosos—. También es obvio pensar, que los hombres que habían padecido los zarpazos de sentencias parecidas, nunca más se habían dirigido a ella con nuevas insinuaciones. Ella, frecuentemente y a solas, echaba de menos que los hombres la tomaran en serio, aunque nunca explicó qué significado le daba ella a eso de tomarla en serio.

Pilar, como decía, deseaba, no obstante, encontrar un amor intenso que partiera de desdibujar los roles respectivos del hombre y de la mujer en la forma de cazador y pieza de caza. Pero no atribuía en exclusividad a quién correspondían esos papeles en cada momento, por lo que, a veces, ella se sentía culpable y se hacía su auto crítica, sobre todo cuando no estaba en la escena de caza, en la que siempre su raro instinto se imponía.

Su papel en la Redacción era modesto, y trabajaba el ordenador con la paciencia del que se sabe seguro de sí mismo y que aquel meritoriado no duraría para ella mucho tiempo. También su feminismo la impulsaba a establecer plazos cortos  en la escala de las ambiciones, que otros (los hombres) se empeñan en considerar exclusivas por falta de consideración, más que por considerarlas «propias del sexo».

Aquel día que no ofrecía, en principio, ningún motivo de esperanza de que fuera a ser diferente, Pilar, digo, fue al trabajo, y sin saber por qué —ella no acostumbraba a predisponerse físicamente para ser objeto de deseo de sus compañeros—, se puso un vestido, en lugar de un invariable suéter o blusa —según el tiempo— y un pantalón vaquero, que daba  a su aspecto general un toque invariable que tornaba ambiguo su sexo. Se había comprado aquel vestido porque le gustó la figura —la verdad es que sintió un estremecimiento—  que le proporcionaba a una joven,  más o menos como ella, que había visto unos días antes caminando por la calle. Y no le pasó desapercibido que, a su paso, aquella joven despertaba en los transeúntes un irrefrenable y reflejo acto de mirarla, y no sólo al verla, sino que algunos y algunas se volvieron mirando atrás, quién sabe con qué pensamientos. La joven era airosa, pero no más guapa que Pilar, y esa consideración, a más de creer tener mejor tipo, la tuvo Pilar. El fenómeno   le pareció curioso y nuevo. Ella, con las mujeres,  nunca había establecido otras comparaciones que las intelectuales y la eficacia de esa lucha voluntarista que algunas, Pilar entre ellas, llaman movimiento feminista. Y movida por el instinto de la competencia, aunque ella no profundizó en esta consideración, no paró hasta encontrar el mismo vestido. El vestido era ajustado a las formas del cuerpo, sin mangas, discretamente corto —un palmo por encima de la rodilla— y topos rojos sobre fondo blanco. También el escote se quedaba corto con intencionada picardía del diseñador, dejando claro que lo que ocultara no fuera menos hermoso que lo que lo que dejaba al descubierto. Pilar tuvo dificultades para ponérselo; falta de costumbre, pensó ella. Pero la razón no era esa: su cuerpo se extendía un poquito más allá de los límites que imponía la tela. No obstante, y como la tela no cedía, tuvo que ceder el cuerpo ese poquito de más, y al fin pudo ponérselo, como un guante ajustado a la mano. Y ya de puesta, continuó su transformación; se soltó el pelo y se lo cepilló por largo tiempo hasta que cayó como una cascada rubia sobre sus hombros; se pintó los labios de un rojo fresa, que los tornó sensuales; se puso unos pendientes que casi tocaban su hombro y que estilizaron su cara; unas pulseras con los colores del arco iris, como una guirnalda, remataron sus largos brazos;  unos zapatos a juego en color con los topos y de tacón extremo alargaron sus piernas hasta el infinito; se perfiló las cejas, algo de rímel y un ligero toque que obscureció el marco en el que brillaban sus azules ojos.  Y se miró en el espejo colocado en la contrapuerta de su armario ropero. «Parezco una furcia», se dijo, pero lejos de hacerla desistir de tan extraño, por lo inusual, disfraz, sonrió complacida; también ella se gustaba. Cuando salió a la calle, pronto pudo comprobar que también con ella se repetía el fenómeno: las gentes, ellos y ellas, la miraban, y sentía que se volvían para tener un visión completa de aquello que se movía, pero, sobre todo, que no era una alucinación. Pilar iba pensando en el revuelo que iba a causar al llegar al Periódico, y diseñaba frases ingeniosas para responder convenientemente a las procaces insinuaciones, o simplemente expresiones, de las que, a buen seguro, esperaba ser objeto. Efectivamente, nada más llegar, ya el conserje, que nunca le había prestado especial atención, de forma espontanea exclamó:

—¡Por todos los demonios! ¿Qué le ha sucedido, señorita Pilar?

