Inspección Técnica a mi cerebro

Veía que las lineas de la carretera se cruzaban y perdía el sentido de la conducción. Una oftalmóloga me diagnosticó que mi problema se corregía con unas lentes progresivas. No quedé conforme.
Fui a otra oftalmóloga que me hizo múltiples pruebas, luego sentenció: “padece usted de diplopia; eso se corrige con un prisma que deberá colocarse en su lente izquierda.
Eso me convertía en una especie de Robocop. Tampoco quedé convencido.
Fui a otra oftalmóloga, no que yo la eligiese por ser mujer, fue una casualidad, y después de varias pruebas, me envió a neurología.
Fui a neurología, y otra mujer doctora. ¿Dónde estaban los hombres? Supuse que todos eran ginecólogos. La doctora, muy joven, me hizo muchas preguntas, finalmente me prescribió un análisis de sangre y tres resonancias magnéticas.

Estaba empezando a cansarme de criterios médicos tan dispares, pero acepté hacerme las resonancias y el análisis.

En ayunas, me fui al hospital. Primero el análisis. Una señorita me pinchó en el brazo y salió generosa mi sangre. No sé si le produje un orgasmo a la enfermera, el caso es que llenó cinco tubitos de mi líquido vital. Le pregunte qué me habían pedido analizar para necesitar cinco muestras, y me respondió lacónica que muchas cosas. Confieso que me quedé perplejo y hasta algo preocupado.
Dos horas después y también en ayunas, me fui a la sala de radiología, y llegado mi turno, entré en una sala siguiendo a otra enfermera o señorita doctora. Me invitó a desvestirme a excepción de mi ropa interior. “Menos mal”—me dije, porque lo tenía todo tan encogido, que hubiese sentido morir de falta de autoestima. También tuve que ponerme una bata verde, que me quedaba tan pequeña, que si la ponía con la abertura hacia atrás, me hubiese dejado todo el culo al aire, y si la ponía con la abertura hacia adelante, todas mis partes al descubierto en situación de presumir poco. Decidí que la abertura quedase hacia mi espalda, aunque el calzoncillo que me había dejado puesto dejaba poco margen a la imaginación de mi doctora, enfermera o lo que fuese aquella persona que me tenía en sus manos.
Pasé a otra sala, y allí estaba: esa máquina que parece sacada del almacén de atrezzo de la Guerra de las Galaxias. La señorita me invitó a subirme a una especie de mesa que se adentra en un túnel. Después de invitarme a que me colocase unos tapones en los oídos, me acosté y apoyé mi cabeza sobre una horquilla. La señoría me colocó, entonces, una especie de máscara de plástico rígido que se cerró sobre mi rostro. No debía ser suficiente para inmovilizarme, que aún me colocó dos almohadillas a sendos lados de mi cabeza. Puso una pera en una de mis manos: “Si siente pánico, apriete la pera” —me dijo. Me colocó algo en un dedo que supuse sería para detectar si me moría o seguía vivo. Faltaba algo y me pinchó en un brazo. Intuía que no era para sacarme más sangre y sí inyectarme lo que fuese en mis venas para seguir su rastro a través de mi cuerpo. Ya no podía desistir. Pulsar la pera para suspender aquella manipulación hubiese sido cobarde. Comencé a interesarme por aquello a lo que me estaban sometiendo. Dentro del túnel no había espacio para moverse, sólo mirar arriba. Muy cerca de mis ojos, unas ventanas con una luz tenue. Y no habían pasado unos segundos, que se desató la tormenta perfecta sobre mi cabeza. Taladradoras, motosierras, golpes de martillo sobre cinceles o sobre hierro al rojo para doblegarlo. Pensé en apretar la pera para preguntarle a la señorita si eso era normal o es que no funcionaba bien aquella infernal máquina. Me contuve, supuse que también ella lo oiría, y los de las salas contiguas, tal era el nivel de aquellos ruidos que superaban a cualquier umbral de una sala de tortura.Y así durante 45 minutos. Cada vez que algo parecía perforar mi cabeza, me preguntaba a qué lugar de mi cerebro habría querido llegar y qué esperaba encontrar allí. También qué habría descubierto. A veces pienso que mi cerebro es tortuoso, y yo mismo me pregunto de dónde surgen algunos pensamientos. Y como si no hubiese alcanzado el objetivo, un nuevo ruido, como de una taladradora de percusión, pareció querer doblegar cualquier cabeza dura que se le opusiese. Aunque de sobresalto en sobresalto, tuve ocasión de pensar: “Y si hallase un tumor…, o un mal pensamiento…. o una deformación de mi razón… o…” ¿Qué buscaba aquella mujer, al parecer, con tanto ahínco? Me arrepentí de no haberme informado antes en la Wikipedia en qué consistía aquella prueba, de haberlo hecho me habría evitado tanta ignorancia que me avergonzaba, tantos temores y presagios, y habría asistido decidido a ella en la seguridad de que me aplicaban lo último en el avance de ciencia médica. Debía estar contento con mi suerte. Luego, lo que resultase sería cuestión de asumirlo de la forma que fuese.

Terminó la sesión wagneriana, salí del túnel, me liberó de la máscara y de lo que estaba alrededor de mi dedo, le di la pera, y me dijo que todo había terminado. Me ayudó a incorporarme y me sujetó al bajarme de la mesa, pues sentí un ligero mareo. Me indicó que podía vestirme y se retiró a una sala contigua llena de monitores. Pensé, esta vez, sin consideración alguna: “esta tía ya conoce todo lo que tengo en mi cabeza, espero guarde la confidencialidad de los datos que ha obtenido”. Pero aquello no era sino una elucubración de mi deformación novelera. Me limité de preguntarle cuándo tendría los resultados. “Tres días” —me dijo. Le di las gracias convencido de que había hecho su trabajo, y por mí. Mis circunstancias ya no eran de su competencia.
Por deferencia a la Oftalmóloga que quiso diagnosticarme exhaustivamente la causa de mi problema, esperaré hasta el día 9 de Noviembre próximo, que tengo consulta con ella. Las lineas de la carretera que se cruzan, la visión doble en ocasiones, ya no será algo que me importe, porque para entonces tendré otras preocupaciones o ninguna.
Fin