Y yo era un niño de cuento

II

En invierno sólo se disponía de tres medios de calefacción: el brasero bajo la camilla, el fogón de la cocina y el fuego de la chimenea. Pero no daba el presupuesto para encender los tres a un mismo tiempo. La chimenea se encendía por la tarde si quedaba leña de podar la cepas de la viña. El brasero por la tarde noche mientras se cenaba y se oía la radio; aún no se pensaba que algún día pudiese verse la imagen. El fogón desde media mañana para cocinar. Si no había colegio, mi madre colocaba una pequeña silla al lado de la boca del fuego, yo me encaramaba hasta aquel tinglado, me sentaba y me calentaba la entrepierna mientras leía tebeos o resolvía cuentas de multiplicar y dividir. De ese fogón se extraían algunas brasas, que junto a pedazos de carbón de leña, llenaban la estufa, una lata de sardinas vacía que, como un incensario, era portada a la escuela por todos los niños para soportar el intenso frío; el maestro pedía encarecidamente que no echaran humo, por eso de no morir calentitos con el monóxido de carbono. Recuerdo que a un niño pijo un compañero le gastó un broma de las que llamaban de pueblo: por debajo del pupitre le dejó caer en su estufa una caja de restralletes, unos diminutos explosivos que se utilizaban en el recreo como diversión, inocuos pero muy ruidosos. La clase se convirtió en una juerga, imposible de poner orden por el maestro. El maestro nos dejó a todos sin recreo por no decirle quién había sido el de la broma. A medio día, se abría la fiambrera y se comía en un receso lo que las madres habían puesto para almorzar. Terminada la escuela, sobre las cinco de la tarde, se regresaba a la casa al mismo tiempo que la cabra que, con el resto de las que tenía el pueblo, salían de mañana a pastar en el monte cercano conducidas por un pastor y su perro; todas, a su regreso, se dirigían a sus casas respectivas con las ubres llenas de leche, si no estaban preñadas; la leche era alimento básico en la dieta, como lo era el cerdo que cada familia engordaba y sacrificaba por navidad. No, no era la edad media, de aquel entonces sólo han pasado setenta y pico años. Es sorprendente que mi cerebro guarde aquellas vivencias con total nitidez y que con ochenta años no pueda recordar qué hice ayer. Lo que si creo es que vale la pena rememorarlas y contarlas, hasta parece que haciéndolo ha tenido sentido tu vida. Seguiré, no teniendo nada mejor que decir, contar, escribir, soñar…

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