Con gran estupor, seguido de indignación, recibo tu carta. Ya de entrada me repatea que te dirijas a mí con un “Querida Teresa”. Oye, ¿de qué vas, so imbécil? Después de treinta y pico años sin usar esa expresión, ¿ahora me voy a creer que hablas en serio? Pero me da igual lo que yo sea para ti.
Ya cuando nos casamos me hiciste firmar aquellas capitulaciones de la ignominia. Y en la separación, todo tu empeño fue mantenerlas. De ese modo, a poco me dejas con el culo al aire. ¿Que piensas, que voy a mendigar unas migajas de lo que te quedaste, decías, según ley? Y encima tienes la desfachatez de mencionar los bienes comunes. Claro, tenemos bienes comunes: un plato para ti, uno para mí… ¿La casa donde hemos vivido y traído a los niños es un bien común? Claro, eso no se puede partir en dos, y ya te cuidaste, en su día, de ponerla a tu nombre pretextando que era cosa de razón fiscal al invertir fondos de la empresa de tus padres. No me respondas, porque ya la pusiste en el inventario de tus pertencias personales. Me aburre seguir hablando de agravios porque no terminaría.
Lo único que quiero de ti es que cumplas estrictamente con el pacto de separación, en el que no hubo por tu parte la más mínima concesión que no contemplara la ley. Y mira tú por donde, yo de la ley nunca supe si era justa.
Lo tienes todo, excepto la patria potestad de los niños, y por ellos, según ley, me tienes que pasar una pensión, que llaman compensatoria, ¿compensatoria de qué? Después de tanta ruindad, yo me he llevado la mejor parte de nuestros bienes comunes: nuestros hijos, y porque no hay un Herodes que los parta por la mitad. Puedes alégrarte al hacer tus cuentas, una puta te habría salido más cara.
Hombre, ya que me concedes tener mi opinión, ¿sabes lo que te digo? Que te vayas a tomar por culo, querido.