—Que voy a la guerra, Manuel —dijo Pilar sonriendo.

—Pues ya soy su primera víctima  —y se quedó mirándola mientras pronunciaba otras frase ya ininteligibles 

—No será para tanto, hombre — y sin abandonar la sonrisa, desapareció en la cabina del ascensor.

Mientras el ascensor subía, Pilar se zarandeó los pechos para colocarlos en la posición de simetría, que ella imaginó se habían escorado a la derecha, y se ajustó la parte baja del vestido, haciendo resbalar un par de veces sus manos desde sus caderas y hasta donde sus manos alcanzaban a lo largo de sus piernas. Cuando el ascensor se detuvo, Pilar sintió arrepentirse de lo que estaba haciendo, y a punto estuvo de pulsar el botón que la llevara de nuevo abajo. No lo hizo, respiró hondo, y salió muy decidida, quizá por la inercia de los pasos irreversibles y heroicos.

En el pasillo se cruzó con dos desconocidos que salían de la Redacción. Salían hablando, y al apercibirse de su presencia, sus mentes desconectaron el movimiento de sus bocas, que quedaron abiertas en dos muecas diferentes e igualmente ridículas. Eran dos hombres que sobrepasaban los cincuenta años de cualquier almanaque, menos el que ellos se figuraban, sin años, seguramente. Pilar miró al frente, segura de que el pasillo quedaría expedito a su paso. Y así fue, ya que antes de que llegara a la altura de ellos, estos se apartaron a sendos lados del pasillo pegando sus espaldas contra la pared, como si por allí estuviese pasado un tren (Pilar estaba como un tren, la verdad sea dicha). No dijeron nada, se limitaron a decirlo todo con la vista y   un aumento del ritmo cardiaco. Pilar les sonrió, sin agradecer con palabras aquel cumplido de dejarle la preferencia del camino. Se volvió a mirar los despojos, y los dos hombres continuaban allí,  estáticos, estúpidos, con sus ojos dilatados, y no sé si babeando. Pilar les sonrió de nuevo para imprimirles el último empujón que precipitara su caída, pero ya no pudo saber lo que les hizo hacer a continuación sus mentes turbadas. Abrió la puerta y observó el campo. Todos y todas estaban ocupados en sus respectivos asuntos, y una puerta que se abría nunca interrumpía su atención ni la posición de sus cuerpos. Pilar se dirigió a su mesa, y como siempre hacía cada mañana al llegar, pronunció las mismas palabras:

—¡Buenos días, chicos!

Y el efecto dómino se produjo: como si una corriente los fuera conectando uno a uno, y no una alarma cualquiera que pone a todo el mundo sobre aviso, todos, uno tras el otro, fueron levantando la vista de sus faenas —algunos que estaban de espalda, volviéndose—, y en sus rostros se dibujaban las más variadas formas de expresión: Pilar detectó en todos una primera sensación de desconcierto, luego una de incredulidad, luego otra de asombro, luego un preguntarse qué era aquello y para qué, o por qué,  y todo, sucesivo o mezclado, en un espeso silencio que alguien, al fin, rompió con una exclamación que, por  la entonación, la convertía en la expresión por lo inesperado:

—¡Piilaar!

—¿Qué pasa, chico? ¿Has visto un fantasma? —preguntó Pilar sonriendo y sin detenerse en el camino a su puesto de trabajo.

—¡Joder! ¿Qué ha pasado contigo? ¿Te encuentras bien?

—¿A ti qué te parece? —contestó Pilar sin dejar de sonreír y sin detenerse.

—A juzgar por el aspecto… ¿Qué os parece, chicos? ¿No estaremos soñando?

—Déjame que te toque —dijo uno, acercándose— Quiero comprobar que eres de verdad.

