Mi ombligo

¿Y de que escribo hoy? ¿De mi quejumbroso esqueleto, martirizado durante siete horas, 30 grados a la sombra, cuatro litros de agua, cambio dos veces de camisa, una precisa máquina que se rompe, de mi hija que, como es habitual, cuestiona detalles de lo que estoy haciendo? ¿A quién le importa esta historia.

El caso es que esta historia sólo es el principio. Si vivo para contarlo, podré presumir de algo bien hecho, otra vez. Será entonces que la historia sea asumida por mis lectores. O no.

Quizá sólo sea, una vez más, mirarme que mi ombligo es el más hermoso, algo que me reprocha una amiga, no porque lo ponga en duda, sino por ese afán mío de contemplarlo. Pero es que mi amiga no ha visto mi ombligo. Un ombligo, en sí, es algo insignificante, pero si con ochenta años mi ombligo no ha desaparecido en los pliegues grasientos de mi barriga. Si mi ombligo al tocarlo mantiene su estructura tersa y el dedo no huele a podrido. Si mi ombligo lo elevo a la categoría de la firma que certifica que nací de madre, entonces mi ombligo es esa primera cicatriz que forma parte de mi historia, y eso ya es importante. ¿Qué sólo me interesa a mí? Puede. Pero lo escrito, escrito queda. Y hoy no tengo otra historia.

P.S. Se me olvidó decir que otra amiga dijo de mi ombligo que era sexi, pero esto no debo tenerlo en cuenta porque sólo lo imaginó.

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