19 de Diciembre de 1938. Según consta en en los anales de la historia de mi pueblo, he aquí la prueba documental, que aparece ilegible por eso de la protección de datos
vine a este mundo, único posible según las Sagradas Escrituras. No nací en una maternidad, rodeado de los medios que preservaran mi salud. Nací en un pueblo humilde y en el molino-casa de mi abuelo. Mi madre, q.e.d. fue asistida por la comadrona del pueblo, que a buen seguro ni se había lavado las manos. Según me contó mi madre, el parto, natural, fue difícil, pues era cabezón y en posición inversa; es decir, con los pies por delante. Preparada estaba un a palangana con agua templada y varias toallas para adecentarme. Me ataron el cordón umbilical con la misma cuerda que se utilizaba para atar los chorizos y me separaron de la placenta. A partir de ese momento ya dependía de la leche de mi madre para alimentarme, pero no pudo ser porque mi madre no tenía leche, y yo berreaba queriendo sacar algo de los pezones que se negaban a manar el preciado líquido. De inmediato llamaron a una mujer que hacía poco había parido y, que con su hermosura, tenía leche para su hijo y le sobraba, la que a mí me dieron para quejara de llorar. Había en el pueblo una farmacia con lo imprescindible, y entre lo imprescindible tenía leche materna, el Pelargón, para resolver casos como el mío. No era lo mismo, pues producía diarreas frecuentes, que se remediaban con alguna infusión de la que no recuerdo el nombre. Mi madre sufrió de fiebre puerperal, como le sucedía a casi todas las mujeres, pues los medios asépticos dejaban mucho que desear. De estas fiebres algunas mujeres morían y otras las superaban, y ese fue el caso de mi madre.
Como era el primer nacido en la familia de mis abuelos, quizá gocé de algún privilegio, pero a buen seguro que no evité ninguna de las llamadas enfermedades propias de la infancia, que pusieron a prueba mi capacidad para sobrevivir. El niño José creció y continuó viviendo con más penas que gloria en aquellos años de miseria. Aún no me explico cómo esta máquina, que es mi cuerpo, haya podido aguantar, no demasiado achacosa, durante 82 años, y mi corazón latiendo, en concreto y sin parar, y a lo largo de una vida promedio (75-80 años) , llegar a latir más de 3.000 millones de veces (3000 millones, no me he equivocado). Creo que no puedo pedir más, ya puedo presumir de ser una máquina perfecta que, inevitablemente, terminará en el desguace.
Lo que me llama la atención es Pelargón. Merecía un eslogan tal como : «Al bebé cabezón -en tu caso- dele Pelargón» Convincente.
En griego antiguo se usó el término para citar cigüeña, y en sueco para geranio. Bien por la generación del Pelargón.