El cuarteto habitual de jubilados que se reunía en el club para jugar a cartas, tomar café y hablar de todo y de nada, sacó a colación eso tan siniestro como el testamento vital, o declaración vital de voluntad anticipada. Uno de los presentes lo había hecho, explicó en qué consistía y cómo hacerlo.
A Antonio le pareció no sólo interesante, sino una buena decisión. Y la puso en práctica.
Antonio cayó enfermo de gravedad y fue internado en el hospital hasta que falleció.
En momentos aún de lucidez, le había confesado a su médico habitual que había hecho testamento vital y que le hacía depositario único y confidencial del mismo, confiando en él para que se cumpliera Íntegramente. El médico aceptó la confidencia.
Ya de cuerpo presente, el médico y una enfermera se reunieron con la esposa para comunicarle la circunstancia. La esposa desconocía que su marido hubiese hecho aquello, que le sonó a chino, y preguntó.
—Doctor, ¿no le habrá dejado nada a alguien que no sea su esposa, ya que hijos no tenemos?
El médico, que no se extrañaba de la ignorancia de la la esposa, le explico que un testamento vital no era un testamento normal, que se refería a cómo deseaba morir y, si acaso, a la donación de sus órganos para transplantes y otros menesteres que la ciencia pudiese aprovechar. La esposa se quedó más tranquila, aunque siguió preguntando.
—Doctor, y cuando ustedes se queden con lo que valga, ¿qué hacen con el resto?
El doctor, condescendiente, le dijo que también eso lo habría dispuesto el finado, y que le entregarían los restos para darle sepultura o se incinerarían y le entregarían las cenizas.
—Yo prefiero que le incineren, que hoy cuesta mucho dinero enterrar y, total, para nada.
—Señora, deberemos cumplir todos con su voluntad,—le dijo el doctor.
La viuda no cejaba, y apuntó.
—Doctor, si puede, quisiera que me entregara las coronas de oro de varios implantes que le hicieron a mi marido. Ah, y el anillo de nuestra boda, que también es de oro, y no pude extrarelo porque le había engordado el dedo.
El doctor ya se impacientaba. La enfermera que estaba a su lado, conteniendo la risa, se acerca más al médico y le susurra.
—Alfredo, pregúntale qué quiere que hagamos con los genitales.
El doctor le dio un codazo que la enfermera entendió como que cerrara la boca, y se dirigió a la señora.
—Lo tendremos en cuenta, señora, pero sólo si es factible. Aunque le repito que deberemos cumplir estrictamente con la voluntad de su marido.
Doctor y enfermera se fueron. Antonio había muerto de parada cardiaca, le retiraron el vial y el tubo de oxigeno, únicos instrumentos de supervivencia utilizados, y el cuerpo fue llevado a la sala de transplantes de órganos, donde le examinarían según el protocolo establecido para el caso. El doctor, responsable de que se cumpliera la voluntad de Antonio, pasaría por allí para dar cuenta a sus colegas sobre lo dispuesto.
No era un testamento formal al uso. Quizá Antonio no había interpretado bien su finalidad y se dejó llevar del instinto. El Doctor depositario abrió el sobre y leyó a sus dos colegas
«Quiero que de mi cuerpo utilicen sólo el corazón. Si puede ser para que se lo trasplanten a una mujer joven que tenga el suyo en mal estado. Habré muerto sin haber confesado a nadie que mi corazón era el de una mujer en un cuerpo de hombre, y habré muerto con esa frustración y pena. Así lo firmo, para que se haga cumplir, en pleno uso de mis facultades mentales».
El doctor cerró la hoja de papel y los doctores de trasplantes se miraron. No podían creer lo que habían oído.
Desgraciadamente, y muy pesarosos, no pudieron cumplir con la voluntad de Antonio, su corazón, según el historial médico, había tenido dos infartos que le le hacían inservible.
El anillo de boda se lo extrajeron fácilmente, pasada la primera hora después del fallecimiento, el dedo se había desinflamado. Se lo entregaron a la esposa, que preguntó
—¿Y las coronas de oro?
—Señora, no hemos conseguido que su difunto marido abriera la boca. Su cuerpo se incinerará según usted manifestó preferir, ya que en su testamento vital nada se decía al respecto.
Aquel testamento vital corrió como la pólvora de boca en boca por el hospital, sin decir, claro, quién lo había suscrito. Era igual, el contenido de aquel testamento suponía un grandioso monumento a la soledad con la que algunos seres humanos viven su vida. Más de uno y una empañaron sus ojos de lágrimas cuando se enteraron de lo dispuesto por alguien anónimo, que hubiesen querido conocer, quizá para mirarse en su espejo.