—Toca, pero con un solo dedo. Por lo que estoy viendo, no quiero ser responsable de que te hierva la sangre.

Algunos no pudieron reprimir un impulso a seguir los pasos de Pilar que, como el flautista del cuento, pronto formaban una hilera detrás de ella. Las compañeras la miraban con una sonrisa estúpida, mezcla de decepción y de instinto de supervivencia. La decepción debía ser porque habían tomado a Pilar como prototipo de mujer que sabe poner a los hombres en su sitio; y lo otro sería porque se daban cuenta, aunque fuera por otro motivo, que todos los hombres parecían haber perdido el sitio que ocupaban, avanzando más o menos hacia una sola órbita: la que Pili trazaba con su caminar, y eso suponía para ellas el vació. 

Los que la siguieron ya habían formado un corrillo en torno a ella con comentarios como estos:

—¡Me has dejado hecho polvo, Pili!

—¡Qué guardado te lo tenías!

—¡Chica, debo estar soñando!

—¡Me pido «prime» para invitarte a comer!

—¡Ya no podré trabajar!

Y otras bobadas por el estilo. Pilar, ya sentada, cruzó sus piernas, y más de sus bien torneados muslos quedó expuesto a las espasmódicas miradas de sus compañeros que, ora miraban arriba, ora al centro, ora abajo con sus estrábicos ojos. Pilar les sonreía como máximo agradecimiento a tanto cumplido. Alguno, más atrevido y menos inteligente, le espetó a bocajarro:

—Nos has jodido, Pili…

—Pues deberíais estar satisfechos, ¿no? —le respondió Pilar, mientras se volvía y habría su portafolios—. Íos a trabajar, que el jefe se puede enfadar. 

—¿Tienes algún plan especial para luego? —preguntó uno.

—Sí; con tu  papi —responde Pilar,  poniéndose seria.

—No te enfades, mujer; lo decía porque alguna explicación tendrá esta transformación, ¿no?

—Si que tiene una: comprobar lo capullos que sois los hombres. No sé que os hace comportaros así; ¿es por el vestido? ¿Por la bisutería? Lo vuestro es falta de imaginación. Detrás de todo esto soy la misma Pilar que conocíais y que nunca os parasteis a imaginar. Y ahora, venga, a trabajar; ya conocéis mis poderes.

Poco a poco aquel grupo entusiasta se fue disolviendo, prodigando una última sonrisa de complacencia a la nueva Pilar que se mostraba para gozo de sus ojos, pero inaccesible para sus alborotados deseos. 

Pilar no había dejado de observar todas las reacciones, y su vista escrutó más allá del grupo que la había rodeado. Así, observó las caras de sus compañeras que sonreían y cuchicheaban en voz baja. Pero lo que más atrajo su atención fue la del compañero Robert que, en una mesa algo lejana a la de ella, había continuado trabajando sin levantar más que una sola vez la vista, al primer revuelo que se formó nada más entrar. Sentada, Pilar lo tenía  frente a ella, más allá de unas cuantas cabezas que no paraban de mirarla con una sonrisa boba y algún gesto mudo de invitación a salir luego juntos. Pilar hacía saltar su mirada de uno a otro, sin ninguna concesión en su expresión que les diera esperanza. Cuando uno a uno se fueron todos  dando por vencidos, Pilar, de vez en cuando, levantaba la vista de sus papeles y dirigía una única mirada a aquel compañero que no había mostrado ningún especial entusiasmo a su llegada ni a su posterior presencia. Robert era un buen compañero, que siempre la había ayudado cuando algo le pidió. Era algo tímido, muy callado, y nunca lo vio partícipe de ningún protagonismo. Llegaba al trabajo y se iba a su mesa, y sólo hablaba de cosas relacionadas con el periódico. Nunca lo vio con ninguna chica y, por supuesto, a Pilar nunca le había dirigido la menor insinuación. Pilar lo había ignorado hasta ese momento, pero su comportamiento en ese instante, diferente al de los demás, había atraído su atención y, ahora, cada vez que levantaba la vista, le dirigía una mirada esperando encontrarse con la suya. Pilar quería comprobar si, para Robert, ella le era totalmente indiferente, quizá no le gustaran las mujeres, o tenía una forma peculiar de demostrar el sentimiento que le habría causado su puesta en escena. Pilar estaba segura de descubrir lo que pasaba, si tenía ocasión de cruzar su mirada con la de Robert. Una luz en un monitor de su mesa se encendió: era su jefe que la llamaba y significaba que tenía que ir a su despacho. Pilar se levantó, se ajustó los bajos de su vestido, cogió un bolígrafo y un bloc de notas y se dirigió al despacho del jefe. El camino pasaba al lado de la mesa de Robert. Pilar, en su caminar, había vuelto a dejar el trabajo de sus compañeros y compañeras en tiempo muerto y cada cual hilvanando un pensamiento. A un metro de la mesa de Robert, Pilar miró  a éste, que seguía escribiendo en su máquina. Robert, sin dejar de escribir, alzó la vista y, por fin, Pilar leyó en sus ojos. La expresión de Robert era seria, no movió un músculo de su cara. Sus ojos acerados no mostraban complacencia por lo que veían. Se diría que estaban dictando una sentencia imposible. Pilar le sonrió con timidez, una de esas sonrisas que se interrumpen violentamente, como si la sonrisa no fuera lo más apropiado en ese instante, y siguió caminando con la imagen de un Robert que la había desconcertado. Entró en el despacho del jefe sin llamar, como habitualmente se hacía cuando la visita obedecía a su llamada. La relación con el jefe siempre era cordial, salvo cuando había motivos para esperar su bronca. Pilar se dirigió  la primera a su jefe, para llamar su atención de lo que en ese momento le ocupaba.

