La planta no prometía mucho, un rosal de supermercado en un tiesto mínimo. Eran baratos y compré una docena. Los planté con mimo, pero, sobre todo, con abono. Y esperé. Los regaba a diario, temiendo por el calor tórrido del verano.
A las dos semanas, de los tallos vacíos comenzaron a salir hojas, tímidas al principio, tiernas, plato gourmet para los insectos. Las fumigué, quizá con efectos colaterales no deseados, pero era el remedio de choque a una enfermedad mortal. Agradeciendo el trato, las hojas se fueron desplegando cada vez más briosas por toda la planta. A la tercera semana comenzaron a aparecer unos botones que yo intuí eran incipientes capullos. Como si de un embarazo se tratase, los capullos fueron cogiendo volumen. Ya incontenible tanta vida dentro, fueron, lentamente, abriéndose. Los miraba con mi visión transcendente. La vida es un misterio, debí pronunciar, sin tener en cuenta que la frase era estúpida, porque la vida no es ningún misterio, somos nosotros los que no sabemos comprenderla.
El parto fue lento, volví a la transcendencia y pensé si sería doloroso. Cualquier tipo de vida viene acompañada de dolor, pensé sin haberlo experimentado. Esperé acontecimientos, como se espera el nacimiento de un niño; si es moreno, rubio, color de los ojos, facciones, si le falta un dedo en una mano, si es niño o niña. Todos estas inquietudes del pensamiento, yo se las apliqué al capullo, que se resistía a mostrar sus caracteres singulares, los que harían de él una rosa única. En vano se produjo el estúpido milagro y esperé al día siguiente.
Me levanté pensando, como siempre, qué tenía previsto hacer durante el día. En el recorrido por el programa mínimo, apareció el rosal, el capullo y una rosa imprecisa. No esperé a cumplir con el protocolo diario. Con la ropa de dormir, salí al jardín. Mis ojos buscaron el rosal. Estaba a veinte pasos y me paré fascinado: el parto se había producido. Para no importunar la intimidad del rosal, me acerqué lentamente, a cada paso percibía un rasgo nuevo de la recién nacida. Ya encima y mirando hacia abajo, me quedé extasiado impregnándome de aquella belleza. ¿Cómo era posible que, de una planta mínima, pudiese haber nacido semejante criatura? Como de otras muchas preguntas tontas que me hago, tampoco entonces tuve respuesta.
Regresé rápido a casa a coger el móvil. Ante el temor de haber tenido una alucinación, tenía que fotografiar aquel estúpido misterio. Las flores nacen para ser vistas y no vistas, y mi rosa, porque era mi rosa, podía languidecer de forma rápida. Enfoqué la cámara del móvil, busqué el mejor encuadre y pulsé el botón. Volví a casa, me senté ante el ordenador y, antes de escribir nada, volví a la estúpida transcendencia: yo haré que tu misterio perdure más allá de tu breve vida. Los que vean la foto de mi rosa, tendrán que aplicar la fantasía para disfrutarla, porque el privilegio de haberla contemplado real y verdaderamente, sólo ha sido mío.