No es que Miguel fuera un donjuan; le faltaba el porte caballeresco, bravucón y embaucador de los hombres de lance y espada. Tampoco era ese tipo de hombres con luz propia que tanto gustan a las mujeres; le faltaba proyección social, esa forma de estar en todas partes. Mucho menos era un mujeriego en el sentido clásico de aficionado a las faldas levantadas; le faltaba la condición de libertino mínimo. Miguel era un hombre normal que sólo tenía un encanto: sabía escuchar a las mujeres y conversar con ella. Saber escuchar a las mujeres es decisivo para un hombre normal si quiere comerse alguna rosca. Las mujeres, siempre en guardia ante los hombres por un complejo atávico de inferioridad -algunas lo han superado- se sienten interesadas por un hombre que las escucha, y las escucha como un melómano escucha la ejecución de una partitura, con cara de transpuesto. La mujer, ante un hombre así, se siente penetrada, penetrada en el sentido de comprendida u objeto de curiosidad e interés. Una mujer que se encuentra un tal hombre no puede prescindir de él.
Miguel era ese tipo de hombre que no sólo las escuchaba, sino que convertía en importantes todas las palabras que la mujer le dirigía. A veces sus observaciones o respuestas estaban, dialécticamente, por encima de los pensamientos de la mujer, y no porque fuese más inteligente, sino porque estaba más entrenado. Las mujeres, lejos de apreciar tal asimetría, sentían que sus palabras eran importantes, cuando merecían replicas tan sustanciosas, aún más cuando eran incomprensibles para ellas.
Cinco mujeres se bebían los vientos por Miguel, buscando, hasta con ansiedad, sentirse escuchadas por él. Y nunca se sentían defraudadas, a pesar de no recibir de Miguel la más mínima concesión a la lisonja o beneplácito si no lo merecían. Miguel, a veces, las trataba con dureza, según el caso. Pero una mujer prefiere siempre la dureza a la indiferencia.
Se podría decir que Miguel había llegado a “coleccionar” cinco mujeres habituales de su verbo. Esto no es nada normal. Difícil es para un hombre recabar la atención de, no ya de cinco, sino una sola mujer a la que sólo le presta sus oídos y sus consideraciones con alta apariencia de profundidad. Quizá ese alto número de “adictas” lo había conseguido después de ser menospreciado por ciento. Pero no por este motivo, que sólo él conocía, Miguel se sentía afortunado-desafortunado, halagado-humillado. Miguel consideraba este hecho una carga liviana que, como un vestido, tapaba y abrigaba su soledad, sus carencias objetivas. De no tener a esas cinco mujeres, probablemente, Miguel se habría sentido el ser más inútil y despreciable de la creación.
Pero, a Miguel, también esas cinco mujeres le causaban algún quebranto. Escucharlas le terminaba produciendo jaqueca, mal sueño, nerviosismo. Era, ciertamente, agotador conversar con aquellas cinco mujeres muy diferentes entre sí, con temperamentos tan dispares como los que van desde lo meloso o melifluo hasta lo áspero o escabroso. Pero aún peor cuando alguna de aquellas mujeres intercambiaba los papeles que representaba. Miguel, a pesar de su entrenamiento, se sentía incapaz de contemporizar con aquella especie de guirigay de gallinas alborotadas o esperando sumisas que las pise el gallo. A veces se enfadaba tanto, que las cinco mujeres se ocultaban por un tiempo, para luego volver recelosas a su habitual querer conversar con él. Miguel las atendía como si nada hubiese pasado, y vuelta a empezar.
Un día, Miguel creyó conveniente convocar a la vez a las cinco a una charla de grupo. Pensaba Miguel que ellas mismas advertirían que era un hombre contradictorio y sacarían la consecuencia de que era un farsante. Con esto no pretendía Miguel quitárselas de encima, más bien comprobar hasta qué punto aquellas mujeres estaban “colgadas” de él, al margen de su capacidad para complacerlas a todas a la vez, algo que él suponía no entiende ninguna mujer.
Ninguna asistió a su convocatoria. Miguel, entonces, se sintió un juguete exclusivo de aquellas mujeres, como esos que los niños malos nunca comparten.
A partir de esa experiencia, Miguel cambió de proceder: a las dulces hasta el empalago, las trató con severidad y mala educación, viniese o no a cuento; a las ásperas, con dulzura casi angelical, igualmente sin merecerlo.
Hoy, Miguel, tiene una legión de mujeres que le buscan, deseosas de escucharle. Miguel es el hombre más popular de Internet, eso sí, exclusivo para cada una de ellas. Miguel, pacientemente, sigue sin comerse una rosca, pero acumula tal entrenamiento, que confía le sirva algún día para batir alguna marca y sentirse, de verdad, importante.