—¡Hola! ¿Me has llamado?

—Sí, Pi… He llamado a Pilar, ¿eres tú Pilar? —dijo sorprendido e incrédulo, interrumpiendo la tarea que le ocupaba.

—Pues…sí. No he cambiado de nombre. 

—Sí, sí, eres Pilar, sin duda. ¿Quieres un aumento de sueldo, o mejorar tu puesto de trabajo?

—¿Es una pregunta o una insinuación?

—Perdona, es una pregunta estúpida. 

—No te preocupes. Algo raro esperaba oírte; no ibas a ser diferente a los demás, bueno, no todos…—dice Pilar, a quién le viene Robert al recuerdo.

—Vaya, vaya… Si vienes así la primera vez que te vi, a lo mejor te habría nombrado mi secretaria…

—Tu secretaria para todo, ¿no? Bueno, ¿qué querías?

El jefe, unos años mayor que Pilar, un gran talento, a decir de algunos, era un hombre casado, serio,  no quiso seguir más el juego de palabras; la última expresión de Pilar no le daba más margen, si no quería pecar de frívolo, cosa que él se cuidaba de evitar en sus relaciones de trabajo.

—Toma esto y trabájalo un poco. Vuelve cuando lo tengas.

—De acuerdo. Hasta luego —y Pilar, tomando lo que su jefe le daba, volvió por sus pasos.

 El jefe la siguió con la vista y volvió a la tarea que había dejado, pero sólo en apariencia.

Pilar, en el camino de regreso a su mesa, no quitó la vista de la espalda de Robert. Se le antojaba que aquel chico estaba enfadado por su atuendo, y no supo de momento por qué. Se sentó en su mesa sin percibir nada más a su alrededor, tal era la concentración de su pensamiento en encontrar una respuesta al extraño comportamiento de Robert. Antes de enfrascarse en su trabajo, volvió a mirar a Robert, y esta vez se encontró de nuevo con su mirada. Era firme, pero su expresión era más relajada; no sonreía, pero su rictus no denotaba enfado. Pilar le sostuvo la mirada por un tiempo que le pareció interminable y demasiado concesivo, y bajó los ojos, vencida de una emoción extraña. Toda la mañana fue un continuo mirar y no hacer nada; a las miradas le sucedían los pensamientos, y Pilar iba encontrando respuestas. Aquel chico era diferente, pero a esta conclusión le nació una pregunta: ¿diferente para ella o para todas? Luego empezó a concluir que lo importante es que le estaba pareciendo diferente a ella y eso empezó a inquietarla. Y ese sentimiento fue aumentando. ¿Qué debería hacer? Ella nunca se había insinuado a ningún hombre, simplemente lo había elegido cuando la insinuación partía del hombre que de una forma u otra manifestaba su interés por ella. Era su principio, y no sabía qué hacer en un caso como éste. El caso es que las miradas ya no le parecían suficientes y le crecían las ganas de hablar con él, aunque sólo fueran unas breves palabras. Pero no encontraba la excusa apropiada; todas le parecían pueriles y preparadas. Poco a poco fue  dejando de pensar de forma continua, para hacerlo intermitentemente. Alguna vez miraba y no coincidía con su mirada; esto la decepcionaba por un instante, pero se volvía a sentir bien cuando a la mirada siguiente se encontraba con la de Robert.

