Soliloquios a las 5 h, AM

Soliloquio 1

Las causas jodidas (de infortunio) que pueden converger al mismo tiempo sobre una persona pueden ser infinitas. No dan respiro. Buscando un símil, sería como una nube de cuervos cayendo sobre un cadáver. Ni un rayo de luz sería capaz de atravesar tanta negrura. La persona que sufre un tal acoso, se pregunta, en primer término, qué ha hecho  para padecer de tan mala suerte. Cuando acepta que la suerte es algo inaprensible, que no se puede diseñar a gusto y medida, entonces se pregunta por qué, en un momento dado, confluyen en ella toda clase de desventuras y ninguna dicha. No teniendo respuestas a preguntas tan razonables, la persona pude preguntarse de qué le sirve intentar comprenderlo. Podría, entonces, resignarse y esperar que el futuro le sea propicio y le llegue  la ocasión en el que las venturosas circunstancia se abran paso entre las desdichas y, si no eliminándolas por completo, si sean lo suficientemente gratificantes como para considerarse una persona afortunada. Pero cabe preguntarse: si todo es tan azaroso y la persona tan inerme, ¿por qué se desea con ahínco ser feliz y no se desea con igual fuerza dejar de ser desgraciado? Mientras encuentro una respuesta lógica a tan razonable pregunta, yo sólo espero que me cambie la suerte.

Soliloquio 2

Me encuentro solo. Yo lo he buscado. Sé que en algún lugar impreciso de este mundo tengo un montón de amigos, que a una queja mía se volcarían en palabras de ánimo. Y, sin embargo, huyo de ellos. Pareciera que la soledad me es precisa para concentrarme en el dolor que me causan mis pesares. Como si no quisiera la anestesia que supondría compartirlos con alguien. Como si necesitara, sin distracciones, avistar sus idas y venidas, cayendo sobre mí con sus picotazos, en ocasiones sobre heridas aún abiertas. Me complazco incoherentemente en mi dolor, puesto que no hago nada por evitarlo. Si mi cara es el espejo de mi alma, no quiero que los demás la sufran contándoles mis desdichas. ¡Dejadme morir en paz!, grita el moribundo. Yo no puedo decir lo mismo. Ni estoy moribundo ni quiero la paz; sólo quiero estar solo.

Soliloquio 3

Hago un pacto conmigo mismo. Ya que estoy sólo y que así quiero estar, me propongo olvidarme de los pesares y aparentar estar lo más festivo que se me ocurra. Tengo que aparentarlo aquí, donde detecto que me miran, quizá incondicionales amigos que respetan mi soledad, públicamente pedida. Se lo debo a ellos. Y no debe suponerme gran esfuerzo. Y ellos me lo agradecerán, porque, como yo, se olvidarán que tengo eso genérico que he venido en llamar pesares. Así, por lo menos, no los tendrán por mí. Ese es mi pacto, amigos. Voy a ver cómo lo desarrollo. Por ejemplo, se me ocurre describir un hecho verdaderamente festivo. Hoy era mi onomástica. Con ese motivo, hoy en mi casa hubo una pequeña fiesta. Yo llamo fiesta, y para no exagerar, a cualquier cosa que convoque a mi solitaria vivienda, dos cosas fundamentales: la visita de más de dos personas y que suene el teléfono más de dos veces. Y esta circunstancia, indudablemente con motivo de mi onomástica, se ha superado en número: he tenido la visita de tres personas y, si no recuerdo mal, por lo menos cinco veces sonó el teléfono. Sin duda, y por mi onomástica, también la comida de mediodía ha sido especial. No vale la pena que la describa, no vaya a ser que mis amigos la entiendan demasiado sobria como para considerarla especial. El caso es que había ambiente de fiesta, y así la considero. Hasta me reí con alguna ocurrencia de mi nieto. También descorché una botella de vino de una reserva especial. Y me cantaron el «feliz, feliz en tu día». Como me debía a mis visitantes  y atender al teléfono, hoy no vi los telediarios, que a buen seguro hablarían de la inminente guerra. Dadas mis solitarias rutinas, hoy en mi casa era una verdadera fiesta. Todo eso sucedió por unas horas en las que puedo asegurar a mis amigos que me olvidé de mis pesares. Luego, cuando volví a quedarme solo y el teléfono dejó de sonar, no volvieron los pesares, como debería suponerse; me enfrasqué en una lectura sencilla, precedida de gran fama psicoterapeútica: «El caballero de la armadura oxidada», de un tal Robert Fisher. Luego me dio por sentirme algo fatigado y me dormí una horita. Escribir es, sin duda, una de las pocas cosas que me evaden de los pesares. Y en esas estoy, amigos. Mientras escribo esto, medianoche, puedo aseguraros que no siento mis pesares. Por favor, no tengáis en cuenta que más arriba dije que iba a aparentar estar de lo más festivo. Ahora me voy a la cama, así que no os preocupéis por mí, amigos.

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