dialogos sordos con mi perro

Mi perro se llama Blacky. Es un perro especial. Junto con Chupi, mi pájaro, son todo mi mundo social. Digo social, a sabiendas de que muchos dirán que lo social siempre se refirió a las relaciones entre los seres humanos. Bueno, pues aunque sea así, mi perro y mi pájaro son casi humanos, al menos esa es la percepción que yo tengo. Cuando les hablo, sé que me escuchan, pues cambian de actitud. Mi perro me mira expectante, y mi pájaro, pía de una forma diferente a cuando está solo. Y yo sé que cuando les hablo, ellos se expresan a su manera. Y son ellos mis únicos interlocutores, encerrado como estoy en esta especie de burbuja que yo me he creado para no contaminarme de las perniciosas influencias externas. Porque yo estoy enfermo, de una enfermedad rara. Cuando me descuido y me incursiono en el exterior de mi burbuja, siento que flaquea mi ánimo, que siento repulsión por mis semejantes, y que todo mi ser se siente extraño en ese ambiente que yo percibo como hostil, sin apenas excepción.
Sin quererlo, los ecos de lo que sucede en el exterior traspasan las débiles paredes de mi burbuja. Son como ruidos causados por una jauría de perros callejeros, asilvestrados, que han tomado posesión de las calles. Sólo son ruidos, ya que no me atrevo a asomar la cabeza para comprobar qué hacen, además de hacer un ruido infernal. Percibo en mí cuerpo un escalofrío y me oculto asustado en mi interior más íntimo. Mi perro, cuando no hago nada, cuando me ve con la mirada perdida, inmóvil sentado en un sofá, se acerca a mí. Antes de importunarme con sus zalameros roces y lamidos de mis manos, pronuncia unos guau cortos, intermitentes, espaciados. Sé que de todas mis posturas, esa es la que más le debe preocupar. Sé que quiere que le atienda, que hable con él, que salga de ese trance que él interpreta como un momento especialmente malo para mí y que le cuente. Y al tercer o cuarto guau lo consigue. Salgo de mi trance y le miro. Menea la cola y espera sin dejar de mirarme a los ojos. Yo, entonces, sólo le digo: “¿Qué?”. El da un salto y se sitúa encima de mis piernas, y comienza a serpentear sobre mi pecho, progresivamente, hasta alcanzar mi barbilla, y cuando la tiene a distancia, me da un lametazo tímido, como esperando no molestarme demasiado. Si yo, entonces, continuo hablándole, él se sienta sobre mis piernas, me mira a la distancia de dos palmos y escucha, siempre escucha muy atento cada palabra que salé de mi boca, mirándome de frente. A veces balancea su cabeza, como hacemos los humanos cuando escuchamos algo sorprendente o que no comprendemos por parecernos anormal; también, y según el tono de mi voz, él parpadea dejando ver unos ojos tristes, opacos, o, por lo contrario, brillantes, expresivos en la manifestación de la alegría que siente. Interpreta perfectamente mi estado de ánimo y se mimetiza de inmediato de solidaridad, tanto para compartir mi alegría como mi pena.
Poco antes de ponerme a escribir sobre esto, estaba en uno de esos trances en los que con frecuencia me sumo. Había estado oyendo, que no escuchando, la radio y a los comentaristas profesionales de la situación sociopolítica de mi país. Era fácil establecer el contraste en los comportamientos de esas personas, a las que oyes reiteradamente a lo largo del año. Los sucesos últimos habían sido históricos, como ellos gustan llamarlos, y ellos estaban ahí, como siempre, para interpretarlos. Pero sus interpretaciones no eran asépticas, coherentes con sus posicionamientos diferentes pocas horas antes. Todos, veladamente o de forma clara, parecían subidos al carro del vencedor; todos, veladamente o a las claras, hacían leña del perdedor. Era así, que oí que mi perro dijo ¡guau! Abandoné mi trance y le miré. Mi perro esta vez no movió la cola ni esperó a que le hablara. Por primera vez, mi perro, con aspecto cansado, se acostó sobre mis pies y adoptó la postura de dormitar.
Pensando en su extraño comportamiento, yo volví a caer en trance.