Así había transcurrido la mañana, entre miradas y un sentimiento nuevo para Pilar, y lejos de arrepentirse por haberse vestido de esa guisa, Pilar pensaba que si no lo hubiera hecho, jamás se habría fijado en ese hombre, ni se habría percibido de su mirada. El nunca se lo había puesto fácil, era un chico tímido e inexpresivo; un simple compañero, en suma. 

Llegaba la mañana a su fin y ya todo el mundo en la Redacción iba recogiendo sus cosas. Se disponían a ir a comer. Pilar fue observando cómo, en ocasión parecida, todos se daban prisa por dejar la mesa ordenada e irse emparejando, o simplemente solos, para salir cuanto antes y aprovechar las tres horas que tenían para comer. Unos se iban a casa, si no vivían lejos, otros se decidían por los restaurantes cercanos. Pilar se iba quedando sola, y la gran sala se volvía un lugar fantasmagórico que no invitaba a quedarse. Robert aún permanecía sentado, no hacía nada, no escribía, no ordenaba su mesa. Pilar lo miró: se había resbalado sobre su sillón y miraba al techo, mientras lo hacía girar a un lado y al otro. Pilar no lo dudó y se fue hacia él. Iba a proponerle si quería acompañarla a comer. Tan rápida fue su decisión, que no tuvo tiempo de elaborar el antídoto para su orgullo herido en caso que se negara. Robert seguía en la misma posición y movimiento de vaivén de su sillón. Pilar se acercaba cada vez más. Pilar, con la rapidez que se suceden los pensamientos, descartó preguntarle si quería venir con ella a comer y eligió la fórmula definitiva.

—Me gustaría comer contigo, Robert.

—Robert se paró en seco en su vaivén,  se sentó correctamente y miró a Pilar.

—¿Decías?

—Que si quieres te acompaño  a comer. ¿En que pensabas?

—¿Por qué te ofreces a  mi?

—Eso no es una respuesta; es una pregunta. 

—Pero es una pregunta obvia.

—Pues ya te lo he dicho: porque me gustaría, no sé por qué. Y no hagas otra pregunta, por favor.

—Está bien. De acuerdo. Iré contigo. No, ven conmigo; eso es lo que has propuesto.

Pilar y Robert salen de la sala de la Redacción en un silencio espeso de pensamientos. Pilar delante, Robert siguiéndola de cerca para no perder su estela. En el ascensor se miraron, y no se podría decir quién bajó primero la vista; una situación que se hizo eterna. Robert se rozó involuntariamente con el cuerpo de Pilar, y el cerebro paralizó sus músculos ante la descarga recibida. Pilar no sintió nada; el magnetismo partía de ella, como siempre sucede  en casos parecidos. La primera atracción que una mujer siente por un hombre es siempre psíquica; como si los resorte físicos durmieran hasta encontrar la resonancia apropiada. 

El restaurante estaba cerca y fueron andando. Ya los demás compañeros habían desaparecido de sus vistas y de las miradas de aquellos. Ninguno de los dos hubiera querido hacer ante ellos una exhibición de conclusiones. Tampoco hablaron, iban uno al lado del otro. Robert fulminaba con su mirada a los que se cruzaban y hundían sus ojos en el cuerpo de Pilar. Se sentía incómodo; el papel de un hombre al lado de una mujer que se exhibe, como lo hacía Pilar en aquel momento, es siempre desairado. Es como un apéndice contra natura. Había que romper como fuera aquel silencio, y fue Robert el que encontró la fórmula:

—¿Te parece bien el «Restaurante María»?

—Siempre hemos comido allí. 

—Ahí habrá muchos compañeros.

—¿Prefieres que no nos vean juntos?

—En este momento, sí.

—¿Te avergüenzas de ir conmigo? —pregunta Pilar sin mirarlo.

