Son cosas que escribí

A ver si, con suerte, pillo a Rebeca dormida.

Estás en esa edad, mujer, en la que las margaritas se han vuelto rosas. Tiempo para ti pasado en el que el deshojar los pétalos de una margarita te llevaba a ser amada, a no ser amada. Pero un poco más allá de aquella desilusión, volvías a tomar una margarita entre tus dedos, y de nuevo la liturgia: me ama, no me ama, me ama… Y sucedía que esta vez tu boca dibujaba una sonrisa y tu corazón  se sosegaba de su desbocada incertidumbre. Y casi siempre acertaba la margarita. Toma ahora una margarita como azar digital de tus ensoñaciones y habrás representado el esperpento. Sin embargo, decía, esas margaritas de antaño bien pudieran ser ahora rosas. Con las rosas no intentarías una predicción del tipo me ama, no me ama… Una rosa en tus manos sería para acercártela con lentitud a la cara,  con tu mirada perdida en algún recuerdo de juventud. Luego la olerías y, a continuación, harías que rozara levemente tus labios, para, finalmente, ponerla en algún recipiente con agua.

No pretendo evidenciar que tu edad de ahora sea para ti el condenarte a la nostalgia; puedes encontrar el amor, pero éste ya no será la plétora de tu felicidad, tan sólo será una rosa cortada que se marchita un poco cada día.

(JDD 2003)

Hoy debería enviarte un ramo de rosas. Pero estoy lejos y no sé cómo hacerlo. También podría enviarte una postal, que sí sé cómo hacerlo, y es fácil. Pero todas están usadas. O escribir para ti unos versos. Lo intenté, pero sólo eran palabras. O pedir simplemente que seas feliz. Pero me di cuenta que sólo era una frase tópica. O que cumplas muchos más. Pero no sé si es tu deseo. También he pensado en llamarte. Pero no sabía qué decirte. Me siento mal, querida, porque pienso que debería hacer algo especial por ti en un día como hoy, y no se me ocurre nada. ¿Decirte la verdad, como te estoy diciendo, consideras que es algo especial? Sí, considéralo especial; no imaginas cuánto dolor he sentido al decírtelo.

(JDD 2003)

Mientras una nueva primavera congestiona mis sistemas de respiración y no noto los ardores que preconizan los poetas y especulan los faunos, sigo con esta especie de testamento ológrafo en el que refugio los pesares que he tenido en vida, seguramente con el inconsciente cabrón de dejárselos a mis sobrevivientes para que los disfruten, los canten en justas desiguales, donde otros, menos cabrones, certificaron su equivocada visión idílica de los sueños mientras pasaban hambre de todo. Pero, ¿qué puedo hacer para situarme en la postura ecléctica que supondría comulgar con ruedas de molino sin sentir ahogo? Pudiera ser que si me situara en una dimensión soterradamente cínica, terminara creyéndome mi papel de bufón y consiguiera que mis admiradores y sufridores se hermanaran en la risa estentórea, mientras pedorreaban sus aerofagias respectivas. Si eso consiguiera, pasaría a la historia como un benefactor de los dolores intestinales, nada más y nada menos.

(JDD 2003)

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