—Francamente, sí. En esta ocasión, por supuesto.

—Di tú lo que prefieres.

—Vamos a mi casa. Algo tendré en la nevera que te pueda ofrecer.

Aquella inesperada propuesta de Robert cogió desprevenida a Pilar, y se limitó a mirarle a los ojos. Fue un instante, porque Robert miró al suelo, arrepentido de su osadía.

—Está bien, vamos a tu casa, de paso veré cómo vives.

—¿De veras que no te importa?

—¿Debo preocuparme por algo?

—No; por nada. No es normal invitar a su casa a una mujer a la primera oportunidad.

—Lo que no es normal es que la mujer acepte.

—No; tampoco es normal.

—Pues estamos empatados. Vamos a tu casa.

Tomaron el coche de Robert, y parte del trayecto de nuevo el  silencio fue el compañero que se presta a servir de interlocutor de aquellos pensamientos que sólo se elaboran para el consumo propio. Fue de nuevo Robert, quién ya llegando a su casa, por fin hizo a Pilar una pregunta que él mismo se había hecho muchas veces durante la mañana.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Esa es la forma de saber lo que se quiere saber.

—¿Por qué has venido vestida así?

—Esperaba esa pregunta. Si no me la hubieras hecho me habrías decepcionado. Creo que ha sido una experiencia; quería saber lo que se sentía.

—¿Lo que sentías tú, o lo que sentían los demás?

—Lo que sentía yo, naturalmente. Los demás pueden sentir cosas variadas; tú, por ejemplo, me da la impresión de que no te ha agradado verme así.

—Así es, en efecto. 

—¿Puedo saber por qué?

—Pregunta metafísica. No lo sé. No se trata de un razonamiento, creo que es un sentimiento.

—¿Me estás diciendo que te importa lo que haga con mi vida?

—Si te digo que sí, podrías contestarme con todo derecho que me ocupe de la mía, ¿verdad?

—Depende.

—¿De qué depende?

—Otra pregunta metafísica. 

—Bien. Hemos llegado. Quizá no tardemos en conocer las respuestas.

—Eso pienso yo. ¿Tienes portero o portera?

—Estará comiendo. ¿Por qué lo preguntas?

—No quisiera que por mi causa anduvieras en boca de las gentes.

—Comprendo. No me importa lo que piensen los demás; me importa lo que yo pienso.

—Eso despeja dudas y me complace escucharlo. Pero en ese caso nos podíamos haber quedado en el restaurante.

—Tú tampoco lo querías, ¿no es así?

—Sí, así era. 

Toda está conversación la habían tenido a coche parado. Robert abrió la puerta e igualmente hizo Pilar. Los dos salieron y Robert se dirigió a la puerta del inmueble que estaba cerrada. La abrió y dejó la preferencia de paso a Pilar. Tomaron el ascensor y subieron.  En la mínima cabina, los dos, frente a frente, se miraron a los ojos, y sus cerebros, simultánemente, dieron la orden de cogerse las manos. Ese contacto, que ahora nacía de sus voluntades, por extraño que parezca, convirtió  el conjunto hombre—mujer en esencia, en ente metafísico.

 Robert no soltó la mano de Pilar ni para abrir la puerta de su apartamento. Él entró primero, atrayendo a Pilar, que le siguió dócil sin dejar de mirarlo. Robert cerró la puerta, y como si temiera se le escapara, le cogió la otra mano. Y ya frente a frente, mudos de palabras, se fundieron en una abrazo, un beso eterno, un buscar frenético donde aterrizar sus bocas inquietas, unos ojos cerrados para que todas las imágenes quedaran dentro. Las piernas se quebraban, ya no sostenían tanto deseo. Los vestidos estorbaban, se interponían como una censura entre sus cuerpos, y fueron cayendo, algunos rasgados de tanta urgencia. Y sus piernas vacilantes consumieron todas sus fuerzas en llevarlos al dormitorio, templo de todos los sueños, los físicos y metafísicos, sueños de amor intenso, como Pilar había soñado.

Ya no despertaron. Pilar y Robert se habían encontrado, al fin, por una indiferencia aparente, un reproche que anticipa el sentimiento de posesión, una curiosidad por lo desigual, quizá el destino.  Pero todo eso fue el principio y ya quedaba olvidado. 

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